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El camarero muestra la fuente, protocolario. Luego desmenuza el pollo. Coloca el plato a la señora. Coloca el plato al señor.
– Medios pollitos tiernos como la mantequilla -indica por si no lo saben-. Criados como los antiguos…
Tienen la piel tostada y crujiente. Y despiden un aroma cálido que despierta el apetito.
El camarero es diligente. Sirve la ensalada, escancia el vino, llena los vasos grandes con agua sin cloro y pregunta:
– ¿Desean algo más los señores?
Luego se va. Los deja con el pollo, con el vino, con la ensalada y con sus recuerdos inte-rrumpidos.
– Aquella noche, cuando llegué a mi hotel tenía la impresión de haber soñado -explica Marina-. No me importaba no volver a verte. Tu mirada me seguía…
– Yo, en cambio, necesitaba verte otra vez. No era fácil. Había que sortear muchos obstáculos. Además, ignoraba dónde te hospedabas. Huelga decir que aquella noche no pude pegar los ojos.
Tampoco Marina había dormido. Era un insomnio feliz. Un insomnio que anulaba los desprecios de Rogelio, que volvía la vida alegre.
– Me costó mucho encontrarte -prosigue Germán-. Recuerdo que llamé a todos los hoteles de Montecarlo. Nadie sabía darme razón. Después telefoneé al Negresco de Niza. Pregunté por Rogelio. Me dijeron que estaba navegando y que llegaría al día siguiente. Al fin di contigo.
El teléfono había sonado a las nueve de la mañana.
Y ella -recuerda ahora- había temido que la llamaran de España para darle una noti-cia adversa de sus hijos. No pensaba aún que pudiera ser Germán.
Pero la voz era inconfundible. Y la pregunta, directa: «¿Eres tú, Marina?» En efecto: era Marina. Marina con su nombre reafirmado, agrandado, rehabilitado. Marina sin la rémora de los desprecios, ni el horror al vacío, ni el mote de «schubertina» disminuyéndola. Era Marina: la del bañador manchado por el martini de Pascual Ordóñez, la del Adagio lamentoso, la de los paseos a caballo y la de la chimenea encendida… Aquella chimenea que obligaba a decir: «Sería hermoso envejecer juntos…»
Y luego fue Germán. Germán el de los silencios elocuentes, el de los recuerdos eternos, el del tren detenido en el apeadero… El Germán que repetía: «Por muchos años que pasen…»
Y los obstáculos se disipaban. Se diluían en cada afirmación y en cada pregunta. Había un hilo telefónico entre ellos. Un hilo poderoso que lo solucionaba todo y lo alisaba todo. Y había una esperanza gravitando entre ambos. Una de esas esperanzas indómitas que nada ni nadie puede someter ni anular. Y había una ausencia total de sentido de culpabilidad, porque cuando la vida se disfraza de felicidad, la culpabilidad se esfuma, se pierde en los recovecos de la conciencia.
– Tuve que echar mano de una mentira -explica él-; de algún modo debía justificar mi ausencia… Dije que me había encontrado con un cliente, que me había invitado a cenar y que no podía rehuir la invitación. -Y sus gafas recogen el recuerdo; casi lo reproducen.
– También yo me vi obligada a sortear a Tina -confiesa ella-. Por primera vez en mi vida dejé de sincerarme con ella. Intuía el peligro que suponía hablarle claro…
Se había citado en el restaurante, para evitar que los vieran en el hotel. Era un restaurante situado en lo alto de la colina (como el de ahora) y tenía un jardín colgante desde el cual se podía contemplar la ciudad iluminada, el mar salpicado de estrellas y el puerto inundado de luces.
Cuando Marina llegó Germán ya estaba allí, sentado a una mesa junto al precipicio. Y olía a naranjos, a parrilla encendida, a tabaco rubio…
– Fue una cena sin apetito -recuerda él-. ¡Teníamos tanto que hablar!
– Aquella noche te referí lo que me había propuesto Rogelio.
– Y yo pensé en seguida: «Tina ha influido», pero no te lo dije.
