37250.fb2 Actos De Amor - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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7

Teddy y Costa se encontraron con Ethel en el aeropuerto de San Diego. Ethel vestía como una adolescente, calcetines hasta la rodilla por debajo de una faldita azul celeste. Al verlos alzó los brazos muy alto. En cada mano tenía el cordelito de un globo.

– Se me llevan -dijo-. ¡Sujetadme! ¡Sujetadme!

Ellos lo hicieron. Ella besó a los dos y soltó los globos.

– Te reservo una sorpresa -susurró al oído de Teddy.

Costa debía emprender el vuelo hacia el Este al cabo de una hora, de modo que buscaron un rincón oscuro del bar del aeropuerto para celebrar su encuentro.

– No pareces embarazada -murmuró Teddy, mientras la acompañaba a su silla.

– No lo estoy -dijo Ethel – ¡Eso sí sería una sorpresa!

A Costa no le había gustado la iglesia griega de San Diego.

– Cierran la puerta con llave -objetó.

– ¡Papá! -dijo Teddy-. San Diego no es Tarpon Springs. Es una ciudad moderna.

– Demasiado moderna -dijo Costa-. La puerta de iglesia ha de estar abierta día y noche. La iglesia es el corazón de Dios. Después de otro trago, añadió: -También, en mi opinión, ese sacerdote, es judío.

Teddy no pudo evitar el reír.

– Papá -dijo-, eres un antisemita.

– ¿Qué clase de cumplido es ése? -preguntó Costa.

– Tampoco te gusta el nuevo sacerdote de Tarpon.

– No tiene patillas.

– ¿Y qué tienen que ver las patillas?

– ¿Has visto alguna vez retrato de Dios? Muchas patillas.

– Ese hombre ya las dejará crecer. Dale tiempo.

– Nunca. Lo intenta, lo intenta, todos sentados ahí, esperando, cada domingo. No sale nada. Así que uno y después otro, todos marchan, los más viejos. De modo que hay problema: sólo los viejos dan dinero a iglesia.

– ¿Y las mujeres, papá? -preguntó Teddy-. ¿Ellas van todavía?

– Las mujeres no tienen dinero. ¿Has visto mujeres con dinero? Ellas tienen dinero de nosotros. ¿Y los jóvenes? Nada. Egoístas. Entretanto goteras en tejado, la factura de electricidad que sube, mala situación. Así que todos esperan que el viejo Xenakis, cuándo se va a morir. Un hombre muy rico, Ethel, Simeón Xenakis. Este sacerdote se sienta junto a su cama cada día, reza, se come el goorabyeb de mistress Xenakis, duro como roca. Viejo Xenakis, ahora, no oye, no ve, pero no es burro. «¿Por qué no dejas crecer barba?», pregunta al sacerdote. «Lo intento», dice el mentiroso. Xenakis pone la mano del sacerdote aquí -Costa deslizó su dedo ligeramente por la barbilla de Ethel- y hace un ruido «¡Tst, tst, tst!». Después de morir, al día siguiente, leen su testamento, y a la iglesia deja cero. ¿Y qué hace el sacerdote bobo?

– ¡Bingo! -gritó Ethel-. Pero, papá, tenía que hacer algo. ¿No lo cree?

– ¿Papá? -preguntó Costa-. ¿Me has llamado papá?

– ¿Puedo? -preguntó Ethel-. ¿Lo quiere?

Costa se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? -dijo-. Así, ahora, ¿dónde está mi beso?

Ethel le besó, y le rogó después que se quedara otro día, prometiéndole preparar su especialidad del sudeste, tarta de tamal.

– Estoy segura que te gustará -rogó-. Es mejor. Pues es el único plato que sé preparar.

– Hazme un favor; primero aprende cocina griega -respondió Costa.

– ¡Compraré todos los libros de cocina griega que se hayan escrito!

– ¡Libros no! Diré a Noola qué te enseñe todo, no te preocupes.

Ethel lo besó cuatro veces cuando él se fue, ansiosa por envolverlo en afecto. Sus brazos eran fuertes, sus hombros robustos, la embelesaba su pescuezo, tan fuerte y firme. Cuando Costa se levantó para marchar, Ethel adoró sus cortas piernas musculosas. ¡Las tempestades que resistirían en el mar!

