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20

«¿Podrías negar lo que ese hombre te ha escrito?»

Y Rosario le tendió el papel, arrugado, manoseado, con mano temblorosa pero llena de triunfo. Era igual que un soldado izando la bandera. Un soldado victorioso, emborrachado de odio. Y Marina supo que todo era inútil. Que aquella carta (aquella carta que ella ni siquiera había leído, y que insensatamente había creído destruir) lo aplastaba todo, lo volvía todo inútil.

Luego había cogido el papel. Quería cerciorarse de que, efectivamente, aquélla era la carta de Germán.

Y la leyó. Leyó todo lo que jamás hubiera creído leer. Germán detallaba lo que nunca había sido, pero que iba a ser… Era inútil explicar que todo aquello era únicamente un sueño. Una esperanza destruida. Una parodia de la realidad esfumada antes de que fuera real… Rosario no atendía a razones. Sólo repetía: «Puedes destruirla si lo deseas: el juez tiene fotocopia…»

– Me quedé sin argumentos -dice-. No podía pensar. No llegaba a explicarme cómo aquel papel había llegado hasta ellos. Lo único que sabía con exactitud, era que tu carta, a pesar de haber sido quemada, estaba en mis manos, incólume, rediviva, probablemente escudriñada hasta la saciedad por toda la familia, registrada por el juez y aprendida de memoria por todos…

La cabeza le daba vueltas: nada tenía sentido, la realidad se perdía en nebulosas. El mundo entero se sumergía en confusión en un increíble campeonato de insensateces…

Germán pregunta:

– ¿Fue Tina?

Y ella asiente. Seguramente Germán adivina lo que ella, en aquellos momentos, todavía no adivinaba. La ven los dos abriendo el sobre cautelosamente, introduciendo en él una burda copia, manteniendo intacta la carta real… Y dejándose llevar por el odio, por la furia de su despecho, por la codicia, por la envidia… Y Marina comprende que el tiempo modifica las cosas, pero no las desvanece. Porque el rencor que creía perdido, vuelve a estar en ella, violento, tan violento como en aquellos momentos. «No es bueno», se dice. «No debo pensar así.» Germán pregunta:

– ¿Llegaron a enseñársela a Rogelio?

– No me lo quisieron decir…

La dejaron con la duda. Una duda más entre las otras. Una duda que todavía crece y se enrosca a su vida como una de esas serpientes que matan sin veneno: por asfixia.

Germán no comenta. Probablemente no sabe qué decir.

Y Marina piensa que, al fin, lo ha volcado todo, que el poco tiempo que transcurra antes de que Germán suba al avión, ya no supone una rémora. Aunque Germán «pregunte», a ella ya no va a importarle hablar, ni explicar…

– Y lo has estado callando durante veinte años… -exclama él.

– Me resistía a decírtelo: sabía que iba a dolerte demasiado.

Germán reacciona. Casi la increpa:

– ¿Por qué no me avisaste? Yo te hubiera ayudado…

– ¿Dónde estabas tú, Germán? ¿No lo comprendes? Tú eras un recuerdo muerto, una distancia… Y tenías a Vilana. ¿Con qué derecho podía yo reclamarte? Además… ¿qué hubiera conseguido? Tu defensa no hubiera hecho más que agravar las cosas… Era mejor dejarlas mo-rir, no remover posos… convencerlos de que entre tú y yo no había absolutamente nada…

Germán no protesta. Probablemente se dice a sí mismo que Marina está en lo cierto. Y acaso también esté pensando que la ceguera de los hombres es muy superior al odio que despliegan y que la ignorancia puede ser todavía más culpable que la clarividencia…

Por unos instantes da muestras de querer hablar. Pero las palabras se le deshacen en la lengua. No encuentra la frase justa. Es difícil ser justo cuando la justicia llega a destiempo.

– No sé cómo pedirte perdón… -murmura.

Marina vuelve el rostro hacia él. Lo ve cabizbajo, sus gafas enfocadas hacia el mantel: abrumado de vergüenza, de desaliento y de coraje consigo mismo. Es un desaliento especta-cular, de un hombre viejo y cansado: como si, de repente, los años que venía ocultando bajo su afán de vivir, fueran derrumbando, de golpe, su entusiasmo y su caudal de energías.

