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18

– Ahora ya lo sabes todo -dice Marina después de un lapso breve-. Supongo que habrás comprendido mi silencio.

– No -protesta él-. Creo que sé menos que nunca…

Marina intenta tomar a broma la salida de Germán. Finge reír y piensa: «Me veré obli-gada a decírselo.»

– Todavía no me has explicado por qué tu abogado te aconsejó que renunciaras al plei-to… ¿Qué ocurrió cuando Rogelio hubo muerto?

Lo pregunta bruscamente, casi con ira: no admite la impavidez de Marina.

– ¿Qué importa ya todo? -pregunta ella-. Ha transcurrido tanto tiempo…

Germán piensa. Seguramente recuerda detalles significativos que han destacado a lo largo de su conversación. Vuelve a preguntar:

– ¿De qué te acusaban?

Marina no responde. Tampoco lo mira. Tiene esa pregunta metida en la sangre. La sien-te fluir por las venas como un cuerpo extraño que acelerase sus latidos. Pero ya no puede contestarle a Germán lo que le ha dicho antes: «Piensa de mí lo que se te antoje.» Germán sabe demasiado para inducirlo a error.

– Te he explicado todo lo que sé relaciona contigo. ¿No te basta?

– No. No me basta. Quiero más. Te lo he dicho mil veces: soy curioso.

Ya no impone. Casi suplica.

– ¿Qué hora es? -pregunta ella.

Germán consulta su reloj: Las cuatro y media.

– Antes de dos horas hay que estar en el aeropuerto -Lo sé -dice él-, procura darte prisa. -¿Y si me negara? -Perdería el avión.

– Decididamente tu curiosidad es patológica. No sabe cómo salir del atasco. Se concede una tregua: abre su bolso y extrae la polvera. El espejo acusa un rostro cansado, encendido y temeroso. Dice, mientras se empolva la nariz:

– Conforme: voy a explicártelo todo. -Recuerda que no valdrán subterfugios -advier-te él-. Quiero la verdad.

– La verdad -repite ella. Y mira hacia el fondo del comedor, como si mirase un hori-zonte lejano-. Hay cosas que ni siquiera yo misma he podido saber con exactitud…

Guarda la polvera. La mujer de enfrente se levanta, encoge el estómago, estira su jersey y se dispone a marchar. El hombre que la acompaña parece satisfecho. Los dos caminan hacia la salida, el paso tardo, la gula satisfecha y probablemente la digestión difícil.

– Quizá podamos descifrarla entre los dos -propone él.

– No -dice Marina-, hay interrogantes que jamás podrán convertirse en afirmaciones. Se las llevan los muertos antes que se transformen.

Se nota acorralada: ya no puede dar marcha atrás. Lo que tanto venia temiendo, ha lle-gado. Se pregunta cómo va a reaccionar Germán cuando lo sepa. Quizá ni siquiera se inmute. Las piedras del río, a fuerza de agua, acaban por redondearse.

Ahora que ya casi todo ha sido dicho, no comprende por qué motivo se ha empeñado tanto en callar aquel episodio. Tal vez por amor propio. Acaso para no mostrarse derrotada ante Germán… «No -se dice a si misma-, lo he hecho para no preocuparlo, para no herirlo, para no avergonzarlo…»

Pero se tranquiliza pensando que los años también alisan los relieves, lo que fueron colinas se vuelven planicies: de todo aquel revuelo sólo queda el eco de un batir de alas…

Evoca la inscripción de la pitillera: «A Germán, de Vilana.» ¿Qué puede importarle a ese Germán (el Germán de Vilana) lo que pudo ocurrirle a Marina (la Marina de nadie) cuando el pasado era presente? ¿Quién es ya aquella Marina para este Germán?

– ¿Por qué sonríes?

– Pensaba.

– ¿En qué?

– En los paréntesis. Verdaderamente los paréntesis no son perjudiciales.

– No te entiendo.

– Me refiero a nosotros. A nuestra situación, a lo que somos… En el fondo, ninguna con-fidencia puede ya alterarnos. Será lo mismo que ver el pasado reflejado en el espejo de un río… El agua se lo llevará pronto.

Mira hacia el hueco que ha dejado la mujer gorda. Apenas queda gente en el comedor. Allá lejos el camarero los observa con indiferencia.

– Empezó todo el día que murió Rogelio. Fue una muerte tranquila -dice-. Dejó de existir poco a poco, sin abrumar a nadie, sin dar muestras de sufrir: envuelto en aquella extraña resignación que venía arrastrando desde que cayó enfermo…

Ni una sola vez había pronunciado la palabra muerte -piensa Marina-. Se hubiera dicho que no temía el fin, o que la muerte fuera para él como un premio. Y se ve otra vez junto a la cama de su marido, sosteniéndole la mano, contemplando sus párpados cerrados y escuchando el estertor rasposo que salía de su boca.