En cuanto a Teddy, fue una de las horas más felices de su vida. Había triunfado en su propósito de acercarlos. Como el clásico casamentero, a un mismo tiempo aliviado y encantado, los observaba charlando y pleiteando, coqueteando y haciéndose halagos. Estuvo riendo hasta saltársele las lágrimas.

– ¿De qué demonios estás riendo, maldito bobo? -preguntó Costa.

– No lo sé, no lo sé -respondió Teddy. Y comenzaba a reír de nuevo.

Cuando el avión de Costa desapareció por entre las purpúreas nubes del Este, Teddy y Ethel se quedaron solos. No querían ir a un cine; estaban demasiado perfectamente, demasiado tiernamente bebidos.

Teddy la llevó en su auto al Centro de Entrenamiento Naval, y ella se agachó para no ser vista cuando pasaron la entrada. Esta instalación, dispersa en un llano aireado junto al mar, da la impresión de ser demasiado grande por lo que sucede en ella. Teddy llevó a su novia junto al pie del puente que conduce al Campo Nimitz, la isla en donde los hamburgers, los quintos, recibían su primera instrucción, Se quedaron de pie junto a la valla y él la besó, más con gratitud que con pasión.

Ella se apretó contra él.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó Teddy.

– Quiero tanto a tu padre, que te necesito -dijo ella, riendo.

– ¿No eras tú la que decía -le preguntó Teddy malicioso- que esperaríamos hasta…?

– He cambiado de opinión, Teddy. ¿De acuerdo Teddy?

– ¿Era ésa tu sorpresa?

– No -gritó ella mientras corría hacia el auto y saltaba al asiento del conductor.

La brisa había aumentado, procedente del mar y refrescando el aire.

– ¡Vayamos a México! -propuso Ethel-. ¿Qué dices a eso?

– ¿Cuándo?

– Ahora. ¡Rápidamente! Esta noche. Disfrutemos de nuestra luna de miel antes de casarnos.

– ¿Y qué te parece un lugar aquí mismo, rápido, cerca del estuario, bajo las luces de acercamiento de vuelo? Nadie va por allí.

Cuando Teddy le mostró el sitio, ella detuvo el auto y apagó los faros.

Sus dedos ágiles le encontraron.

Un gran avión rugió por encima de ellos. Siguió el silencio y pudieron oír la nueva brisa que rizaba el agua del mar.

Teddy se tendió, apoyando la cabeza en el respaldo, y cerrando los ojos.

¿Sería todo tan perfecto alguna otra vez?

Las ventanillas del coche se empañaron con el calor.

– Me gustaría que tuviéramos algún sitio adonde ir -murmuró Teddy.

Ella estaba demasiado ocupada para responderle.

– ¡Espera! -Teddy ya estaba muy cerca.

Ethel se levantó despacio y le sonrió, el conquistador evaluando su tesoro. Se volvió entonces poniendo la cabeza bajo el volante y hacia la parte anterior del asiento. Teddy se incorporó liberando el brazo que ella necesitaba para escabullirse de sus bragas, que Ethel dejó colgando de un tobillo.

Teddy la balanceó hasta estar ambos agotados. Los pies de Ethel, enfundados en sus calcetines de adolescente, presionaban frenéticamente contra el cristal de la ventana.

Fue la primera vez que ella terminó antes que él.

Por un instante, demasiado corto para ser medido, durmieron.

Se despertaron al mismo tiempo.

– ¿Qué te sucedió esta noche? -Murmuró Ethel admirativamente.

Teddy se rió, orgulloso de su potencia.

– Vayamos a algún lugar -dijo Ethel.

Había chicas por todos los pisos de la casa de Ethel. Ella sugirió a Teddy que la hiciera entrar a hurtadillas en su barracón.

– Yo también tengo un compañero de cuarto. ¿Te acuerdas de Big Jack Block?

– Estará dormido.

– Tiene el sueño ligero.

– Vayamos a un motel entonces.

– Veinte pavos.

– Eres un vulgar bastardo.

– Además, a mí me gusta aquí en el auto; cada vez me gusta más.

Ethel se dio una vuelta en el asiento, se arremangó la falda azul celeste y ofreció dos perfectos bollos rosados. En la oscuridad resplandecían como flores nocturnas.

