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Germán enciende otro cigarrillo y cambia de postura.
– Ahora te toca a ti -dice afectando gravedad-. ¿Qué fue de tu vida?
Marina esboza una mueca entre cómica y despectiva:
– Una historia sin importancia. Me convertí en una de tantas mujeres oscuras y grises.
– ¿Qué razón había para ello?
– Supongo que hubo varias razones. La principal fue mi desgana. La segunda, mi posición económica.
– ¿Te enamoraste de alguien?
Marina sonríe. Es una sonrisa deshumanizada, morosa, llena de brechas y recovecos.
– No me quedaba tiempo. Al principio de enviudar, tuve una vida muy dura. Luego, me hice vieja.
Intuye que Germán no la cree. Su acento no es convincente. Pero no se molesta en cambiarlo. Hay verdades que por mucho que uno se empeñe en exponer, tienen siempre la apariencia de una mentira.
– Tú eres de esa clase de mujeres que nunca envejecen.
– Gracias.
Es un gracias tajante, con sonido de frenazo o de golpe seco dado sobre una tabla más seca todavía. Y la vida «gris y oscura» de Marina se pierde en él, se anula definitivamente.
– Curioso-dice Germán-. A todas las mujeres les gusta hablar de sí mismas. Olvidé que tú eres distinta.
– Cuando el recuerdo es molesto, lo mejor es darle un manotazo y suprimirlo.
Germán se lleva" un cigarrillo a los labios. Lo mira luego con insistencia y deja que el humo le cubra la cara.
– ¿Serías capaz de contestar una pregunta?
Marina piensa: «Ya está. Ya llegó lo que estaba temiendo.» Y de nuevo tiene delante el sillón rojo, el papel arrugado, la afilada nariz de su cuñada… y las acusaciones; el inter-minable número de acusaciones que no podía desmentir. Y ve a sus hijos, todavía adolescentes, mirándola asustados, refugiándose en sus brazos cuando la veían llorar. Y escucha la voz bronca y sentenciosa del abogado aconsejándole: «¡Cuidado! Debe usted andar con pies de plomo, señora: tienen todas las bazas en sus manos…» Y se recuerda a sí misma, tal como era entonces, flaca, demacrada, mucho más vieja que ahora, repitiéndose una y mil veces: «¿Por qué? ¿Por qué?», como si las respuestas de los muertos fueran posibles y las tumbas dispusieran de micrófonos para contestar a los vivos. Piensa: «Es inútil, deberé afrontarlo tarde o temprano. Es preciso satisfacer su curiosidad.»
– Naturalmente. Puedes preguntar lo que se te antoje.
Germán la mira de soslayo, con desconfianza:
– Aunque ya ha pasado mucho tiempo, todavía queda un punto neurálgico que incita mi curiosidad -dice-. Ya sabes que siempre fui un hombre curioso. Aquella vez, cuando regresasteis a España, después de nuestro encuentro en Montecarlo… ¿recibiste mi carta?
– La recibí. No voy a negártelo.
Germán respira hondo, como alguien a quien se le quita un peso de encima.
– Lo celebro. Temí que no hubiera llegado a tus manos.
– Llegó. Llegó puntualmente.
De pronto el reloj rompe a sonar. Desbocado. Tiene la oportunidad de un demente que pronunciase incongruencias. Germán lo mira con odio. Marina con agradecimiento. Cuando acaba de sonar, Germán insiste. Su pregunta es directa:
– ¿Por qué no me contestaste?
Marina está a punto de mentir. Es fácil mostrar olvido. Es fácil fingir que ya no recuerda nada. Pero a Germán no puede engañarlo. Nunca lo ha hecho.
– ¿De verdad quieres saberlo? No resulta agradable.
Germán sospecha. Casi adivina lo que va a contestarle. Tal vez por ese motivo se escuda cada vez más en la indiferencia:
– Comprenderás que, después de tanto tiempo, nada de lo que me digas podrá ya afectarme.
