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– Fue lo mismo que meterme en la boca del lobo -sigue explicando ella-. Una cosa e-ra que Rogelio supiera la verdad a través de mi versión y otra cosa era conocer esa versión a través de Tina.

Visto el asunto de lejos, era sencillo percibir la influencia que había ejercido Tina en las reacciones de Rogelio. Pero no sólo había sido Rogelio el que acusara entonces la influencia de Tina. También Rosario había dado muestras de experimentarla.

– Por si fuera poco, Tina y Rosario se hicieron amigas -dice Marina-. Se trata de una amistad incomprensible, no sólo por la diferencia de edad, sino por la diferencia de mentali-dades.

– Efectivamente -comenta él-, te metiste en la boca del lobo.

– Te preguntarás sin duda cómo no llegué a sospechar el juego que Tina se traía entre manos… Es muy sencillo: también ella cometió uno de esos «atentados» contra el criterio de los que te he hablado antes. Y lo peor era que no sólo jugaba conmigo, sino con mi propia cu-ñada.

Marina contrae los ojos, los achica como suele hacer cuando contempla un cuadro a distancia:

– A ella debía de mendigarle su amistad, pero a mí me demostraba que era Rosario la que andaba mendigando la suya. Solía repetirme: «Esa pelma de tu cuñada sé aferra a mí co-mo una lapa.» Y yo la creía. No había razón para no creerla.

Hay gente así. Gente que para conseguir sus propósitos no vacila en tergiversarlo todo y en soportarlo todo. Tina conocía a fondo las flaquezas de Rosario, flaquezas que la ponían en trance de «adorar o detestar». Cualquier nimiedad podía derretir a Rosario. Y cualquier ni-miedad podía convertirla en juez.

Lo esencial era calibrar con acierto aquellas nimiedades, manejarlas con tacto. Y Tina las manejaba con la soltura intuitiva de los irresponsables.

– No vayas a creer que se me escapaba el evidente servilismo de Tina frente a Rosario. Era tan claro como la luz del día. Pero tenía razones para suponer que lo hacía para compla-cerme.

Había cosas irreversibles, cosas que conseguían efectos rápidos y contundentes. Por ejemplo: alabar sus vestidos, sus recetas de cocina, sus frases lapidarias… Y había también lo que «no se debía decir», por ejemplo: «Fulanita es estupenda» (para Rosario nadie lo era). «La vida puede ser alegre» (para Rosario la vida era un erial). «Fulano es muy inteligente» (para Rosario el único hombre inteligente era su hermano). Luego había lo que «no se debía hacer», por ejemplo: sorprenderla en su casa sin haber anunciado la visita, o entrar en el coche antes que ella, o mostrar impaciencia por algo, o interrumpirla mientras hablaba. Así era aquella mujer irritante e irritada.

– Lo cierto es que Tina pasaba horas y horas haciendo compañía a mi cuñada, aunque para ello fuera preciso oírle repetir su invariable repertorio de incongruencias. No vacilaba en darle a entender que su compañía era grata e indispensable. Y le sonreía, siempre le sonreía.

– Ciertamente, no fuiste muy sagaz, Marina.

– ¿Qué quieres? -bromea ella-. Una presume de lince, de sutil, de inteligente, y de re-pente un buen día despierta con la sensación de haber actuado con la torpeza de un oran-gután.

Y vuelve a pensar: «Decididamente, nadie conoce a nadie por muy cerca que lo tenga.»

– ¿Así que Rosario y Tina se hicieron amigas?

– No -rectifica ella -, Rosario era incapaz de tener amigas: tenía sombras. Eso era Tina para ella: una sombra cada vez más imprescindible. Había descubierto que Rosario podía proporcionarle lo que ella jamás había tenido: lujo, comodidades, caprichos, viajes… y, sobre todo la aprobación de Rogelio. Ése era el punto crucial. Con su admirable intuición de tonta había comprendido que, al arrimarse a Rosario, tenía asegurada la admiración de su hermano. ¿Te he dicho alguna vez que Rosario y Rogelio eran esencialmente consustanciales?