Ethel se agarró al volante. Teddy se agarró a Ethel.

Finalmente se sosegaron, satisfechos de estar uno junto al otro hablando.

– He de anunciarte un regalo de casamiento -dijo Ethel-. Iba a esperar un poco… pero, ¿estás dispuesto?

– ¿Es esto? ¿La sorpresa?

– Me he alistado. -Ethel esperó.- En la Marina -añadió.

Teddy siguió sin comprender.

– Teddy -le dijo Ethel-, me he alistado en tu Marina.

– ¿Cuándo?

– La semana pasada. Al día siguiente de llegar tu padre. Eso me hizo sentir segura.

– Estás bromeando.

Ethel rió nerviosamente.

– No estoy bromeando.

– ¿Has hecho eso de verdad, Ethel? -interrumpió Teddy. Ethel observó que Teddy estaba esforzándose por no perder el control-. ¿Es que estás loca o qué? ¿Por qué demonios hiciste tal cosa?

– Porque no quiero perderte de vista -dijo ella-. Porque allí donde estés tú, quiero estar yo.

Cuando Ethel intentó tocarlo, él se separó.

– Estás totalmente loca -dijo-. ¿Por qué puñetera razón?

– Porque me gustan los uniformes de la Marina; por esa puñetera razón.

– Vamos, Ethel -dijo Teddy-. ¿Cuál es la razón auténtica?

Ese era su primer altercado serio.

– Es como un instinto -dijo ella.

– ¿Qué es eso, un instinto?

– Estoy asustada.

– ¿De qué?

– De mí misma. De la manera que he sido. Quizá sea la Marina lo que yo necesito…

– ¿Has hecho eso de verdad, Ethel? -interrumpió Teddy.

– Sí -dijo ella-, y no sé por qué razón. ¿Te gusta más así?

– Estoy intentando entenderte, Ethel. Habíame con toda franqueza.

– De este modo, cuando salgas al mar -dijo Ethel- siempre sabrás dónde estoy y lo que estoy haciendo. ¿No deseas saber en todo momento lo que hago y dónde estoy?

– Claro -dijo él-. En mi casa, cuidando de mi hijo… allí es dónde y el qué.

Ella le tocó en medio de la frente.

– Siempre estás frunciendo el ceño -le dijo-. Vas a tener una arruga ahí, Teddy.

– ¿Has oído lo que acabo de decirte?

– Sí. Y estaré en donde tú has dicho. Voy a trabajar hasta el octavo mes. Muchas chicas lo hacen. Tu hijo nacerá en la Marina. Me prometieron que me destinarían en donde tú estés en el puerto de base. Quizá me especialice en criptografía. Nos podemos mandar mensajes secretos, del barco a tierra. Juntaremos nuestros salarios y tendremos nuestra propia casa. Y allí es donde él estará. ¿Teddy? -Ethel esperó.

Teddy tenía la cabeza baja; estaba tragando su bilis.

– Si tú querías ese otro tipo de esposa, Teddy -le dijo Ethel- tenías que haberte casado con tu virgen griega.

Se le acercó más y acomodó el brazo de Teddy entre sus pechos.

– Ya has visto cómo son mi padre y mi madre -dijo ella-.Por la mañana él se va antes de que ella baje. Por la noche ella se come su cena en una bandeja antes de que él regrese. Una vez por semana ella intenta suicidarse. Yo no voy a casarme en ese estilo. Yo voy a estar contigo día y noche. Esta es la cuestión, ¿no es así?

Ethel se inclinó y le besó en mitad de la frente.

– Querido mío, otra vez estás frunciendo el ceño. Lo haré desaparecer con un beso. Es tan dulce… También sueles hacerlo cuando hacemos el amor. No te preocupes. Voy a hacerte feliz, Teddy. Haré más que eso. Haré que te sientas orgulloso de mí.

– Ya estoy orgulloso de ti ahora, por el amor de Dios.