– Siendo así…
Pero tarda en contestar. Tarda aún más de lo que ha tardado el reloj en lanzar sus horas falsas. Sabe que, después de lo que va a decir, Germán va a sentirse herido. Por muchos años que pasen, los hombres no modifican ciertos aspectos de su idiosincrasia. El orgullo es uno de esos aspectos, por muy retrospectivo que sea.
– Rompí tu carta sin leerla.
Germán la mira sin entender lo que acaba de oír. Acaso supone que le está gastando una broma, o que sólo ha querido picar su amor propio. Pero Marina no acusa una actitud chan-cera. En sus ojos sólo existe sinceridad. Y Germán no acaba de comprender. Romper una carta sin abrirla solamente ocurre cuando la carta supone algo más que un estorbo. Supone un desprecio elevado al grado máximo. Todas las cartas, incluso las indiferentes, acaban siempre por ser leídas.
Marina esboza una sonrisa. Quisiera borrar la herida extrañeza de Germán, pero no lo consigue. La carta rota sin leer está entre ambos como un cadáver recién descubierto o un enfermo grave que en vano se resistiese a morir.
– ¿Por qué hiciste eso?
– Te dije que no te gustaría -advierte ella.
Y se encoge de hombros otra vez. Germán no puede saber que en ese ademán de Marina está su mentira.
En seguida reacciona:
– Fue una buena medida. Un verdadero acierto.
Y su vanidad herida se enrosca a su frase, la vuelve rencorosa. Marina comprende que, en esos momentos, Germán tiene la desagradable impresión de haber recibido una bofetada; una bofetada retardada, pero no menos cruel que si fuese actual. Un golpe inesperado contra el que no puede defenderse, un insulto hiriente pero convertido en eco.
Instintivamente quisiera rectificar, dar explicaciones, desmentir su encogimiento de hombros. Pero de nuevo la pereza se lo impide. Sería demasiado largo, demasiado incómodo y también demasiado doloroso.
– Tu silencio lo arregló todo -acaba diciendo él.
Ella no responde. Recuerda. Ve el sobre en sus manos; nítido, todavía joven, todavía sin arrugas. Y lo ve después convertido en pedacitos; el papel azul del forro aprisionando unas frases no leídas, vírgenes de curiosidad, completamente destrozadas.
Germán se lleva la mano a las gafas: las encaja, mira al suelo y dice la única frase que se le ocurre:
– Ahora lo comprendo: había otro hombre.
Marina no se defiende. Lo deja en la duda. Sabe que la acusación que Germán acaba de hacerle no es sincera. Tal vez entraña venganza. Probablemente, una forma de vindicar su vanidad maltrecha. Pero el silencio de Marina convierte la duda en certeza.
– Más de una vez pensé que había otro hombre. Pero no estaba seguro.
Marina continúa impasible. Dice con aire cansado:
– Piensa lo que se te antoje. Te doy permiso.
Se levanta él del asiento. Y ella se dice: «Ahora buscará un pretexto para marcharse.» Pero Germán sólo se acerca al ventanal a contemplar la calle.
– De todos modos, no deja de resultar sorprendente. Una reacción poco femenina. Por mucho que me despreciaras, existía la curiosidad. ¿O es que ni siquiera sentías curiosidad?
Marina contempla el cuerpo de Germán, alto, sólido, todavía lleno de vitalidad, todavía ágil y joven.
– No era necesario leer la carta para saber lo que me habías escrito.
– Tienes razón -admite él-. No merecía la pena.
– Seguramente me hacías reproches… Seguramente me echabas en cara todo lo que no había cumplido. ¿Me equivoco?
Y la espalda de Germán piensa, medita bien lo que va a contestar. Dice luego:
– Ya no lo recuerdo. ¡Hace tanto tiempo que la escribí! -Y se vuelve hacia ella; el rostro inundado de una sonrisa franca; los resquemores triturados. Dice guaseando-: La verdad es que las cartas que no merecen ser leídas, tampoco merecen ser recordadas.
