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De nuevo los altavoces con su música y sus mensajes. El ir y venir de los pasajeros. Los números de vuelo. El registro de equipajes. Y la lluvia. Sobre todo la lluvia.
Es lo mismo que si las siete horas transcurridas fuera de ese recinto no hubieran exis-tido. Todo, hasta el color del cielo, se parece a la imagen de la mañana.
Causa extrañeza no percibir a la mujer, de aspecto cansado, que sostenía a un niño en los brazos mientras una voz jovial y monocorde anunciaba la llegada del vuelo 331, proce-dente de Roma.
Germán ha pedido té y el camarero ha puesto dos tazas sobre la mesa, sin preocuparse del aspecto de sus clientes.
Seguramente se trata de un camarero poco curioso, acostumbrado a tratar con cualquier clase de parejas. Además, tiene demasiado trabajo para andar zascandileando y husmeando historias.
– Dentro de una hora estarás en Madrid -comenta ella.
– ¿Y tú, Marina? ¿Dónde estarás tú?
De nuevo ha posado la mano sobre la de Marina y de nuevo el calor que le comunica esa mano estrangula en ella el frío que lleva en el alma.
– ¿Qué sé yo? En cualquier parte.
– Me cuesta hacerme la idea de que voy a perderte otra vez.
Y ella bromea; debe bromear. No existe otra opción:
– Deberías estar acostumbrado -dice-. En nosotros eso de perdernos va resultando una enfermedad crónica.
Quieren reír, pero no lo consiguen.
– De todos modos -dice él-, agradezco al destino este encuentro.
– Yo se lo agradezco a Dios.
Germán no replica. Y Marina piensa: «También estos puntos de vista nos separan. Tam-bién ellos crean distancia. Sería imposible convivir con un hombre tan ajeno a mis ideas.»
– Siete horas para un recuerdo eterno… No es mucho -dice Germán.
– Es más de lo que yo esperaba -contesta ella-; nunca imaginé que volvería a verte.
Presiona él su mano. Dice:
– De ahora en adelante…
Marina no le deja terminar la frase. Con la mano que le queda libre, tapa los labios de Germán: los sella. Sabe perfectamente lo que Germán va a proponerle y se niega a escucharlo,-No, Germán, no hables del futuro. Hoy lo hemos anulado para siempre.
Besa él la mano que ha rozado sus labios. Mira luego la palma de esa mano detenidamente, como si quisiera leer su porvenir en ella.
– ¿Por qué, Marina? ¿Por qué?
Marina no responde. Piensa en los innumerables “porqués” que invaden la vida. En todo ese ejército de interrogantes que le declaran la guerra, que la nutren y la devoran; en todos los silencios que deberían ser gritos y en todos los gritos que se pierden en el silencio. Y también en que la vida es sólo un discurrir hacia otra cosa, otra fuente, otra luz. Algo que aún no comprende, pero que admite y espera.
Luego se ve a sí misma vagando, sola otra vez por esa vida extraña, la de la tierra, saturada de preguntas sin respuesta, recordando (¡Dios! recordando más que nunca): «Aquí estuve con Germán… Desde aquí miramos juntos el mar, y fa ciudad y la antorcha olímpica apagada…» Y se imagina regresando al restaurante, donde acaba de estar con él, únicamente para enfrentarse otra vez con el camarero (ese camarero que no ha cesado de mirarlos), para buscar en su retina la imposible repetición de lo que él ha visto. Y contemplar la silla de Ger-mán para pensar: «También él recordará esa silla y esa mesa y ese pollo que nos hemos comi-do…» -No preguntes: cíñete a los hechos. No queda otro remedio, Germán… Hemos llegado demasiado tarde a la meta.
– Pero llegamos juntos.
– ¿Qué importa eso? Llegar no significa ganar la carrera.
– Podríamos intentarlo -dice él-. Todavía podríamos intentarlo.
– Seríamos desgraciados, terriblemente desgraciados.
Y se acuerda de sus hijos, de sus nietos, de Bravo… De las costumbres adquiridas, de las obligaciones creadas… de los comentarios que podrían despertar en los otros… Y ve su trabajo truncado, su independencia saqueada, su porvenir hipotecado… sorteando, sin posibilidad de éxito, los achaques futuros, los suyos y los de Germán, esos achaques inevitables que lo destruyen todo y lo dejan todo arrasado.
– Demasiado tarde -repite ella-, demasiado tarde…
Pero lo que acaba de pensar tiene poca importancia. «Son excusas», se dice a sí misma. «Excusas para no afrontar el problema verdadero…»
– Haríamos desgraciada a quien no lo merece, -murmura.
En realidad, ésa es la razón de peso. La difícil y angustiosa razón de peso. Pero no cita a Vilana: no se atreve. Es como si al citarla, pudiera mancharla, o herirla, o mistificar la rara be-lleza de su nombre.
– ¿Te das cuenta de lo que iba a ocurrir, Germán?
Ella no merece que tú la abandones ahora, precisamente ahora… Te arrepentirías en seguida… O no serías tú. Y luego… sería peor.
Germán asiente: los cristales de sus gafas nítidos, pero los ojos, esos ojos que se agran-dan tras ellas, completamente empañados.
– Si Vilana no existiera… Si…
– No divagues. No es tiempo de divagar. Mejor dejar las cosas tal como están. Tal como estuvieron siempre. ¿Por qué ahondar en lo que nunca va a producirse?