También ve a Pascual Ordóñez; un Pascual Ordóñez ajeno al que «animaba y reía», contemplando el cuerpo del moribundo con el desaliento de los que se saben ya ineficaces. «Se acabó, Marina; ya no podemos hacer nada.» Y la humedad de sus ojos parecía destilar imposibles.

Y recuerda que ella, en aquellos momentos, había pensado: «Pascual se equivoca: todavía puede hacerse algo. Yo puedo hacerlo… Puedo prolongar su existencia: hablar por él, actuar por él, dedicar el resto de mi vida a mantener su memoria.» Era una forma de obligar a Rogelio a que continuase con vida, a que perdurase más allá de su muerte. El único que había muerto era el Rogelio de antes, aquel a quien ella nunca había comprendido: el que durante años y años venía mostrándole la sordidez de los convencionalismos y de las bajezas ocultas.

Y repasa las reacciones de todos. No hubo escenas melodramáticas ni gestos grandi-locuentes. Lloraron los niños, lloró ella, lloraron los amigos: aquellos amigos «que no sabían», que «si hubieran adivinado…». Se les iba todo en disculpas: «¿Quién podía imaginar lo que estaba pasando? Lo llevabais tan callado…» Y desfilaban ante el cadáver, cumpliendo con el rito de la amistad compungida: correctamente, haciendo la señal de la cruz a toda prisa, recatados, circunspectos, golpeando cariñosamente la espalda de Marina mientras repetían tópico tras tópico: «Resignación: era un hombre excepcional… Te quedan tus hijos: aférrate a ellos, Marina: has de vivir para ellos.»

Había también los insatisfechos; los que se enfadaban por haberles hurtado la posibilidad de mostrar mayor interés; los que reprochaban, dolorosamente ofendidos, el que no se les hubiera advertido a tiempo, cuando todavía hubieran podido «comportarse como amigos». Y se lamentaban: «A un amigo no se le hace esa faena…»

También aquel tipo de gente lloraba: acaso con más brío que nadie. Y pedían pañuelos «porque el suyo estaba ya mojado»… Y recalcaban su enfado tercamente (como un niño recalca el escamoteo de un caramelo) para que la familia se percatara de lo mucho que lo querían; del gran vacío que había dejado… Pero agradeciendo sin duda a Marina que les hubiera dado la oportunidad de enfadarse, porque visitar enfermos era una de esas tareas que nadie realizaba a gusto.

Luego decían: «Un santo. Eso era: un santo.»

Pero hubo un rostro sin lágrimas. Parecía como si, de tanto llorar cuando Rogelio aún vivía, se le hubieran acabado todas.

– Hasta aquel día -refiere Marina-, yo jamás había pensado en lo que podía ocurrir-me cuando Rogelio muriese…

Empezó a temer en cuanto se fijó en la sequedad de aquellos ojos. Eran desconcertantes. Se parecían a los de Rogelio cuando la miraban con desprecio o cuando le echaba en cara «la educación de sus hijos».

– De pronto, sin saber por qué, tuve miedo de Rosario… Adoptaba una actitud extraña, hostil. Mientras Rogelio vivía, todavía actuaba con cierta medida… Luego, en cuanto se vio dueña de la situación, cambió radicalmente.

La recuerda ahora vagando por la casa, imponiéndose, dando órdenes, adjudicándose el derecho a mandar, a decidir, a tomar la iniciativa de todo… No parecía la misma mujer. Era como una Rogelia envejecida, enérgica, con su carga de despotismo innecesario y sus pullas hirientes, parecidas a las de su hermano cuando todavía no estaba enfermo.

Incluso solía repetir la odiosa frase: «La gente dice…» como si la voz de Rogelio se hubiera metido en la suya.

– Yo no comprendía aquel cambio -sigue diciendo Marina-. Era verdaderamente desconcertante. De repente rompía a citar «vergüenzas» ocultas, que no concretaba, «men-tiras añejas» que no definía… Se lamentaba, sin motivo alguno, de infortunios familiares y cuando me dirigía la palabra, lo hacía en tercera persona, como si yo no estuviera delante, co-mo si no se refiriese a mí, sino a otra mujer… Lo peor era verla tan rígida, tan poco afectada, tan seca de ojos.

Marina vuelve a sorber agua. De nuevo tiene la impresión de que aquella sequedad se ha apoderado de la concavidad de su boca.