– Yo quiero decir orgulloso de verdad. Durante toda mi vida he sido una persona inútil. Nunca tuve una profesión, Teddy, quiero decir una auténtica profesión. No como hacer de enfermera. Quiero ser capaz de hacer algo. En la escuela obtuve buenas notas. Incluso en mates. Mis notas eran Bes. ¡En matemáticas! Así que, ya ves, durante el día trabajaremos juntos, y por la noche, cada noche, estaremos… como estamos hoy. ¿Lo ves cómo seremos muy felices? Hay una cosa únicamente que es mala: tendré que estar nueve semanas en el campo de reclutas, reclutas femeninos, en Orlando, Florida.

– ¡La madre!

– Únicamente nueve semanas. Primero yo pensaba que podíamos casarnos antes, pero tu padre dijo que necesitaba tiempo, por lo menos dos meses, dijo, para arreglar las cosas. Por eso no puse objeción. No te preocupes, allí, hasta las aceras están segregadas por sexos. Te escribiré cada día, y cuando regrese nos casaremos y nunca más nos separaremos.

Teddy seguía mirando al suelo, resentido. Pero ella no le permitió ponerse mohíno, abrazándole fuerte y besándolo una y otra vez. En sus ojos había una luz salvaje, como si estuviera contemplando un incendio.

– Vaya, ¡esto sí que ha sido una buena sorpresa! -dijo Teddy.

– No lo ha sido -dijo ella-. Tengo otra. Voy a decirte la razón de verdad, la auténtica.

– ¿Cuál es? ¿Cómo? ¿Ethel? ¿Vamos, qué es?

– Estoy asustada -respondió ella-. Bueno, aquí va. Quiero que seas oficial. Me refiero a un oficial con alta graduación. Por lo menos. No, escucha, por favor. ¡Cuando camino por esta base y veo los individuos que todo el mundo saluda! ¡Tú eres mejor que cualquiera de ellos! Así que he sabido qué es lo que se necesita para llegar. Trabajar tan sólo. Nadie trabajó tanto como tú. Tú mismo has de haber pensado alguna vez en ello, alguna vez. Es el siguiente paso más natural.

– Pero yo no quiero ser un chusquero, Ethel. Soy feliz con lo que tengo. Y te aseguro que no quiero de ninguna manera que estés empujándome como otras esposas de oficiales que yo conozco.

– Esa es la especie de esposa que te has ganado, Teddy. Cuando nuestro hijo crezca, quiero oírle decir que su padre es un oficial. ¿No suena eso mucho mejor que suboficial? ¿Tercera clase?

– Has estado hablando con el doctor Ed Laffey, ¿verdad?

– ¿Qué te hace suponer eso?

– Porque cada vez que decía «suboficial» añadía «tercera clase», rápidamente. No me gustó que dijera eso ni la expresión de su cara cuando lo decía.

– Esto no tiene nada que ver con él. Lo quiero por ti. Y por Costa. Espera que le diga…

– ¡Tú no harás eso! -Quiero decir cuando le diga.

– No cuándo. Si le dices. Se lo diré yo. No intentes manejarme, Kitten.

– Costa se sentirá tan orgulloso de ti…

– Yo no vivo para él, a pesar de lo que tú puedas pensar.

– ¿Estás muy enfadado conmigo, verdad? -Podrías apostarte algo.

– Bueno, pues ya que estás enfadado conmigo, ya no importa que te lo cuente todo, capitán Theodore Avaliotis.

– ¿Qué?

– Así es, Theodore. Se supone que una esposa ha de decir la verdad, ¿no es así? Deberías cambiar tu nombre. Theophilactos sí que es un impacto para esa gente de la Marina. Ni yo misma puedo decirlo bien.

– ¿Estás loca? ¿Después de todo lo que te dijo mi padre?

– Teddy, estoy diciéndote todo esto, porque creo, y es en ti en quien creo. ¿Teddy? Teddy…

El no respondió. Estaba frunciendo el ceño otra vez.

– Bien -dijo ella-, esto era la sorpresa. Me siento aliviada al haberlo dicho.

– Muy bien, ya lo has soltado. Ahora olvídate de ello.

Ethel pareció desanimarse, y de pronto se echó a reír.

– ¿Qué demonios es tan divertido?

– Estoy pensando qué es lo que va a decir, tu viejo, cuando se entere sobre mí, un marinero. ¡Una muchacha marinero!

– Dale un nieto -dijo Teddy-. Eso es todo lo que le interesa.