– Resulta imposible perdonar lo que nunca fue ofensa -dice ella-. Tú no sabías…

– Eso es lo grave -responde él-, no saber, no averiguar… No es lógico vivir «ignoran-do» como he vivido yo. No es justo.

– ¿Dónde está la justicia, Germán? ¿Crees que los hombres podemos ser justos alguna vez?

Y la pregunta flota en el comedor, oscilante: vagabundeando entre las mesas sin esperar respuesta. No hay respuesta para ese tipo de preguntas.

– ¿Qué pasó luego? -pregunta Germán.

Marina ya no se esfuerza en ocultarle nada. Sabe que, diga lo que diga, Germán sabrá aceptarlo. Cuando el desaliento ha llegado al tope, ya no puede aumentar, y las ruinas, por muchos temblores de tierra que registren, no van a ser más ruinosas de lo que ya son.

– Me hundieron hasta lo inconcebible. Me señalaron como una indeseable…

Pero no lo dice con amargura. Ya no siente lástima de sí misma. Ahora siente lástima de Germán. Una pena grande por verlo tan caído, tan abrumado.

Y se avergüenza de su debilidad, de ese innato afán que tenemos todos de contagiar a los otros de nuestras propias miserias.

– Lo demás ya lo sabes; Pascual Ordóñez me ayudó a rehacer mi vida. Monté la galería de arte, me cambié de casa, vendí todo lo que me pertenecía y me dediqué a mis hijos.

– ¿Cómo reaccionaron?

– Todavía eran niños. Yo era su madre. No les quedaba más remedio que reaccionar fa-vorablemente.

Los niños reaccionan siempre en favor de las madres. Los niños no entienden de pasio-nes humanas, ni de orgullos de estirpe, ni de recovecos sórdidos.

– Tampoco yo pude sincerarme con ellos. Explicarles la verdad era demasiado expuesto y ellos no tenían edad para defenderme.

– También era expuesto callar.

– Lo era, y yo me daba cuenta. Ha sido horrible vivir siempre con esa amenaza encima… Por eso les demostré que estaba de acuerdo en lo que se refería a la administración de sus bienes, por eso no me rebelé. Pensé que era una forma de aplacar a mi cuñada.

– ¿Llegaron a conocer la verdad de lo ocurrido?

– Lo ignoro. Pienso que Rosario no era mala del todo. Era dominante y cruel, pero no era mala. Probablemente le bastaba mantener las riendas en la mano. Yo nunca intenté arre-batárselas. Eso debió de desarmarla… No había razón para seguir atacándome.

Germán respira hondo. También esa duda toma cuerpo, y crece entre ambos, como algo extraño e implacable:

– ¿Ha muerto? -pregunta él.

– No. Vive, pero ya no puede nacerme daño. Es un cuerpo sin reacciones. Una pobre vieja comida de arteriosclerosis. Cuando muera, toda su fortuna pasará a mis hijos. Ella ja-más los tuvo. -Marina vacila. Dice al fin-: Tal vez por ese motivo, cuando aún regía, se a-dueñaba de mis hijos como si fueran propios.

– ¿Por qué no lo evitaste?

– ¿Cómo, Germán? Además no tenía derecho. Había en juego una fortuna inmensa y la vida (esa pobre vida nuestra) todavía se mide por ese tipo de cosas. Quizás algún día me lo hubieran reprochado y eso hubiera sido mil veces peor. -Mueve la cabeza de un lado a otro, se encoge de hombros-: Hay personas que nacen para derrotar y otras para ser derrotadas.

Pero tampoco esa frase destila amargura. Sólo cansancio. Un cansancio infinito. Marina respira hondo. Luego expele el aire como si echara fuera el cansancio que ha respirado.

– ¿Qué importa ya? Hay derrotas que pueden llegar a ser triunfos. No te quepa duda. Todo es cuestión de superarlas, de recordar que son temporales. ¿Sabes? Aquel que es capaz de pisar, indiferente, su propia derrota, la ha vencido radicalmente.