– Yo pensaba: «La muerte de Rogelio la ha trastornado.» Pero había otros síntomas alarmantes: también el resto de la familia actuaba de un modo extraño. Todos me miraban como si yo fuera una intrusa, una especie de «querida» de mi marido, que, por el hecho de haber quedado viuda, nada debía esperar.

Evoca infinidad de detalles que la habían hecho sufrir: aquel callarse repentinamente cuando ella irrumpía en una habitación. Aquel hablar en voz baja entre ellos, mientras la miraban de reojo. Aquel maliciar sospechas cuando Marina se dirigía al teléfono, o daba una orden a los criados, o se metía en el cuarto para descansar.

– Es evidente que en la Cataluña de aquella época existía una gran tendencia a consi-derar a la mujer como una concubina de preferencia: se la toleraba mientras el hombre vivía. Luego, la cosa cambiaba.

Marina se pinza el entrecejo: tiene la sensación de que el recuerdo se le centra ahí; agudo, más doloroso que nunca.

– Al cabo de unos días, después de los funerales, la familia de Rogelio me convocó en el salón de estar. Todos los Cebrián importantes me esperaban allí; enlutados, graves, severos… La tía Felicitas, el tío Lorenzo, los primos mayores… Era una nutrida y solvente represen-tación de la firma… Mis hijos habían sido excluidos: todavía eran menores, todavía no tenían voz ni voto. Me presentaron a un señor que yo jamás había visto. Me dijeron: «Es un amigo incondicional de la familia.» Luego supe que era el juez -traga saliva, respira hondo y prosigue-. Rosario estaba sentada en el sillón rojo. Tenía la mirada extraviada, pero fingía contemplar los abetos del jardín.

Germán murmura algo que Marina no entiende. Es una palabra de sonido áspero. Mari-na no le pregunta lo que ha dicho. Probablemente Germán no iba a repetirlo.

– Te confieso que me sentía igual que un reo al que se le va a juzgar. Era todo tan ceremonioso, tan severo… Sin embargo, aún no entendía lo que estaba pasando. Ni por un momento sospeché lo que iban a decirme. Me rogaron que me sentara. Me advirtieron que iban a plantearme un problema muy serio que yo debía resolver…

Respira hondo, toma aliento. Dice luego:

– Al principio todavía se dirigían a mí con cierta amabilidad. No hay duda de que los Cebrián siempre han tenido un barniz muy acusado de lo que suele entenderse por «buena educación». Y aquel día hicieron gala de ese barniz. Solamente Rosario se adjudicaba el derecho a mostrarse grosera. Pero aquello era ya habitual y la familia no parecía afectarse demasiado. Casi estoy por decir que se solidarizaban con su evidente mala educación. Decían todos: «La pobre Rosario ha sufrido tanto…» No parecían tener en cuenta que «yo también había sufrido». Al parecer, los sufrimientos de las concubinas no merecen ser considerados como verdaderos sufrimientos…

Marina se reprime. No está en su ánimo parecer irónica. No quiere dar la sensación de que aquella escena todavía le escuece.

Sin embargo, Germán adivina ese dolor:

– Siento remover tanto poso…

– Ya no me afecta, te lo aseguro.

Y lo dice con un tono convincente y desenfadado.

– Entonces, continúa, por favor.

Marina obedece: Le explica la escena de aquella tarde como si la reviviese.

– Comenzaron hablando del «pobre» Rogelio. Recalcaban la palabra «pobre» con reticencia, como si yo tuviese la culpa de que ellos se vieran obligados a designarlo con ese adjetivo. Decían: «El pobre Rogelio ha sido muy desgraciado…» Y aseguraban que la vida había sido muy dura para él… El preámbulo me parecía injusto, porque no se referían a los tres años de enfermedad, sino a los anteriores… De pronto la voz que salía del sillón rojo, decretó: «Afortunadamente, Dios se lo llevó pronto, afortunadamente cayó enfermo a tiempo… Afor-tunadamente no tuvo que pasar por la vergüenza de ver su apellido arrastrado…»

Las manos de Marina tiemblan. Las esconde bajo la mesa: las aprieta una contra la otra para evitar que Germán perciba ese temblor.

– Pregunté entonces a qué se referían. No podía imaginar a mi marido quejándose de la vida cuando la vida había sido un manojo de promesas para él. Recordaba sus cruceros H.S., sus continuos viajes, sus innumerables proyectos siempre realizados con éxito… Era absurdo oírle decir a mi cuñada que Rogelio «había sufrido» cuando todavía nada hacía prever su sufrimiento.

