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«Feliz cumpleaños, Marina.» Acababa de conocerla. La propia Tina los había presen-tado. Frente a ellos, un mar quieto y extremadamente azul hacía guiños a un sol casi tropical.
Ella había comentado: «Por favor, no me felicites. Me siento vieja.» Sin embargo, todo el mundo afirmaba que los veinticinco años de una mujer eran los de la plenitud.
– Buena memoria -dice Marina-. En efecto: han pasado treinta años desde aquel verano.
Avanza hacia la puerta y pregunta:
– ¿Quieres tomar algo?
– Gracias: acabo de desayunarme en el aeropuerto.
Marina se quita el abrigo. Dice:
– Por favor: acomódate mientras lo cuelgo. En el revistero encontrarás algo para leer.
Llega a su dormitorio todavía desorientada. No consigue percatarse de lo que está ocu-rriendo. La presencia de Germán en su casa constituye un hecho desusado, algo que jamás hubiera podido imaginar. Recuerda que él le ha dicho: «He encontrado pasaje para las siete de la tarde.» Consulta la hora en su reloj de pulsera: «Las doce; mediodía.» Quedan siete horas. Siete largas horas de Germán de Alcántara.
En otros tiempos, esas siete horas le hubieran parecido instantes, lapsos breves de inapreciable valor, fragmentos de tiempo que- debían ser minuciosamente cuidados para que no se malgastaran inútilmente. Pero, en estos momentos, las siete horas se le antojan larguí-simas. ¿Por qué todo resulta siempre demasiado corto o demasiado largo?
Marina cuelga su abrigo y desanuda el pañuelo que le cubre la cabeza. Su cabello aparece aplastado; su corta melena, deslucida por la presión de la tela y por la humedad. Se apresura a cepillársela. El aspecto mejora. Pero los surcos del rostro continúan. No hay forma de evitarlos. Ni siquiera responden ya al maquillaje.
Algunas personas -piensa- aseguran que las arrugas acentúan la personalidad. Pero a Marina semejante consuelo no la convence. Es absurdo jugar a ser joven cuando la vejez aso-ma su garra a la vuelta de la esquina. «Es difícil amordazar treinta años de una vida con opiniones tan endebles», se dice.
Antes de abandonar el cuarto, Marina vuelve a mirarse al espejo. Lleva ya varios años unificando ese hábito con la insensata esperanza de ver algún día ese rostro suyo transfi-gurado, vuelto a la tersura de antes.
Pero la piel nunca retrocede: avanza. El ¡rostro no se transfigura y la desilusión es inevi-table. Hay momentos en que los espejos se convierten en enemigos; enemigos malignos, insultantes y odiosos.
Verdaderamente, le resulta muy incómodo sentirse tan joven soportando el peso de me-dio siglo, pero también le resulta injusto verse tan vieja soportando el vigor de la juventud. Porque, a pesar de sus cincuenta y cinco años, el vigor físico de Marina no decae: lo lleva a cuestas como un fardo clandestino imposible de ocultar.
Se dirige de nuevo al salón. Desde el pasillo puede ver a Germán sentado junto a la chimenea, enfrascado en la lectura de un periódico: «Como antes: el mismo ademán, la mis-ma actitud…» Y lo vislumbra tal como era entonces, cuando sus aladares blanqueaban lentamente y los pómulos conservaban cierto matiz rojizo que, al contacto con el sol, se abri-llantaba.
En realidad, la evocación de Germán leyendo mientras la esperaba, ha constituido siem-pre una de esas imágenes inaccesibles, que no se olvidan, que, sin saber por qué, brotan de vez en cuando al filo de cualquier pretexto. No obstante, le resulta sorprendente observarlo ahora con sus propios ojos, como un recuerdo de su recuerdo, sin tener que forzar la imaginación.
Se levanta él cuando la tiene delante:
– ¿Qué estás leyendo? -pregunta ella.
Germán deja el periódico en la mesa.
– Comentarios sobre el próximo viaje de Nixon.
En otros tiempos hubiera contestado: «Comentarios sobre el proceso de Nuremberg… o sobre la encarnizada defensa del Japón… o sobre las boutades de Churchill contra el régimen de Franco…» Nixon, entonces, no existía en el horizonte político. Era sólo un embrión desconocido.
– Un hecho insólito -continúa diciendo Germán-. Pero la espina de China no va a ser fácilmente arrancada de los rusos…
Ha llovido mucho desde entonces. Ha llovido tanto que ya no es posible recordar todos los comentarios que Germán hubiera podido hacer sobre los momentos políticos de cada época.
– Sin embargo, puedes tener la seguridad de que, pase lo que pase, Nixon no perderá su sonrisa.
Y Marina piensa: «Tal vez la sonrisa sea lo último que se pierde.» Se acerca al ventanal para cerrarlo de nuevo. La habitación se ha enfriado. El tufo a cerrado se ha diluido en la calle. Pero la humedad se ha colado en el salón como un huésped incómodo.
– ¿Enciendo la chimenea?
Germán no contesta. La mira. La analiza otra vez como ha hecho en el aeropuerto: sus gafas colocadas, el columbrar casi impertinente:
– Desde que te he visto, vengo preguntándome qué diantre habrás ideado para conser-varte tan exacta, tan igual a ti misma, tan idéntica a la Marina Cebrián que yo conocí hace treinta años en la costa catalana. ¿No habrás vendido tu alma al diablo?
