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16

– Después de una semana comencé a impacientarme. Sabía que estabais ya de regreso y tu silencio me sorprendía. Un día llamé por teléfono a tu casa; me contestaron que estabas muy ocupada y que no podías atenderme… Hice constar que telefoneaba desde Madrid, pero fue en vano.

– Lo sé -dice ella-. Recuerdo muy bien ese detalle.

– Al cabo de unos días fui a Barcelona. No me atreví a presentarme en tu casa, pero acechaba continuamente junto a tu puerta.

– Te vi varias veces desde mi balcón.

Marina se lleva la taza a los labios. El café sigue quemando.

– Pregunté a nuestros amigos comunes. Nadie supo darme razón. Procuré coincidir contigo, como había hecho otras veces. Inútil. Fue todo inútil. Era evidente que té escondías, que te escapabas, que huías de mí deliberadamente.

– No te equivocabas.

Se crea un vacío. La declaración de Marina infunde dudas, alza presentimientos.

– A pesar de todo, intenté comunicar varias veces contigo por teléfono. Pensaba: «Algu-na vez cogerá ella el auricular.» Pero jamás escuché tu voz. Era como si la tierra te hubiese tragado.

– ¿Fue entonces cuando me odiaste? -pregunta ella bromeando.

– Creo que sí -confiesa él siguiéndole la corriente-. Un día me aventuré a escribirte.

Marina apura su café. El rostro se le enciende. Comenta:

– El café está ardiendo.

Germán no se fija en el rubor de Marina.

– Pensé: «Las cartas llegan siempre. Las cartas se abren, se leen…» Al parecer, también aquella vez me equivoqué.

Y Marina vuelve a recordar la carta. La ve en sus manos, las letras del sobre inconfun-dibles, el sello ligeramente ladeado, como pegado con prisa. Y se observa a sí misma guar-dándola en un cajón.

– Esperé varios meses: fueron meses eternos…

Marina conoce bien ese tipo de espera. Más que esperanza, entraña derrota.

– Me sentía herido en mi amor propio: no entendía lo que estaba ocurriendo. Eso era tal vez lo peor: «no entender». Surgían nimiedades que adquirían dimensiones enormes. Y razo-nes de peso que sé volvían insignificantes. Quería persuadirme de que todo estaba dentro de una lógica, pero la lógica sé me iba de las manos, se burlaba de mí, como habías hecho tú.

– Yo no me burlé, Germán.

– Toda tu actitud era una enorme burla -insiste él.

– Nunca creí que supondrías eso.

– ¿Qué podía suponer?

– Cualquier cosa menos eso.

Marina se lleva las manos a las mejillas. Las nota ardiendo bajo las palmas. Pero su taza está vacía y no puede echarle la culpa al café.

– En cierta ocasión me dijeron: «Los Cebrián nunca viajan ya solos. Los acompaña siempre Pascual Ordóñez.»

Marina se queda impasible. No rebate lo que Germán apunta. Tras un breve silencio, pregunta él: -¿Era cierto lo que la gente decía?

– Sí, era cierto. Pascual Ordóñez nos acom-pañaba. Y vuelve su rostro hacia el mar. Bajo la aparente quietud de la superficie, se adivina tumultuoso. Se comprende que de un momento a otro puede estallar en oleajes rebeldes.

– Pascual era un buen amigo. Un amigo imprescindible. Pero nunca fue lo que estás imaginando.

– La gente hablaba.

– Lo sé.

– ¿No te importaba?

– Importaban más otras cosas -y el rostro se le contrae, el gesto lo crispa-. No te cul-po: cuando un hombre se ve rechazado, imagina siempre que la causa del rechazo está en otro hombre.

Se miran fijamente. Los dos intuyen que están a punto de penetrar en el recinto vedado. El gesto de Marina vuelve a normalizarse:

– Tranquilízate, Germán. Nunca hubo un «tercer» hombre.

Hubo una tercera mujer. Hubo la mujer sin rostro que va a casarse con Germán.

Marina está a punto de mencionarla. Pero se retrae.

– Durante más de un año viví pendiente de aquel silencio tuyo -sigue explicando él-. Era duro levantarse y pensar: «No hay ecos, no hay sonidos, no hay más que silencio…» Yo no había nacido para vivir con un silencio como aquél, Marina, no podía acostumbrarme.