Costa había tomado un autobús desde Tampa a Tarpon Springs, y caminó el resto del camino hasta casa, y no a «Las 3 Bes», decidiendo que Noola se quedara detrás del mostrador -necesitaban cada uno de los dólares- mientras él trazaba planes familiares.

La primera cuestión era: ¿cuánto dinero necesitaría? ¿A quién pediría que hiciera el viaje, y si no podía pagarlo lo haría él, Costa? ¿Y qué más debería pagar?

Durante los días siguientes, Costa hizo poco más que permanecer sentado en casa, poner mala cara, murmurar y maldecir, garabatear nombres y cifras en las bolsas de papel marrón para comida.

– ¿Estás enfermo? -le preguntó Noola finalmente.

– Yo nunca estoy enfermo -le respondió Costa-. Anda, ve a la tienda y no me molestes.

– De pronto te has vuelto muy raro -dijo Noola mientras se iba.

Noola no quería decir «raro», pero tenía razón. Algo extraño le estaba sucediendo a Costa. Era una suerte que él y Noola hubieran decidido, hacía ya años, dormir en habitaciones separadas. Dos veces, durante la primera semana después de su regreso, Costa tuvo que levantarse en mitad de la noche para limpiar de sus sábanas el testimonio de sus sentimientos «pecadores».

Durante el día, utilizando el teléfono, organizaba a los peregrinos para la héjira al Oeste: la esposa de su difunto hermano y familia, su hermana y familia, sus dos mejores y más viejos amigos y sus esposas. Todos lo reconocieron como jefe del clan, estaban dispuestos a hacer el viaje, pero, como Costa ya había supuesto, indicaron claramente, con las excusas del caso, que él debería hacerse cargo hasta el último céntimo de todos los gastos, incluyendo vestidos nuevos para las «chicas».

– No os preocupéis -pronunció Costa en esta ocasión histórica-. ¡Yo lo pagaré todo!

Cuando hubo hecho la suma, Costa solicitó un préstamo al Banco. Le fue negado. En un impulso, hipotecó «Las 3 Bes», ignorando las objeciones histéricas de Noola.

– Estás tirando nuestro dinero -le dijo ella-. ¿Qué es lo que sucede… qué es lo que te está volviendo loco? Iremos únicamente tú y yo. ¡Suficiente! Voy a decirlo a todos cuando regresemos.

– ¿Cuántos hijos me has dado? -replicó Costa.

Unos días más tarde Costa pudo refunfuñar que ella y su gorda cuñada se habían dado una condenada prisa en comprarse lujosos vestidos nuevos. ¡Hablando de tirar el dinero!

– ¿Quieres que tenga buen aspecto, verdad? -preguntó Noola.

– Ponte aquel vestido negro, tienes suficiente buen aspecto.

Noola no aceptó esta observación como un cumplido.

Sentado en un banco en la plaza pública, el sol en el rostro, rodeado por sus amigos, Costa comentaba:

– Me cuesta una fortuna, quizá más, pero lo que ellos hacen será continuar mi nombre. ¿Qué hay más importante, os pregunto yo?

Nadie supo responderle.

Nueve semanas de tiempo pueden tener cualquier duración.

En este caso no fueron muy largas, porque todos estaban intensamente ocupados.

Ethel, una «recluta femenina» en el campo de reclutas en un extremo del continente, nunca había trabajado físicamente con tanta dureza en toda su vida. Continuamente se sentía demasiado cansada para emprender el viaje que deseaba hacer hacia el Sur, a Mangrove Street, para conocer a su suegra. Se intercambiaron breves notas, en papel «Hallmark», se anticiparon expresiones de cariño.

Pero Ethel nunca se sentía demasiado cansada por la noche para escribir a su prometido, largas cartas. Se lo contaba todo. Al propio tiempo, no había nada que contar. Ethel vivía sola, en mente y en cuerpo, y por Dios, por primera vez en su vida, se complacía en ello.

Cuando volviera al Oeste, ella sería, le decía a Teddy, un aprendiz marinero.

– Espera a verme en mis bines <strong>[14]</strong> -escribía.

Teddy, altamente confiado por las cartas de Ethel, llenas de adoración, se entrevistó con el oficial de la base encargado de los servicios de educación, para informarle de que ya no le satisfacía ser un suboficial, de tercera clase, y quería ascender.