Marina no se da por aludida. Deja escapar un soplido que imita una carcajada y se acer-ca a la chimenea para encender la leña.
La frase de Germán flota en el aire, caldea un poco el ambiente y activa los movimientos de Marina. Pero el fuego se aviva perezoso. También los maderos tienen humedad, y las lla-mas mueren antes de prender definitivamente.
Germán se ha sentado en el sillón. Marina, arrodillada ante el hueco del hogar, percibe su mirada en la espalda como algo plúmbeo y molesto.
– Espero no estorbarte demasiado -dice él-. Tal vez he sido indiscreto, pero la verdad es que, si no te hubiese encontrado, no sé lo que hubiera hecho con mis huesos hasta las siete de la tarde.
La aclaración de Germán la tranquiliza y la hiere: «Soy un simple recurso», piensa. Sopla con fuerza hacia la llama y pronto la leña, ya chamuscada, se ajusta al fuego, lo nutre y lo convierte en brasas. El humo crece, ya profuso, hueco arriba. Pero Marina todavía no se le-vanta. Tiene el rostro encendido y busca pretextos para ocultarlo.
– Me espera un trago difícil. ¿Lo comprendes, verdad?
Asiente ella sin volver la cara.
– ¿Querrás ayudarme a soportar la espera?
Marina se levanta ligera, las mejillas todavía encendidas, la mirada brillante.
– De acuerdo -dice en son de guasa-. Seré tu comodín.
Toma asiento frente a Germán, cruza las piernas y continúa mirando el fuego. Pregunta luego:
– ¿Cuánto tiempo llevabas separado de Bruna? -Más de veinte años, ¿recuerdas? Cuando tú y yo nos encontramos en Montecarlo, Bruna ya no vivía conmigo.
– Es cierto: lo había olvidado.
– Ahora todo va a ser problemas: legalmente yo continúo siendo su marido.
– No -rectifica ella-. Ahora eres su viudo.
– Me cuesta hacerme a la idea. De cualquier forma los hermanos de Bruna van a crear-me conflictos. Siempre me reprocharon el vicio de su hermana. Decían que yo había tenido la culpa. Nunca quisieron aceptar la verdad.
– ¿Qué piensas hacer ahora?
– Afrontar la situación directamente. Presentarme ante ellos. Cubrir todas las formali-dades necesarias y renunciar a mis posibles derechos.
– Aplaudo tu idea.
Aquella mañana, en la costa catalana, nadie hubiera podido advertir que Bruna se dro-gaba. Era una mujer alegre, de mirada franca, que atraía poderosamente por su belleza y su simpatía. «Hemos invadido tu casa -se excusaba ante Marina-. Tina se ha tomado la libertad de invitarnos…»
Y Marina había contestado: «Lo que hace Tina está bien hecho. Somos como hermanas.» En cuanto a Tina no se cansaba de repetir: «Un matrimonio encantador. Una pareja indis-pensable.» En el lenguaje pedante de Tina aquella afirmación abarcaba todos los requisitos necesarios para que la sociedad aceptase aquel matrimonio sin el menor escrúpulo.
– En medio de todo, el asunto no es tan grave -comenta Marina-. No habéis tenido hijos. Los hijos, en semejantes casos, complican la situación…
– ¿Quién sabe? -dice él, nostálgico-. Creo que lo hubiera sacrificado todo por tener-los. ¡Si supieras lo que te envidiaba cuando tus hijos se acercaban a ti!
La lluvia continúa cayendo gruesa y oblicua. A veces se acumula en los salientes de las fachadas para colgarse a modo de chorro desde alguna cornisa o alguna gárgola.
– Pensaba siempre: «Un hombre sin hijos muere antes que los demás.» Tenía la impre-sión de que el recuerdo, es decir, la segunda vida humana, sólo podía prolongarse a través de los hijos. Reconozco que había mucho de orgullo egoísta en aquel deseo mío. Fíjate ahora…
Pero entonces Germán todo lo tamizaba por la desesperada necesidad de un hijo. Le parecía que sólo con un hijo podía sentirse verdaderamente completo. Se hartaba de decir: «Me siento defraudado, Marina, como si me hubiesen amputado un miembro o me hubiesen encerrado en una habitación sin puertas…» Su rebeldía cada vez más aguda.
– ¿Crees tú que el recuerdo de los hijos nos prolonga? No, Germán, esa idea resulta pueril.
– Quizá tengas razón.
Crece entre ambos un silencio extraño. Un silencio tumultuoso que se unifica al sonido de la lluvia y al de la leña. Marina lo quiebra suavemente:
– No sé por qué motivo, cuando la gente habla de los hijos, se obstina en darles una apariencia infantil… Se menciona «al hijo» (sobre todo antes de tenerlo) como se menciona un juguete, un juguete entrañable, que hubiese de durar toda la vida. -Entorna los ojos, mira hacia el ventanal y recuesta la cabeza en el respaldo del sillón-. Pero el juguete se rompe tar-de o temprano. Siempre acaba rompiéndose. Por mucho que nos afanemos en conservarlo…
Y recuerda a Lucía, tan alta como ella, esbelta, convertida en una mujer arrolladora, femeninamente cruel, despidiendo efluvios de falsa suavidad, irradiando una firmeza que Marina jamás hubiera sospechado en ella cuando era niña: «O lo aceptas, o me voy de casa…» Y percibe de nuevo el frío que había experimentado en las venas al oír aquella frase.