Germán sorbe café y se enjuga los labios con la servilleta:

– Por aquel tiempo conocí a Vilana.

Marina no pestañea, no interrumpe: parece una estatua.

– ¿Sabes cómo empezó nuestra amistad? Hablando de ti. Le expliqué mi fracaso, mi desgana, mi soledad… Vilana me escuchaba interesada. Fue así como me liberé de tu recuer-do.

Y la estatua palidece, pero no se inmuta.

– Un día descubrí que tú ya no existías.

– Era de prever.

– Después solamente existió Vilana.

Tina le había dado la noticia: «Germán se ha liado con una soltera… Es más joven que tú, Marina, mucho más joven…» Y Marina había fingido la misma impavidez que finge ahora. «Es lo normal», había contestado.

Tina parecía defraudada. No comprendía la tranquilidad de Marina: «De modo que ya no te importa…»

– Dos años después murió Rogelio -sigue diciendo Germán-; para mí fue una sorpre-sa. Ignoraba que estuviera enfermo.

– Poca gente lo sabía -admite ella.

– Te mandé un telegrama de pésame. ¿Lo recibiste?

Marina asiente.

– Aquella vez no esperé respuesta. Se trataba de un telegrama convencional. Un formulismo social como otro cualquiera. Después te perdiste definitivamente. Se hubiera di-cho que, al morir Rogelio, tú también habías muerto. Nadie hablaba de ti.

Marina evoca el telegrama; frío, distante, agudo como un puñal.

– Más tarde me enteré de que habías puesto un negocio. Yo supuse que aquella nueva faceta tuya era un capricho de mujer inquieta.

Marina sonríe. Piensa en los inicios de aquel trabajo suyo. Era evidente que la gente «no sabía». Era evidente que nadie sospechaba lo que se ocultaba tras aquel capricho suyo de «trabajar».

– Después tu nombre fue saltando de año en año. Se hablaba de ti como podía hablarse de una estrella fugaz o de un cometa: algo que se evapora.

– Me retiré -dice ella-. O tal vez me retiraron. No lo sé: Cuando los barcos zozobran, la gente huye de ellos.

Germán la observa en silencio. El rostro de Marina ha vuelto a palidecer. Pide un ciga-rrillo y lo enciende.

– Nunca imaginé que trabajaras por necesidad -murmura él.

– De cualquier forma, no puedo quejarme. Salí adelante.

– ¿Te ayudó alguien?

– Sí; Pascual Ordóñez.

También Germán enciende un cigarrillo. La respuesta de Marina lo desconcierta.

– Era el único amigo que conocía la verdad de mi situación -aclara ella-. Al cabo de cuatro años, pude devolverle todo el dinero que me había prestado.

Germán aspira el humo con fuerza. Dice sin mirarla:

– Debió de ser una época difícil para ti.

– Lo fue. La muerte de Rogelio me pilló agotada. Su enfermedad fue larga.

– ¿Cuánto duró?

También Marina fuma nerviosa; también ella aspira el humo, con avidez. La pregunta de Germán la estorba, pero no la rehuye:

– Tres años.

Germán frunce el entrecejo. Está a punto de comprender.

– ¿Por qué no me dijiste que era eso?, Marina se pasa la mano por el cogote. La nuca le duele. Suele ocurrirle eso cuando se pone en tensión. Súbitamente recobra aquellos tres años de lucha. Los siente clavados en la tensión del cuello.

Germán comprende que sus lagunas se achican. El silencio que media entre ambos, las está achicando.

– Fueron tres años difíciles -dice ella.

Después había venido el reposo. Aquel reposo que la había convertido en fantasma de sí misma y que la obligaba a ocultarse, como se ocultan los leprosos o los criminales.

– Aquella madrugada en Niza, cuando me separé de ti y entré en el hotel -explica ella-, el conserje me salió al paso para entregarme un mensaje urgente. Habían llamado por teléfono desde España.

Había sido lo mismo que recibir un latigazo en pleno rostro. No pensó en Rogelio. Pensó en sus hijos: Rogelio jamás entraba en el cálculo de posibilidades adversas. Rogelio era, para Marina, como una roca invencible.