Ahora es Marina la que se siente herida. Tal vez esperara que el resentimiento de Germán continuase. Acaso no le perdona que él la haya perdonado tan pronto.
– Sin embargo, había «un motivo». No me preguntes cuál es.
Pero Germán no quiere averiguar el motivo. Lo rechaza despectivamente como se rechazan las improvisaciones poco convincentes. Alza ¡a mano tranquilamente y detiene el motivo antes de que ella lo exponga:
– No es preciso que te justifiques. Siempre hay un motivo para todo. En fin de cuentas, ¿qué importa? Si he de serte franco, las cosas que sucedieron en aquella época dislocada han pasado a mejor vida. Apenas las recuerdo. Si tú no llegas a decirme que habías recibido mi carta, hubiera acabado creyendo que yo jamás la había escrito.
Su respuesta tiene la eficacia de un impacto. Va directo a la fibra más sensible de Marina, pero no se inmuta. Lo recibe sonriente. Sabe que todo depende de su sonrisa: «Nixon también sonríe -piensa-; aunque los rusos lo odien y no le perdonen lo de China, no dejará de sonreír.» Y lucha por conservarla. Pase lo que pase, Germán no debe descubrir el enorme cansancio que la está invadiendo. Es un cansancio duro, muy parecido al de la mujer que sostenía al niño en el aeropuerto. Sólo que aquella mujer no lo disimulaba. Era demasiado joven para dominarlo. En eso Marina le lleva ventaja. Marina sabe disimular. Tiene edad suficiente para ello.
– ¿Sabes? Al principio tu silencio me volvía loco. Hubiera dado cualquier cosa por averiguar lo que estaba sucediendo. No entendía tu actitud. Era disparatada… Hasta que un día comprendí que debía emanciparme, que tu recuerdo debía ser barrido del modo que fuera… Lo conseguí en cuanto conocí a Vilana.
Y sus frases caen sobre Marina como una lluvia de piedras. Una lluvia compacta, dura y morosa. Pero Marina continúa sonriendo. Cada vez está más convencida de que por nada del mundo debe alterar su sonrisa.
– Afortunadamente existía Vilana -sigue diciendo él-. Ella, ya te lo he dicho antes, no se parecía a ti. Ella no estaba dispuesta a convertir mi sueño en una pesadilla.
– Sin embargo -se atreve a murmurar Marina--, tú calificaste lo nuestro de un bello sueño…
– Lo fue durante diez años. Un plazo largo, pero estúpido. ¿No lo crees así?
Marina inclina la cabeza: es un ademán vago que puede interpretarse de mil maneras.
– Realmente era estúpido -añade Germán-. ¿Te acuerdas de nuestras entrevistas? Furtivas, ocasionales, ridículamente infantiles. Yo te decía: «Cuando te miro, tengo la impre-sión de ser alguien.» Casi lograbas aplacar la vergüenza que sentía por ser el marido de Bruna… Te consideraba incapaz de traicionar, incapaz de defraudarme… Por eso te respetaba, Marina, por eso mantuve tu recuerdo entre algodones.
– Y ahora, claro está, sientes haberte equivocado.
– No lo sé. Me molesta haber perdido tanto tiempo. Pude conocer a Vilana antes del desengaño. Hubiera sido más práctico.
– La experiencia nunca sobra.
– Pero desgasta. No voy a negarte que llegué a Vilana muy desgastado, terriblemente agotado. Me sentía traicionado y no sabía exactamente por qué. Eso era tal vez lo peor: desconocer la causa. Verlo todo confuso. Mira -dice señalando la calle-, me sentía igual que uno de esos infelices que transitan desorientados entre la niebla.
– Afortunadamente todo pasó. No hay razón para andar hurgando cadáveres.
