37254.fb2
Le han dado la noticia poco antes de subir al avión: «Bruna ha muerto repentinamen-te. La encontraron sin vida en el dormitorio.»
La frase se parece mucho a las que se publican a diario en las columnas de sucesos. Una muerte lamentable: uno de esos casos que obligan a mostrar ceño y que luego se olvidan.
Pero esta vez la víctima se llama Bruna y todo cambia de aspecto.
Marina no ha hecho preguntas. Tampoco ha lanzado exclamaciones. Hay que obrar en consecuencia: lleva demasiados años prescindiendo de Bruna y de su recuerdo para dejar traslucir la emoción que semejante muerte le causa.
Pero el impacto ha dado en el blanco. Ha sido como si de pronto un grano añejo y en-quistado diera en supurar. Resulta difícil recuperar de golpe tantas cosas a la vez cuando la mente se habitúa a considerarlas perdidas y superadas. Sin duda el recuerdo conserva resor-tes ocultos y traidores que, en los momentos clave, como éste, se ponen en movimiento sin perdonar contingencias ni respetar idiosincrasias.
No menciona al marido de Bruna. Aguarda paciente a que el interlocutor le diga: «Le ha pillado en el extranjero… Ya sabes: con Vilana.»
Germán vuelve a estar ante ella, tal como lo viera por primera vez, joven, sonriente, sus ojos grandes y tristes entornados, reposados los ademanes, la voz plácida y equilibrada.
Y en seguida evoca la mano de Bruna (aquella mano inconfundible, alargada, de venas prominentes) y su risa contagiosa, alegre, demasiado alegre para que no fuera postiza, y re-cuerda la frase que jamás le oyó decir, pero que se le escapaba por los ojos cada vez que Marina se sentaba al piano: «Un aplauso para nuestra schubertina…»
Y ve a Rogelio bailando con ella, susurrándole al oído Dios sabía qué trivialidades. El interlocutor insiste:
– Una muerte siniestra, verdaderamente siniestra… Marina no quiere saber. No pregun-ta. Habla del tiempo, se escuda en la prisa, tiende la mano, se despide y rompe a andar hacia la puerta. Piensa en la muerte de Bruna y enseña la tarjeta de embarque. Reza un padre-nuestro. Un padrenuestro con treinta años de lastre mediando en cada sílaba. Un padre-nuestro sobrecargado de distracciones. Se pregunta qué dirán los periódicos al referirse a la muerta: «Una dama de la alta sociedad…» No va a resultarles fácil ensalzar a Bruna. De pronto recuerda: «Ahora Germán podrá casarse con Vilana.»
Sube al avión como si nada hubiera ocurrido. Un retorno cualquiera. Un hecho habitual desvinculado del tiempo.
Se acomoda junto a una mujer joven que lleva un niño en los brazos. El niño duerme. La mujer parece cansada. Durante el trayecto apenas se dirigen la palabra. El niño entreabre la boca y esboza sonrisas que luego se convierten en pucheros.
Piensa: «Es una lástima que haya muerto así.» La presencia del niño aviva su lástima. Nadie puede imaginar lo que un cuerpo minúsculo e inofensivo puede esconder para el futu-ro. Y lo que es peor: nadie puede imaginar lo que el futuro puede esconder para un cuerpo que se abre a la vida. «También Bruna fue niña, también ella era inofensiva…»
De pronto evoca a sus tres hijos: Carlos, Luis y Lucía. Otros cuerpos minúsculos convertidos en adultos. Otras sonrisas dormidas, otros pucheros inconscientes… Después sus hijos habían comenzado a morir una, dos, mil veces… Morían para renacer completamente distintos, conservando sólo su nombre, sus apellidos y su sexo. Todo lo demás era diferente.
Los ve tal como son ahora: altivos, despegados, circunspectos y cordialmente egoístas, y se dice que también esa criatura que duerme en los brazos de su madre, acabará por olvidarla como la han olvidado a ella. El olvido nace en cuanto muere la necesidad.
El trayecto resulta corto. Cuando menos lo espera, Marina escucha la voz de la azafata entrecortada por el mal funcionamiento del micrófono:
– … dentro de unos instantes aterrizaremos en el aeropuerto del Prat: por favor, asegúrense de no olvidar ningún efecto personal…
Y después de agradecer, en nombre del comandante y de toda la tripulación, la con-fianza depositada por los viajeros en la Compañía Iberia, desea a todos una estancia muy feliz en Barcelona.
Brota en seguida la musiquilla sedante iniciada en Madrid y cercenada a lo largo de la travesía.
El mar está ahí; abarca toda la ventanilla. Cuando el avión se endereza, el paisaje cam-bia. Llueve, y las tierras pantanosas del Prat sé ven moteadas de charcas grises: «Un cuadro que Urgell hubiera podido pintar.» Y al instante recuerda a Bravo, su galería de arte, las re-cientes negociaciones realizadas en Madrid. Piensa en lo que Bravo le dirá cuando ella le refiera el éxito de su intervención cerca del Zabaleta.
