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12

El coche de Marina rueda por la calzada lateral del paseo de Gracia, porque en el cen-tro están haciendo obras.

– Llevamos varios meses con este panorama -explica ella.

La avenida ha sido abierta y el boquete produce la impresión de un vientre gigante en trance de ser operado.

Conduce despacio (no como aquella tarde): en cada esquina un semáforo y junto a cada semáforo cuerpos aglomerados o vehículos quemando gasolina inútilmente.

– Ya no es la ciudad de antes -comenta él.

No puede serlo por mucho que se esfuerce. El tiempo la ha unificado a todas las ciuda-des del mundo. Resulta ya imposible circular de prisa, o contemplar un escaparate desde el coche, o estacionar el vehículo delante de un cine.

– Entonces cuando se salía de la ciudad era porque se estaba enfermo, ahora se sale de ella para no estarlo.

En aquella época todavía había espacios libres y nadie discurría sobre la apremiante necesidad de crear zonas verdes. Las calles se veían despejadas y casi todas ellas se permitían el lujo de tener dos direcciones.

Marina comprende que Germán está procurando reatrapar la imagen de aquella ciudad desaparecida: sin turistas, con gentes vestidas «de ciudad», no como la de ahora, en la que todos van vestidos de «gente».

– Si por casualidad venía un turista -bromea ella-, en seguida se le informaba: «De cintura para arriba, viven los decentes; de cintura para abajo, los dudosos.» Me refiero a la plaza de Cataluña.

– Ahora ya no hay decentes ni dudosos -comenta él, arropando su broma-. Sólo ciu-dadanos dudosamente decentes o decentemente dudosos.

Ríen. El whisky que han ingerido aumenta su euforia. Despierta el ingenio de ambos. Hablan por hablar. Por darse una tregua a sí mismos.

– ¿Te has preguntado alguna vez qué iba a ser de los antibióticos y de los televisores si no hubiera ciudades? Hay que estar al día, Germán: no lo olvides. Hay que aceptar las direc-ciones únicas y los ideales únicos.

– ¿Qué clase de ideales? -pregunta él.

– Éstos, ésos, aquéllos… -Y Marina señala los anuncios-. Los que nos imponen, los que nos meten en la cabeza.

El coche se detiene junto a una papelera pública. -Marlboro -lee Marina-. Fume us-ted Marlboro y será feliz.

– Eso no está en el letrero.

– No importa, lo insinúa. Todos los letreros insinúan lo mismo. Todos nos obligan a creer que la vida puede cambiar con tal que aceptemos lo que anuncian.

Germán saca su pitillera: le ofrece un cigarrillo. Y Marina, al fin, puede leer la ins-cripción de la tapa. -Es Marlboro -¿bromea él-, no dejes de ser feliz. Pero Marina rehúsa. Se fija en las letras: A Germán, de Vilana, y a continuación una fecha. Una fecha que desconoce, que se aparta por completo de las fechas que ella asociaba a Germán. -Ahora no, gracias.

Tampoco Germán fuma esta vez. Guarda la pitillera y se recuesta en el asiento.

– A pesar de todo, siento nostalgia de aquella ciudad -dice él.

– No sigas buscándola, Germán: se ha perdido. La ha devorado la ciudad de ahora.

Y para disolver nostalgias, Marina finge interesarse nuevamente por los letreros:

– Beber agua sin cloro es peligroso. ¿Ves tú? Nos guían. Nos advierten con delicadeza. En eso España ha dado un gran paso adelante. Ya no impone: expone. Y lo hace con tacto. Siem-pre es mejor que nos hablen de cloro antes que del cólera.

Antiguamente era «el piojo verde», ahora es el cólera. Pero del «piojo verde» nadie ha-blaba más que en voz baja. Entonces las epidemias acorralaban en sordina. Ahora todos los periódicos se hacen eco de los brotes aparecidos con el calor.

Y Marina piensa en las otras epidemias: las que no se comentan ni siquiera en voz baja.

Y se fija en los letreros de los cines: todos iguales, sensacionalistas, con sus letras san-grantes y su terror erótico reflejado en las imágenes. Tampoco esos letreros se parecen a los de aquella época. Las películas de entonces solían ser idílicas, románticas y dulzonas.

