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8

Había sido la comidilla de la sociedad. De vez en cuando la sociedad necesitaba nutrirse de chismes sonoros para subsistir. La sociedad era un vampiro incoherente y gigante que buscaba sin cesar sangre fresca para sustentarse.

A veces arremetía contra una pareja adúltera, otras contra un sacerdote renegado, otras contra una muerte turbia… Aquel año los colmillos se hincaron en la carne tierna y lechosa de tres mujeres.

La noticia corría de boca en- boca: «¿Sabéis lo que ocurrió la otra noche en casa de Teresa?» Y los colmillos se afilaban, crecían, rozaban en seguida las hipótesis más fantásticas: «Bruna dio una bofetada a Marina.» Las versiones eran casi todas subjetivas. Dependía en gran parte de la simpatía que el interlocutor sintiera por una o por otra. Algunos se decan-taban hacia las explicaciones más inverosímiles: «Marina insultó a Bruna y ésta se defendió pegándole.» Otro» se cebaban en Bruna: «El alcohol y las drogas no compaginan.» Y había quien aseguraba que Tina había sido la causante de todo: «Fue ella y solamente ella la que provocó la pelea.»

Pero la síntesis era la misma: «Los Cebrián y los Alcántara han roto su amistad.» Sobre aquel punto nadie discrepaba. Todo el mundo supo en seguida que entre los dos matrimo-nios habían surgido hostilidades definitivas: cuestiones de honor que en otras épocas se hu-bieran ventilado con un duelo.

– Nunca llegaste a explicarme lo que ocurrió después -dice Germán intrigado.

– No lo creí necesario. Era obvio que tú lo sentías más que nadie. Lo que de verdad me preocupaba era la actitud de Rogelio.

– Me dijiste que había reaccionado como un caballero.

– Te mentí -dice Marina-. La reacción de Rogelio fue lastimosa.

– ¿Por qué lo ocultaste? ¿Qué razón había para engañarme?

Marina esboza un mohín casi desdeñoso. Piensa, no sin malestar, que tal vez aquella ocultación fue ya, entonces, una especie de autodefensa, un modo de descartar posibilidades remotas, que de vez en cuando asomaban en el subconsciente y que nunca llegaban a defi-nirse, tal vez porque le hubieran dolido demasiado.

– Me dije que los detalles carecían de importancia, que lo mejor era «ir al grano». La reacción de Rogelio me dio mucho que pensar. Por primera vez comprendí la sordidez de aquella situación nuestra: no bastaba actuar limpiamente; era evidente que también la apariencia debía ser limpia.

– ¿Te habló de mí?

– No -responde Marina-, me atacó por otro flanco.

Marina vuelve a escanciar whisky en su vaso, luego lo mira: le divierte observar el olea-je en miniatura que provoca la oscilación de su mano.

– Aquella noche, después de lo ocurrido con Bruna, Tina me acompañó a casa. Por el camino no desperdiciaba ocasión de rebajar a tu mujer y ensalzar mi entereza.

Marina se lleva el vaso a los labios. Traga sin sed, como si cumpliera un rito.

– Todo se le iba en repetir que Bruna era una indeseable, una histérica y una borracha… Ya no se acordaba de que si Bruna me había pegado, había sido por defenderla a ella.

El oleaje del vaso aumenta y Marina lo sostiene con las dos manos.

– Ahora comprendo que aquella forma de hablar era una especie de ensayo, una preparación de lo que vino después. Tina necesitaba «descartarse» del asunto: convertir el episodio en algo exclusivamente mío.

Así, con el vaso sostenido por las dos manos, vuelve a beber.

– Rogelio todavía no se había acostado -dice luego-. Pero yo estaba tan nerviosa que ni siquiera le pregunté la causa. Después recordé que si no había ido a casa de Teresa era porque deseaba dormir. Pero tampoco aquella anomalía llegó á chocarme. Ya té he dicho antes que en aquella época yo estaba ciega, completamente ciega.

Germán recoge esa ceguera en silencio. No comenta. Sin darse cuenta adopta la actitud de otros tiempos, como si Marina no lo supiera ya todo.