Germán no contesta. Fuma, sacude la ceniza y respira hondo:

– Llegó un momento en que casi me alegró saber que mi cuñada y mi mejor amiga eran inseparables. Era una especie de garantía para mí. Rosario siempre me había considerado «funesta» para la familia. Se le había metido en la cabeza que yo me había casado con su hermano por razones económicas. Por eso me alegré de que Rosario fuera amiga de Tina: «Ahora sabrá que esa idea era equivocada», pensaba yo.

Marina toma aliento: lo necesita para explicar la historia de aquel pobre y maltrecho limbo suyo.

– Sin embargo, aquella «garantía» se convirtió pronto en un verdadero infierno. El conflicto que iba creando era cada vez más arrollador: lo ponía todo en carne viva, provocaba crisis que yo no me explicaba, que ni siquiera Tina sabía explicarme y que, de vez en cuando, le hacían exclamar: «Tu cuñada está loca; completamente loca.»

Era entonces cuando Marina le suplicaba a Tina que no rompiese su amistad con ella. «Sobre todo, no me defiendas… Eso la saca de quicio. Llévale la corriente…» Y Tina fingía sacrificarse: «Por tratarse de ti: sólo por tratarse de ti, Marina…»

– Fue una jugada maestra. Una de esas jugadas que salen «por casualidad» y que de ha-ber sido realizadas por gentes inteligentes, quizás hubieran fracasado. Pero la intuición es siempre superior al talento.

Marina vuelve a mirar la calle. Ceñuda, dice súbitamente:

– ¡Vaya día! Ahora, la niebla.

Germán no se mueve. Quizás haya comprendido que Marina busca una excusa para desviar el tema.

– También aquí hay niebla -dice él.

Marina finge no entenderlo.

– ¿Quieres que encienda?

– Sería inútil. La oscuridad persistiría.

Marina se da por aludida. No hay razón para seguir fingiendo.

– De todos modos, la penumbra es buena consejera: la luz excesiva ciega, aturde, en-gaña.

– Lo ideal seria el término medio.

Guardan silencio unos instantes. Ambos se sumergen de nuevo en las tinieblas de otros tiempos, de otras primaveras parecidas a la actual, grises, opacas, lluviosas y repletas de incógnitas que nunca consiguieron aclarar.

– El caso es que, al alejarme tanto de mi familia, al darme cuenta de la hostilidad que formaban en torno a mi, me agarré a Tina desesperadamente. Creo que, por aquella época, le confié hasta el rincón más oculto de mi vida.

– ¿Y ella? ¿Cómo reaccionaba?

– Puedes suponerlo: se ponía de mi parte. Más aún: varias veces fue Tina la que me ayudó a encontrarte de nuevo…

Habían sido encuentros furtivos, entrevistas falsamente casuales: ni uno ni otro confesaban nunca haberlas proyectado.

– A veces el «término medio» puede ser también un error -dice Marina.

Y recuerda la estéril preparación de aquellos encuentros: siempre breves, sin conti-nuidad, sazonados de temor y de desaliento.

Tina había sido en casi todos ellos el lazo de unión: el hada buena que cultivaba las coincidencias: «Si quieres ver a Germán, no dejes de acudir a tal sitio…» Ella misma la acom-pañaba. Ella misma se ofrecía, desinteresadamente, a provocar el lance. Nunca fallaba. Tina sabía manejar los resortes de la intriga con verdadero acierto.

