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Marina intuye que se refiere al episodio de Montecarlo. No puede ser otra cosa. Pero se resiste a dar explicaciones. La pereza de antes vuelve a apoderarse de ella. Existen situacio-nes demasiado complicadas para convertirlas, después de tantos años, en objeto de análisis. Es mejor dejarlas dormir, como si nunca hubieran existido, como si únicamente se hubieran soñado.
So pretexto de avivar el fuego, vuelve a la chimenea, se arrodilla ante el hueco y coloca más leña sobre las brasas.
Los pies de Germán están a su lado. Calzan zapatos extranjeros y se ven ligeramente mates por culpa de la lluvia. Por unos instantes tiene la impresión de que son los zapatos los que le están hablando:
– En cierta ocasión (tal vez no lo recuerdes) te dije: «Venus no tuvo más padres que el mar.» Tú no entendiste mi frase. Estábamos tendidos sobre la tabla flotante, acabábamos de conocernos: Pascual Ordóñez había derramado su copa de martini sobre tu bañador y tú te habías lanzado al agua para quitarte la mancha…
– Sí -responde Marina-. Hacía calor, mucho calor.
– Parece que te estoy viendo. El sol daba en tus ojos, pero tú los abrías, como si el sol no te molestara. Yo te miraba furtivamente: el cabello te caía lacio sobre los hombros. Pensé que jamás había visto un espectáculo tan impresionante como el que tú me ofrecías.
– Era verano -comenta ella, como si el hecho de ser verano fuera una pieza clave para justificarlo todo.
– Sin embargo cuanto más te miraba, más se iba acentuando la sensación de que, a pe-sar dé tenerte tan cerca, todo en ti se nutría de distancias…
Marina sigue atizando el fuego; luego, con la escobilla, va empujando la ceniza espar-cida hacia los morillos.
– Comprendí en seguida que eras inaccesible, irreal, como un mito. Tu actitud era tan fría como el mar. Por eso dije aquella frase.
Marina piensa: «No me ha perdonado.» Existen cosas que, por mucho que se pierdan en la lejanía, continúan irradiando vigencias nocivas, parecidas a las que provocaron aquella le-janía.
– Bastaba mirarte para comprender que aquel compendio de perfecciones físicas era propiedad propia, exclusivamente particular… Estaba muy claro que toda tú existías sola-mente para pertenecerte a ti misma.
– ¿Estás seguro de no equivocarte?
Germán vuelve a sentarse y los pies cambian de posición, Marina ya no los tiene a su la-do. Cuidadosamente deja la escobilla en su lugar y se pone en pie.
– Hubo un momento en que supuse lo contrario. Pero me equivoqué: tú lo sabes.
Marina se deja caer en el sillón de antes. Su cuerpo tiene movimientos de cámara lenta. Se diría que lo hace expresamente para no dejar traslucir la incomodidad que le produce el tema de conversación que Germán ha elegido.
En el fondo está echándole en cara su orgullo herido. Es hombre y los hombres no per-donan que se juegue con ellos.
– ¿Te molesta mucho haberte equivocado?
– Me molestó entonces.
– En realidad, todo ocurrió como debía ocurrir. Fue mucho mejor. Los años han acabado por darme la razón.
– No te lo niego. Pero pudo ocurrir lo mismo sólo que de «otra forma».
Marina niega con la cabeza. Piensa: «No había otra forma.»
– Lo esencial es el resultado: la forma tiene poco valor.
– No -protesta él-. Muchas veces la forma es más importante que el fondo. De hecho, la vida entera es una «forma». Tú misma has dicho antes algo parecido: todo es provisional, todo es una espera.
En aquella época, ellos no se daban cuenta de que lo que estaban viviendo era también una espera. Sin embargo, los minutos y las horas se condicionaban siempre a las manillas de un reloj. No era un reloj como el que están contemplando ahora, ilógico y desbocado. Aquél era un reloj matemático, rigurosamente exacto. Un reloj que mandaba, dictaba y exigía: «Dentro de unos instantes llegará Germán.»
Y todo se abocaba a la circunstancia de verlo entrar en su casa, de saberlo cerca, de escuchar su voz y sondear sus ideas.
Nada más. En los primeros meses, no hubo más que eso: una simple amistad. Irresistible, pero tranquila. Ni uno ni otro daban muestras de desvirtuarla.
