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7

En aquella época nadie tomaba whisky. Era difícil conseguir botellas sin falsificar. La mayoría de las reuniones se animaban con martinis: «Muy seco, Marina: dos gotas de vermut blanco y el resto ginebra con mucho hielo para no aguarlo.»

Y los días transcurrían deliciosamente frívolos, sujetos a los cánones sociales de los años cuarenta, estériles pero con apariencia importante: sujetos al recuerdo de una guerra dema-siado reciente, para que la paz fuese completa.

Todos querían ser «algo» en aquella paz, todos querían recuperar de algún modo las trascendencias perdidas. Todos procuraban sustituir con globos hinchados de aire lo que a-quella guerra les había hurtado.

Existía un afán grande en hundir al héroe y enaltecer al antihéroe. La gente estaba cansada de heroísmos. En el fondo era aquel empeño antiheróico lo que les permitía olvidar los tres años de horror, que, al fin, habían sido enterrados en la historia.

Había pasado un año y medio desde que Bruna y Germán recalaran en la costa y doce meses exactos desde que Marina, sentada en la butaca roja del salón, le oyera decir a Germán que, en adelante, no iba a poder prescindir de ella.

Todo, exteriormente, continuaba igual: los viajes de Rogelio, las llegadas a Barcelona de Bruna, los encuentros furtivos de Marina y Germán… Todo proseguía suavemente, como prosiguen las estaciones: sin diferencias notables.

No obstante, aquel invierno no fue «riguroso» como lo había sido el anterior. La nieve apuntó sólo en los Pirineos y el jardín carecía de estalactitas.

Tal vez por aquel motivo Germán y Marina ya no pasaran las veladas junto a la chi-menea encendida, como tenían por costumbre. El frío era menos intenso y la soledad de ambos menos frecuente.

Además de aquel cambio, había otros. Modificaciones apenas perceptibles que ad-quirieron relieve más tarde, mucho más tarde. Por ejemplo: la presencia de Tina.

Era imposible pasar un día sin escuchar su voz o tenerla delante. «¿Estorbo?» Irrumpía siempre con esa pregunta. Como si supiera que, efectivamente, estorbaba. Pero su ama-bilidad (ese tipo de amabilidad irresistible, propia de la gente que precisa hacerse perdonar algo) volvía aséptico cualquier malestar provocado por ella.

Luego, el creciente y progresivo mal humor de Rogelio.

Era un mal humor cada vez más acentuado, inexplicable e hiriente. Surgía por la menor causa, sin motivo definido.

Se hubiera dicho que lo provocaba lo más inesperado: una alabanza mal encajada, un reproche cariñoso, un movimiento inconsciente… Cualquier cosa podía irritarlo y convertirlo en un fiscal acusador.

Sobre todo cuando Tina estaba delante. Marina había pensado más de una vez: «Rogelio la odia.» Y le parecía que aquel odio era injusto. Al fin y al cabo, Tina era su mejor amiga.

– ¿Con agua?

– No, gracias; sin hielo y sin agua.

Marina tiende el vaso a Germán y vuelve a la chimenea. Una llama azul silba furtiva entre el grueso de humo que envuelve la leña. Coge las tenazas y mueve las brasas. La llama azul se esparce, amarillea y recobra su calidad de fuego normal.

De pronto Marina rompe a reír. La mano de Bruna vuelve a estar ahí, en ese fuego. Hasta hace muy poco, todavía la temía. Todavía cuando recordaba aquel episodio, sentía al-go de vergüenza. Pero ahora tiene la certeza de que también esa vergüenza va a desaparecer.

– ¿De qué te ríes?

– Me acuerdo de tantas cosas… -dice ella. Y continúa riendo con carcajadas sinceras y menudas.

La risa contagia a Germán. Probablemente el whisky comienza a surtir efecto.

– Apuesto a que te ríes de mí.

– No -rectifica ella todavía risueña-, me río de lo que pasó aquella noche, en casa de Teresa… Ya sabes a qué me refiero.

– Fue vergonzoso -dice él-. Muy propio de Bruna.

– Jamás he vivido una escena tan ridícula como aquélla.

– Lamentablemente ridícula -confirma él.

Marina recobra su seriedad. Frunce el entrecejo. Pregunta como si solamente pensara:

– ¿Sabes tú por qué lo hizo?

Habla cara al fuego, como si la mano quemada pudiera contestarle. Antes de que Germán responda, Marina prosigue:

– Durante mucho tiempo creí que lo había hecho para vindicar de algún modo tu incli-nación hacia mí… Y, hasta cierto punto, me parecía justo. Yo no sabía lo que estaba pasando.

