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Otra vez la pitillera. Pero Marina no lee la inscripción. El dedo de Germán la tapa. So-lamente asoma la última sílaba de la firma: «na». Y comprende la invencible curiosidad de Germán. También ella quisiera saber, conocer los detalles de ese obsequio y de esa fecha que nada le dice.
Pero se abstiene de hacer preguntas. Es una garantía para ella. Una forma de evitar que Germán se arrogue el derecho de hacer lo mismo con ella.
En el fondo está siguiendo la táctica de Rogelio, la misma que los mantenía horas y horas en silencio y que los convertía poco a poco en dos extraños: dos personas conocidas que lo ignoran todo la una de la otra.
– El mar está tranquilo -comenta Germán.
– La niebla lo ha encalmado.
Desde lo alto resulta fácil observar el mar. Abajo era sólo una mancha gris que se unía al cielo.
Los whiskies no tardan en llegar.
– Por nuestro encuentro -dice Germán alzando el vaso.
– Por tu felicidad.
Germán mantiene el vaso en el aire. Pregunta:
– ¿Por qué descartar la tuya?
Marina sonríe burlona, arquea las cejas y dice:
– No soy yo la que va a contraer matrimonio.
– De todos modos, te deseo que seas feliz.
Y beben. Despacio. Escudriñándose.
– Me hubiera gustado ver las fotografías de tus hijos… ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? -dice él.
– Puedo enseñarte la de mis nietos -dice ella abriendo el bolso.
Le extiende cinco fotos pequeñas. Cinco pedacitos de su vida completamente desligada de Germán. Cinco reductos de una historia que está tocando a su fin y que reclaman a su vez independizarse de ella: convertirse en historia por sí mismos.
Germán los contempla con falso interés. Pero ya no le dice «te envidio».
– ¿Los quieres?
Una pregunta arbitraria. Una pregunta superflua. Marina no comprende cómo se puede tener nietos sin quererlos. Por eso no contesta. Resultaría difícil describirle a Germán su amor por esos cinco niños. Tan difícil como describir un árbol únicamente por su sombra. Eso debe de ser para Germán la idea de «ser abuelo»: una sombra.
Germán le devuelve las fotos. Pregunta:
– Te llamarán «abuela», claro está.
Y la palabra cae sobre el mantel como una losa. Es tan inoportuna como las interrupcio-nes del reloj, o como las visitas inesperadas o los sonidos intestinales.
– ¿De qué otra forma iban a llamarme?
Y se ve a sí misma acompañando a sus nietos al cine algún domingo por la tarde, o pre-parándoles la comida, o cuidándolos cuando están enfermos… Y piensa: «Dentro de unos años, seré un estorbo para ellos.» Porque la vejez es fea, terriblemente fea. Hay algo sórdido en la vejez. Algo que repele.
Vuelve el rostro hacia el ventanal: el cielo va adquiriendo un tinte amoratado, un matiz que presagia tormenta. También ese cielo resulta caduco y feo.
– Tú, al menos, nunca te oirás llamar así.
– Entonces… ¿te molesta ser abuela?
– No -dice ella- me molesta que mis nietos comprendan que lo soy. Me llaman de ese modo porque no existe otro vocablo para distinguirme. (Me refiero a un vocablo sensato.) Pe-ro todavía ignoran lo que esa palabra supone.
– ¿Te gustaría ser joven otra vez?
Marina contempla su vaso de whisky, su cigarrillo, la arruga mal planchada del mantel.
– No: es demasiado cansado: siempre se hace lo que no se debe hacer, se piensa lo que no se debe pensar, se proyecta lo improyectable… No: decididamente no me gustaría volver a la juventud. ¿Para qué? Seguramente incurriría en los mismos errores.
Tiene ahora aquellos errores clavados en la memoria: casi los revive: Su amistad con Tina, su absurda fe en Rogelio, su esperanza de ver, algún día, a Rosario transformada en un ser normal, en una cuñada razonable… Toda su juventud ha sido un manojo de utopías, de mentiras trastocadas, de imprecisiones torturantes.