– ¿Por qué, Germán? ¿Por qué callaste también aquella noche?
– Ya te lo he dicho: no quería convertirte en una mujer despechada. Tenía la presunción de que vinieras a mí espontáneamente.
Germán trocea el pollo que le han servido; se acerca el primer bocado. Sabe a piel tos-tada, a pimienta y a grasa fundida.
También Marina está comiendo. Piensa: -Debo masticar con brío. Simular apetito…» Pero sabe que le va a costar mucho comer el pollo. En esos momentos tiene la impresión de que su estómago se ha cerrado. Mira la mesa de enfrente: ve a una señora gorda comiendo lo mismo, y envidia la voracidad que demuestra.
Observa las manos de Germán cortando y pinchando y comprende, no sin alivio, que tampoco él está comiendo con ganas.
– Hasta aquella noche nunca imaginé que podía convertirme en una mujer de doble vida -dice ella-. Pero cuando me asomé al acantilado, pensé: «Si Rogelio ha sido capaz de empujarme al vacío, ¿por qué no puede recogerme Germán?» No comprendía aún que tu mano hubiese precipitado mi derrumbamiento. Hay momentos en que la mente se ofusca, en que las cosas más abyectas pueden resultar atractivas.
Germán no replica. Sigue comiendo sin prisa, desmenuzando y separando lo que le es-torba. Y Marina vuelve a pensar que, decididamente, ninguno de los dos está saboreando el pollo como lo saborea la señora gorda.
– ¿Cuándo lo comprendiste? -pregunta él. Marina sonríe, sorbe un trago de vino. Dice:
– Aquella noche no. Ni tampoco al día siguiente. Tardé mucho tiempo en compren-derlo… -¿Cuándo? -insiste él. -Es una historia larga. -Tenemos cinco horas por delante. Cinco horas: no dan mucho de sí», calcula Marina. Recuerda que, al entrar en su casa, queda-ban siete. En aquellos momentos había pensado: «Es mucho tiempo de Germán Alcántara…». Sin embargo, ahora tiene la impresión de que el tiempo se achica demasiado de prisa y que luego, cuando Germán se haya ido, las horas volverán a ser lentas.
– Intentaré abreviarla -dice ella. Y continúa desmenuzando el pollo, como si le interesara, como si de verdad le apeteciese.
– No hay peor tentación que la que se oculta, la que nos obliga a imaginar que es un premio… algo capaz de vindicarnos -dice mirando el plato-. Eso eras tú para mí, en aque-llos momentos: una vindicación. Tenía la sensación de que, al fin, había llegado mi hora…
– ¿Y no era así?
Marina niega con la cabeza. Dice luego: -Estabas dentro de las normas de lo que el mundo juzga «inevitable». Todo se prestaba para considerarlo así: nuestra posición social, nuestro tedio cotidiano, nuestro vacío, nuestro limbo particular… Sobre todo: nuestra frialdad religiosa. Creíamos en Dios del mismo modo que creíamos en el Polo Norte. Todo el mundo sabe que existe, pero nadie lo visita nunca. Nadie se toma la molestia de comprobar que, efectivamente, está ahí, que exige, que espera, que incluso suplica…
– Tú decías ser religiosa…
– Y lo creía. De verdad, creía serlo. Pero era una religión como la de la mayoría de la gente: acomodaticia, convencional y, sobre todo, ridícula.
Germán pregunta con los ojos. Marina responde sin esperar que hable:
– De haber sido consecuente, jamás hubiera salido contigo aquella noche.
– Entre nosotros no hubo nada verdaderamente vergonzoso.
– No importa. Los proyectos no fueron limpios.
– De modo que te arrepentiste.
– Eso es lo malo: no me arrepentí. Durante mucho tiempo conservé el recuerdo de aquella noche como una de las páginas más bellas de mi vida.
Era evidente que la mayoría de los adulterios debían de empezar por cosas así: provi-sionalmente atractivas, cosas que parecían lúcidas y transparentes cuando en realidad eran turbias e insensatas. Algo parecido a un barco a la deriva qué se cree navegar hacia un destino seguro. O algo similar a un rayo ultravioleta que, enloquecido de vanidad, llega a con-siderarse un verdadero rayo de sol.