– Los hijos se transforman casi siempre en jueces de sí mismos. No admiten «ser hijos» cuando son mayores. Únicamente de un modo convencional y formulista.
No puede recordar aquella escena sin recuperar todo el dolor que le había provocado. Se ve a si misma hablando con su hija como si fuera una extraña (como si jamás la hubiese tenido en los brazos ni la hubiese protegido contra cualquier peligro, intentando desespera-damente acertar, dar con la palabra exacta para convencerla de su error, pero adivinando también que, todo cuanto fuera a decirle ella, precisamente por ser su madre, iba a resultar estéril y desacertado.
– Cuando el juguete se rompe, cualquier reacción nuestra puede provocar catástrofes. Siempre hay un reproche a punto para los padres, siempre los hijos tienen asideros donde a-garrarse para echarnos en cara sus propios errores.
Marina no sabe con exactitud por qué está hablando de ese modo. Tal vez sea el insis-tente goteo de la lluvia lo que la está incitando a la confidencia.
– En el mejor de los casos, los hijos nos convierten en computadoras. Si el resultado que acusamos es satisfactorio para ellos, si les permite sentirse vindicados, la agresividad se di-suelve. De todos modos, la condena a la soledad es inevitable.
Probablemente Germán sabe que se está refiriendo a Lucía. Todo el mundo conoce, a su manera, la historia de esa hija suya. Todo el mundo la ha comentado a su antojo.
– Cuando los juguetes rotos se hacen mayores, nos quieren por obligación: solamente por eso. Y el amor obligado, ya lo sabes tú, Germán, es casi un insulto. Habla como si deseara que Germán la compadeciese y, al darse cuenta de ello, se avergüenza de haber sido tan explícita. Pero Germán no la compadece. Dice:
– También Vilana eligió un hombre casado. Son cosas inevitables. Nadie busca su des-tino.
Marina piensa: «Es imposible que me comprenda ahora.» No puede. Es difícil compren-der una situación cuando se observa desde la frontera contraria. Y Germán lleva ya muchos años en la frontera contraria.
– La vida actual está plagada de casos similares al de tu hija -continúa diciendo-. No irás a escandalizarte a estas alturas.
– No me escandalizo. Sencillamente me duelen. Sabe ahora que Germán no sólo no la comprende, sino que le está echando en cara su falta de elasticidad. No debió sincerarse del modo que lo ha hecho. Hay cosas que sólo pueden comentarse entre personas que hablan el mismo lenguaje. Germán y ella han dejado de hablarlo hace mucho tiempo. Debe intentar replegarse en sí misma y departir con él de un modo convencional (como los hijos mayores departen con los padres que interfieren en su vida privada), y sobre todo debe procurar que nada empañe las siete horas que tienen por delante.
Y se calla. No le explica lo duro que había sido para ella ver a Lucía rota. No le refiere lo mucho que había tenido que sufrir al ver su juguete querido con sus resortes atrofiados, su antigua dulzura convertida en aspereza, sus razonamientos descarnados, vergonzosamen-te crudos, volcados sobre la tristeza de Marina, Como si, lejos de ser su madre, fuera su ene-miga.
Y tampoco le dice lo duro que había sido descubrir de golpe que todo lo de aquella hija (su infancia, sus risas, sus peculiaridades… aquel sinfín de cosas que la habían obligado a enorgullecerse de ella) se desvanecía, Se desplomaba de un modo irremediable, porque el pasado se convertía de golpe en un simple ensayo, una ingenua imitación de lo que ella siempre había considerado auténtico.
– ¿Qué ocurrió entre vosotras? -pregunta él.
Pero ella se resiste a contestar. Teme la reacción de Germán. Han transcurrido demasia-dos años para sincerarse con él como hacía antes. Las barreras que han surgido entre ambos son ya manifiestas. No es posible derrumbarlas de buenas a primeras.
– Pretendía que yo aceptase a aquel hombre…
– Y tú te negaste.
Asiente ella mirando al fuego. Dice luego:
– Entonces se fue de casa.
Germán carraspea. Araña ligeramente el brazo del sillón y aspira con brío una porción de aire.
– No tenías derecho a evitar su felicidad. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en los asuntos ajenos.
Marina percibe en el centro del pecho el reproche que acaban de hacerle. Piensa: «¿Cómo puede hablarme de ese modo? ¿Cómo puede ser tan cruel?» Al fin y al cabo, si Germán toma al pie de la letra «eso de interferirse en los asuntos ajenos», tampoco él tiene derecho a juzgarla. «No es justo que sólo aplique su sentencia a lo que le conviene. Nada le da permiso para hablarme de ese modo…» Ni para censurarla, ni para discutir con ella si Lucía tiene o no tiene razón.
Pero se reprime. Con aplomo bien cimentado, dice:
– La felicidad que se construye sobre la desgracia ajena, nunca puede ser auténtica.
– Eso es cuenta de ella.
– Yo sólo quise advertirla.
– La ofendiste; hay advertencias que ofenden.