Al principio los encuentros resultaban violentos. El recelo de ambos los mantenía a distancia. La posibilidad de que uno hubiese podido olvidar al otro, los acoquinaba. Se ten-dían la mano fríamente, como dos conocidos «sin recuerdos», como dos amigos distanciados. Luego adquirían confianza. Se explicaban sus andanzas, sus vacíos… Y cuando venía el mo-mento de separarse, surgía el ritornello: el leitmotiv que nunca acababa de morir: «Por muchos años que transcurran…»

Y el adiós. El eterno y repetido adiós que volvía a desconectarlos, a crear tiempo y leja-nía entre ambos. Así habían pasado años y años. Así se habían sumergido ambos en aquel «término medio» que no admitía presencias, pero que tampoco las rechazaba.

– Un día Tina me comunicó que te habías separado de Bruna.

Aquella separación había sido la comidilla del año. Ya nadie se acordaba del episodio de la mano. Habían caído demasiados inviernos sobre él.

– Fue el año del piojo verde -bromea ella-. Excuso decirte los chistes que se inventa-ron a propósito de aquel virus y de tu separación…

Sin embargo, para Marina había sido más fácil defenderse contra el peligro del piojo verde que contra el peligro de aquella noticia. A veces pensaba: «Ahora Germán volverá y yo no sabré cómo eludirlo…» Pero Germán se había mantenido alejado. Más alejado que nunca.

– Al poco tiempo me enteré de que vuestra separación la había provocado otra mujer.

– Era cierto. Pero duró poco. Nuestra posible separación venía coleando hacía ya mu-cho tiempo.

– Lo sé: también sé que no había sido la única…

– ¿Te desilusionaste?

– Un poco. Me causaba mucha pena saberte tan hundido, tan atrapado por los conven-cionalismos de la gente…

– Mientras tanto, ¿tú qué hacías?

– Vegetaba.

Y se ve a sí misma metida de lleno en el abandono de Rogelio. Había comenzado la fase de sus viajes. Aquellos viajes que la iban dejando cada vez más sola y desorientada.

Ella no entendía aquel empeño de Rogelio en salir constantemente de viaje. Tampoco entendía las desapariciones de Tina ni las perpetuas indirectas de Rosario: «Algún día sabrás lo que estás perdiendo…» Le decía con aire misterioso.

Y percibía los aguijones de la incógnita sin que pudiera hacer nada para eludirlos. Los soportaba como algo inevitable: una molestia más, parecida a las restricciones eléctricas o a la escasez de gas…

– Fue entonces cuando encontraste a otro hombre, ¿no es cierto?

Marina lanza su cigarrillo al fuego. Pregunta con expresión impasible:

– ¿Qué te obliga a suponer semejante cosa?

– Deducciones. Por ejemplo: ¿por qué no pleiteaste cuando te quedaste viuda? ¿De qué tenías miedo?

Marina baja la vista. Vuelve a contemplar la alfombra. Vuelve a pensar que ha envejeci-do demasiado.

– Yo no te he hablado de miedo. Te he dicho solamente que, de iniciar el pleito, lo hubiera perdido. Me faltaban medios económicos… Rosario se las hubiera ingeniado para evitar que lo ganase.

– Eso está por ver. Yo, como abogado, nunca te hubiera permitido que cedieras.

Marina mueve la cabeza de un lado a otro. Cierra los ojos. Dice:

– Era mejor no levantar la liebre.

– ¿Por qué? Al fin y al cabo, tenías tres hijos.

– Ellos no salieron perjudicados. El Juez nombró un Consejo de familia para adminis-trar sus bienes. Cada uno de ellos ha heredado al cumplir la mayoría de edad.

– Lo que me faltaba oír -exclama Germán escandalizado-. De modo que te quitaron hasta el derecho a la administración…

Asiente ella, sin palabras, las manos pegadas a los brazos del sillón.

– Los Cebrián eran poderosos. Hubiera sido inútil luchar. Afortunadamente, no me quitaron los hijos. Sólo administraron sus bienes…

Germán la mira asombrado. Incapaz de comprender lo que le está diciendo. Marina piensa: «O deja de mirarme así, o voy a acabar gritando.»