No obstante, Germán ahonda. No se resigna. Por eso se resiste a aceptar la falta de tiem-po. Cuesta mucho resignarse a una vida sin esperanza.
– La divagación es necesaria para soportar el futuro.
– Apenas nos queda futuro, Germán.
– No importa: con o sin futuro, el hombre necesita soñar…
– Los sueños se olvidan pronto.
– No -declara él-, nunca podré olvidarte.
Y ella piensa: «Es mejor saberse recordada a distancia que olvidada en la cercanía.» Y por unos instantes casi se alegra de que Germán se pierda de nuevo para ella. Es una forma de garantizar su constancia.
Y comprende que, a pesar de todo, ella ha triunfado sobre aquel pobre rostro sin facciones. Pero el triunfo no la complace. Al contrario: le duele, porque de nuevo ese rostro difuso se parece al de Lucía.
– ¿Lo crees así realmente?
– Estoy convencido.
– De cualquier forma -repite ella-, ya no nos queda mucho tiempo por delante.
Porque sabe que la vida humana no se acaba con la muerte, sino con la decrepitud, con esa burla humana que se llama vejez, con todo lo que el tiempo corroe y deforma.
Germán asiente:
– Lo sé: nos queda poco tiempo: un pequeño fragmento de vida inmensamente largo…
De nuevo la voz suave de los altavoces: «La Compañía Iberia anuncia su vuelo 342 rumbo a Madrid… Puerta número 2…»
Germán se levanta, coge a Marina del brazo, y ambos avanzan hacia la vidriera.
Hay un grupo muy nutrido de gente inquieta que tapona la salida. Exclamaciones, abra-zos, repetición de tópicos.
Pero Germán y Marina sólo se miran. Serenos. Con la implacable serenidad de los que han tomado una decisión grave.
– ¿Hasta cuándo, Marina?
Y la pregunta se estanca en el pecho de ella: casi la ahoga. Por eso no contesta. Si con-testara, le gritaría que no se fuera, que no hiciera caso de todo lo que le ha dicho, que volviera algún día a buscarla, que no desperdiciara la posibilidad de aprovechar juntos esa sombra de juventud que aún les resta…
– ¿Hasta cuándo, Marina?
Y Marina piensa que no hay una razón verdadera para vivir en un perpetuo y desespe-rado adiós. «No es justo, no es justo…»
Pero no responde. Porque, por encima del sentimiento, existe la razón, la lucidez, la pre-visión. Todo lo que no existía cuando todavía era joven. Y Dios. Sobre todo existe Dios. Un Dios celoso que le señala la cruz, el camino, la verdad y la vida. Y deja la pregunta en el aire. Germán no insiste. Sabe que es inútil insistir.
Lentamente se lleva la mano de Marina a los labios.
– Adiós, Marina.
– Adiós, Germán.
Luego se abrazan. Un instante. Una eternidad. Acaso ese abrazo también es un sueño. Acaso tampoco es real.
Después se separan. Germán entrega su tarjeta de embarque. No se vuelve a mirarla. Camina decidido hacia la lluvia, hacia el autocar, hacia la tarde, que está a punto de conver-tirse en noche. Y Marina, no sabe exactamente por qué, murmura para sí misma: «Buenos días, anochecer.»
Aguarda tras los cristales a que Germán suba al avión. Pero los cristales chorrean y la figura de Germán se desdibuja.
Alguien se le acerca. Es la empleada de la mañana. Se interesa por la maleta: «¿Ha llega-do ya a su casa? ¿Está todo en orden?» Marina apenas entiende lo que le están diciendo. Agradece, sonríe, tranquiliza. Luego se fija en el avión de Germán: despega, sube: cada vez está más lejano, cada vez más dispuesto a convertirse en una simple mota desprendida de la tierra, del mar, de Marina…
Se dirige luego hacia las puertas electrónicas, pero no con la rígida firmeza de los inseguros, como por la mañana, sino con la flexibilidad y endeble inseguridad de los fuertes; los que saben que, para vencer, es preciso debilitarse y anonadarse y dejar que la vida los devore.
Llega hasta su coche. Lo pone en marcha. Piensa: «Todavía me queda tiempo para en-trar en la galería…» y se pregunta qué clase de explicaciones va a tener que darle a Bravo.
Llueve aún. Llueve tremendamente, concienzudamente. Llueve mucho más que antes: «Tormenta de mayo», se repite. «Todo ha sido una tormenta de mayo.»
El agua golpea el parabrisas, dificulta con su presión el mecanismo limpiador y cansa la vista de Marina: «Ya voy teniendo años -se dice-. Será preciso usar gafas para mirar de le-jos.»
Resulta desagradable conducir así: con luz híbrida, con el agua golpeando el cristal y con los latidos del pecho desbocados.
Aminora la marcha. Decididamente no puede continuar al ritmo del agua y de esos la-tidos absurdos e indiscretos. Se introduce en el bordillo, frena y detiene el coche.
Y entonces tiene la impresión de que todo en ella se ha detenido; que ya nunca podrá moverse, ni respirar, ni reír como antes. «¿Por qué. Señor, por qué?» Pero el silencio de Dios es grande, demasiado hondo, excesivamente duro. Sin embargo es precisamente ese silencio lo que la llena de paz, lo que le permite segregar lágrimas.
«Vamos, Marina: hay que ser realista… No es posible que a tu edad…» No importa; en esos momentos, está sola y no la avergüenza llorar sin testigos.
Febrero, 1972 - enero, 1973