El hombre cuya ayuda Teddy estaba solicitando estaba sentado junto a su despacho, apoyado en los dos brazos como si estuviera en un barco zarandeado por la tempestad. Conocido como Coach por sus compañeros, era un veterano oficial destinado a tierra. Siempre lucía sus galones de combate. En aquel momento estaba solucionando un crucigrama.

– Necesito su ayuda, señor -dijo Teddy.

– ¿Cuáles son tus estudios? -El oficial de educación acabó de escribir una palabra.

– Universidad júnior. Un año. Lo dejé.

– ¿Por qué?

– No podía pagarlo. Y, para confesar la verdad, no me importaba en absoluto.

– ¿Cuál es la diferencia ahora?

– Voy a casarme.

– ¿Cuándo?

– Dentro de siete semanas.

El oficial de educación suspiró. Estaba mirando su crucigrama.

– ¿Qué sucede, señor?

– ¿Crees tú que una luna de miel es momento adecuado para estudiar?

– Yo no necesito luna de miel, señor.

El oficial de educación sonrió y comenzó a rellenar una palabra.

– ¿No me cree usted? preguntó Teddy.

– ¿Y por qué debería creerte? ¿Quién es tu esposa? ¿Tu futura?

– Está en Orlando. Un recluta femenino. Esto fue idea de ella. Está entusiasmada.

El oficial de educación alzó la cabeza.

– ¿Quieres decir que no vamos a permitir que nuestros camaradas de apéndice-partido intervengan en nuestros proyectos de trabajo?

– Lo que quiero decir, señor, es que yo no voy a permitirlo. Si usted me ayuda, voy a estudiar hasta que se me caigan los ojos. Dígame nada más lo que debo aprender y en dónde conseguir los libros.

– Mi experiencia es… -el oficial volvió a mirar su crucigrama- que los que abandonaron una vez vuelven a hacerlo.

– ¡No seré yo! -Teddy había alzado su voz.- ¿Quiere usted, señor, que le ayude a resolver ese crucigrama? Así podremos hablar durante un minuto. Necesito su ayuda.

El oficial sonrió ante el enojo de Teddy.

– Voy a decirte la verdad. -Se echó hacia atrás. – En este momento no me gusta que entren nuevos jóvenes en servicio. Nunca se les ha pedido que piensen. Así que, ni saben hacerlo, ni nunca aprenderán.

– Ahora está usted hablando conmigo, señor.

El oficial asintió, sin convicción, pero algo impresionado. Le dijo a Teddy que el primer obstáculo estaba en pasar los exámenes universitarios. Superados, podía solicitar el ingreso en alguna de las Universidades que ofrecían entrenamiento a los oficiales de la reserva naval.

– Muy pronto podré decirte hasta dónde llega tu formalidad -dijo.

– Someto a su observación mi trabajo.

– No será por el trabajo. Observaré a tu esposa, cuando la conozca.

La influencia de Ethel había causado efecto incluso en su padre. El doctor Laffey había encontrado una nueva amante, de treinta y pico de años.

– Me ha hecho sentir como un cervatillo en primavera -dijo a su hija por teléfono.

Cuando llegó el día, Costa se presentó para la ceremonia (con su mismo traje de pelo de camello negro), trayendo a remolque lo que el doctor Laffey describió después como una delegación para una convención de fonducho grasiento. Ethel estuvo recibiendo besos de personas que le habían sido presentadas tres minutos antes, todas las cuales exhalaban ese olor peculiar, pero no desagradable, de Costa.

Teddy les había buscado alojamiento en un motel con derecho a cocina, cerca de Saint Spiridon, convenciendo al gerente de que para los griegos era un hábito normal que cinco hombres durmieran en una habitación y cinco mujeres en otra. Estas habitaciones contiguas, rebosantes de paquetes de comida y de maletas, recordaban un campo de refugiados después de una catástrofe.

La noche antes de la boda, los griegos dieron una fiesta. Las cinco mujeres cumplieron con su deber en las pequeñas cocinas. Se pusieron a trabajar al romper el día y a las siete estaba dispuesto un ágape de cuatro platos, listo para ser servido en platos de papel con un dibujo de criaturas del mar.