Marina se rebela interiormente: «Insólito -se dice-. ¿Desde cuándo una madre no puede advertir a su hija?» Pero se domina. Germán no consigue alterar su apariencia. Marina pregunta con voz serena:
– ¿Y ella? ¿No comprendes que también ella me estaba ofendiendo a mí? ¿O es que solamente la juventud tiene derecho a ofenderse? ¿Dónde hemos llegado, Germán?
Germán no contesta. Tal vez se haya dado cuenta de que ha ido demasiado lejos en sus comentarios. Dice con voz nostálgica:
– Pobre Lucía… Era una niña tan sensible… Y la imagen de Lucía vuelve a estar entre ambos, con su bañador mojado y sus pelos rubios pegados a las mejillas. Aquella mañana lloraba porque la niñera se empeñaba en sacarla del agua. Germán se había acercado a ella para consolarla. Decía: «Se parece a ti.» Y Marina la había estrechado entre los brazos: «Debes ser buena, Lucía: hoy es mi cumpleaños.» Y, en seguida, había ocurrido el incidente.
Lo había provocado Pascual Ordóñez: un Pascual Ordóñez sin dentadura postiza, como la de ahora, ni calvicie acentuada, como la de ahora, pero con menos calidad humana y mu-chos menos conocimientos científicos que los de ahora. El sol y los martinis le obligaban a tambalearse. Pascual decía: «Si no dejas de llorar, voy a operarte la voz…» Y Lucía se había tapado la cara con las manos: «Ya no lloro, ya no lloro», se defendía gritando. A partir de aquel día, cada vez que Lucía se portaba mal, los mayores le recordaban la amenaza: «Si no obedeces, vendrá el doctor Ordóñez a operarte la voz.»
El doctor Ordóñez no le había operado la voz, pero distraídamente había derramado el resto de su martini sobre el bañador de Marina.
– Siempre fuiste algo rígida con tus hijos.
– Esperaba que algún día comprendiesen y me agradecieran aquella rigidez.
– A veces parecías haberte tragado un bastón.
– Y se me indigestaba, Germán, te lo aseguro. No era rígida por placer.
Pascual Ordóñez pedía perdón, se acusaba: «Soy un imbécil…» Y contemplaba su copa vacía: «No entiendo cómo ha podido ocurrir…» Y ella, para quitarse la mancha de martini, había corrido hacia el mar. Recuerda ahora que Pascual le gritaba: «No te preocupes, Marina, esas cosas traen buena suerte…»
– Si hubiera sido blanda, alguien me habría reprochado mi falta de rigidez. Es difícil acertar.
Allá, junto a la caseta de baños, un toldo de lona cubría la mesa preparada para los invitados. Los días de cumpleaños eran largos, muy largos. El desfile de amigos era continuo. Especialmente por la mañana.
Marina no se había dado cuenta de que Germán la seguía hasta que hubo llegado a la tabla flotante. Germán decía: «Nadas demasiado de prisa», y jadeante, subía a la tabla, para tenderle una mano y ayudarla a trepar por la escalera colgante.
Cuando se tumbaron sobre la madera, tenían los dos el resuello agitado y miraban el cielo con los ojos llenos de sal.
– De cualquier forma, hiciera lo que hiciese, estaba condenada a equivocarme. Todos se equivocan, absolutamente todos.
Ya en la tabla, Germán había dicho una frase enigmática: «Venus no tuvo más padres que el mar.» Y, al preguntarle ella por qué decía semejante cosa, Germán había sonreído sin soltar prenda, como si lo único importante fuera mirarla.
Sin embargo, su mirada no ofendía. Formaba parte de lo que la rodeaba. Era un estrato más del conjunto. Era una mirada que podía haber estado en el balanceo de aquellos pinos que nacían en la roca, o en la música que llegaba asordinada desde el tocadiscos lejano, o en el agua encalmada que sostenía la tabla.
– ¿Qué ha sido de tus otros hijos?
– Se casaron. A su modo son felices.
No explica, no quiere explicar. Tiene la certeza de que todo cuanto se refiera a la soledad que la rodea, va a caer mal. Germán no está solo. Por eso no puede comprender el vacío que envuelve la vida de Marina.
Y como si él leyera su pensamiento, dice:
– Desengáñate, Marina; la vida es demasiado larga para convertirla en éxodo. No debiste replegarte en ti misma del modo que lo has hecho.
– Pero también es demasiado corta para desperdiciarla con cantos de sirena. Hay algo más que el placer de una melodía, Germán.
Y piensa en Rogelio. En la brevedad de su vida y en su constante navegar por los recovecos de unas islas venenosas.
– Nadar contra la corriente es tarea dura -comenta él.
– No lo niego: cuesta convencerse de que el canto de las sirenas es solamente eso: una melodía atractiva, pero peligrosa, una especie de contaminación como la que nos vienen pre-gonando día tras día sin que nos den soluciones para evitarla… Nadie percibe realmente esa contaminación. Tal vez por ese motivo uno acaba creyendo que no existe.
Aquella mañana Rogelio se había quedado junto a la mesa preparada para los invitados. Llevaba puesto el bañador y una toalla de listas sobre los hombros. Marina lo recobra ahora tal como lo había visto entonces, alegre, lleno de vida. Su risa llegaba hasta la tabla flotante a impulsos de una brisa cálida y ella había pensado: «Esa risa no es normal.»