No obstante, la fina mano de Bruna se impone a toda idea y a toda distracción. Reconoce que es un recuerdo grotesco y absurdo, sin relieve nocivo; sin embargo, no puede evitar que esa mano se imponga. La ve ahora extendida sobre el mar (un mar gris enca-britado por la lluvia) y le parece que, a pesar de estar muerta, la mano continúa viva. «Es gra-cioso -se dice por lo bajo-. Es verdaderamente gracioso.» Evoca la exclamación de Teresa, entre divertida y escandalizada, y los mordaces comentarios de Tina y la severidad llena de reproches de Rogelio… Pero el Zabaleta ha sido comprado y el cliente de Barcelona probablemente pagará el doble de lo que Marina ha concertado con el vendedor de Madrid.
Para Marina es un descanso grande tener a Bravo como socio. Ella sola jamás hubiera podido salir del atasco. Bravo posee el don de la prudencia, de la medida y de la ponde-ración: precisamente lo que ella había necesitado al morir Rogelio.
Además, posee un olfato insuperable para detectar el alza y la baja de los cuadros. Desde el principio había mantenido la teoría de que, andando el tiempo, los abstractos iban a ser desbancados por los figurativos, tan desdeñados en los años cuarenta.
Decía siempre: «Recuérdalo, Marina; hay que hacer acopio de Nonell, de Meifrén, de Martí Alsina…» Discutieron poco. Bravo casi siempre tenía razón. Un tipo curioso. Distante. Jamás se había inmiscuido en la vida privada de Marina.
Cuando al principio de sus relaciones ella le había puesto al corriente de su situación, Bravo se había limitado a comentar: «Es evidente que las leyes catalanas precisan de una bue-na revisión.» Y sin más preámbulos se habían enfrascado de lleno en la organización de la sociedad que debía regir la galería de arte.
Pese a la lluvia, que cae densa y oblicua, el avión aterriza sin novedad. El aguacero se transforma, por culpa del viento, en una gran escoba sin mango. Todo se ladea hacia el oeste: melenas, faldas, papeles… Las terrazas del edificio aparecen desiertas, segadas por el mal tiempo, y las sillas, amontonadas patas arriba sobre las mesas, parecen esqueletos de colonos, abandonados sobre un campo estéril.
Marina pasa junto a la azafata con el abrigo ceñido y el pañuelo anudado al cuello.
– Si esto es primavera… -comenta amablemente.
La azafata sonríe mostrando unos dientes perfectos:
– Esperemos que en el próximo viaje tenga usted más suerte.
No es la primera vez que se encuentran. Marina suele hacer esa travesía con relativa frecuencia. Son viajes relámpago decretados en su mayoría por Bravo: «En Madrid hay un Palencia asequible: deberías echarle un vistazo…» O bien: «Convendría que visitaras a un coleccionista madrileño: está dispuesto a pagar bien por un Matilla…» Se había convenido que Marina fuera la agente encargada de relaciones públicas y, hasta la fecha, sus interven-ciones han dado buen resultado.
Esta vez se trata de un Zabaleta. De un Zabaleta y de la muerte de Bruna.
«Si al menos no hubiera dejado el paraguas en la maleta…»
Marina todavía camina con soltura. Vista de espaldas parece una mujer joven: alta, fina cintura, hombros enmarcando una espalda recta. Tiene el andar firme y despreocupado, los ademanes ligeros, y un armonioso ladeo de cuello que algunos juzgan estudiado.
Se pregunta ahora -qué aspecto tendría Bruna antes de morir. Decían que las drogas la habían desfigurado y que en los últimos tiempos no era ni la sombra de lo que había sido. «Y el marido en el extranjero con Vilana…»
El trayecto del autocar, de puro breve, resulta innecesario. Pero la lluvia cae implacable y el viento arrecia furioso: una medida agradable. Los viajeros la agradecen.
– No se detengan, por favor.
Tras la segunda cristalera del pabellón de llegada, un mundo de rostros se hacina junto a la puerta. El transitar se vuelve difícil. Marina piensa que el hecho de llegar a un aeropuerto con ínfulas internacionales siempre causa cierta humillación. Hay una extraña identificación entre el grupo de pasajeros con las manadas de corderos. Los altavoces podrían ser los ladri-dos del perro pastor.
– La Compañía Iberia anuncia la llegada de su vuelo 331, procedente de Roma.
La mujer que sostiene al niño, se queja: -Esa obsesión de apiñarse en la entrada… En torno al rotativo, un nutrido grupo de pasajeros aguarda la aparición de las maletas. La mujer que sostiene al niño, continúa quejándose:
– Y ahora, a esperar el equipaje. Con un poco de suerte, podremos salir de aquí antes de una hora.