Ethel se encontró en el centro de un remolino de afectos. Las mujeres griegas aprovechaban cualquier excusa para tocarla. Cuando Ethel se sentaba, ellas se sentaban junto a ella, ofreciéndole pequeñas cantidades de comida para entretener el tiempo hasta el momento del ágape. Le acariciaban el cabello, expresando su admiración:

– ¡Mira, como oro!

Le alisaban el vestido y la falda, sacudían las migas de su regazo. Después, cogiéndole las manos, examinaban sus dedos y sus palmas, hablando entre sí para comparar impresiones, afirmando, sonriendo, y estando de acuerdo en que Ethel era la muchacha conveniente, la muchacha que ellos habían esperado, una buena elección para Teddy.

Ethel recibió el mensaje. El futuro de ambos estaba en las manos de ella.

Por primera vez en su vida, Ethel tenía lo que había deseado: una familia a su alrededor. Le gustó ser el centro de todas sus esperanzas.

Finalmente comprendió algo más: la trataban como si ya estuviera encinta. Por este motivo la hacían sentar continuamente, descansar, y la colmaban de mimos. Y alimentos.

El único invitado por parte de Ethel era su padre. Mistress Laffey se había quedado en el cuarto de su hotel, enviando saludos por mediación de su marido, que el doctor Laffey se olvidó de transmitir.

– ¿Dónde está su esposa? -preguntó Costa-. Es como un ratoncito. ¿Dónde se esconde, tan callada?

– Está en el hotel. No se encuentra bien.

– Gracias a Dios no está enferma, ¿verdad?

El viaje desde Tucson había hecho mella en la fortaleza de mistress Laffey, pero ésa no era la razón por la que, poco después de haberse alojado en el «Sheraton Half-Monn Inn», ella le dijo que necesitaba reposar en la cama. Había otra causa, secreta.

Era la primera vez en muchos años que Emma y Ed Laffey compartían un mismo dormitorio. Tan pronto el botones cerró la puerta, el doctor se desnudó para ducharse y asearse. Ver a su marido desnudo fue un trauma para Emma. Su vigor abundante, su evidente sexualidad, la deprimieron y la asustaron. Supo que lo que había estado sospechando durante mucho tiempo tenía que ser verdad. El doctor Laffey tenía otra mujer, una amante. Éste reconocimiento la desmoronó. El encantador míster Avaliotis, pensó, ¡nunca haría algo tan desleal a su esposa!

La cena en el motel resultó muy bulliciosa. Ethel pronto se dio cuenta de que todo lo que sucedía iba dirigido a ella. La tribu de griegos, todos originarios de la isla Kalymnos del Dodecaneso, contaron a la joven mujer que estaba penetrando en su mundo, las leyendas de su lugar de origen. Le describieron la topografía, las colinas rocosas, los olivares, los puertos, las playas. La historia del Dodecaneso fue narrada en detalle, con todas las fechas importantes. Las villanías de los turcos fueron explicadas gráficamente; las de los italianos, humorísticamente. Uno de los hombres que había luchado contra los italianos en 1942 contó historias amables sobre su cobardía, explicando cómo los bribonzuelos corrían a toda velocidad hacia sus oponentes griegos para rendirse sin demora.

Inspirados por la bebida y los ojos relucientes de la novia, comenzaron a cantar, al principio canciones de Kalymnos, su isla de origen, y después de Simi y Halki, sus vecinas del Egeo. Extendiendo el círculo de su memoria a medida que se les agotaba el repertorio, recordaron canciones de Samos, de Mitilene, entrando en las Cicladas y finalmente hasta el propio Peloponeso. Aquella noche toda Grecia fue celebrada en un motel de San Diego.

Finalmente Costa cantó.

– Felices son los ojos del novio, que escogió esta bella novia. -Brindó entonces por el doctor Laffey.- Deseo una larga vida, suficiente para pagar esta boda.

Siguió el baile. Costa inició a Ethel. Ella sentía su fuerte brazo alrededor apretando la delicada estructura de su caja torácica contra el poderoso pecho de él. Ethel lo miraba a los ojos, resplandecientes con la expresión de un hombre satisfecho.

Era su hora. Ellos eran la familia, él el mantenedor de la tradición, ella la madre del futuro.