– Cada uno debe buscarse su propia solución -continúa diciendo ella-, y eso cuesta mucho, Germán, ya te lo he dicho: la soledad, el aburrimiento, las dudas… Todo se alía para obligarnos a decir: «Basta, ya no puedo luchar más.» No vayas a suponer que no he tenido dudas. Todo el mundo las tiene. Sobre todo cuando la propia existencia amenaza hundirse y las cosas más queridas se resquebrajan hasta convertirse en ruinas. Entonces todo se vuelve confuso, nada convence: es lo mismo que sentirse muerto en un mundo rebosante de vida, o vivo en un mundo muerto.
Marina se detiene. Aguarda a que Germán le replique. Pero Germán no responde. La deja hablar tranquilamente, las manos cruzadas sobre la rodilla, el cuerpo laso.
– De ahí a la desesperación no hay más que un paso -termina diciendo ella.
Germán extrae su pitillera y le ofrece un cigarrillo. Es una pitillera de oro, con una ins-cripción en el interior de la tapa. Pero Marina no puede leerla. Acepta un pitillo y lo enciende con el mechero de la mesa.
– No me quedó más remedio que atarme al mástil, como hizo Ulises. Era la única forma de salvarme.
– ¿Salvarte, de qué?
– Del recuerdo -contesta muy bajito.
No, no era normal la risa de Rogelio. Al menos no era la risa que ella conocía. Instin-tivamente se incorporó para mirarlo: necesitaba saber por qué su marido reía de aquel modo. Entonces vio a Bruna. Su cuerpo delgado se balanceaba a un lado y a otro como si imitase a alguien, y Rogelio, con voz sonora, exclamaba entre carcajadas: «Magnífico: nunca he visto una mímica tan perfecta.» Luego Bruna había dado un traspié y Rogelio, para evitar que cayera, la sostuvo con los brazos.
Marina aspira una bocanada de humo y lo lanza hacia arriba, lentamente, con los ojos cerrados:
– Dime, Germán, ¿cuándo supiste que mi marido y Bruna habían sido amantes?
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Germán acusa el golpe sin inmutarse. Contempla el cigarrillo que sostiene en la mano e inclina ligeramente la cabeza:
– Creo que lo supe antes de que lo fueran. Debí de intuirlo aquella misma mañana, en la tabla flotante.
– Yo, en cambio, nunca llegué a sospecharlo -dice ella lanzando el cigarrillo a la chi-menea-. Ni siquiera lo comprendí cuando ocurrió lo de aquella noche en casa de Teresa.
– Al principio creí que tú también lo sabías. Luego me di cuenta de que no tenías la me-nor idea de lo que estaba pasando.
– ¿Por qué no intentaste evitarlo? -indaga ella. Pero en su voz no hay reproche. Sólo curiosidad.
– Estaba cansado. Terriblemente cansado. Hay cosas inevitables. Pensé: «Si no es con Bruna, será con otra.» Cuando un hombre presume de ser piedra, pero actúa con la endeblez de una masa de arcilla, como le ocurría a tu marido, acaba siempre por claudicar. Bruna fue solamente una gota de agua que terminó por horadar la supuesta piedra.
– ¿No te importaba?
Germán esboza una mueca vaga que denota indiferencia:
– No demasiado. Me había acostumbrado ya a los continuos devaneos de Bruna. Sí, ya sé lo que vas a decirme: eso tiene un nombre. Un nombre sonoro.
Lanza el humo riendo y le provoca tos. Luego dice:
– Por otro lado, estabas tú.
Pero en su frase no hay patetismo; sólo indolencia.
Y su confesión resulta inofensiva. Cierto tipo de confesiones, por mucha pólvora que hubieran almacenado, se debilitan al correr del tiempo.
– Por entonces, tu compañía compensaba con creces las infidelidades de mi mujer.
Marina se pasa la mano por la frente, mira la alfombra y mueve la cabeza de un lado a otro:
– Cuando se llega a nuestra edad y se da un repaso a la vida, se convence uno de que no hay nadie completamente fiel. Lamentable, ¿verdad?
– ¿Por qué dices eso?
– No lo sé -sonríe enigmática. Añade luego-: Dime, Germán: a título de curiosidad, ¿podrías jurarme que has sido fiel a Vilana?
– No, no podría. Pero la quiero.
– ¿Crees tú que eso es suficiente?
– Ella no lo sabe.
– Pero tú lo sabes por ella y eso crea barreras.
– El hombre es débil.
– No -dice Marina-, el hombre es absurdo.
Y se sumergen en un silencio grande. Un silencio de río revuelto, de posos viscosos y podridos. Un silencio que los traslada a otras épocas todavía sin posos, a unos días alegres, inofensivos, como aquella mañana de verano, cálidos como la brisa que balanceaba los pinos y firmes como las rocas que rompían el agua del mar.
Al principio Marina no había entendido aquel empeño de Rogelio en emparejarla siem-pre con Germán: «Yo no puedo acompañarte al concierto, Marina, pero Germán…» Y Bruna sonreía con aire triunfante: «Mañana voy a salir de viaje: por favor, Marina, no permitas que mi marido se aburra: contigo lo pasa tan bien…» Y ni siquiera se daba cuenta de que los continuos viajes de Bruna coincidían con los de Rogelio. Tampoco adivinaba que las frecuentes escapadas de Rogelio a Madrid fueran excusas para visitar a Bruna.