– Al vernos juntas, Rogelio pareció extrañarse. Pero cuando yo quise explicarle la causa, Tina me tomó la delantera. Empezó a hablar, como tenía por costumbre; sentenciando, plan-teándolo todo subjetivamente, juzgando de antemano y haciendo hincapié en lo que Rogelio debía asimilar.

– ¿Qué dijo?

– Recuerdo con precisión algunas frases: «Bruna y Marina andaban a la greña cuando yo entré en el cuarto…» «Teresa me había advertido: "Se están tirando los trastos a la cabeza; por favor, Tina, ve a poner orden…".»

– ¿Por qué no rectificaste?

– En aquellos momentos yo confiaba en Tina. Pensaba: «Se está equivocando, pero no se da cuenta…» Era difícil rectificar. Además jamás hubiera creído que obraba de mala fe.

– ¿Y Rogelio? ¿Qué hacía Rogelio?

– Por primera vez en su vida parecía escucharla atentamente.

– ¿Y tú no comprendiste?

– Imposible. Tina era una hermana para mí. Pensaba: «Verdaderamente Rogelio tiene razón cuando afirma que Tina no despunta por inteligente…» Pero nada más. No estaba capacitada para descubrir su táctica. Resulta difícil averiguar la verdadera naturaleza de nuestro mal cuando todo se alía para ocultarlo. Casi estoy por decir que lo que yo suponía «falta de inteligencia», llegaba a conmoverme, como si sus errores, lejos de perjudicarme, la perjudicaran a ella.

Marina adopta un aire despreocupado: lo hace para defenderse del recuerdo de Tina. Ahora ya no es la mano de Bruna lo que la turba. Es la elocuencia de Tina, hablando como un papagayo, atolondradamente comunicativa, desviando la realidad hacia un Rogelio atento, un Rogelio desconocido.

– Es ridículo decirlo, pero casi me halagaba que Rogelio pendiera de su palabra. ¡Había yo luchado mucho para que Tina y él congeniaran! Me tranquilizaba pensando: «Cuando se vaya, pondré las cosas en su punto.» Rogelio no era tonto. Rogelio sabría comprender que el relato de Tina era pura fantasía, pura entelequia.

La mano que sostiene su vaso vuelve a temblar y Marina finge moverlo para que Germán no adivine ese temblor.

– Pero no dio lugar. Fue imposible. Tina lo había convencido plenamente.

– ¿Y tú no sospechaste?

– Durante la explicación de Tina, tuve presentimientos oscuros que acaso duraban una fracción de segundo… Fueron centelleos vagos, escurridizos, que no conseguía asir… Venían a ráfagas breves: El retraso de Tina… El pretexto del cansancio de Rogelio… La acusación de Bruna, el insulto brutal que le había dedicado a Tina… Todo estaba a punto de unificarse, pero en seguida se distendía… No llegué a relacionar conceptos.

Se detiene, sujeta de nuevo el vaso con las dos manos y prosigue:

– Lo grave fue cuando, al referirse al insulto de Bruna, Tina dio a entender claramente que iba dirigido a mí.

Deja el vaso en la mesa, coge un cigarrillo y lo enciende. Y, al instante se arrepiente de haberlo encendido, porque el temblor de la mano resulta más difícil de velar con un pitillo entre los dedos.

– Es indudable -prosigue Marina- que las bajezas del ser humano tienen a veces la facultad de ampliar el cerco de las posibilidades. Aquella noche Tina ensanchó el suyo hasta el tope. No se trata ya de ser inteligente o no serlo. Se trata de algo ajeno a la inteligencia, al-go que a veces los tontos poseen en grado elevado…

Y ríe otra vez, encogiendo los hombros en cada espasmo.

– Ahora que ya lo sé todo, me parece imposible que incluso aquel supuesto error de Ti-na me dejara en la oquedad más absoluta. Llena de perplejidad, volví a pensar: «Tina es re-matadamente tonta.» No me cabía en la cabeza que en ella pudiera existir algo más que tontería…

Fuma nerviosa, la mano cada vez más agitada.

– Hubo un momento en que sin duda estuve a punto de comprenderlo «todo» de golpe; fue cuando Rogelio empezó a tararear. Rogelio sólo tarareaba cuando pretendía disimular algo… Y nunca se arrancaba con una melodía concreta. Eran tarareos difusos, popurríes, me-lodías inventadas. Pero mi perplejidad no me dejaba adentrarme en la sospecha. Así que no llegué a enterarme de la verdad hasta que Rogelio hubo muerto.