Pero un día había sucedido lo que venía siendo inevitable. Ocurrió como ocurren los aludes de nieve o los desprendimientos de tierra. Suavemente, arrolladoramente. Dejándolos en suspenso, indecisos y desorientados.
Había sido en una tarde de invierno. La nieve se había cuajado y los abetos del jardín goteaban estalactitas. Los dos miraban el fuego de una chimenea. Otra. Una chimenea lejana que lleva ya mucho tiempo inservible. Y, aparte del sonido de un reloj, también lejano, únicamente se escuchaba el fuerte respirar de unos pechos angustiados, mezclado al chis-porroteo de la leña.
Entre ambos había una idea. Una frase que Germán acababa de decir: «Mañana regresa-ré a Madrid.» Y Marina había comprendido que aquella frase, aparentemente inocua, iba a cambiarlo todo.
Porque «marcharse a Madrid» suponía cortar de cuajo sus entrevistas, dejar de verse, de oírse, de tratarse… Levantarse para pensar: «Germán se ha ido», acostarse para soñar: «Ger-mán ha vuelto», transitar por las calles, recordando: «Aquí estuve con él…» o contemplar los lugares sabiendo que algún día podría volver a contemplarlos con él.
Y de pronto Germán había cortado el hilo de aquella idea, lo había vuelto inservible. Porque después de lo que le había confesado, ya nada iba a importar saberlo ausente.
Germán había dicho: «Por muchos años que pasen, por muchas mujeres que encuentre en mi camino, tú siempre serás la única, Marina.» Y lo dijo con la misma naturalidad que utilizaba para describir un suceso cualquiera, o comentar un cambio político. Era una frase sosegada, como los días sin nubes o como los trigales sin viento. Lo aclaraba todo aquella frase… Y no enturbiaba el alma, no la ensuciaba, ni permitía el menor conato de zozobra.
Se miraron. Y ella no intentó indagar. Era totalmente innecesario. Dejó que Germán continuase hablando, sin moverse, los brazos cruzados, la vista fija en la suya: «Tenía que decírtelo: era inevitable. De ahora en adelante, va a resultarme muy difícil vivir sin ti, Marina.» Y al ver que ella continuaba silenciosa, terminó diciendo: «Nunca creí que se pudiera querer tanto a una persona como te quiero a ti.»
Y Marina tuvo miedo. Miedo de aquel sentimiento nuevo y sobrecogedor que le crecía por dentro, sin que fuera posible detenerlo. Era difícil asimilar de golpe la inmensidad de aquella felicidad que ella jamás había conocido. Preguntó entonces: «¿Desde cuándo?» Necesitaba saber. Necesitaba asegurarse de que todo lo que estaba oyendo no era un señuelo; un desvarío de la mente. Necesitaba convencerse de que lo que Germán le decía no brotaba de un instante ni de una circunstancia, sino de un destino, de un hecho irreversible, nacido y e-laborado al margen de ellos mismos.
«Creo que te he querido siempre -dijo él-, tal vez desde antes de conocerte.» Y fue como si los veinticinco años de Marina soportaran de pronto una vejez prematura, una vejez llena de cansancio y de renuncias.
«Lo comprendí aquella mañana, en la tabla flotante.» Habían pasado seis meses desde aquel primer encuentro. Entonces, seis meses era un plazo largo, un plazo que asumía sin dificultad los despojos de unos años sordos y ciegos, para darles de golpe una razón de existir. Todo se diluía en aquel plazo. Todo se volvía preámbulo.
Y el miedo de Marina crecía a medida que Germán «explicaba». Se vio a sí misma proyectada hacia un Germán cansado de ella, un Germán dispuesto a desmentir, algún día, todo lo que en aquellos momentos afirmaba. Y se dijo: «Pase lo que pase, Germán debe durar. Germán no puede ya perderse para mí. Sería lo mismo que perderme a mí misma.»
Cerró los ojos. No podía soportar ver el abismo de tristeza que emanaba de los ojos de Germán. No podía soportarlo. Murmuró: «¿Qué va a ser de nosotros ahora?» Pero él no replicó. Se limitó a mirarla con aquella especie de tristeza amordazada. Y ella insistió: «No debiste hablar… Éramos tan felices…» Él comenzó a negar con la cabeza: «Un hombre tiene un límite -dijo-, un hombre no puede estrujar sus sentimientos del modo que yo vengo estrujando los míos desde hace seis meses.» Y todo, el declinar de la tarde, el suave goteo blanco de los abetos, el crujir de la leña, el sillón rojo que ocupaba Germán, todo cobraba un nuevo sentido, un nuevo valor, una nueva dimensión.