Pero Rosario insistía: «Tu marido está muy mal, muy mal… Lo han trasladado desde el barco a Barcelona…» Y su voz llegaba hasta Marina en oleadas de rencor. Rosario «quería saber» dónde se había metido durante toda la noche: «El conserje me ha asegurado que no estabas en el hotel…» Y el conserje la miraba con cierto placer morboso en las pupilas, satis-fecho por haber destruido, durante unos instantes, la monotonía de su aburrida guardia noc-turna.

Y Marina se sentía atrapada en aquella felicidad recién estrenada que se le iba marchi-tando sin remedio.

– Tuve que salir de Niza aquella misma mañana -sigue explicando Marina-. Subí a la habitación para hacer las maletas… Tina me esperaba allí. También ella quería saber dónde me había metido…

Fue preciso explicárselo. Fue preciso suplicarle a Tina que la ayudara. Y Tina había fin-gido ayudarla.

– Cuando llegué a España, Rosario hincaba la uña. Tina salió en mi defensa. Dijo que habíamos estado juntas durante toda la noche Y yo le agradecí que se solidarizara conmigo.

Marina aplasta su cigarrillo contra el platillo del café. Las uñas se le quedan blancas. Luego, cuando posa la mano en el mantel, recuperan su color.

Germán fuma con avidez; cuando expele el humo, produce la impresión de que flagela el aire.

– Aquel amasijo de mentiras me avergonzaba… Germán, sin embargo… todavía no me apeaba, todavía me veía incapaz de renunciar a ti.

Cierra los ojos. Deja que el pasado la arrolle. Recuerda el lastimoso estado de su marido cuando ella entró en el cuarto: los cercos de sus ojos, la palidez de sus labios… la expresión de su mirada (por primera vez asustada, por primera vez humilde) y ve su mano tendida hacia ella, y le oye repetir: «Gracias a Dios que has venido, Marina.»

– Al principio nadie creía que estaba realmente enfermo. Todos, hasta él médico, supo-níamos que se trataba de una indisposición pasajera: «Demasiado sol…», decían. Pero al cabo de una semana, llegaron los análisis, las pruebas… Y supimos que no había solución para él. Recuerdo que aquel mismo día tú llamaste por teléfono.

Germán deja de fumar. Posa su mano sobre la de Marina:

– Debiste decírmelo. Yo hubiera comprendido.

– No, Germán. Era demasiado expuesto. Además… Rosario me había hecho jurar so-lemnemente que nadie, salvo los médicos, debía conocer la verdad. Pasara lo que pasara, Ro-gelio debía ignorar su estado.

Había sido una escena dura: Rosario no quería admitir lo que los médicos aseguraban. «Rogelio no puede morir. Es demasiado joven. Los hombres como él no mueren tan fácilmen-te.»

Quizá tuviera la impresión de que, rebelándose contra el destino, podía llegar a vencer-lo. Aseguraba que la ciencia había adelantado mucho en los últimos años y que las neoplasias podían combatirse con grandes probabilidades de éxito. «Viajaremos: buscaremos lo que ha-ga falta, recurriremos a quien sea… Pero Rogelio debe vivir. Lo esencial es que nadie se entere que nadie sospeche lo que está pasando.»

– A veces, cuando Rosario me hablaba, me parecía que, en efecto, Rogelio podía salvar-se. Todo era cuestión de entregarnos totalmente a su curación. -Marina retira su mano, vuelve a acariciar su nuca-. Fue una época difícil, muy difícil…

Había sido duro vivir año tras año con la continua fatiga de esperar contra toda lógica, a empellones de mentiras piadosas y de rencores aplacados. Era duro fingir serenidad y saberse arrastrada por el torbellino de la desesperación, y estar alegre para no despertar sospechas y ver la horrible transformación de aquel hombre, sin poder evitarla, pero actuan-do como si ya todo se hubiera evitado.

– Fui sorteando la situación lo mejor que pude hasta que recibí tu carta.

Había sido la encrucijada de Marina. Todo, en aquellos momentos, dependía para ella de aquella carta. Comprendió que si la abría, si leía su contenido, estaba perdida. Lo que hasta aquel momento había sido posible, comenzaba a tambalearse gracias a aquel pedazo de papel que tenía un sello ladeado.

Durante unos instantes estuvo a punto de abrirla, de comunicarse con él otra vez… Recordaba el desprecio de Rogelio, su constante empeño en alejarse de ella, la famosa frase que tanto la había desorientado: «Si tú me dejas en paz, yo no voy a inmiscuirme en tu vida privada…» Y el permiso: el triste y vergonzoso permiso para tratar a Germán, para querer a Germán… «No vamos a ser el único matrimonio que acepta esas condiciones…» Todo le golpeaba el cerebro, todo se aliaba para inducirle a que abriese la carta.