Germán intenta sonreír, pero no lo consigue. Probablemente está enfocando la infancia de aquellos tres hijos de Marina. Seguramente los ve aferrados a la falda de su madre, con-fiando en ella, pegados a ella, como tres cachorros deseosos de calor. Y quizá se recuerde a sí mismo envidiando aquellos tres hijos, viendo en ellos los que él no tenía ni jamás iba a tener. Y Marina se dice que, a pesar de cualquier desengaño o de cualquier desilusión, los hijos son necesarios, aunque al crecer nos ofendan y nos hundan y nos olviden. Son pedazos nuestros. Vidas nuestras. Muertes nuestras. Aunque nos los quiten.

– Después ocurrió lo de Lucía: ya conoces la historia.

Marina rechaza en seguida la evocación. Todavía es demasiado reciente y le duele en exceso.

– Luis y Carlos me visitan de vez en cuando: cumplen puntualmente con los ritos familiares. Almuerzan conmigo por Navidad, por Año Nuevo… Si estoy enferma y necesito algo, se ocupan de que no me falte nada. Nunca me han dejado en la estacada. En medio de todo, eso me consuela. Tengo la certeza de que, en ellos, encontraré siempre una ayuda. Pero no me pertenecen. No, Germán, ya no son míos. Pasaron a ser propiedad exclusiva de Rosa-rio, de los Cebrián, de sus inmarcesibles y ridículos principios…

Y ni siquiera se avergüenza de mostrarse ante Germán como una mujer vencida, una pobre vieja sin más compañía que su reloj disparatado, sin más patrimonio que el horror de su pasado y sin más porvenir que una socorrida pero insignificante galería de arte.

– Ya ves en lo que paró aquel encuentro nuestro en la costa catalana.

Y se pregunta qué hubiera sido de su vida sin aquel encuentro. Germán no sabe qué re-plicar. Probablemente se nota tan ridículo como la arteriosclerosis de Rosario.

– Te queda el consuelo de saberte inocente.

Marina vuelve a sonreír, pero esta vez sin rémoras:

– ¿Crees de verdad que fui inocente? No, Germán, no lo, fui. Nadie es verdaderamente inocente.

Germán no contesta. Y Marina comprende que en ese silencio le está dando la razón. Consulta ella el reloj de pulsera. Reacciona, vuelve al presente de improviso.

– Deberías pedir la cuenta -dice-. Va siendo hora de ir al aeropuerto.

Germán hace una seña al camarero. Viene éste con un plato en la mano. Le entrega la cuenta y espera.

Germán extrae su cartera. Paga.

– Muchas gracias, señor.

Se levantan los dos a un tiempo. El mar queda allí, tras la vidriera, tumultuoso, verdus-co, con sus dragas abiertas y sus barcos oscilantes.

Atraviesan el vestíbulo en silencio, miran distraídamente el cuadro de la izquierda: es la reproducción fotográfica de un grabado.

– Barcelona antigua -comenta Germán. No se parece a la de ahora. Marina dice: -Tal vez algún día, en algún restaurante, pongan la fotografía de la ciudad actual, como un mode-lo de antigüedad…

– ¿Crees que será mejor que la de ahora? -No -dice ella-, será peor. Siempre el futu-ro es peor que el pasado. Tal vez por eso el hombre se empeña siempre en enmendar la plana al presente. No podemos sustraernos a la esperanza de vencer ese futuro y mejorarlo, aunque sepamos de antemano que vamos a fracasar.

Suben la escalera despacio, desgajados de sí mismos; envueltos en frío y en recuerdos. De nuevo los estudios de televisión; la acera que circunda el edificio, rodeada de coches. El de Marina ha quedado junto al portal del restaurante: aislado, con cúmulos de hojarascas pegados a las ruedas. Ya no corre el viento, pero el frío persiste. Germán apoya su mano en el brazo de Marina. Suavemente la empuja hacia la balaustrada. La ciudad está ahí, a sus pies, con su ayer, su presente y su pequeño pero inolvidable anteayer. Todo en miniatura. Úni-camente las tres chimeneas de la fábrica de electricidad destacan recias y firmes entre la masa informe de casas.

– ¿Y ahora qué? -pregunta él. Marina no contesta. No hay razón para contestar. Los dos saben que los paréntesis son ocasionales, esporádicos y breves.