Su cansancio es ya manifiesto. No sólo apunta en las ojeras: lo lleva pegado al cuerpo. Lo proclama el desaliño de su vestido, la forma de agarrar al niño, el rodal de colorete mal colocado, y, sobre todo, la curvatura de su espalda. El niño se rebulle en sus brazos, gime bajito, se cansa del cansancio de la madre.
– Me gustaría ser uno de esos viajeros -comenta Marina.
– ¿A qué se refiere?
– A los que vienen de Roma.
No sabe por qué lo ha dicho. Es una de esas frases que cabalgan a lomos de un deseo difuso, sin excesivo arraigo. Probablemente un reflejo condicionado, provocado por lo que anuncia el altavoz.
La mujer contempla a Marina con aire ausente, ajena a lo que ésta acaba de manifestarle, pendiente sólo del cansancio que lleva encima, de las maletas y del crío que se rebulle, egoís-ta, en sus brazos excesivamente flácidos. La mujer quisiera sentarse, pero sabe que el artefac-to rotativo puede ponerse en marcha en cualquier momento. Se apoya contra la pared. Suspira. Marina pregunta:
– ¿Puedo ayudarla?
La mujer niega con la cabeza y el rodal colorado del rostro va intensificando la palidez de la piel que lo circunda.
Las maletas asoman ya, húmedas, deslucidas y abolladas. Parecen coristas caducas exhi-biéndose torpemente por la pasarela de un teatro barato. Al desfilar, dejan tras ellas un denso aroma a moho y un charco de agua sucia. Marina insiste:
– ¿Puedo ayudarla?
La mujer sonríe. Señala los bultos. Marina los rescata sin dificultad y los coloca en el carrito.
– Gracias -dice la mujer-, ha sido usted muy amable.
Y comienza a alejarse, nave adentro, arrastrando el carrito.
Al verla marchar, Marina vuelve a sentir lástima por ella. Una lástima grande que no llega a definir. Le duele la soledad de esa mujer. Piensa: «Seguramente nunca volveré a ver-la.» Y de nuevo asocia esa lástima a la que le produce la muerte de Bruna. «Tampoco a ella volveré a verla.» Bruna se ha ido definitivamente, como Rogelio, como tantos otros, dejándo-la con los interrogantes de siempre suspendidos sobre su vida. Sin defensa. Sin la posibilidad de aclarar, de convencer, de sopesar…
La sala se despeja lentamente de voces, pisadas y roces. El rotativo está a punto de dete-nerse. Las maletas van espaciándose. Marina se acerca a un empleado.
– Mi equipaje no llega -dice sonriendo.
El empleado la mira con aires de persona infalible:
– No se preocupe; ya llegará.
Aguarda unos instantes, serena, todavía confiada. De pronto el rotativo cesa.
– No ha llegado -dice Marina.
El empleado cambia de expresión. Pone cara de fastidio.
– Vaya usted a reclamaciones: yo no puedo hacer nada.
La frase del empleado descorazona, desequilibra el ánimo y salpica de malestar el viaje que Marina acaba de hacer.
También insufla una actividad con la que ella no había contado. Es como si un camino de hormigas, bien organizado, se viera de pronto trastocado por la torpe pisada del hombre.
Comienza la revisión de equipajes. Interviene la policía. Surgen preguntas obvias: «¿Nú-mero de vuelo? ¿Carnet de Identidad?» Luego las disculpas: un variado repertorio de discul-pas: «Insólito, increíble… Una simple maleta y perdida…»
Marina se ve rodeada de personal, atendida, llevada y traída; tiene la impresión de ser ella la única pasajera del aeropuerto. Escucha frases inconexas: «Madrid no acusa registro…» «Madrid asegura…» «Barcelona no se hace responsable…» La trasladan a la sala de espera. Señalan el mostrador del bar:
– Pida usted lo que guste: la Compañía invita.
– Pero la maleta…
– Un momento de paciencia, señora; no puede perderse. Hemos vuelto a ponernos al habla con Madrid.
Intentan tranquilizarla, inventan mil suposiciones, le sirven café. Marina piensa: «Mejor hubiera sido pedir tila.»
La azafata que la acompaña no cesa de hablar. Explica infinidad de casos como el suyo.
– Todas aparecieron. Jamás se ha perdido nada.
La musiquilla, que pretende templar los nervios, se vuelve inquieta, se mezcla a los susurros, a las pisadas y al constante tintineo de vasos y tazas que arranca del mostrador.
Hay un continuo ir y venir de camareros, de gentes que viajan, de niños que juegan a volar.
Marina se siente culpable. No sabe de qué. Sospecha que el trastorno se debe exclusiva-mente a un fallo suyo. La tranquilizan. Alguien le anuncia:
– Acaban de comunicarnos que su maletín se ha quedado en Madrid. Un descuido im-perdonable. Lo remitirán sin falta en el próximo vuelo. Nosotros mismos nos encargaremos de enviarlo a domicilio.
Suspiros de alivio. Caras sonrientes.
– No podía ser de otro modo.
Marina se levanta: radiante, contenta, agradecida.