Germán no replica. Tampoco rebate.

– Tina se quedó en casa hasta las tres de la madrugada. Recuerdo muy bien la hora porque Rogelio insistió: «A estas horas una mujer no puede andar sola por la calle…» y, naturalmente, se ofreció a acompañarla.

Sonríe. Quiere mostrarse a sí misma que puede hablar de todo aquello sin dolor.

– No voy a negarte que cuando la vi marchar sentí un gran alivio. Me dije: «Es una buena amiga, pero hoy no ha sabido estar a la altura de las circunstancias…» Todo antes que claudicar ante los hechos establecidos. Cuando se es joven, existe una gran tendencia a juzgar las cosas de un modo general y escueto. La juventud es rotunda, poco dúctil: existen los tontos y los listos, los pobres y los ricos, los amigos y los enemigos… No cabe la posibilidad de una medianía, de «un sí, pero». Te digo esto porque, en aquella época, yo consideraba la amistad como algo sagrado, un hecho irreversible, incapaz de un pero. Tenía de la amistad un concepto rígido, enquistado a unos principios que nada ni nadie podía modificar.

Mira su cigarrillo. La mano casi ya no tiembla.

– Imaginaba que un amigo, por el hecho de serlo, jamás podía convertirse en enemigo sin dejar de ser amigo… No me cabía en la cabeza que pudieran existir amistades enemigas, o traiciones leales, o mentiras verdaderas… Yo no sabía que podía haber amistades verdaderas por simple interés… Para saber estas cosas es necesario llegar a la edad en que hemos llegado tú y yo.

Marina se detiene; pasa su mano por la frente y el humo de su cigarrillo se estanca unos instantes en el mechón que le cae por la sien.

– En el fondo, esos errores o esas ignorancias son el tributo que los jóvenes deben pagar a la vida… ¿No lo crees así? Tina había sido amiga mía desde la infancia. Lo que yo no sabía es que, ya desde entonces, se había aferrado a mí por conveniencia. Es muy posible que ni siquiera ella lo supiera. Yo, en definitiva, era el eslabón que la unía a los otros, la sociedad que ella siempre había codiciado… Empezó despertando mi pena: no tenía padres, vivía con un tutor que no la quería. Necesitaba cariño y nadie se lo daba. Como estudiante era poco brillante; tenía fama de retrasada mental. Fue aquella pena lo que me incitó a acogerla. Desde muy niñas me propuse compartir con ella todo lo que me pertenecía: trajes, zapatos, casa, diversiones, secretos… Así crecimos, así nos educamos y así construimos aquella absurda alianza que dio en llamarse amistad.

Marina toma aliento. Nota la boca seca y sorbe el último trago de su vaso.

– Hasta que un día, tal vez mal acostumbrada, decidió compartir conmigo a Rogelio…

La ocurrencia provoca una risa convencional en los dos. Germán pregunta:

– ¿Qué ha sido de ella?

– Continúa vegetando. Ha engordado mucho. Probablemente si la vieras no la recono-cerías.

– ¿Y entre vosotras? ¿Qué hubo entre vosotras?

– Silencio… Un prolongado y elocuente silencio. Dejamos de tratarnos, pero no hubo violencia.

Las manos de Marina ya no tiemblan y puede sostener el cigarrillo con arrogancia.

– Sin embargo -añade ella mirando el suelo-, creo que ahora, después de tanto tiem-po, nada impediría que volviéramos a ser amigas…

Germán arquea las cejas. Probablemente no entiende la pasividad de Marina.

– No te extrañe -aclara ella-. No me refiero a la amistad de antes, ilusa, convencional y sublime… Eso se experimenta en la infancia, cuando imitamos la vida, o en la juventud, cuando empezamos a vivirla… Pero a mi edad, eso de la «amistad» tiene una dimensión muy distinta.