– También para mí fue una noche inolvidable -dice Germán.
– Todo parecía aliarse á nosotros, ¿recuerdas? Hasta el piano que sonaba en aquella taberna…
Había un sinfín de detalles amparando aquella ilusión: el recuerdo, la nostalgia, la intriga, la aplastante belleza del paisaje, la sensación de ser libres…
– Dios quedaba anulado -sigue explicando ella-. Lo que nos rodeaba podía más que Dios en aquellos momentos: el mar, la tibieza de la noche, el perfume de aquel jardín, el faro-lito de nuestra mesa, las miradas comprensivas del camarero… ¿No te parece ridículo que todas esas cosas fueran capaces de anular a Dios?
Germán deja de comer. Probablemente se olvida de que tiene un plato delante. Tampo-co Marina está comiendo. Juega con el tenedor, lo hinca ahora en la ensalada, pero no lo alza.
– Así era mi religión de entonces, Germán: una cuerda floja que debía estar tensa, un repetirme con demasiada frecuencia: «Dios es misericordioso» para olvidar casi siempre que también era justo. Un hacer o dejar de hacer, por temor: no por amor. Un repetirme: «La vida está llena de atractivos» y un descartar la frase: «Yo soy la Vida.» ¿Sabes por qué, Germán? Porque si aceptaba que Dios era la vida, debía también aceptar que era el Camino y la Verdad… No me gustaba aquel camino: me apartaba del que me atraía. No me gustaba aquella verdad: me señalaba la cruz.
Germán empuja ligeramente su plato. Apoya los codos en la mesa y cruza las manos bajo su mentón.
– No entiendo dónde quieres ir a parar.
– Muy sencillo: estoy intentando explicarte que, aunque yo me creyese religiosa, no lo era. No podía serlo. Mi fe era una falsificación. Una blanqueada fachada de mi propio se-pulcro.
– ¿Cuándo descubriste eso?
– Tardé mucho, Germán, tardé demasiado.
Surge un instante hueco y mudo. Los dos se miran con desconfianza.
El camarero los observa. Le preocupa la inapetencia que demuestran. Se acerca a ellos con sonrisa nerviosa:
– ¿No les apetece el pollo? ¿Desean cambiarlo? ¿Tal vez otro plato…?
Lo dice con desilusión. Cuesta mucho tranquilizarlo. Marina y Germán fingen comer. El camarero escancia más vino en las copas, se cerciora de que todo está correcto y se aleja de nuevo con la sensación de haber cumplido con su deber.
– ¿De qué hablábamos? -pregunta él.
– De mi fe tardía y de aquella noche en Niza -deja el tenedor en el plato y cruza las manos bajo la barbilla-. Al salir de aquel restaurante tú me dijiste: «Lo arreglaré todo para trabajar en Barcelona…» ¿Recuerdas?
Ríe. Hay recuerdos que de puro quiméricos resultan grotescos.
– Yo te pregunté por la mujer que te esperaba en Montecarlo. Tú me dijiste: «Romperé con ella en cuanto regresemos, a España.»
– Y rompí -aclara él-. Aquella misma noche. En cuanto me vio llegar, comprendió que le había mentido.
– ¿Le dijiste la verdad?
– Callé tu nombre, pero le confié todo. Fue valiente. De antemano sabía que lo nuestro debía acabar tarde o temprano.
– Debió de ser duro para ella.
– Quizá. Para mí, en cambio, fue una noche maravillosa.
Y Marina piensa que, para aquella mujer, la noche debió de ser amarga, oscura y tacaña.
– Demasiado maravillosa -responde ella-. Ese tipo de noches jamás se repite.
La recuerda como si estuviera en un cuadro: enmarcada de promesas.
Había sido una noche preámbulo: un compás de espera. Todo era cuestión de aguardar un poco… Un prólogo breve para un texto que, entonces, prometía ser largo.