Se hubiera dicho que estaban esperando aquella tarde, aquellas frases y aquella tristeza, para cambiar, para ser «otras cosas» en otra vida y en otro ciclo.
«Ahora nuestra amistad va a ser difícil -había insistido ella-, muy difícil.» Se notaba desarmada frente a aquel peligro nuevo.
No sabía cómo debía combatirlo. Tampoco deseaba luchar contra él. Como si una fuerte corriente le arrastrase hacia donde no quisiera ir, o como si solamente quisiera ir hacia el úni-co lugar donde no debía.
También él parecía desorientado: «No sé lo que va a ser de nosotros -había dicho-. Sólo estoy seguro de una cosa: no voy a causarte daño. Te quiero demasiado. Por nada del mundo intentaré destruirte.» Y ella había pensado: «Es inútil, haga lo que haga, ya estoy destruida.» Percibía los efectos de aquella destrucción en su futuro, en todo lo que, en adelante, iba a ocurrirle.
«Será mejor que no volvamos a vemos», se atrevió a proponer; pero, al decirlo, tenía ya la certeza de que eso sería imposible.
Había frases que, a pesar de saberlas inaplicables, se decían por ética, por rellenar huecos o porque, al decirlas, se reforzaba aún más lo contrario de lo que proponían.
El había contestado: «Hubiera sido tan maravilloso envejecer juntos, como estamos ahora, frente a una chimenea…»
Y la idea de «envejecer juntos» se adueñaba también de la estancia, la invadía, como si se tratara de un proyecto lógico de fácil aplicación.
– Cuando se es joven -dice Marina- la vida se circunscribe a vocablos escuetos como «envejecer», «sufrir», «gozar»… Pero la vida es mucho más compleja que todo eso. Se comprende después, cuando el presente queda atrás y podemos observarlo sin presbicia…
– De todos modos, ni tú ni yo podemos saber lo que hubiera ocurrido de haber permi-tido que las inclinaciones siguieran su curso.
– Es fácil adivinarlo -replica ella levantando la mano-. Te hubieras cansado de mí como te cansaste de otras… como acaso te hayas cansado de Vilana.
Lo ha dicho en sordina, casi susurrando.
Germán quiere replicar. Pero sólo lanza una pregunta:
– ¿Crees que me he cansado de Vilana?
– Los hombres os cansáis de todo salvo de cansaros. Por eso constantemente andáis buscando motivos de cansancio. Yo diría que os gusta cansaros, os gusta decir: «tampoco era ésa». Es un medio de justificar vuestra eterna insatisfacción.
Germán ríe. Le divierte la manifiesta ironía de Marina.
– ¿Recuerdas cuando me decías que te gustaría envejecer conmigo en torno a una chimenea? ¿Dónde ha quedado esa frase, Germán? Probablemente también a Vilana le habrás dicho algo parecido. Son frases convencionales que, a pesar de todo, se repiten cuando la persona que las ha inspirado, ha quedado trasnochada. El ser humano se agarra siempre a los mismos patrones para traducir el sentimiento vigente, aunque el rostro sea distinto. Desen-gáñate, Germán, somos pobres en la expresión, muy pobres.
– A pesar de todo, yo quiero a Vilana.
– Celebro que te haya hecho feliz.
Y piensa: «También "ser feliz" resulta convencional. Nadie es completamente feliz, nadie puede asegurar totalmente su felicidad.»
– Háblame de Vilana. Nunca la he conocido…
Germán cambia de posición. Probablemente le resulta difícil describir a esa mujer. Cuando se vive muchos años junto a una persona, las características que la hicieron deseable, se esfuman, se diluyen en el hábito y acaban por no verse. Luego resulta que esa persona se ha convertido en un ser normal, sin relieves destacados, y cuando se pretende describirla no hay forma de conseguirlo. Es indudable que la costumbre mata a la gente, o la envilece, o la gasta.
– No se parece a ti -dice Germán-. Sois completamente opuestas.