Se despide de todas las caras que, durante un buen rato, han pendido de la suya.
Mira en torno, no sabe por qué: otro reflejo condicionado. Se dispone a salir, pero se queda.
Sin ninguna razón se da una tregua a sí misma. Una tregua inconcreta, como si de ante-mano supiera lo que va a ocurrir.
Piensa: «Debo irme.» Pero no se va.
Contempla su taza de café (ya vacía), las sillas circundantes (casi todas llenas); el pavi-mento, salpicado de colillas y de papeles…
La musiquilla del altavoz se detiene. Un segundo. Es un silencio corto que abarca un mundo de premoniciones.
De pronto una extraña lucidez le aclara ese cúmulo de pequeños acontecimientos que la han mantenido inquieta.
Mira el altavoz. No puede dejar de mirarlo. Es más fuerte que ella.
Y escucha, no sólo con los oídos, sino con todo el cuerpo, lo que el altavoz está dicien-do:
– Se ruega al pasajero de Roma don Germán dé Alcántara que tenga la bondad de pasar por las oficinas de vuelos nacionales.
Y todo, hasta la muerte de Bruna, deja de tener importancia.
2
Se deja caer de nuevo en la silla. Piensa: «Debo salir de aquí inmediatamente.» Pero teme que su actitud signifique una huida. Ella no tiene por qué huir de nada ni de nadie.
Tampoco siente miedo. El miedo suele regirse por ciertos destellos de esperanza y Mari-na ha traspasado ya la edad de las esperanzas humanas. ¿Curiosidad? «Nunca fui curiosa…» La curiosidad se anquilosa a fuerza de andar reteniéndola.
«¿Por qué me he sentado entonces?» A veces las cosas se hacen sin motivo alguno; a im-pulsos del ambiente.
La lluvia, tras los cristales, sigue cayendo implacable. Acaso la lluvia esté influyendo. Acaso ha sido ella la causante de su pequeña debilidad. Rápidamente se hace una compo-sición de lugar. Analiza los hechos fríamente. En algún punto no muy lejano, Germán de Al-cántara probablemente departe con alguien, acaso solicite algún pasaje. Sabe (porque lo han dicho los altavoces) que acaba de llegar de Roma y también que en la oficina de vuelos nacio-nales reclaman su presencia. «Tal vez intente regresar urgentemente a Madrid…» Sin duda la muerte de Bruna lo ha obligado a suspender su viaje por el extranjero.
Marina recuerda que la oficina en cuestión se alza junto a la puerta de la sala de espera, precisamente donde ella se encuentra. Y se dice que es conveniente aguardar. No precipi-tarse.
Intuye que si abandona la sala el encuentro con ese hombre es inevitable, pero también sabe que, de un momento a otro, Germán puede entrar en ella para embarcarse rumbo a Ma-drid.
Se tranquiliza: «No me reconocerá.» Los años transcurridos son buenos camuflajes para pasar inadvertida. El cambio es inevitable. Todo se transforma. Tampoco las pistas de aterri-zaje se parecen a las que ella dejó cuando se fue a Madrid hace ya tres días. Existe un mundo de diferencia entre un aeropuerto soleado y un aeropuerto inundado de lluvia. Nada importa que sea primavera. El tiempo puede modificar incluso la lógica de las estaciones. Sin embar-go, nadie puede discutirle a la primavera su presencia actual. Es algo inevitable que se impo-ne a pesar del viento y de la lluvia. Se percibe en cualquier detalle: en la indumentaria de la gente, en el alegre columbrar de los viajeros, en la activa fluidez de la sangre… Sobre todo en eso: en la rápida circulación de la sangre. Marina percibe esa rapidez en las sienes, en las ve-nas del cuello y en el pecho. Y se dice que es absurdo que la primavera juegue con esos lati-dos cuando el cuerpo que los padece pertenece al invierno.
Se levanta. Es preciso decidirse. No debe dejarse influir por una presencia que, durante años y años, viene formando parte de las cosas que se olvidan.
Recuerda con alivio que Germán flaquea en la vista, y se tranquiliza pensando: «Pasaré junto al mostrador sin ser reconocida. Debo evitar volver la cara hacia él.» Se decide. Camina hacia la puerta con la rígida firmeza de los inseguros. Cruza el umbral, tal como se ha pro-puesto: indiferente. No repara en el mostrador de vuelos nacionales, no lo mira. Adivina un grupo de gente apiñada junto a él, pero no se fija en las personas que lo forman.
Tiene la mirada pendiente de las puertas electrónicas de enfrente. El vestíbulo es largo y, aunque su paso es rápido, la salida se le antoja lejana.
Altiva y desligada de todos, piensa que también los demás se desligan de ella. Eso le in-funde ánimo y la ayuda a avanzar.
Al llegar al exterior, tiene la impresión de haber salvado un obstáculo: respira sosegada. El viento agita el pañuelo que le cubre la cabeza y se mete a grumos en sus pulmones. Es un viento cálido, lleno de humedad.