Al finalizar un baile, y mientras Teddy reía, Costa retuvo a Ethel cautiva, jadeante. El doctor Laffey se disculpó y se fue al hotel. Ethel comprendió perfectamente que la partida repentina de su padre era una transferencia de ella a esta nueva familia mucho más decisiva de lo que pudiera ser cualquier ceremonia.

Quería pasar la noche en el motel con Teddy, y así se lo susurró. Pero Teddy lo pensó mejor; Costa lo sabría y no le gustaría. Lo último que Ethel deseaba era arriesgar un disgusto con el viejo; lo que más la preocupaba en aquellos momentos era su aprobación.

Al día siguiente la ceremonia pareció una pálida continuación de la fiesta, excepto por su climax, el acontecimiento que más tarde Costa definiría como el momento más feliz de su vida.

Se sentía desilusionado por la manera en que se cantó el ritual de la boda. El joven sacerdote, nacido en los Estados Unidos y sin barba, estudiante en un seminario erigido con fondos donados por millonarios griegos con sentimientos de culpabilidad, habló en el viejo lenguaje con un marcado acento americano. Los votos tradicionales, aunque correctos en la letra, fueron pronunciados sin el tradicional fervor. Un sacerdote de los viejos tiempos hubiera cumplido con el propósito de Dios, intimidando a todos los presentes, especialmente a la joven pareja, imprimiendo en ellos para siempre el temor del pecado.

Pero era evidente que ese tipo de catarsis estaba ausente. Costa estuvo mirando a su alrededor tristemente, haciendo muecas simiescas, refunfuñando en la oreja de Noola, y después parloteando alto hasta que su esposa le dijo que se callara porque estaba estropeando el servicio religioso.

Pero lo que compensó de todo lo que dentro de la iglesia fuera errado, fue el ritual llevado a cabo en el exterior. Durante esa parte del gamos <strong>[15]</strong>, cuando el sacerdote sostiene dos coronas iguales de flores de azahar (atadas con una cinta blanca: Union) sobre las cabezas de la novia y el novio, diez de los amigos de Teddy abandonaron furtivamente sus puestos en la iglesia. Al finalizar la ceremonia, mientras todos se agrupaban alrededor del sacerdote para besarle la mano (para Costa un sabor amargo: ¿dónde estaba aquella fuerte sensación de sebo, adecuada para la mano de un sacerdote?) los jóvenes se alinearon a ambos lados de la salida. Cuando los recién casados aparecieron en la puerta de la iglesia, esos gallardos mozos de azul levantaron sus sables cruzando las puntas y creando un arco de honor.

Costa había visto esto una vez en una película, ¿sería en Cuna de héroes, con Tyrone Power como estrella? ¿Sería ese míster Power griego? ¿Proferís por Power? Costa había expresado a su hijo el deseo de que pudieran tener esta ceremonia en su casamiento y Teddy había respondido que era imposible. Sin embargo, el comandante de la base había concedido el permiso, una contribución en los nuevos esfuerzos de la Marina por hacer el servicio más atractivo para sus hombres. Los amigos de Teddy habían pedido prestados trofeos japoneses de los oficiales, habían sacado otros sables de una casa de empeños de la ciudad, y el resto también lo pidieron prestado a una compañía dramática local.

Tan pronto como Ethel y Teddy hubieron pasado por debajo del arco, ella se volvió para mirar a Costa que los seguía y vio que sus ojos húmedos relucían. Ethel corrió hacia él y le abrazó con toda su fuerza. Costa hizo lo que ella esperaba, la besó en la boca.

¡Qué delgados y compactos son mis labios, pensó ella, y qué gruesos y envolventes los suyos!

De Costa llegó la señal de que había terminado la fiesta consecuente a la boda. Nadie lo vio irse a la cama. Pero todos le oyeron roncar.

Noola les sacó apresuradamente hacia la otra habitación.

Cuando Ethel dio a Costa el beso de las buenas noches, el viejo sonrió, pero no abrió los ojos. Ya sabía quién era.


  1. <a l:href="#_ftnref14">[14]</a> Traje de faena. (Nota del Traductor.)

  2. <a l:href="#_ftnref15">[15]</a> Casamiento. (Nota del Traductor.)