Ni siquiera lo supo cuando Rogelio, en cierta ocasión, le había dicho: «Estoy hasta la coronilla de los histerismos de Bruna.»

Efectivamente: algo había cambiado en aquel año y medio de trato. Por eso Germán y Marina ya no se veían en lugares frecuentados por todo el mundo. Ambos sabían que Roge-lio intentaba distanciarse del matrimonio Alcántara. Ambos intuían que Bruna, paulatina-mente, se estaba convirtiendo en una rémora para sus encuentros.

Así había comenzado la etapa de sus entrevistas furtivas. Aquellas entrevistas que Germán calificaba de infantiles.

– Bruna estaba desquiciada -dice Germán-. Cuando Rogelio empezó a cansarse de e-lla, no pudo soportar que tú y yo continuáramos tratándonos.

– De cualquier forma -dice Marina-, resulta fascinante descubrir poco a poco lo que siempre nos pareció oscuro… ¿Cómo podía yo imaginar que lo que ocurrió aquella noche en casa de Teresa tuviera que ver con Rogelio?

Por la mañana Germán y Marina se habían visto en el rompeolas. Entonces el rompeolas era un lugar inhóspito. Nadie, salvo algún pescador recalcitrante, se atrevía a desafiar el frío del puerto. Luego habían ido al parque. Tampoco aquel lugar era excesivamente frecuentado. Después habían subido al Montjuic: desde allí miraron la ciudad, el futuro, el pasado… Entraron en el restaurante vacío. Marina decía: «Da pena verlo tan aletargado… Cuando llega el verano, Miramar se llena…»

Y pasaron la tarde como dos novios castos, solos junto a una mesa aislada: desbrozan-do, recordando, elaborando recuerdos para cuando él ya no estuviera allí, proyectando entrevistas nuevas, en otros lugares, en otras horas…

Y al regresar iban alegres: nada importaba que sobre los perfiles de los tejados se fuera volcando una luz triste. Ambos sabían que tras unas horas de separación, volverían a encontrarse en los salones de Teresa, a la vista de todos, como si fueran unos invitados cualesquiera, como si ninguno de los dos llevase grabadas en la mente las horas transcurridas a solas ante un mar encabritado, unos árboles secos y un restaurante vacío.

– Al principio, cuando recordaba la escena de aquella noche pensaba: «Nunca podré superarla…» Después empecé a acostumbrarme. También un giboso se acostumbra a su giba.

Se acerca a la mesa y escancia whisky en otro vaso. Sorbe un trago y continúa:

– Más tarde supe la verdad y llegué a olvidarla. Creo que no la había vuelto a recordar hasta esta mañana, en Madrid, antes de subir al avión, cuando me han comunicado que Bru-na había muerto.

Marina contempla su vaso. Lo sostiene con las dos manos, casi lo acaricia: da la impre-sión de que, más que mirarlo, está consultándole algo, como si se tratara de una bola de cris-tal.

– Debo admitir que yo, en aquella época, era bastante ingenua. No me explico cómo pude estar tan ciega. La verdad es que, entonces, todo lo que rodeaba a Rogelio se me antojaba terriblemente vago, como flotando en una nebulosa, pero nada más lejos de mí que asociar aquella vaguedad con la verdad dé su vida.

Se muerde el labio. Calla. Duda.

Germán apura el whisky. No comenta. Deja que Marina se explique.

– Por eso cuando Rogelio, aquella noche, me dijo que estaba cansado y que no deseaba acompañarme a casa de Teresa, ni siquiera pude sospechar que lo hacía para evitar a Bruna.

– El declive de la aventura había comenzado hacía ya varios meses-dice Germán.

– Si, lo sé. Estoy al corriente de todo. Incluso podría -decirte por qué motivo Bruna fue barrida de la vida de Rogelio con tanta premura…

Y termina su whisky de un trago. Luego deja el vaso vacío sobre la mesa.

– Aquella noche Bruna estaba exasperada. Teresa decía: «Ha bebido demasiado…» Sus movimientos eran bruscos, como los de una persona que se violenta a sí misma para no dejarse vencer por el decaimiento.

Había cierta rigidez en sus facciones y tenía la mirada brillante con un punto de ira en las pupilas. A decir verdad, cuando la vi tan furiosa pensé: «Tal vez nos ha estado siguien-do…» Pero te observé a ti, comprobé que estabas tranquilo y llegué a convencerme de que no había motivo para alarmarme.

Pero en realidad (luego lo había comprendido) había muchos motivos de alarma. En primer lugar: la ausencia de Tina. Tina jamás se perdía las reuniones de Teresa. Tina era siempre una invitada puntual e insustituible. Era inaudito que, a pesar de haberle dicho a Marina aquel mismo día por teléfono: «Nos veremos esta noche en casa de Teresa», hubiera dejado de presentarse sin dar ¡a menor explicación.