– Deberíamos marcharnos -indica ella sin convicción-. Vas a perder tu vuelo.

Pero Germán no da muestras de tener prisa. Coge a Marina por los codos. La mira fija-mente: -Escucha, Marina… Y Marina sabe lo que va a decirle. Lo que siempre le ha dicho. Lo que durante toda la vida ha constituido un invariable ritornello: «Por muchos años que pasen…»

Cierra los ojos. El tiempo no ha pasado. La juventud vuelve caudalosa, más jugosa que nunca. Entra en ella por los codos que sostiene Germán. Son esas manos las que están obrando el milagro de recobrar la juventud. Y el cansancio de vivir se le diluye, se transforma en vigor.

No hablan: los milagros cortan la voz. Los milagros inmovilizan. Abre ella los ojos. Parecen mirarse detenidamente, pero no se ven. Ambos están viendo del otro «lo que había sido», lo que, a pesar de todas las vicisitudes y de todos los fallos humanos, continúa «sien-do» en el recuerdo.

Resulta hermoso y positivo recuperar, aunque sólo sea un momento, la magia de ese recuerdo. No se atreven a moverse. Tal vez si se mueven, la magia se disuelva; tal vez vayan a perderla para siempre.

La quietud de la tarde acompaña su quietud particular, la que brota de ellos mismos y a pesar de ellos mismos. Todo parece detenerse en ese lapso sin tiempo, sin espacio, sin más dimensión que la presencia de ambos.

Caen tres gotas de agua sobre la frente de Marina, se deslizan por las cejas, se estancan en los pómulos… Caen más gotas sobre las gafas de Germán.

– Está lloviendo -dice ella.

Y la magia se deshace. La lluvia anunciada por las gotas es ya un torrente.

– Rápido, Marina, vamos al coche.

Y Germán la arrastra por la mano, con el, mismo ímpetu que aquella noche, en Niza, la había arrastrado hacia el piano que sonaba en la calleja oculta.

Ríen los dos con la risa de entonces: «El piano es suyo, Monsieur.» Y llegan hasta el coche, con e] mismo jadeo que habían llegado hasta el piano: «El adagio, Marina, el adagio…» Todo se repite. Todo se alía al tema de Germán: «Por muchos años que pasen…»

El optimismo de ambos es evidente. Lo prueba la agilidad de sus movimientos, de sus ideas, de su repentina y recobrada alegría.

– ¡Menudo chaparrón!

Las charcas del pavimento se agrandan: parecen huecos sin fondo. Y los cristales del coche se empañan.

– Abre tu ventanilla -aconseja ella.

Germán obedece. Marina pone el coche en marcha. Lentamente ruedan hacia el circuito, carretera abajo.

Por unos instantes Marina olvida que está conduciendo. También olvida dónde se encuentran y adonde van. Observa las adelfas que bordean el paseo. Piensa: «Son venenosas; pero bonitas.» Se fija en los sicómoros y se dice: «Son eternos.»

– Por ahí, a la izquierda, se va al parque de atracciones -comenta Marina.

Y tiene la impresión de que no es ella la que está hablando, sino alguien que vive en otro tiempo y en otro espacio.

– Y ahí está la estación del teleférico que conduce al castillo.

Todo es incoloro, como en las fotografías antiguas y como en los sueños. Todo se baña en un tinte gris.

Allá, a la izquierda, dejan el Palacio Nacional, con su museo románico y sus fuentes secas, completamente mojadas por la lluvia.

Pasan junto a la Font del Gat, el teatro griego, el Palacio de Deportes…

Y de pronto Marina recuerda que la cuerda floja está ya tensa, que nada ni nadie puede impedir lo que durante treinta años ha sido vedado. La conciencia de esa realidad llega hasta ella a ramalazos: con la violencia de la lluvia. Piensa: «Nada puede evitarlo.» Ni ella ni Germán son ya dos barcos a la deriva creyendo navegar hacia un destino seguro. Ni rayos ul-travioleta considerándose rayos de sol. La utopía ha dejado de existir. Son un hombre y una mujer, libres, dueños de sí mismos, con derechos, con facultades, con opción para manejar sus destinos sin tener que dar cuenta a nadie…

Dos vidas bifurcadas, atraídas la una a la otra por una fuerza superior a ellos, a su vo-luntad, a todo lo que ha venido imponiéndose año tras año.