En cambio, había comprendido en seguida que los viajes de Germán a Barcelona eran pretextos para verla a ella.
– Así que nos utilizaron -comenta Marina fríamente-. Nos empujaban el uno al otro para estar libres.
– Era su forma de descargar la conciencia -responde él-. Y, al mismo tiempo, asegu-raban su propia situación.
– ¿Por qué lo permitiste? -vuelve a preguntar ella-. El juego era demasiado peligroso.
Germán aplasta el cigarrillo contra el cenicero. Evita mirarla. Dice como si hablara con la colilla:
– Ya te lo he dicho: en aquellos momentos tú eras la razón de mi vida.
Marina suspira hondo y de nuevo recuesta la cabeza sobre el respaldo del sillón.
– Dios Santo, cuesta trabajo creer que todo lo de aquella época nos hubiera parecido importante en un momento dado… ¡Qué estupidez tan grande! ¡Qué enorme estupidez! ¿Cómo podemos imaginar que existe algo verdaderamente importante cuando, en realidad, todo se esfuma?
– El hecho de que se esfume no excluye su importancia.
– No -dice ella-, lo que se borra tan fácilmente jamás puede ser trascendente. Lo peor es que nos auto engañamos y actuamos como si lo fuera…
– Sin ese autoengaño, ¿qué sería de nosotros?
– Viviríamos con mayor estabilidad… No entraríamos de lleno en la burla… Porque no me negarás, Germán, que ese autoengaño es una burla. Una mofa doblemente cruel, porque somos nosotros mismos los que la hacemos… Y nos llamamos adultos y nos consideramos razonables…
Marina se levanta. Necesita estirar las piernas. Se acerca a un cuadro para enderezarlo, pero lo deja más torcido. Busca un motivo que le permita sacudir ese manifiesto malestar que se está apoderando de la estancia. Recuerda de pronto que Bravo la espera y se agarra a ese detalle como a un clavo ardiendo. Hay momentos en que el discurrir sobre la miseria humana se vuelve realmente insoportable. Todo se transforma en tinieblas y oquedad y el desaliento grita por dentro con rugidos de agonizante.
Descuelga el auricular; pregunta:
– ¿Me permites? -Y piensa: «No hay derecho a que la vida sea tan inconsciente, tan falta de algún valor positivo.»
– Adelante: estás en tu casa.
Teme que Germán adivine su coraje y ensaya una sonrisa mientras marca el número. Se dice que lo que ocurre es que nadie sabe enfocar la vida. Todos se empeñan en considerarla un fin cuando sólo es un medio, un camino atractivo y engañoso como el canto de las sirenas.
Bravo no tarda en contestar. Se comprende que estaba aguardando su llamada.
– Me has tenido inquieto -le oye decir Marina-. Pensé que te había ocurrido algo.
Ella le explica:
– …un incidente sin importancia. Mi equipaje se había quedado en Madrid.
– ¡Vaya contrariedad!
– Al fin se ha resuelto todo. La maleta está en camino -habla con cierta euforia, como si le importase lo que está diciendo-. He comprado el Zabaleta al precio que convinimos.
– Lo celebro. Buen trabajo. ¿Tardarás mucho? Hay varios asuntos pendientes.
La voz de Bravo parece distinta. No le resulta tan familiar como de costumbre.
– Procuraré pasar por la galería antes de almorzar, pero no te lo garantizo -mira a Germán; él no la ve. Ha vuelto a coger el periódico y probablemente se ha sumergido en los arcanos del próximo viaje de Nixon a Rusia-. ¿Como va la exposición?
– Ayer se vendieron dos cuadros. Esta vez Roland ha caído bien.
– Te lo vaticiné.
– Tenías razón. No podemos quejarnos. Hoy, probablemente, habrá parón. Los viernes y los sábados, ya sabes lo que pasa. La gente escapa de la ciudad.
– ¿A pesar de la maldita lluvia?
– Ya nadie repara en el tiempo. Bueno: hasta luego.
El laconismo de Bravo es contagioso:
– Hasta luego -dice ella.
Mientras cuelga, el aparato, Germán deja el periódico en la mesa y se acerca al ventanal.
– ¿Te esperan? -pregunta mirando la calle.
– No hay urgencia.
– Ya no llueve -comenta él con la frente pegada al cristal.
Abajo los transeúntes caminan mustios, sorteando charcos y pisando con cautela, como si el pavimento fuera a deshacerse. Algunos despistados sostienen aún el paraguas abierto.
– Sin embargo, el cielo sigue encapotado -responde Marina.
Los árboles, de brotes recientes, se ven pochos, como avejentados antes de tiempo. El aguacero los ha deslucido y la hojarasca que ha provocado, corre profusa arrastrada por la corriente hacia los remolinos que se forman en los sumideros.
– Una calle desgarrada -declara Marina.
Y regresa al sillón como si no pudiera soportar la imagen que le ofrece el desgarro de la calle. Germán continúa de espaldas. Se comprende que piensa en lo que acaban de hablar antes de la conversación telefónica. El silencio que mantiene lo está delatando. Dice de pron-to, sin hacer el menor movimiento:
– A pesar de todo, aquello nuestro fue un bello sueño. Un sueño que se quedó en el camino.