– ¿De qué te acusaban? -pregunta-. Por favor, Marina, ¿de qué te acusaban?

Marina no resiste más. No puede resistir esa pregunta. No soporta el tono con que ha sido formulada, ni la actitud inquisidora del que la ha formulado.

Avanza hacia el ventanal. Ve la niebla. Ve la gente que se mete en ella. Ve las fachadas de enfrente todavía húmedas, todavía destilando agua sucia.

– ¿Para qué? ¿Para qué quieres saberlo? -responde sin mirarlo-. Ya te he dicho que te daba permiso para que pensaras de mí lo que se te antojase…

Y quedan los dos en silencio. De espaldas. Desgajados el uno del otro. Más divergentes que nunca.

– Ya lo ves -le oye decir Germán. Ha hecho falta que Bruna muriese, para que te ente-rases de que ninguna mujer es una diosa.

Y se dice: «Que piense lo que quiera, que opine lo que le pase por la cabeza… Todo es ya indiferente.»

Vuelve a consultar su reloj de pulsera. Dentro de unas horas Germán se irá y nunca vol-verá a verlo. ¿Para qué desperdiciar energías? ¿Para qué reconstruir más de lo que ya ha re-construido? ¿No le basta acaso saber todo lo que ya sabe?

– No llego a entenderte, Marina.

– No es necesario «entender» lo que ya ha pasado. Lo importante es mirar hacia adelan-te. Yo nunca voy á ser tu «adelante», Germán. No tienes por qué esforzarte en comprender-me.

Germán se levanta. La ve de espaldas; la escasa luz del ventanal aureolando su cuerpo. En esos momentos podría ser la Marina de los años cuarenta, la misma Marina que había co-rrido tras él cuando el tren se dirigía al apeadero.

No se acerca a ella. Se apoya en la chimenea. Procura centrar su memoria. Pero la memoria se le escapa.

– ¿Cómo se explica que Rogelio no hiciera testamento? Tu marido era un hombre pre-cavido…

Marina se encoge de hombros. Se vuelve hacia Germán. No hay gran distancia entre ambos: sólo veinte años de silencio.

– No lo sé. Ni me importa. No creo que lo hiciera a propósito. Rogelio era miedoso. Y se resistía a morir. Tal vez creyera que el hecho de redactar un testamento pudiera acelerar su muerte. Hay hombres así.

Pero Germán no la cree. Conoce a Marina: sabe que la convicción de su tono de voz es falsa.

– ¿Estás segura de que fue ése el motivo? ¿Estás segura de que no lo hizo aposta para dejarte en la calle?

Marina se lleva una mano a la frente. Se pinza el entrecejo. No soporta la inquisidora mirada de aquellas gafas. Le molesta sobre todo el recuerdo. El horrible recuerdo de aquellos días.

Germán insiste;

– ¿Estás segura de que no fue un manejo de Rosario y de Tina?

– ¡No! -le interrumpe ella-. No fue Tina, no fue Rosario…

– Entonces…

– Por favor -suplica ella-. Por favor, Germán, no preguntes, no vuelvas a preguntar-me…

Hay algo patético en su ruego. Algo que desarma a Germán inmediatamente.

– Discúlpame -vuelve a decir. Y renuncia. No insiste.

Marina levanta el rostro. Sonríe. Es una sonrisa triste que no sólo disculpa sino que agradece.

– Perdóname -insiste él-. Te estoy haciendo sufrir…

– Ya pasó.

Hay unos instantes en blanco. Una transición sin palabras. Marina rompe el silencio con una pregunta jocosa:

– Dime, Germán, ¿está todo lo bastante confuso para satisfacerte?

Y ríe con naturalidad. También él ríe. Y la tormenta se disipa.

– Creo que sí.

– Entonces -añade ella-, deberíamos pensar en otra cosa más importante: ¿dónde vamos a almorzar?