Recuerda los interminables y angustiosos almuerzos familiares presididos por el tío Lorenzo y por la tía Felicitas, los despropósitos de Rosario, los silencios de Rogelio cuando veía a su hermana en trance de rebajarla delante de sus hijos… Y evoca aquella mañana. una mañana de verano, soleada y alegre, suplicándole a Rogelio: «Dime lo que ocurre entre noso-tros: yo no puedo saberlo.»
Pero Rogelio se había reído de ella y le había dicho: «Tu imaginación te pierde, Marina.» Y ella había pensado que, efectivamente, su imaginación la perdía y que debía cambiar.
– Seguramente volvería a casarme con alguien que no me quisiera y volvería a tener a-migas como Tina y viviría engañada, y de nuevo pensaría que la vida es un manojo de in-comprensiones.
Y recuerda a Rosario insultándola, delante de sus propios hijos, sin que nadie (Rogelio menos que nadie) se atreviera a defenderla, y se ve a sí misma levantándose de la mesa, co-rriendo al lavabo para devolver la comida ingerida y llorar su soledad.
– Porque resulta difícil cambiar las características propias…
Lo peor había sido soportar la desorientación de sus hijos. Observarlos inestables sin saber qué partido debían tomar, temiendo y deseando a un tiempo que se decantaran hacia ella.
Hasta que un día se había descorrido un velo. Un velo que nunca hubiera creído posible descorrer. Y después se había encontrado todavía más sola, todavía más bamboleante.
Rogelio se iba a uno de sus viajes (aquellos viajes incomprensibles que a veces carecían de justificación adecuada), unos viajes que debía hacer solo, porque, según decía, las mujeres estorbaban y Marina era mujer.
Fue entonces cuando en un arranque de desesperación ella le había pedido ayuda: «La necesito, Rogelio, la necesito más que el aire que respiro.» Y cuando él, por primera vez, le había preguntado qué clase de ayuda pretendía, ella se lo había confesado todo.
– …y mis características, ya las conoces, Germán, me reducen a una vida con agujeros, a una vida con escapes de agua que nadie recoge, que todos desechan…
Sin embargo, aquella vez, ella había llegado a creer que su marido iba a ayudarla. Du-rante unos instantes lo había visto vacilar. Casi la había mirado con ternura. Y ella se había lanzado a sus brazos, mendigándole cariño, suplicándole que no la dejara a merced de aquel recuerdo.
Pero la supuesta ternura de Rogelio había durado poco. Alguien, aquel fantasma que aún no tenía nombre, aquel ser difuso que intervenía a sus espaldas, se había apoderado, una vez más, de la voluntad de Rogelio.
Lo comprendió en seguida, en cuanto llegó del viaje. En él ya no había el menor vestigio de ternura. Únicamente una extraña y repelente corrección: «He meditado a fondo la cues-tión, Marina, lo he pensado mucho:
¿Por qué no vivir tú y yo como dos buenos amigos?»
Y el tono de Rogelio quemaba de puro frío. Era todavía peor que el tono utilizado en los momentos de ira. «Si tú me dejas en paz, yo no voy a inmiscuirme en tu vida. Por mí puedes tratar a Germán todo lo que gustes. No tengo inconveniente. No voy a interferirme en vuestra amistad… Al fin y al cabo, los dos sois personas civilizadas…»
Ella había pensado: «Estoy enloqueciendo. Rogelio no puede hablarme así. Rogelio no "es" así. Rogelio no puede "darme permiso" para que quiera a Germán…» Pero Rogelio insis-tía: «No vamos a ser el único matrimonio que acepte esas condiciones…»
No era falso. No era producto de su imaginación. Lo que le estaba diciendo Rogelio era cierto: desesperadamente cierto. Supo entonces hasta qué punto su marido la despreciaba. Y fue lo mismo que si la tierra se hundiera bajo sus pies y el mundo entero se convirtiera en un erial inmenso, sin un árbol, sin una fuente, sin un hueco donde refugiarse, donde poder de-fenderse de sí misma, de aquel dolor horrible que le crecía por dentro y que, de puro agudo, ni siquiera le permitía llorar.