– Pero tuve miedo. Un miedo horrible de todo: de mí, de ti, de no saber dominarme, de no tener fuerzas para soportar lo que me esperaba…

Sin embargo, no la había destruido en seguida. La guardó en un cajón, la dejó allí, no sabía por qué: sometida a una tregua absurda.

– Y se lo conté a Tina. No pude evitarlo. Necesitaba desahogarme con alguien para que me ayudara.

– ¿Cómo reaccionó?

– Ella ignoraba la gravedad de Rogelio. Me dijo: «No seas tonta, ábrela. No la contestes si no quieres, pero ábrela.» Tenía curiosidad por saber lo que tú habías escrito… Pero no le hi-ce caso.

Germán se lleva la mano a la frente:

– ¿Te das cuenta del peligro que corrías?

Marina asiente. Explica luego:

– Un día Rogelio me habló de Tina. Me dijo textualmente: «Tina no merece tu amistad. No tiene derecho a poner los pies en esta casa.» Me quedé perpleja. Rogelio llevaba mucho tiempo sin atacar a Tina. No comprendía aquel cambio tan brusco.

Pero al oírlo había evocado repentinamente lo que Bruna le había dicho aquella noche en la casa de Teresa. Eran dos frases parecidas, muy parecidas. Dos hilos conectados. Pero tampoco aquella vez había recelado. Era imposible recelar.

– Fue necesario rogarle a Tina que distanciara sus visitas. Rogelio no disimulaba ya la aversión que, de repente, sentía por ella. Y Tina lo acusaba. Fue preciso buscar excusas. No mencioné a Rogelio. Le dije simplemente que el médico le había recetado reposo y que las visitas lo cansaban. Naturalmente, Tina jamás me perdonó aquel desaire.

A partir de aquel momento había comenzado el cambio de Rogelio. Era fácil percibir aquel cambio hasta en las cosas más insignificantes. Se hubiera dicho que todo en aquel hombre se renovaba.

– Rogelio no parecía el mismo. Algo en él se había modificado. Yo lo achacaba a su en-fermedad… No llegaba a comprender que, en realidad, era la ausencia de Tina lo que lo esta-ba cambiando. Ya no era el hombre altivo que durante tantos años me había hecho sufrir. De pronto comprendía yo que me necesitaba… Me pedía perdón por la menor cosa, me trataba con suavidad, me agradecía todo cuanto yo hacía por él.

Y la había desarmado. Era imposible no desarmarse ante aquel Rogelio nuevo, sumido en claudicaciones. Y fue como si la carta, aquella carta que todavía conservaba, se fuera con-taminando de aquel cambio.

– A pesar de todo era muy grato percibir el cambio de Rogelio. Casi me permitía ser feliz. Casi me permitía olvidarte… Era una sensación agridulce, algo así como la corteza del limón.

– Comprendo -dice Germán.

– No, no puedes comprender. Hay cosas incomprensibles. Cosas que los humanos no somos capaces de descifrar. Tampoco yo podré saber con exactitud qué clase de olvido era aquél. Ni cuál fue la causa de que Rogelio diera aquel viraje cuando la muerte lo amenazaba… Muchas veces me he preguntado por qué es preciso esperar la muerte para «ser distinto». ¿Por qué no procurar vivir siempre como si fuéramos a morir en seguida? Al fin y al cabo, la muerte es nuestra meta: todos somos unos muertos en potencia, todos empezamos a morir el día que nacemos… -suspira, recoge el mechón que le cae por la frente y termina diciendo-: De pronto, entre Rogelio y yo hubo algo que no había existido nunca. Algo que yo consideraba ya imposible, algo que, desde que me había casado con él, venía yo esperan-do prácticamente sin esperanza.

– ¿Fue entonces cuando rompiste la carta?

Marina asiente:

– Le dije a Tina: «Voy a destruirla.».La rompí delante de ella. Y luego la eché al fuego.

Sin dolor, sin la sensación de haber sacrificado algo importante. Así había empezado la verdadera lejanía de Germán: aceptando el presente, sin futuro, de un moribundo que, por primera vez, le brindaba un poco de amor.