– ¿Taxi, señora?
Marina asiente. El taxista señala un coche cercano. Marina avanza. De pronto se detiene. Una mano firme roza su brazo.
– No puedo creerlo… Pero ¡si eres tú! Dios Santo, ¿quién tenía que decirlo?
Y, al volverse, comprende que de nadie le ha servido evitar el encuentro. Germán está frente a ella, rotundo, escueto, indiscutiblemente real. Apenas ha cambiado. Tal vez algo más grueso… El pelo casi blanco… Pero la voz es idéntica.
Marina pronuncia su nombre como si tuviera tierra en la boca. Hay algo oxidado en ese nombre. Algo que le impide silabearlo con la fluidez de antaño.
– Germán de Alcántara -dice-. Hace poco he oído que te reclamaban por los alta-voces…
Sonríen los dos: los rostros cuajados de arrugas y los ojos abrillantados por unas chispas nuevas que en vano se empeñan en parecerse a las antiguas. Germán se apresura a aclararle:
– Vengo de Roma. Un viaje precipitado. Te habrás enterado ya de lo ocurrido…
– Me lo dijeron en Madrid -explica ella-. He llegado al mismo tiempo que tú… -en seguida añade con expresión severa-: Lo siento. Ha sido un final triste.
Germán asiente. Dice luego:
– No ha sido fácil encontrar pasaje para Madrid. Ya sabes: las fiestas de San Isidro… Había una lista interminable de gente apuntada. Las reservas de Roma colean desde hace un mes… Por eso he tenido que hacer escala en Barcelona. Desde aquí es menos difícil encontrar pasaje… Siempre hay alguna baja…
Lleva las gafas puestas y, según centellean, los ojos se pierden tras los cristales.
– Entonces… ¿te vas?
– Todavía no. Mi avión sale a las siete de la tarde.
Quedan en silencio unos segundos. Se miran. Se inspeccionan como si fueran dos piezas de museo.
– ¿Y tú? ¿Qué diantre haces en el aeropuerto? Si has llegado al mismo tiempo que yo, tu avión debe de estar ya de regreso en Madrid.
Marina ladea la cabeza, frunce los labios, pone cara de fastidio.
– Una pesadilla -dice-. No me hables del asunto: mi maleta se había perdido. Al fin la han encontrado.
Discurren como dos simples conocidos que se alegran de encontrarse después de una ausencia larga. Sin apasionamiento. Tranquilamente inmersos en la vulgaridad cotidiana.
Germán se lleva la mano al mentón:
– Curioso -dice-, curioso… ¿Cuántos años han transcurrido desde entonces?
Marina vuelve a sonreír:
– ¡Qué sé yo! -dice-. He perdido la cuenta.
Germán alza la vista como si quisiera leer en lo alto la cifra que ya no recuerda:
– Quizá más de veinte años… -la mira de nuevo escrutador, casi impertinente-. No has cambiado -declara-. Ya no eres joven, pero no has cambiado.
– Gracias.
Y enmudecen. Ambos producen la impresión de que no tienen nada que decirse. Marina le tiende la mano, decidida:
– Me ha complacido encontrarte, Germán.
Pero la mano queda en el aire y el ademán carece de sentido.
– Yo también voy a la ciudad. Podemos ahorrarnos un taxi. ¿Te importa que te acom-pañe?
Marina vacila, se fija en el taxista, que aguarda junto al coche mientras mantiene la portezuela abierta. Se vuelve hacia Germán:
– No tengo inconveniente.
– ¿Te esperan?
Niega con la cabeza.
– Entonces…
Germán la conduce hasta el coche: sube tras ella, se acomodan en el asiento e indican al taxista que no llevan equipaje.
– Lo he dejado en consigna -aclara él.
El motor se pone en marcha. Marina piensa: «igual que antes.» Todo recobra súbitamen-te el ritmo perdido, todo adquiere un matiz conocido y familiar. Indudablemente existen si-tuaciones que nunca llegan a morir.
– ¿Dónde vives ahora?
Marina da las señas de su casa. Es un barrio nuevo que se extiende allá donde en los a-ños cuarenta sólo había descampados y malezas.
Las ruedas chapotean pastosas. Es un sonido huero que, sin embargo, adquiere impor-tancia. Se diría que sin él nada hubiera tenido verdadera consistencia. La lluvia se intensifica y los cristales empañados velan el paisaje.
– Buen día has elegido para venir a Barcelona -dice Marina. Y al instante comprende que ha lanzado una torpeza. Es lo mismo que si hubiera dicho: «Vaya día que ha elegido Bruna para morirse.»
Germán asiente. Pero continúa en silencio. Marina sabe que entre ambos existe un ba-gaje grande de preguntas engendrando ese silencio. Preguntas abstractas, difíciles de contes-tar y también sabe que, para plantearlas, necesitarían horas, muchas horas.