– Tal vez por ese fuera bello -contesta ella-. Porque nunca llegó a realizarse.
– ¿Lo recuerdas bien? Volvía, siempre volvía… Pasaban los meses y cuando menos lo esperábamos, ahí estaba el sueño otra vez. Así durante diez años.
– Sí -repite Marina-, siempre volvía.
Germán deja de mirar la calle y regresa a la chimenea. Permanece en pie, frente al reloj que hace sonar una hora loca. Pregunta:
– ¿Cómo supiste lo de Bruna y Rogelio? ¿Quién te lo dijo?
Marina no se atreve a contestar. Tiene la certeza de que, si lo hace, deberá seguir dando explicaciones, y la desgana que siente no se amolda a ellas.
Una pereza inmensa invade sus ideas, las inutiliza, las aparta cada vez más de lo que Germán le ha preguntado.
Por eso finge no haber oído la frase y se limita a describir los pormenores de aquel sueño que se quedó en el camino.
– Cualquier tema de conversación nos parecía esencial. En realidad, lo que de verdad contaba, no era el tema, sino el hecho de discurrir tú y yo, mano a mano, tranquilamente, como dos buenos amigos.
De nuevo la profusión de imágenes retrospectivas invade la mente de Marina. Se ve a sí misma cabalgando por el monte recorriendo caminos abruptos, dejando la ciudad atrás, deteniéndose a veces para que el animal reposara o abrevara… Y percibe el olor a hierba y a estiércol, y escucha el suave gotear de una fuente o el ruidoso relincho de la bestia mientras su mano acariciaba la crin.
Pero entre todas las imágenes, la que se impone es la efigie de Germán: un Germán er-guido, sereno, increíblemente joven, montado junto a ella, el perfil inalterable, paralelo al su-yo, dándole a entender, sin palabras, que sólo en el infinito aquellos dos perfiles podrían llegar a unirse.
– Sí -dice él-, al principio «aquello» era sólo amistad.
Y no se equivoca. Había sido una amistad limpia, llena de respeto, una amistad que apoyaba, que ayudaba, que llenaba la vida de buenos propósitos.
– ¿Sabes, Germán? Estoy plenamente convencida de que el amor (eso que la gente lla-ma amor) es únicamente una especie de nivel, un hueco que pide ser rellenado, una autosatisfacción compartida.
– ¿A qué viene esa definición?
– Estaba queriendo analizar el fenómeno sentimental. Todo el mundo necesita sentirse compenetrado con otra persona, pero todo el mundo se engaña cuando encuentra a esa per-sona. De hecho creemos que ponemos nuestro amor en ella, cuando lo que ocurre es que nos amamos a nosotros mismos a través de ella. No, Germán: no es la persona lo que verdadera-mente importa: es lo que esa persona puede darnos o acaso lo que esa persona puede hacer-nos sentir cuando el vacío nos invade.
Germán acaricia el reloj, no replica. Mira las manecillas y escucha el tictac, casi imper-ceptible, tímido como el goteo de los árboles.
– Luego está la novedad. La novedad es un acicate poderoso. Por eso el ser humano es tan inconstante. Siempre creemos que puede haber algo mejor…
Germán enciende otro cigarrillo, lentamente, como tiene por costumbre. Dice sin apartar la vista del reloj:
– Es posible que tengas razón.
– Ahora comprendo que si yo me decanté hacia ti, fue solamente por eso. Porque me sentía vacía, porque Rogelio me negaba todo lo que tú me dabas.
– ¿Sólo por eso?
– Estoy casi segura.
– Entonces el amor es un mito.
– Creo que sí. Sólo que la vida está llena de mitos fundamentales.
– Si fue un mito, ¿cómo te explicas que durase tanto?
– Porque jamás llegó a cumplirse. Porque tuvimos el buen gusto de no quemarlo.
Vacila, piensa concienzudamente lo que va a decir. Añade luego-: Además, casi todos los mitos son reflejos de una realidad. El amor existe, pero no tal como lo comprende el hombre. El ser humano se ha empeñado en reinventarlo, en hacer del amor algo propio, algo aje-no por completo a la fuente que lo nutre.
– No te entiendo.
– Es muy sencillo -dice Marina, y su voz se apaga cada vez más-. El amor es sacri-ficio, y el ser humano lo vuelve egoísta. El amor es pureza y el ser humano lo ensucia. El a-mor es esperanza y el ser humano lo desespera. Confundimos el amor con el sexo, la pose-sión con la felicidad, la inquietud con la ilusión… No sabemos manejar el amor. Por eso lo destruimos.
Germán se pone ceñudo. Tal vez no la entienda. O acaso esté pensando qué clase de a-mor siente él por Vilana…
Marina percibe su confusión claramente, igual que si un rayo invisible uniese los pensa-mientos de ambos. Pero aunque unidos se rechazan, se repelen.
– Yo quiero a Vilana -murmura él como si intentara convencerse de lo que está dicien-do-. Le he sido infiel, pero la quiero.
Y Marina piensa: «Ni siquiera se da cuenta de que, al afirmar eso, está proclamando su desamor.» Le falta poco para decirle: «Querer a una persona no es amarla; es acostumbrarse a ella.» Pero recuerda a Lucía, esa criatura terca que se parece a Vilana y opta por callar. No puede soportar la posible imagen de su hija derrotada, caída del pedestal. Le duele tanto co-mo la imagen de su orgullo triunfante.