Y comprendió que era inútil protestar, ni razonar, ni obligarle a asimilar lo que le estaba proponiendo, porque Rogelio, de pronto, se había convertido en un pedazo de mármol in-capaz de comunicar calor, un bloque helado indoblegable, refractario a todo sufrimiento y a todo goce.
Y supo, con la clarividencia del que va a morir, que la proposición de Rogelio era peor que un insulto, peor incluso que cometer un asesinato: era lo mismo que si le estuviera pro-poniendo que se suicidara, que se suprimiera ella misma, para no verse obligado a matarla, para quedar aparentemente libre de culpa y poder decir: «Ella lo ha querido…», pero eso sí, tendiéndole el arma, ofreciéndosela en bandeja.
– Tuviste mala suerte -dice Germán-. Sin embargo, no siempre todo es igual.
– De todos modos, ¿para qué perder el tiempo imaginando cómo hubiera sido lo que ya no puede ser?
– Es divertido.
– No -contesta ella-, es deprimente.
Se ve de nuevo a sí misma hablando con Tina: explicándole a ella la proposición de Rogelio. Y escucha la voz de Tina, suave y melosa contestándole: «Pero querida Marina, ¿no era eso lo que tú estabas deseando? ¿No decías siempre que ojalá tu marido fuera menos rec-to para que tu conciencia se aligerase? Ya conseguiste lo que deseabas: aprovéchalo. Rogelio te deja el paso libre. Adelante: ya no tienes por qué reprocharte nada.»
– Es verdaderamente deprimente recordar las torpezas de la juventud.
Y sigue evocando a Tina. La Tina de sus confidencias. La Tina que repetía constante-mente: «Pobre Marina, estás tan sola…» La que día tras día y año tras año sentaba plaza en sus vidas de un modo imperceptible, como los parásitos, influyendo, sin dar muestras de in-fluir; obligando, sin dar muestras de obligar; monopolizando, sin dar muestras de monopo-lizar.
Y ganando terreno, adueñándose de todo, dominando la situación despacio, cautelosa-mente, interviniendo en sus hijos, en Rosario, en su marido, hasta darle de lado a ella, hasta dejarla marginada e inservible, pero dando la impresión de que todo lo hacía para salvar la situación e impedir que el matrimonio se hundiera.
– ¿Te refieres a Tina?
Asiente ella mientras sorbe un trago. Contempla luego el trasbordador detenido, los cables curvados tendidos de estación a estación.
– Empecé a comprender cómo era Tina poco antes de nuestro encuentro en Montecarlo -dice luego-. Adiviné de golpe que no merecía mi confianza; sin embargo, no sospechaba lo que había entre mi marido y ella. De haberlo sospechado, me hubiera puesto en guardia. Comprendí demasiado tarde que todo cuanto Rogelio hacía y decía, venía dictado por Tina.
Germán se pone súbitamente serio. También él debe de recordar algo sombrío:
– Aunque te parezca insólito, aquel año, cuando yo te encontré en Montecarlo, no pen-saba en ti, Marina. Creo que te lo dije…
Marina recuerda: hacía poco tiempo que Bruna y él se habían separado y la mujer que había provocado aquella separación, todavía coleaba en la vida de Germán.
– Pasé dos años verdaderamente penosos -continúa explicando él- y cuando se vive tan absorto en los problemas inmediatos, el recuerdo se adormece, queda relegado a segunda línea…
Marina sabe a lo que Germán se refiere. También Germán había sido entonces para ella uno de esos recuerdos dormidos.