– Si fuera posible recuperar unos instantes aquel mundo nuestro… -dice él.

– Era un mundo sin prisas, con tiempo…

– Había tranvías y fuentes con su tertulia y cafés donde servían bolados y campanas que sonaban cada media hora…

El coche vuelve a detenerse. A veces los semáforos acorralan. La luz roja ha surgido ino-portuna. Terriblemente inoportuna.

Marina confía: «Tal vez no se haya dado cuenta.» Pero Germán pregunta:

– ¿Estaba ahí, verdad?

Y señala hacia la izquierda. En efecto: la avenida, que fue una calle rajada, está ante e-llos, amplia, enorme, bruscamente convertida en un río de coches que cruzan ante el suyo co-mo si fueran bólidos.

Los dos miran hacia el vacío que ha dejado el edificio de la antigua estación del apeadero. Ven la calle sin barandilla, sin su corte profundo respirando humo, sin las casas ennegrecidas por el hollín.

– Sí -responde ella-, estaba ahí.

– ¿Cuándo la echaron abajo?

– Hace ya varios años.

– La calle ha ganado mucho.

Ha ganado todo lo que ellos han perdido. Se ha convertido en una avenida joven, ra-diante, cotizada y rebosante de tránsito.

– ¿Te acuerdas de los trenes de entonces? -pregunta Germán.

– Eran jadeantes y asmáticos -dice ella.

Y piensa que nunca una luz roja ha durado tanto. -De todos modos, hay algo desola-dor en esta avenida -comenta él.

– ¿A pesar del tránsito?

– Tal vez a causa del tránsito.

Al fin surge la luz verde. El coche avanza. La calle de Aragón queda atrás, con su corte cerrado, su tren escondido y su estación subterránea.

Luego tuercen a la derecha, llegan a la plaza de Cataluña. No hablan. Probablemente los dos piensan lo mismo. Probablemente la carga de silencio que invade el coche, no les permite hablar.

El vehículo circula ya Ramblas abajo.

– Tampoco este lugar es el mismo -dice él.

Los quioscos se han remozado, el bullicio es menos genuino y la Moños ya no existe. Ahora todos los transeúntes tienen algo de la Moños, todos se esfuerzan en adquirir una apa-riencia hippy, como la tenía ella cuando la llamaban loca.

– ¿Sigues aferrado a tu idea? -pregunta Marina.

– Naturalmente.

Y Marina prosigue. En vano ella le ha explicado que allá, en Montjuic, todo ha cambia-do, que el restaurante ya no existe, que el edificio se ha convertido en Estudios de Televisión.

Germán le ha traído a la memoria el otro, «aquel pequeño restaurante de enfrente, don-de servían pollos». Ella le había advertido: «Ya no es pequeño.» Pero él ha insistido: «Tanto mejor.»

– Tu maldita nostalgia -bromea ella-. No me negarás que hay algo morboso en ese afán tuyo de ver lo que ya no puede verse.

Germán no contesta. Sonríe, se encoge de hombros y mira hacia adelante. El mar está ya muy cerca. La circulación va despejándose. Más allá del tránsito, parece como si el cielo cayese a la tierra.

– Es una lástima: no podré ver el mar… -dice él.

Lo impide la niebla.

– Lo has visto esta mañana -comenta ella- al venir de Roma.

– Desde arriba parece distinto.

Él coche de Marina tuerce hacia la derecha y el mar queda a un lado, tapado por los edificios.

Muy en sordina se escucha la sirena de un barco, el rastrear de cadenas, el voceo aho-gado de hombres que hablan fuerte…

Enfilan el paseo de Colón y cruzan Marqués del Duero. Hay un largo desfile de camio-nes tras el coche de Marina.

Al fin asoma el letrero: «Peligro. Desprendimientos.»

– Es ahí -indica ella.

Y tuerce hacia el monte: se mete de lleno en una carretera que culebrea hacia arriba.

– Antes era sólo un sendero -recuerda Germán.

Pero ya es una carretera. Una carretera de verdad, asfaltada, trazada con amplitud, ori-llada por setos gigantes.

También el resto del monte ha sido civilizado. Para evitar los desprendimientos de tie-rra, se han plantado palmeras y cactos, defendidos por pedruscos enormes. Sin embargo, la lluvia reciente ha provocado grietas que arrastran tierra, ramas y agua por los acantilados. El coche ruge.