Marina comprende que lo ha puesto en un apuro, pero no lo saca de él. Germán sigue diciendo:
– Así es: no podéis ser más distintas… Sin embargo, creo que Vilana y tú sois las dos únicas mujeres a las que he querido de verdad.
– Celebro que no se parezca a mí -comenta Marina con aire de guasa-. Es una garan-tía para ella.
Germán ríe. Le resulta graciosa la forma con que Marina se descarta a sí misma. Intenta ponerse a su altura. Busca una frase ingeniosa; la esgrime, al fin, con cierto aire triunfalista:
– Tú fuiste la diosa; Vilana, la mujer.
Y Marina piensa: «Es tan inservible ser mujer como ser diosa: lo importante es perdu-rar.» Pero no expresa su pensamiento. Lo deja culebrear en el fondo de su mente hasta que la voz lo inmoviliza:
– ¿Cuándo la conociste?
– Un año después de nuestro encuentro en Montecarlo.
Entorna ella los ojos y mira al techo. Recuerda. Calcula. Baja la cabeza y vuelve a mirarlo:
– Lo suponía.
Era lógico. Un hombre, para sentirse verdaderamente hombre, no puede prescindir de organizar y desorganizar su vida; un hombre (como ha dicho antes) no puede dejar de buscar nuevos motivos de cansancio.
– Recordarás que, por aquella época (me refiero a nuestro encuentro en Montecarlo), Bruna y yo vivíamos ya separados.
– Lo recuerdo.
– Vilana no tenía hijos ni estaba casada como tú…
No había razón para jugar de nuevo al héroe. Hubiera sido absurdo pasarme la vida haciendo el quijote… Sonríe sin ganas y guarda silencio. Entonces, «hacer el quijote» se llamaba de otro modo y tenía otra aureola. Entonces, querer a Marina a distancia era poseer la felicidad de lo inalcanzable, era prolongar indefinidamente un sueño real… Y, sobre todo, era sentir la satisfacción del deber cumplido, la seguridad de no haber errado, la convicción de poder llevar la cabeza alta.
Por eso, cuando más tarde había ocurrido el incidente de la mano, ni uno ni otro habían quemado sus naves. Sencillamente habían distanciado los encuentros. Por simple precaución: por nada más. Ambos se sentían seguros, amparados por su propia renuncia, alejados por completo de cualquier maledicencia superflua.
– ¿Dónde la conociste?
– En Gastaad. Era joven. Tan joven como lo eras tú cuando te vi por primera vez.
Marina vuelve a calcular. Piensa en la edad de Vilana. Percibe íntegramente el orgullo del macho otoñal halagado por las atenciones de una hembra virgen y se dice que en todos los amores debe de existir una gran dosis de narcisismo imposible de eludir. Germán capta su pensamiento: -A un hombre maduro le halaga que una mujer joven se fije en él.
Marina piensa: «Vilana ya no es joven.» La idea flota entre ambos, empuja las otras ideas, las disminuye y se instala en el puesto de honor.
– Cuando la conocí me gustó su nombre: era fonético y extraño -Germán se detiene. Tal vez comprenda que no ha debido hablar en pasado. Al fin y al cabo, Vilana continúa lla-mándose Vilana-. Sobre todo, me gustó verla tan indefensa, tan necesitada de apoyo. Ya te he dicho que no se parece a ti. Vilana es miedosa, muy miedosa.
Lo dice con un dejo de soberbia, como si el hecho de «no tener miedo» fuera una lacra, una reacción reprochable, algo de lo que Marina debiera avergonzarse.
Marina está a punto de interrumpirle: «¿Cómo sabes tú que yo no he tenido miedo?» Pero se reprime. Sería improcedente defenderse de una acusación tan velada.
– Además, es insegura. ¿Te extrañaría si te dijera que aquella inseguridad también me halagaba? A un hombre le gusta hacer valer su propia seguridad frente a la mujer que quiere. Es una forma de reafirmarla. Vilana era maestra en esas lides: jamás he conocido una criatura tan indecisa como ella. No puede mover un dedo sin mi intervención. Le obsesiona la idea de que puedan explotarla. Vive rodeada de peligros por todas partes, menos por un lado. Ese lado soy yo. ¿Comprendes?