De golpe comprende que, aun sin confesárselo a sí misma, durante años y años, ha esta-do esperando ese momento. Ha sido una espera velada, pero real. Lo adivina ahora; cuando el silencio está a punto de romperse. Y reconoce que, a pesar de no considerarse curiosa, le está entrando una sed grande de «saber». Probablemente la curiosidad debe de ser algo inmanente al ser humano: una fuerza poderosa que, por mucho que se pretenda sofocar, per-manece vital en lo más hondo de cada persona.
Cierto que las imágenes han perdido brillo y color, pero las siluetas se mantienen incó-lumes y nadie es lo bastante sensato para desechar la posibilidad de darles nuevamente relie-ve.
Sin embargo, no va a resultar sencillo. Es difícil recoger el hilo de una historia tan lejana. Es difícil recordar con exactitud el momento en que fue interrumpida. Y sobre todo es difícil decir «lo justo», lo que puede exponerse sin modificar la situación ni violentar conductas.
– Es indudable que los años devoran la vida
– dice él.
Y Marina piensa que el tópico es exacto. Efectivamente, desde la última vez que se vieron, todo ha venido sucediéndose con la vertiginosa rapidez de lo que cae en el vacío.
Germán continúa:
– Tenemos mucho que hablar, ¿no lo crees así?
Marina vuelve a ladear la cabeza. Finge indiferencia:
– ¿Para qué? Está todo tan muerto…
– Pero la curiosidad vive.
– Entonces me estás pidiendo que construya frases vivas con materias muertas…
– Es un privilegio humano -dice él.
– En eso llevas razón. Casi todo el mundo utiliza ese privilegio.
Y vuelven al mutismo. Se meten en él como en una trinchera. Perdidos en sí mismos. En lo que son ahora: ajenos el uno al otro.
– ¿Sabes, Germán? Más de una vez pensé que nunca volvería a verte.
– Yo, en cambio, tenía la certidumbre de que, tarde o temprano, nuestro encuentro iba a ser inevitable. -Se lleva la mano a las gafas en un ademán peculiar, las centra-. Es mucha coincidencia vivir en el mismo país y no verse nunca.
– Si he de serte franca, jamás provoqué nuestro encuentro.
– Yo tampoco. Pero mentiría si te dijera que cuando venía a Barcelona no esperaba ver-te. Nunca lo conseguí. ¿Dónde diablos te metías?
Marina deja escapar una risa falsa, una risa soplido que oculta mal su desgana de reír:
– Probablemente en un lugar parecido al que elegías tú cuando yo iba a Madrid.
– Me enteraba siempre de tu llegada cuando ya te habías marchado.
– Suelo ir con frecuencia -aclara ella-. No es extraño que algún conocido mutuo me viera.
Vuelve a inspeccionarla él con minuciosidad impertinente. A Marina le duele tanta ins-pección, le duele, sobre todo, saber que los surcos de su piel quedan acentuados por las mal-ditas gafas. «Si al menos se las quitara…»
– Si no llega a ser por la maleta perdida, tampoco esta vez nos hubiéramos visto -dice ella. Y se acuerda de Bruna: «Ha hecho falta que muriese para encontrarnos de nuevo.»
– Sería insensato desperdiciar la ocasión. Dime: ¿Me has recordado alguna vez durante todos estos años?
– Sólo cuando alguien te mencionaba. Supongo que a ti te ocurriría lo mismo conmigo.
Germán no contesta. Desvía la mirada hacia el paisaje. Lo escudriña como ha escudriña-do a Marina hace unos instantes. El coche se mete por una vía nueva. Marina le aclara:
– Es el Cinturón de Ronda. Acaba de inaugurarse.
Dice él:
– En aquella época las autopistas no existían, ¿recuerdas?
– Y el edificio del aeropuerto era un recinto raquítico, provisional.
– ¿Crees tú que en la vida hay algo que no sea provisional?
– Quizá tengas razón. En el fondo, todo espera un cambio. Todo existe a modo de tram-polín…
Distraídamente contempla su rostro reflejado en el espejo retrovisor. También ese rostro ha sido un trampolín. También él ha dado paso a otras caras y a otras vidas. Sin embargo, continúa existiendo, transformado, pero latente. Difícilmente resignado a saberse marginado, pero sometido.
– ¿Te das cuenta, Germán? Nos hemos convertido en dos personas maduras y respeta-bles. Extraño, ¿verdad?
– Yo no me siento viejo -dice él. -La juventud no consiste sólo en «no sentirse viejo». Hay algo más. Por ejemplo: estar a gusto en los modos y sistemas de los que son jóvenes de verdad.
-¿Te sientes a gusto, Germán?
– No.
– ¿Echas de menos el mundo anterior?
– No lo sé. Ni quiero saberlo. De vez en cuando me irrita comprobar el cambio que ha dado todo.
– Entonces ándate con cuidado; la vejez empieza por ahí -bromea ella-. Además, no eres justo. No tienes derecho a pedirle al mundo que se detenga: las cosas deben acabarse, transformarse, perderse…
Lo dice sin convicción, con reticencia, como si le echase en cara la parte que le corres-ponde a él en el cambio.