– Recuerdo que, al salir del restaurante, te propuse bajar al puerto… No sabía cómo pro-longar la noche… ¡Me costaba tanto separarme de ti! Parecía como si estuviera adivinando que, después, todo iba a ser distinto…
– Lo fue -dice ella.
– Era magnífico hacer proyectos y creer que se iban a cumplir…
Allá, en el puerto, olía a mariscos, a salitre, a brea… Era un olor denso que se fundía a la noche y la convertía en su aliada.
De pronto habían escuchado el sonido de un piano. Venía de una calleja oculta.
– ¿Recuerdas aquella taberna? ¿Cómo se llamaba?
Marina lo ha olvidado.
En vano se esfuerzan los dos en recuperar el nombre.
Dice ella:
– Ocurre siempre lo mismo: primero se olvida la persona, luego se olvida el nombre del lugar…
– Pero yo no te olvidé -protesta él-. Durante mucho tiempo seguí recordándote.
– ¿Con odio?
– Al principio con desconcierto. No entendía tu silencio. Luego, con odio.
– Hasta que encontraste a Vilana. Entonces debiste de recordarme con indiferencia. ¿Me equivoco?
– No, no te equivocas.
El sonido del piano tiraba de ellos. Era un sonido metálico, pero afinado. Marina mueve la cabeza sonriendo:
– Parecíamos dos niños corriendo tras un espectáculo imprevisto. Tú me arrastrabas de la mano. Decías: «Apresúrate, Marina, hay que encontrar ese piano…»
Y lo encontraron. Estaba en un local pequeño: un típico recinto para turistas.
– Había marineros americanos, pescadores franceses y parejas de cualquier país…
Y había animación. Una tranquila animación llena de alcohol.
– El dueño del local era gordo y llevaba un bigote a lo Bismarck…
Germán asiente, ríe, recuerda mil detalles que ya no recordaba.
– Cuando el bigotudo vio la propina que yo le daba» me dijo: «El piano es suyo, Mon-sieur. Puede usted hacer lo que quiera con él.» -Vuelve a reír. Se atraganta. Tose y cambia la voz-: Tú mirabas al auditorio con cierto recelo… La verdad es que no era demasiado atrac-tivo…
– Sin embargo, fue respetuoso. Yo diría que nunca tuve un auditorio tan atento.
Germán cambia de expresión. Guarda silencio. Comenta:
– Fue la última vez que te oí interpretar a Chaikovski.
Ahora no hay piano. Ahora sólo se escucha el tintineo de los vasos, los pasos de los ca-mareros y las voces asordinadas de los comensales. El Adagio lamentoso ha quedado atrás: su melodía desesperada fundida con el silencio.
Un silencio que de pronto ha tomado cuerpo, que casi puede palparse.
Marina tarda en romperlo. Dice después con voz sombría:
– Fue la última vez que yo toqué el piano.
Y su frase arrastra las últimas notas del Adagio. Tiene el mismo desaliento. Cada pala-bra ha sido pronunciada a ritmo de la música, de su nostalgia, de su extraña y patética resig-nación.
– ¿Por qué?
Marina alza los ojos. Mira las gafas de Germán. Duda. Dice con voz apagada:
– Yo preguntaría ¿para qué? Germán no contesta. Se diría que mentalmente está escu-chando el leitmotiv del adagio perdido.
– No vas a creerlo, pero mientras te oía tocar, tuve el presentimiento de que algo iba a ocurrir. Algo definitivo.
– Dicen que también Chaikovski presintió su fin cuando compuso esa obra… ¿Sabías que días después de su estreno le sorprendió la muerte?
– No me extraña -responde Germán-. Todo el Adagio es una muerte.
Los dos miran ahora el puerto. No se parece al de Niza. El de estos momentos es un puerto sombrío, opaco, sin sol, sin luna, sin estrellas. Con niebla y un cargamento de nubes moradas amenazando lluvia.
– ¿Qué pudo ocurrir, Marina? ¿Qué pudo ocurrir para que todo se destruyera?
Marina se lleva las manos a la frente. Las deja luego sobre el mantel.
– Creí que lo habías adivinado.