– Y no me arrepentí -insiste Marina-. Destruí tu carta sin esfuerzo.

17

Germán le ofrece otro cigarrillo. Marina rehúsa: tiene la boca seca y bebe un poco de agua.

– Así pasamos tres años. Fueron largos y cortos: extraños, indescifrables. Hicimos innu-merables viajes; siempre con la misma finalidad: detener lo que no podía detenerse, salvar lo que se estaba acabando, inventar proyectos que nunca podrían cumplirse. La cuestión era no dejarse vencer: fingir energías, crear excusas para darles una razón de ser…

Germán esboza un rictus amargo. Es un gesto sombrío como el color del mar.

– Y yo sin sospechar nada…

Marina ve el perfil de Germán convertido en escorzo. El pómulo ligeramente enrojecido, la oreja aprisionada por el aro de las gafas.

– Fuimos a Suiza, a los Estados Unidos: Pascual Ordóñez, como médico, conocía luga-res especializados, tenía colegas eminentes… Fue una gran ayuda para nosotros.

Germán asiente. Pero no vuelve el rostro. Sigue mirando el mar serenamente, silencio-samente.

– La compañía de Pascual lograba levantar el ánimo a Rogelio. Ya sabes cómo ha sido siempre ese hombre: no tolera que los demás se aburran… Sacaba punta a todo y conseguía hacernos olvidar lo que iba resultando inolvidable.

– Entonces era eso…

Y rompe a reír. Con soplidos menudos, como si estuviera burlándose de sí mismo.

Y Marina vuelve a recordar la escena de la playa cuando Pascual había derramado el martini sobre su bañador.

– Fue un gran amigo -explica ella-. Un amigo excepcional. Y continuó siéndolo cuan-do Rogelio hubo muerto.

Germán ha dejado de ser un escorzo. Ahora es un rostro completo, abocado al suyo: unas gafas enteras frenando una mirada llena de preguntas.

Marina piensa: «Tal vez pueda evitarlo. Tal vez se vaya sin que me vea obligada a decírselo.»

– Verdaderamente resulta absurdo que el cambio de Rogelio surgiera precisamente cuando ya no había tiempo de rehacer nuestra vida.

Y se dice otra vez que las criaturas humanas no saben aprovechar la ventaja de vivir.

– ¿Será que no puede haber felicidad sin amenaza?

Germán no contesta. Probablemente piensa que Marina tiene razón. Pregunta luego:

– ¿Conocía Rogelio su gravedad?

– No lo sé. Ése es uno de los dilemas.

Recuerda los comentarios de Pascual Ordóñez: «Nada más fácil que engañar a un enfer-mo inteligente.» Aseguraba que todo era cuestión de abrumarlo con detalles técnicos; al ana-lizarlos, distraía su imaginación del verdadero problema. Sin embargo, Marina, más de una vez, había sospechado que Pascual se equivocaba.

– Su cambio no fue únicamente psicológico: fue también religioso -explica ella-. Era un cambio sospechoso… Me hacía suponer que no éramos nosotros los que estábamos enga-ñándole a él, sino él a nosotros.

Marina se pasa la mano por la frente. Aquella duda todavía la persigue y la atosiga. De esa duda dependen todas las demás.

– Hubiera dado un mundo por conocer la verdad -dice ella.

– ¿Qué verdad?

Marina contrae los párpados; fuerza las ideas, las exprime como ha hecho mil veces, pero siempre topa con el muro. Habla después como si Germán no estuviera delante, como si pensara en voz alta:

– Si Rogelio tenía la seguridad de que iba a morir… ¿por qué motivo lo dejó todo en el aire?

No quisiera haber dicho eso, pero no ha podido remediarlo. Recuerda que hace poco rato, Germán le ha hecho una pregunta parecida y ella la ha eludido con una explicación poco convincente relacionada con la probable superstición de ciertos hombres.

Germán no replica. No sabe qué argüir. Ignora lo que esa duda supone para Marina, pero probablemente sospecha lo mucho que le está doliendo.

– Por otro lado -sigue explicando ella-, era tan distinto… Ya nunca me miraba con desprecio, ya nunca me reprochaba nada… Y se resignaba: jamás he visto a un hombre más resignado que Rogelio en los últimos años de su vida. De pronto me hablaba de Dios. Yo di-ría que necesitaba a Dios desesperadamente.