Otra vez el mismo letrero: «Peligro. Desprendimientos.» Pero el coche no se detiene: prosigue, ligero, monte arriba. Son letreros que no afectan: advertencias inadvertidas, como las que señalan la conveniencia de beber agua con cloro.

A medida que el vehículo gana en altura, la tierra se ve más seca y la atmósfera parece despejarse. No obstante, la niebla persiste. Es una niebla ligera que no empaña la visibilidad, pero que se mete pulmón adentro y dificulta la respiración.

No tardan en llegar a lo alto del monte. Miramar está ante ellos, con su edificio intacto, la escalinata húmeda y una hilera de coches detenidos bordeando la acera.

– Ahí tienes nuestro antiguo restaurante -dice ella señalándolo.

Germán lo mira. No comenta. Tal vez la niebla empañe también sus ideas. -¿Desilusio-nado?

– No: me habías advertido. -Y como si despertara de un mal sueño, dice ceñudo-: ¿De modo que ahí han establecido los estudios de televisión? Marina ríe.

– No hay duda: te has decepcionado. Y acelerando el coche suavemente, avanza hacia el restaurante que bordea el precipicio: el pequeño restaurante antiguo que se había espe-cializado en pollos cuando los pollos eran artículos de lujo. Germán lo contempla perplejo. -Solamente queda el horno… -¿Qué esperabas encontrar? Marina ríe. Le divierte la clara desorientación de

Germán.

– El restaurante de ahora está en otra planta -explica ella-. Hay que bajar una esca-lera.

Estaciona el coche junto a la entrada. Se apean. Una brisa helada se cuela por los pelda-ños y enfría los pies. -¿Tienes apetito? -pregunta él.

– Mucho. ¿Y tú?

– Bastante.

Entran en el recinto. Prácticamente está vacío. Pueden elegir mesa sin dificultad.

Se someten al criterio del camarero. Los conduce hasta un lugar estratégico, junto a un ventanal.

La mesa roza la vidriera: la vista abarca el puerto, la inquieta avenida macadamizada, las dragas, los barcos, el trasbordador aéreo, el monumento a Colón…

El camarero les tiende la carta. Es un camarero bien adiestrado, habla en tercera persona y se muestra solícito.

– Tal vez un consomé -sugiere.

No hay eco. Ambos miran el menú. Dudan.

– O tal vez panaché de verduras.

Germán sonríe. Pregunta:

– ¿La especialidad de entonces…?

El camarero adivina. Como buen camarero entiende al cliente sin esfuerzo.

– ¿Cómo no, señor? ¿Se refiere al pollo?

Toma nota, garabatea en su libreta, inquiere detalles. Y Marina piensa: «La maldita nos-talgia…» Es evidente que a Germán le gusta recordar. Y teme. Teme que vuelva a hacerle pre-guntas, que vuelva a remover posos.

– Los señores desearán antes un aperitivo…

– Dos whiskies -pide él.

Y el camarero se va. Los deja a merced del paisaje, del trasbordador detenido, de sus cables curvados chorreando agua, del dedo extendido de Colón apuntando a un mañana que ya se ha vuelto prehistoria.

Marina contempla todo eso, pero sabe que Germán la contempla a ella, con su invenci-ble curiosidad clavada en los cristales de las gafas.

De pronto nota la mano de Germán sobre la suya.

Es una mano helada, pero amistosa.

– De cualquier forma -le oye decir-, no importa lo que haya sucedido. Lo esencial es que consiguieras tu propósito.

Y Marina comprende que de nada ha valido sortear preguntas ni simular interés por todo lo que les ha ido saliendo al paso desde que han dejado su casa.

Pero finge no entenderlo.

Pregunta:

– ¿A qué te refieres?

– A tu empeño en olvidarme. ¿No era eso lo que deseabas?

Marina baja la cabeza: pierde la sonrisa. Dice:

– Era una necesidad.

Fluctúa un malestar que los cohíbe, que los debilita y los limita a un silencio extraño.

Marina empieza a tener miedo de ese silencio. Pero también teme que Germán lo rom-pa.

Lo rompe ella, al fin, preguntando desenvuelta:

– ¿Por qué no me ofreces ahora un cigarrillo?