Germán deja vagar su mirada por la estancia. Es una mirada indefensa, como de alguien pi-llado en falta. Una mirada insegura y desorganizada, disfrazada de plenitud, pero llena de soledad.
– ¿Qué fue de tu piano?
Se agarra a la pregunta con fruición: es lo mismo que si se estuviera lanzando un cable a sí mismo para tranquilizarse.
– Lo vendí.
– ¿Por qué?
– Ya no servía.
– No irás a decirme que has dejado la música…
Ella se encoge de hombros. Sonríe con mueca despectiva y aclara:
– En nuestro tiempo la música es un lujo.
Y se mira las manos. Las ve largas y moteadas de pecas; tan marchitas ya como aquella música que nunca interpretará de nuevo. Y las recuerda activas, tecleando firmes sobre un piano sonoro, sabiendo que, al terminar, Germán iba a pedirle: «Otra vez, Marina; necesito oír esa melodía otra vez.» Era el Adagio lamentoso de la Sinfonía Patética. Un adagio que, en sus manos, dejaba de ser de Chaikovsky, para convertirse en el adagio de Germán.
– ¡Tantos años de estudio! -dice él-. No debiste renunciar, Marina. No tenías dere-cho.
– ¿A quién puede importarle?
Y se apretuja las manos una contra la otra, como si quisiera vengarse de ellas.
Después, casi siempre venía Schubert. Cualquier composición de aquel autor estaba a su alcance. Las había asimilado todas ellas a fondo, concienzudamente, procurando que ningún fallo entorpeciera el desarrollo de la interpretación.
– Supongo que cuando te sentabas al piano no lo hacías sólo por los demás, sino por ti misma.
Marina querría decirle: «Durante muchos años, lo hice sólo por ti.» Pero únicamente dice:
– Ya no preciso de mi música. Tengo un flamante tocadiscos.
Se pone en pie. Oculta mal su nerviosismo. Lo mira con fijeza, con sonrisa burlona, casi deshumanizada y declara fríamente:
– Ya no hay lugar para las schubertinas.
Germán aprieta los labios; probablemente en ellos se agolpan mil palabras que no pro-nuncia. Se levanta a su vez y vuelve a mirar el reloj Luis XVI.
– De modo que también supiste eso… Recuerdo muy bien ese mote.
– Era un mote divertido. No entiendo por qué motivo nunca lo comentaste conmigo.
– Tenía miedo de herirte.
– Fue un error. Esos tipos de silencios se enquistan, se pudren y terminan por dañar al que los ha provocado. No debiste ocultármelo, Germán. Al fin y al cabo un día u otro debía enterarme.
Una brizna de leña encendida va a caer a la alfombra. Germán la apaga con el pie.
– Bruna te envidiaba -declara él-. Por eso te sacó ese mote.
– No la culpo. Bruna tenía razón. Cuando alguien toca el piano, o es un Schubert autén-tico, o se convierte en un vulgar schubertino.
Lo dice con rabia mal contenida, influida por el desprecio que el mote lleva consigo. Y luego, como burlándose de sí misma, añade:
– Un pianista amateur es lo más parecido a un militar sin guerra: Ninguno tiene razón de ser. Así que me convertí en una persona normal, me despojé del piano y continué en el en-granaje.
– ¿Por culpa del mote? ¿No estarás sacando las cosas de quicio?
– Es posible -dice ella sosegadamente-, pero el mote fue una especie de arma mortal. Influyó en Rogelio. Lo influyó hasta hacerme la vida imposible. Hay cosas que parecen ino-fensivas y que arrastran cargamentos de dinamita. El daño que provocan jamás puede repararse.
Se acerca al ventanal otra vez. Contempla la calle: ya nadie lleva paraguas, pero el pa-vimento continúa húmedo. El tránsito se va intensificando y el cielo permanece cerrado con los candados de una niebla cada vez más densa.
– También en ti debió de influir. Estoy segura, Germán. Cuando se llega a la edad de la lucidez, ese tipo de cosas adquiere una gran diafanidad.
Germán calla. Tal vez intente convencerse de que el mote no influyó en él.
– No estoy juzgando a Bruna -sigue diciendo Marina-; más que mala era irrespon-sable. El problema consiste en saber qué grado de culpa había en su irresponsabilidad. Puede que ni siquiera supiese que lo era. O acaso no le importaba… acaso fuera irresponsable apos-ta, con plena conciencia, sin llegar a comprender que la irresponsabilidad consentida es un acto de locura… De cualquier forma, todos estamos un poco locos. ¿No te lo parece a ti? To-dos somos a veces crueles, y tiranos y sobre todo irresponsables… Lo malo es que, cuando nos damos cuenta, ya no es posible desandar lo andado.
Desde la chimenea, Germán contempla la espalda de Marina. Probablemente quiere leer en ella lo que no le han dicho los ojos. Por eso permanece inmóvil. Por eso no habla. Aguarda a que ella termine de explicarse.
– A veces uno se asusta cuando comprueba la cantidad de culpa que puede haber en las cosas que se nos antojaban inofensivas.
Y cuando la espalda se convierte en un plano de cara, inexpresivo y pálido. Germán res-ponde muy despacio:
– No deja de ser un consuelo que lo reconozcas.