Germán baja la cabeza y Marina ya no percibe el reflejo de sus gafas.

– Excuso decirte que, a partir de su cambio, empezó a perder amigos -se detiene, piensa, rectifica-. O tal vez fuera al revés: quizá fuera Rogelio el que se distanciara de ellos.

Germán vuelve a mirarla, pero tampoco esta vez la interrumpe.

– Lo cierto es que aquel Rogelio «nuevo» ya no gustaba, no satisfacía… Y nos quedamos prácticamente solos.

– ¿Te molestó ese cambio?

– No -dice ella-. Fue un gran descanso para mí. Hasta entonces aquellos amigos sólo habían servido para aturdido, para obligarlo a no pensar, para mantenerlo bamboleante en un mundo más bamboleante todavía.

Después Rogelio había buscado estabilidad: necesitaba aquella estabilidad para enfren-tarse consigo mismo. Por primera vez desde que se había casado con él, Marina le oía hablar de Dios como de algo más que una simple disciplina teórica.

– Últimamente pisaba firme -sigue explicando Marina-. Todo lo aceptaba con gran serenidad. Si fuera posible decir que Dios «tienta», la definición exacta sería ésa: Rogelio parecía caer en la tentación de Dios.

– Eso suena a herejía -bromea Germán.

– Pero no lo es: cuando uno comprende que lo ha perdido todo, cuando de pronto sabe-mos que nada es ya posible, salvo esperar la muerte… Dios interviene, Germán, te lo aseguro; se mete en nuestra vida, se apodera de ella, nos rescata…

– Comprendo -dice él-; también a ti te ocurrió lo mismo.

– Con una diferencia -aclara ella-. Rogelio descubrió a Dios cuando iba a morir… A mí, en cambio, me quedaba una vida larga por delante.

Había sido aquella posibilidad lo que más la había hundido. No podía soportar la idea de vivir metida en aquella oquedad suya, más sórdida aún que la propia muerte.

– ¿Sabes una cosa, Germán? A veces la salud puede ser más cruel que la enfermedad.

Y recuerda cuánto había llegado a agobiarla aquella inalterable «salud» suya. Se ve de nuevo frente a aquel camino larguísimo, agrietado y polvoriento, percibiendo la obligación de recorrerlo, espoleada por aquella salud inquebrantable que algunos consideraban privilegiada.

– Es un contrasentido sentirse tan muerta con un cuerpo lleno de salud.

– ¿Fue la muerte de Rogelio lo que te dejó tan abatida?

– Tal vez… Ocurrieron muchas cosas… Y él ya no estaba para defenderme.

– ¿Defenderte? ¿De qué?

Marina no responde. Quisiera evitar la respuesta. Piensa que, efectivamente, hay mu-chas clases de cruces y que la «salud» puede llegar a ser una de ellas.

– ¿Tan grave era?

Marina asiente. Y recuerda: habría sido inútil luchar contra todo lo que vino después. Era lo mismo que verse, metida en un túnel sin salida.

El mundo se oscurecía, se convertía en un pequeño Apocalipsis… La alegría había dejado de tener sentido. Todos los motivos alegres iban hurtándose a su paso. Se hubiera dicho que se ponían de acuerdo para abandonarla… para dejarla en la oquedad más absoluta.

– A veces creía que no podría resistir, que mi salud iba a quebrarse… Pero el dolor no mata, Germán: al contrario, yo creo que refuerza…

Enflaquecía: eso sí. Y Pascual Ordóñez le decía: «Pásate por mi consulta… así no puedes continuar, Marina,» Y ella pensaba: «Quizá tenga razón, quizás he caído enferma…» Pero su esperanza duraba poco: «Sólo disgustos: ésa es tu enfermedad…» Y ella regresaba a su casa con la salud a cuestas, como si subiera al Gólgota.

– Y acabé por acostumbrarme. El hombre, ya lo sabes, es un animal de costumbres… Me acostumbré al dolor, como algunos se acostumbran al bienestar.

La sonrisa de Marina se diluye en las gafas de Germán.

– ¿Y luego?

– Encontré a Dios.

– ¿Fuiste feliz?

– Tuve paz.

De nuevo una tristeza grande cae sobre ellos. Marina reacciona. Se estremece. Germán comenta:

– Está haciendo mucho frío.

– Efectivamente -responde ella-. Parece que este año no vamos a tener primavera.