Y se dice que resultaría insensato quemar nuevamente las naves, o dejar que la adver-sidad los devorase, como los había devorado cuando los derechos eran sólo obligaciones.

Ya no recuerda los argumentos que acaba de esgrimir. No quiere recordarlos: ¿Qué puede importar la edad cuando el tiempo deja de existir? ¿Dónde quedan los esfuerzos cuan-do el esfuerzo consiste en aceptar la separación? ¿Y el ridículo? ¿Qué significa esa palabra? Germán pregunta: -¿En qué piensas?

Marina sonríe. Introduce el coche en la gran avenida. Allá al fondo, hacia la izquierda, ve las oficinas de la Iberia, con sus columnas neorenacimiento y su parada de taxis.

– Pensaba en tu viaje y en nuestra calidad de paréntesis.

– Yo también -declara él-. Detén el coche junto a la oficina: voy a intentar cambiar mi billete. Marina reacciona. -¿Te has vuelto loco? -No: jamás me he sentido tan cuerdo. -¿Te olvidas de que Bruna ha muerto? -Al contrario. Lo estoy recordando desde que hemos salido del restaurante.

Marina vacila. Toda ella es un ascua de contradicción, de duda, de miedo y de espe-ranza. Tiene pleno conocimiento de que, en esos momentos, la vida entera (esos entrañables despojos de vida que todavía le restan) depende de su actitud, de su fuerza de voluntad, de sus palabras y de sus gestos.

Y, sin saber exactamente por qué, ve a Vilana. Ve a la mujer sin rostro, mirándola fija-mente, con ojos que no son ojos, sino reproches. Y escucha una voz que no es voz, sino la-mentos.

Y percibe la propia derrota, esa derrota que ha venido arrastrando durante toda su vi-da, clavada en Vilana, transferida a ella, sin remedio.

– ¿No me has oído? Detén el coche.

– No -dice ella-, no permitiré que cambies tu billete.

– Necesito continuar hablando contigo. ¿No te das cuenta? ¡Hay tantas cosas que acla-rar!

– Absurdo -insiste Marina-. Ya nos lo hemos dicho todo.

– Falta lo esencial.

No le pregunta a qué se refiere. La felicidad no le deja preguntárselo. Pulsa el acelerador y finge no haberle oído. Llegan a la Plaza de España. Sabe que hasta que no hayan salido de allí el peligro está al acecho. «No debo permitirlo…» Es urgente ganar tiempo, llegar pronto a la autopista.

– ¿No me has oído, Marina? Falta aclarar lo esencial.

Se nota acorralada. No sabe cómo salir del atasco. Un mundo de coches oprime el suyo. Y Germán insiste: «Por favor, Marina, las oficinas de la Iberia…»

Pero antes le había dicho: «Me gustó su nombre: era fonético y extraño. Sobre todo me gustó verla tan indefensa, tan necesitada de apoyo…» Y ella vuelve a pensar: «No es posible cimentar la felicidad propia sobre la desgracia ajena.»

– Mira -dice señalando lo alto del monumento-, la antorcha de gas está apagada…

Germán, ceñudo, no acaba de comprender lo que Marina le insinúa.

– ¿A qué te refieres?

Y la mujer sin rostro se va definiendo lentamente, muy lentamente. Se parece a Lucía. Tiene las mismas facciones, el mismo aire ingenuo, la misma decisión terca en la expresión de los ojos. Y se dice que pronto, muy pronto, Vilana-Lucía, va a convertirse en una mujer casada: una mujer respetable. Con derechos, con opciones, con capacidades jurídicas y pode-res legislativos.

– Lo que tú imaginas, Germán.

Germán no responde. Probablemente ha comprendido. Probablemente intuye que, aunque consiga prolongar su estancia en Barcelona, nada va a modificar la decisión de Marina.

Las oficinas de la Iberia quedan atrás. El coche se introduce en la autopista. Marina sabe que el peligro ha pasado.

Y también que resulta estúpido bordear peligros cuando se han cumplido ya cincuenta y cinco años.