– Me resultaba difícil adaptarme al cambio de vida -sigue diciendo él-. Mi nueva instalación, la rotura definitiva con las costumbres adquiridas, las explicaciones forzosas (esas incómodas explicaciones que se deben decir o que se deben oír), las malditas conve-niencias sociales, las ligaduras invisibles, pero inevitables… Todo lo que, contemplado a dis-tancia, parece inofensivo, acaba por destrozar el ánimo cuando un matrimonio adopta la de-cisión de separarse.
También ella había sentido algo parecido sin separarse de Rogelio. Sólo que nadie, ni si-quiera Tina, podía darse cuenta de lo que la estaba minando. Desde que el velo había sido descorrido, Marina ya no se confiaba a ella como había hecho siempre. Intuía de un modo vago que Tina no jugaba limpio. Ignoraba la causa, pero conocía el efecto. Y aquello era sufi-ciente para mantenerla distante.
– Pero la vida suele tender trampas -sigue diciendo Germán-. Y aquella noche, en Montecarlo, la trampa fuiste tú.
Paradójicamente aquel encuentro no había sido premeditado. Ninguno de los dos había imaginado que podía producirse. Sin embargo, se produjo. Había sido un encuentro-estallido. Una colisión inevitable. Dos olas chocando. Dos fuerzas cósmicas frente a frente. Un «no es posible» transformado, de pronto, en lo más posible del mundo.
– Estábamos en el Sea Club, ¿recuerdas? Y de golpe te vi en el otro extremo del come-dor, rodeada de gente: llevabas un traje rosa y tenías la piel tostada…
Marina recuerda. Recuerda que Rogelio debía llegar dos días más tarde de su crucero H. S. (hombres solos). Recuerda que Tina, aquella Tina invariablemente puntual, acababa de presentarse aquel mismo día en el hotel. «¿Sabes algo de Rogelio?», había preguntado fin-giendo ignorancia. Y Marina le había dicho; «Llegará pasado mañana», como si Tina no conociese la fecha y el famoso crucero H. S. no hubiera sido un subterfugio para estar juntos.
– Llevaba varios días en la Costa Azul -explica ella-, Rogelio me había citado allí…
– Creo que Tina estaba sentada a tu lado…
Miran sus platos, todavía vacíos, su whisky a medio terminar, los cigarrillos apagados en el mismo cenicero.
– ¿Qué pensaste? -pregunta ella.
– Era difícil pensar. Tenía la impresión de que todo cuanto nos rodeaba estaba hecho de cartón. Solamente existíamos tú y yo otra vez. Lo demás eran cabezas sin rostro, globos flo-tantes. ¿Y tú? ¿Qué pensaste tú?
– Recordé de pronto lo que me había dicho Rogelio: «Si tú me dejas en paz, yo no voy a inmiscuirme en tu vida privada…» Sí, creo que pensé eso… Pero tú no estabas solo. Tenías a aquella mujer al lado.
Y la constante volvía: se colaba poco a poco entre las voces, la música y las cabezas. Y la noche se aclaraba, y el mundo de estrellas que asomaba tras el entoldado parecía agrandarse, fundirse al mar, convertirlo en una enorme balsa de promesas.
– Me resultaba imposible dejar de mirarte -dice él-. No podía comprender cómo después de tanto tiempo, tú continuaras siendo exactamente la misma.»
– No lo era: tenía diez años más.
– El tiempo no existía… al menos aquella noche.
Tina le había susurrado al oído: «¿Te has fijado cómo te mira Germán?» Pero no hacía falta que Tina le advirtiese aquello. Desde que se había sentado a la mesa, aquella mirada era lo único que percibía claramente.
– Cuando al marcharte pasaste por delante de mi mesa, recuerdo que me levanté para saludarte, pero tú no te detuviste. Sólo me dijiste adiós con la mano…
– Ibas acompañado -se excusa ella-. No me pareció prudente.
Marina observa al camarero, que se acerca a ellos.
– Creo que nos traen el pollo -comenta fríamente.