– Sí -dice él-, hay una razón. Saber. Saber de una vez qué clase de masoquismo era aquel asunto nuestro. Durante mucho tiempo creí que aquello era amor. ¿Podrías tú decirme lo que era?
– ¿Cómo puedo saberlo? También yo he olvidado. Cuando se llega a cierta edad es muy difícil analizar los sentimientos de la juventud.
– No era amor -insiste él-. Había demasiada dosis de orgullo en todo aquello para serlo. Era una satisfacción personal. Resultaba muy halagüeño haber vencido las circuns-tancias del modo que las habíamos vencido tú y yo. Era bonito poder decirnos a nosotros mismos: «Continuamos firmes a pesar de todo…» -deja escapar una carcajada breve, pero aguda-. Total, ¿para qué? Para que otro hombre, menos soñador y más práctico, se aprovechara de mi altruismo y recogiera lo que yo había salvaguardado con tanto cuidado… No deja de tener su miga.
Marina tampoco se defiende esta vez. Mira la alfombra ya rozada, demasiado vieja, demasiado usada. Es lo mismo que si contemplara su propia vejez en el suelo.
– Hay algo que nunca te he dicho -prosigue Germán-. Varias veces estuve a pique de contarte la verdad, abrirte los ojos y darte a entender que, en el fondo, tú y yo no éramos más que un par de marionetas en manos de Rogelio y de Bruna. Eso es lo que, en definitiva, éramos nosotros, Marina: un simple producto, una consecuencia premeditada, un resultado. Pero tuve miedo.
– ¿De qué?
– De convertirte en una mujer despechada. Yo no te quería despechada. Por eso opté por callar y dejarte en la ignorancia de lo que estaba ocurriendo. Tú confiabas en Rogelio: no desperdiciabas ocasión de ensalzarlo.
– Lo hacía para engañarme a mí misma. Necesitaba aquel engaño. Era demasiado triste darme cuenta de que al casarme con él, me había equivocado.
– Decías siempre: «Es un hombre frío, poco afectuoso, pero recto y consecuente, incapaz de mentir… Un hombre íntegro…»
– Eso creía -dice ella-. ¡Más de una vez debiste de burlarte de mí!
– No; al contrario: tu confianza en él me conmovía. Era admirable verte tan alejada de la realidad, tan aferrada a las virtudes de tu marido por simple apego a la lealtad.
– Me esforzaba en crear a un Rogelio a la medida de mis deseos. A veces incluso llegué a creer que existía. Por eso me encontraba siempre en inferioridad de condiciones… -respira hondo, dice luego-: De todos modos, te agradezco que no me quitaras la venda. Si hubiese averiguado la verdad, acaso las cosas hubieran tomado otro rumbo. El ser humano casi siempre actúa condicionado por los comportamientos ajenos. Poca gente tiene la persona-lidad suficiente para cumplir con el deber propio, prescindiendo de los demás.
– Admitirás que fui un primo. ¡Hubiera sido tan fácil convertirte en mi amante!
Marina deja de sonreír. La palabra la hiere. La ensucia. No se aviene con su ética, ni siquiera en los labios de Germán.
– Y después, ¿qué? Mi carga de remordimientos hubiera sido insostenible.
– Sin embargo, tus remordimientos se esfumaron en cuanto encontraste a otro hombre.
Marina se pone en pie. La acusación ha vencido su aguante. Todo en ella es pura indignación. Mira el reloj: desea vivamente que rompa a sonar. Pero el reloj, siempre inoportuno, permanece mudo.
– ¿Qué sabes tú? -dice muy bajito-. No tienes derecho…
Germán rectifica. Se acerca a ella y roza su codo.
– Tienes razón -dice compungido-. Perdóname, Marina. Siento haberte ofendido. Efectivamente; no tengo derecho.
Se acerca luego a la mesa del fondo y coge un vaso vacío. Lo levanta y pregunta:
– ¿Me invitas a un whisky?