– ¿Perderse también?
– ¿Por qué no?
– Hay cosas que, aunque se acaben, no pueden perderse. Sería lo mismo que pedirle a la tierra que modificase el sentido de su rotación. El cataclismo sería inevitable.
– De todos modos -dice ella-, tú no eres totalmente ajeno al nuevo sistema de vida.
Germán no se inmuta. Sin duda comprende que la frase que acaba de oír entraña un re-proche directo, pero no indaga. Tampoco se achica. Deja que Marina continúe hablando.
– Me dijeron que ibas a conseguir la anulación de tu matrimonio.
Al fin lo ha soltado. Venía quemándole los labios y necesitaba volcarlo.
– Estuve a punto: pero todo se vino abajo cuando Bruna intervino. No quiso colaborar.
– ¿Tenía ella razón?
Asiente él fríamente, sin el menor reparo.
– ¿Qué pretendías? ¿Engañar a Dios?
Germán se encoge de hombros. Es un ademán que lo aparta del Germán que ella ha co-nocido, un ademán cínico, casi repulsivo.
– Supongo que pretendía engañar a los hombres y casarme legalmente con Vilana.
– ¿Y tu conciencia? ¿Dónde dejabas tu conciencia?
– Debí de embotarla hace ya mucho tiempo.
Marina no responde. Recuerda. Definitivamente, el Germán de ahora no se parece al de entonces. Durante años y años todo había girado en torno a aquella conciencia extinguida.
– A pesar de todo -dice ella-, hay cosas que se acaban definitivamente: cosas que o-bligan a la tierra a modificar el sentido de su rotación.
Germán sonríe. Es una sonrisa híbrida que no pretende negar ni asentir. Está en sus la-bios como un adorno innecesario.
– ¿Y Vilana? ¿Qué pensaba Vilana? Le parece extraño citar ese nombre con tanta familiaridad. Marina jamás ha visto a Vilana y probablemente jamás llegará a conocerla.
Cuando alguna vez ha intentado imaginarla, el rostro de Vilana se difumina, se vuelve gris: es como un cuadro inacabado o una sombra de luna.
– Vilana me quiere -declara él sin énfasis. Sin duda considera que, al decir eso, puede descargar a Vilana de toda responsabilidad.
Marina se rebulle en el asiento, ajusta el nudo de su pañuelo y dice: -Entiendo.
No le pregunta si también él la quiere a ella. Cuando un hombre es capaz de taladrar su conciencia por una mujer, como Germán ha taladrado la suya, resulta superfluo preguntarle si la quiere. Germán pregunta a su vez:
– ¿Y tú? ¿Qué ha sido de ti, Marina? Enviudaste siendo joven. ¿Por qué no volviste a casarte?
Marina comprende que debe contestar. No puede dejarlo con la idea que seguramente bailotea por su cerebro:
– Una mujer con problemas económicos y tres hijos a cuestas nunca es joven, Germán.
Arquea él las cejas, se muestra incrédulo.
– ¿Debo entender que nadie te quiso? Ni que me lo jurases lo creería.
Marina vuelve a sonreír.
– Eres muy dueño de suponer lo que te plazca.
Germán se contagia de la frialdad de Marina. Busca una frase mordaz, algo que la obli-gue a reaccionar.
Dice al fin:
– Me comunicaron que te habías convertido en una mujer de negocios. La verdad: me costó mucho hacerme a la idea. ¡Marina Cebrián negociante! Suena a película americana.
El tono despectivo de su frase no inmuta a Marina. La acepta tranquilamente, como si la ironía que la envuelve fuera comprensión.
– No me quedó otro remedio.
– Lo interpreté como un capricho de mujer mimada.
– Te informaron mal. Rogelio murió sin testar. Tú, como abogado, debes saber que en Cataluña no existen los bienes gananciales.
– Pero de eso a quedarte en la calle… Al fin y al cabo, tu marido era un hombre rico.
– ¿Qué más da eso? Yo era pobre.
– Tenías derecho a la cuarta marital.
– Pleiteando, naturalmente. Yo no pude permitirme ese lujo.
Marina frunce el entrecejo. Demuestra claramente que la conversación que mantienen le resulta molesta. A pesar de todo, Germán insiste:
– Los fueros catalanes han cambiado -dice-, ya no son tan drásticos como antes.
– Pero Rogelio murió cuando los fueros eran adversos.
Marina vuelve a rebullirse en el asiento. La evocación de su marido muerto la inquieta, le devuelve, por unos instantes, el sabor amargo de aquellos días. Ve el rostro de Rosario, a-gresivo, lanzando sus increpaciones como si lanzara piedras: ve el papel arrugado temblando en sus manos, ve el sillón rojo de terciopelo con el cerco del cabezal aplastado, ve infinidad de cosas que hubiera deseado olvidar.