Marina afirma. De golpe ha captado todo el sentido de lo que Germán le está relatando. Vilana ha hipotecado a Germán con esa inseguridad suya. Lo ha vuelto indispensable. Lo ha convertido en complemento de su vida.
Y sabe que por encima de todos los lazos y de todos los atractivos, lo que de verdad está uniendo a la pareja Germán-Vilana es precisamente esa hipoteca.
– Sin embargo, fue valiente. Eso es lo admirable de esa mujer. A pesar de su miedo, de sus dudas y de sus vacilaciones, no tuvo inconveniente en afrontar la opinión de la sociedad. Paradójico ¿verdad?
«Como Lucía -vuelve a pensar Marina-. También Lucía ha afrontado la opinión de la sociedad. También ella se ha liado la manta a la cabeza.» Sólo que sin hipoteca. Lucía no es insegura como Vilana. Lucía pertenece a otra generación y no teme a nada. Es un producto nítido de los tiempos actuales. Uno de esos ejemplares que confunden el cinismo con la valentía y que no sienten reparos en vender su porvenir por un placer eventual. Tal vez porque sabe con certeza que la sociedad no va a reprocharle su conducta. La sociedad ya no condena lo que siempre ha sido condenado: esa condena ha pasado a la historia. La sociedad, ahora, es la gran celestina de ese tipo de valentías.
– Tú lo consideras paradójico -dice Marina-, pero yo lo considero inconsciencia.
– Llámalo como gustes -responde Germán-. Lo cierto es que la reacción de Vilana me rescató de mi fracaso como hombre.
– ¿Crees de verdad que habías fracasado? Y piensa: «No deja de ser gracioso que se pueda querer a una persona solamente porque "siendo miedosa" tiene el acierto de convertir su inconsciencia en valentía.»
– Nadie mejor que tú puede saberlo.
Marina ladea la cabeza, mira el fuego: lo ve cada vez más debilitado, pero ya no intenta avivarlo.
Germán tose ligeramente. Dice luego:
– Supongo que, desde tu atalaya, estarás reprochando mi situación.
– No soy quién para reprocharte nada, Germán. Eres muy dueño de tus actos. Sola-mente Dios tiene derecho a pedirte cuentas.
– Dios, Dios… -repite Germán. La palabra le viene grande, no le cabe en la boca. Tal vez por eso la desecha en seguida-. ¿Crees tú que Dios puede reprocharme el haber querido a Vilana?
– Eso es cosa tuya -contesta ella-; pregúntaselo a tu conciencia.
– Creo haberte dicho ya que la emboté hace mucho tiempo. No es como tú la conociste. Ya no me habla. Al menos no me habla en el mismo idioma. -¿Y la fe? ¿Has perdido la fe?
– En todo caso no es como la tuya.
– Sólo hay una fe.
– ¿Cuál? ¿La del cielo y el infierno? ¿La del pecado y la gracia?
Marina ahoga el coraje que le sube al rostro. No puede soportar ver a Germán tan ajeno al que ella conocía, tan inmerso en el tópico, en la corriente del momento, en el vacuo gallear de los que mencionan las Sagradas Escrituras como sí se refiriesen a una revista de modas.
– La que nos permite sabernos hechos a imagen y semejanza de Dios.
– Eso también lo creo yo -dice Germán-. Al fin y al cabo, no compromete a nada.
– ¿Lo estás viendo? Tú mismo te delatas, Germán. Ésa no es tu fe. La tuya no te permite considerarte hecho a imagen y semejanza de Dios, sino a Dios hecho a tu propia imagen y semejanza. ¿Me equivoco?
Y, por unos instantes, Marina teme que Germán se lance a hablar de la caridad, de los evangelios, de la libertad humana… de todos los lugares comunes que, de pronto, han invadido el terreno de los indiferentes. Pero desechando la cruz. Nadie quiere ya aceptar la cruz. Nadie es lo bastante consecuente para aceptar el hecho de que, sin cruz, no puede haber «camino», ni redención, ni esperanza.
– Bueno -sigue diciendo Marina- en último término, ya no hay razón para desechar mi fe: el pugilato entre el bien y el mal ha terminado. Bruna ha perdido la causa. Ahora ya nada impide que te cases con Vilana.
– En efecto -dice él-, ahora nada me impide cambiarlo todo.
Y Marina no sabe si se refiere a su boda con Vilana o a la fe que tenía dormida.