Y el temblor de las manos le crece, le sube a los brazos, le llega hasta la garganta. Carraspea y mira hacia el hueco que ha dejado la señora gorda:

– Entonces tomó la palabra el tío Lorenzo: era el cabeza de familia -aclara-. Me expuso, sin rodeos, que Rogelio había muerto sin testar. Bien: lo aceptaba. Dije: «Eso no tiene importancia.» Yo ignoraba las leyes. Además aunque no las hubiera ignorado, jamás hubiese podido imaginar que, habiendo sido su mujer, pudieran dejarme en la estacada… Pero entonces el sillón rojo volvió hablar: «Celebro que pienses así, porque, de ahora en adelante, tú no pertene-cerás a la familia…», dijo.

El rostro de Germán se ensombrece. También él respira hondo. También él esconde las manos.

– De pronto lo vi todo claro -sigue diciendo Marina-. Lo que aquella gente estaba intentando justificar, era mi exclusión del clan Cebrianístico. De hecho yo sobraba y necesitaban echar mano de una excusa para sacudirme.

Se detiene. Se encoge de hombros. Esboza una mueca condescendiente y continúa explicando:

– El juez tomó la palabra. Me dijo con aire sentencioso: «Se ha nombrado un consejo de familia para administrar los bienes de sus hijos. Entrarán en posesión de una considerable fortuna el día que cumplan la mayoría de edad.» Y terminó preguntando: «Supongo, doña Marina, que no tendrá usted nada que objetar.»

No había objetado. Cuando se recibe una bofetada, tampoco se objeta. Se sufre. Se siente el ardor en las mejillas y se repliega uno en sí mismo. En torno a Marina todo se había vuelto oscuro: negro como los trajes de aquellas gentes.

– A pesar de todo, no podía comprender la causa directa de aquel atropello, de aquel odio evidente… No era lógico suponer que aquella medida había sido adoptada por culpa de un descuido de Rogelio. Era lo mismo que si estuvieran faltando a su memoria… -cierra los ojos, mueve la cabeza, se olvida de que Germán está frente a ella. Dice luego-: Debía de haber algo más, algo que se me iba de las manos… Todo lo evidenciaba: el modo que habían tenido de acorralarme, la dureza de aquellas expresiones, la frialdad con que me habían planteado el problema… Al parecer lo tenían todo previsto, todo organizado… Adiviné que aquella maniobra había sido planeada mucho antes de que Rogelio muriese…

Marina comprende que la voz se le quiebra. Debe dominarla. No puede dejarse llevar por aquel maldito recuerdo. No debe sentir compasión de sí misma. Se dice que no es bueno compadecerse. En seguida se apodera de uno la inestabilidad y el desaliento, y la personalidad se resquebraja.

– ¿Por qué no te defendiste? -pregunta él.

– Lo intenté. Pero fue peor, mucho peor.

Marina duda: teme que lo que va a decir resulte demasiado patético. Hay que cuidar el planteamiento. La forma de exponer las situaciones suele influir en los resultados. Por eso medita, toma aliento. Dice luego con voz ecuánime:

– Rosario comenzó a acusarme directamente, delante de todos, sin la menor piedad, sin un gramo de escrúpulos. Me dijo cosas horribles. Cosas que no me atrevería a repetirte, Germán. Llegó a proclamar que si Rogelio había contraído el cáncer, había sido por los disgustos que yo le había dado… Le faltó poco para acusarme de asesinato.

– Estaba loca.

– Si la soberbia es una forma de locura, efectivamente, lo estaba. Era una soberbia llena de odio la suya. Una soberbia llena de acusaciones: seguramente las llevaba en el estuche desde hacía muchos años…

La voz de Marina se quiebra otra vez. Tose. La esclerótica se le irrita. Piensa: «No debo llorar.» Por nada del mundo debe caer en esa tentación. Deja de mirar a Germán. Mira al techo.

– Resumiendo: aseguró que yo era una mujerzuela, que había estado engañando a Ro-gelio año tras año…

Germán no replica. No se mueve. Sin duda imagina que lo que Marina le relata es una pesadilla, algo que, cuando despierte, va a resultar falso.

Dice de pronto:

– Pero eso es monstruoso…

Y no se atreve a preguntar.

– En efecto -dice ella, ya sosegada-. Fue monstruoso. Pero había un fondo de verdad en lo que Rosario afirmaba.

– ¿A qué te refieres?

Marina tarda unos segundos en responder. Son unos segundos eternos.

– ¿No lo comprendes?

No, Germán no comprende. O tal vez no quiera comprender. Y Marina piensa que deberá decírselo sin preámbulos. Crudamente:

– Rosario me lanzó a la cara que yo había estado engañando a mi marido contigo.