Pero, en aquellos momentos, tampoco aquella ausencia había constituido un motivo de alarma para Marina.

– Fue después de la cena -recuerda ahora-, a los primeros acordes del baile.

Entonces, en las reuniones de sociedad, había orquestas y vocalistas, y espontáneos que subían al estrado para cantar a su vez las canciones de moda.

De pronto Bruna se había acercado a ella: «Necesito hablar contigo», había dicho tajan-temente. Y su lengua se trababa, se volvía rígida también. Era lastimoso verla en aquel estado. Marina pensó: «Sería preciso avisar a Germán.» Pero Teresa le deslizaba al oído: «Síguele la corriente: tiene la perra de hablar contigo y, si no le haces caso, es muy capaz de armar jaleo…»

– La llevé al cuarto de Teresa: desde allí nadie podía oírnos. La música del salón llegaba a nosotros en sordina. De pronto Bruna se arrancó a hablar palabras sin sentido. Frases inconexas. No la entendía. Únicamente comprendí claramente que Bruna estaba furiosa. Yo pensaba: «Ha bebido demasiado y está disparatando.» Procuré calmarla, pero ella me rechazó de un manotazo. Entonces, de improviso, vi a Tina que asomaba tras el batiente de la puerta.

Marina se calla. Observa el efecto que su frase ha producido en Germán. Pero el rostro que tiene delante no acusa ninguna reacción. Y ella sigue recordando lo ocurrido aquella noche.

La presencia de Tina, en aquellos momentos, lo arreglaba todo. Ya no se preguntaba por qué motivo Tina no había estado presente en la cena. Lo esencial era que Tina «había llegado», estaba allí, con su traje de noche, su collar de perlas, su rostro cuidadosamente maquillado y su pelo recogido a lo Balenciaga, dispuesta a ayudarla, como siempre.

Entonces ella le había hecho señas para que entrara y cerrase la puerta. Y Tina entró, sonriendo, con la sonrisa propia de las mujeres de mundo, entre benévola y cínica, la actitud digna, afín a los seres que nunca fallan cuando se los necesita.

Marina vuelve a reír. Se lleva las manos a la cara y deja escapar un suspiro hondo:

– Ni que decir tiene que, al ver a Tina, Bruna redobló su furia. Fue lo mismo que si hubiera «visto entrar a un verdugo. Yo intenté poner a Tina al corriente: «No sabe lo que di-ce, está borracha.» Y Tina asentía, como si asimilara de antemano lo que Bruna iba a reprocharle.

Marina tiene el rostro encendido. El recuerdo y el alcohol han pigmentado su piel y han abrillantado sus ojos. Mira a Germán de soslayo y prosigue:

– Fue una escena verdaderamente jocosa. Deberías haberla visto, Germán. Bruna tenía la apariencia de un perro rabioso a punto de mordernos a las dos…

Después… Había sido un después eterno. Duró lo que duran las vergüenzas públicas o los reproches voceados. Empezó con una pregunta.

– Bruna preguntó: «¿Dónde cuernos habéis metido a Rogelio? ¿Qué habéis hecho con él?» Y lo dijo claramente, sin trabalenguas, las letras bien pronunciadas, en acento cargado de odio.

– ¿Qué pensaste? Marina mueve la cabeza:

– Todavía no pensé nada. Todavía imaginaba que Bruna estaba desvariando. Volví a acercarme a ella y traté de explicarle que Rogelio se había acostado porque estaba cansado. Bruna nos miró a las dos, a Tina y a mí, como si contemplara un par de monstruos. Luego me lanzó a boca de jarro: «Eres una ilusa.»

– ¿Solamente te dijo eso?

– No: me dijo algo más. Señaló a Tina y exclamó: «No te fíes de ésa; es una puta.» El resto ya lo conoces.

Marina deja de sonreír. El recuerdo todavía le duele. Lo lleva enquistado en la memoria y cuando hurga en él es como si reviviese.

– La acusación me pareció indigna, cruel e injusta. Le grité: «No te consiento que hables así…» Fue entonces cuando Bruna consideró que debía ciarme la bofetada.

Marina contempla el fuego. La mano de Bruna ya no está allí. Se ha esfumado con la leña.

– Al día siguiente os fuisteis a Madrid sin despediros. Y yo pensé: «Se acabó todo: Germán nunca volverá.»

– Pero volví -dice él-. Todavía volví.

– Sí -repite ella-, todavía volviste. Sin embargo ya no era lo mismo. La mano de Bruna lo había modificado todo.