Germán ha vuelto a su seriedad. Sin duda comprende que Marina está sufriendo. Sin embargo, no abandona el tema:
– De modo que no fue capricho.
Niega ella sin palabras y las preguntas que flotan en el ambiente se amplían, invaden el vehículo, enrarecen el aire.
La incomoda sentirse tan inspeccionada, tan analizada, y tan suspendida en el ayer: «No debí subir al coche con él», piensa. El chorro de recuerdos que ha brotado de pronto, al socaire de su ironía, la apabulla, la sumerge en un pasado excesivamente cruel. Intuye que, si Germán se empeña, la lucha a la que se ha entregado durante años y años para conseguir un presente tranquilo, puede resultar inservible.
El peligro de la inconsistencia puede brotar de un momento a otro. Y se resiste. Piensa: «No debo claudicar: al fin y al cabo, los tejidos de la madurez son sólidos.»
Y se agarra a cualquier excusa para zanjar lo que poco a poco va alcanzando calidad de irremediable. Mira en torno y dice:
– Estamos llegando a mi casa. Piensa, no sin alivio: «Ahora nos separaremos» y eso le concede aliento. Ve cómo Germán se quita de nuevo las gafas para frotarlas con un pañuelo. Ella las señala con reticencia:
– Antes las usabas únicamente para leer.
– El tiempo no pasa en balde -responde él. Y la mira sin gafas, los ojos entornados como si en ese gesto quisiera recobrarla tal como era entonces.
Marina desea que no vuelva a colocárselas. Se dice otra vez que las gafas son traidoras y humillantes. Pero se arrepiente en seguida de haber deseado semejante cosa. Es todavía más ridículo que perder un maletín. El coche se detiene junto al portal de su casa. El taxista parece nervioso:
– Apremien. Aquí no podemos estacionarnos. Marina imagina aún que Germán va a dejarla. Pero Germán otea el taxímetro y extrae su cartera: -¿Cuánto?
Baja tras ella sin hacer preguntas. Decididamente no da muestras de querer marcharse. Marina vacila. Está a punto de tenderle la mano, pero el portero les sale al encuentro y di-suelve su propósito:
– Bien venida, señora, ¿ha tenido usted buen viaje?
Es la frase de siempre dicha con el tonillo habitual. Marina responde distraída, pendiente aún de una despedida que sólo existe en su mente.
– ¿Puedo subir a tu casa?
Germán lo ha preguntado directamente, sin dejar lugar a dudas. Es una pregunta-impo-sición que no admite réplica.
Llegan al ascensor. Suben al piso sin emitir palabras. El porte de ambos rígido, el rostro impasible.
También en el pavimento del ascensor hay vestigios de humedad. Marina piensa: «Ni siquiera me ha preguntado si vivo sola.» Probablemente lo sabe ya.
Pero al llegar al rellano, Germán pregunta:
– ¿Vives sola?
Asiente ella mientras introduce el llavín en la cerradura. Al abrir la puerta un fuerte tufo a cerrado les sale al encuentro. Marina se excusa:
– Tendrás que perdonar la informalidad del recibimiento. La casa lleva tres días sin ai-rear. Cuando salgo de viaje, la asistenta deja de venir.
Abre el ventanal de la estancia y echa un vistazo al conjunto. Todo continúa en orden: los ceniceros, limpios; los almohadones, ahuecados; los flecos de las alfombras, peinados.
– Agradable -dice él-. Tienes un departamento muy agradable.
Sobre la chimenea, un reloj Luis XVI hace sonar una hora imprecisa, totalmente en desacuerdo con la que corresponde al momento. Germán contempla el reloj con estupor.
– No hagas caso -dice Marina-. Es un reloj medio loco. Pero lo dejo funcionar porque el sonido me acompaña.
Se arrepiente en seguida de haber dicho eso. Ha sido lo mismo que confesarle su sole-dad.
Para desvirtuar el mal sabor que ha dejado su frase, intenta bromear:
– Cuando se llega a nuestra edad, esos detalles adquieren gran importancia: un reloj que suena, un grifo que gotea, una planta que exige ser regada… ¡Qué sé yo! Pequeñas cosas que llenan, que nos obligan a vivir… Ahí tienes: son cosas que la juventud no capta, no apre-cia, no agradece…
Y comprende que, en vez de modificar el sentido de su frase anterior, lo ha acentuado más.
– Entonces yo todavía soy joven -dice Germán-. Aún no he caído en semejantes extremos.
Marina levanta el índice. Es un ademán peculiar en ella. Un ademán que no ha conse-guido perder a lo largo del tiempo. Lo alza a la altura de los ojos y lo apunta luego hacia Germán:
– Sin embargo, a mí no puedes engañarme -comenta en son de burla-. Tú eres mayor que yo. No vayas a creer que me he olvidado de tu edad, querido amigo. Si mal no recuerdo, vas a cumplir sesenta años.
– No -rectifica él-. Los cumplí hace un mes. Tú debes de tener ya cincuenta y cinco.