Marina sonríe, la ironía le brota en todas sus palabras:

– Para que la amistad sea verdaderamente meritoria, para que tenga una razón de ser, es necesario que venga arropada por un gran espíritu de sacrificio. Lo contrario implica egoísmo, y el egoísmo, según dicen todos, no encaja con la amistad… -Y la ironía le crece, se instala en su sonrisa, la ensancha como si fuera risa-. Yo me pregunto: ¿Qué mérito puede haber entre dos personas que no tienen nada que perdonarse y que, además, se encuentran a gusto juntas? La nuestra, a partir de ahora, sería «una amistad sacrificada», como mandan las reglas, y, por lo tanto, mucho más autentica que antes. -La sonrisa decae, se vuelve mueca y la ironía se va convirtiendo en despecho-. Porque tratar a Tina, ahora, verla y soportar sus sandeces, supondría un esfuerzo grande, Germán, muy grande.

– Dices que ella se unió a ti por conveniencia. ¿Y tú, Marina? ¿Por qué fuiste amiga de ella?

– Lo he pensado mucho… Tampoco yo era demasiado altruista. No estoy muy segura, pero creo que yo era amiga de Tina por el placer de protegerla. En el fondo, también ese sentimiento era egoísta. En realidad, todos somos amigos de alguien por algo. – Germán cambia de posición. Probablemente piensa que en todo lo que Marina está diciendo hay algo demagógico y amargo, algo con raíces más hondas que las de un simple perdón. Quizás intuye que ese tipo de valores humanos carece de interés para ella y que si ha perdonado a Tina es porque, al perdonarla, la ha sentenciado a muerte.

– Bruna fue más inteligente que yo: no cabe duda. Ella comprendió en seguida lo que había entre Rogelio y Tina.

Renace un silencio profundo. El pasado vuelve a estar entre ellos: «Igual que un cadáver violado», piensa Marina.

Pero no se arrepiente de haber hurgado en él. Hay momentos en que para enterrar definitivamente lo que duele, es preciso desangrar el cadáver, matarlo aún más, nacerle la autopsia.

Germán pregunta:

– Aquella noche, cuando Rogelio acompañó a Tina a su casa, ¿qué ocurrió después?

– Hubo una escena desagradable entre Rogelio y yo. Una escena que por una causa u otra venía repitiéndose con demasiada frecuencia. Rogelio llegó enfadado. Sin darme tiempo a reaccionar, se apresuró a decirme que, por mi culpa, él había quedado en ridículo una vez más…

– ¿Por qué? La culpa no era tuya.

– No lo era. Pero yo me sentía culpable. Aunque la razón de su censura fuera injusta, la censura en sí tenía una razón de ser… Tal vez por eso no me defendí como debí hacerlo… Es posible que Rogelio comprendiera mi estado de ánimo y extrajera ventaja de él. La verdad es que cuando alguien o algo me atacaba, jamás él se ponía de mi parte; al contrario, decía: «Tú te lo has buscado.» De ese modo me obligaba a sentirme en deuda con él. Tardé mucho en comprender que aquella forma de actuar era su defensa. No tenía otra.

– Pero aquella vez -insiste Germán- debiste poner las cosas en su punto…

– Lo intenté. Fue inútil. Rogelio no atendía a razones. Nunca toleraba que le llevasen la contraria. Lo habían educado con la convicción de que él jamás podía equivocarse. Hay ejemplares así, pequeños Torquemadas con el dedo apuntando continuamente a la hoguera.

Marina se detiene. Vuelve a recordar a Tina. Aquélla noche la hoguera había sido ella. Y Torquemada sólo pensaba en la hoguera.

– Supongo que Tina habría rematado su labor en el largo trayecto a su casa. Hacía pocos días, Rogelio me había dicho algo muy doloroso para mí: «Deberías acabar con tus di-chosos conciertos, Marina: te estás convirtiendo en el hazmerreír de nuestros amigos…» Has-ta entonces nunca se había atrevido a rozar ese tema. Él sabía que, para mí, la música era una parte importante de mi vida.

Cierra los ojos: la voz de Rogelio vuelve a estar en sus oídos. Incluso escucha el saliveo quejumbroso que arrastraban sus palabras.

Y recobra también el desamparo en que Rogelio la había sumido al usurparle, de un plumazo, su amor a la música.

Supo entonces que aquella frase era el preludio de muchas otras. Cuando Rogelio se atrevía a dar manotazos como el que acababa de dar, inmediatamente echaba mano de otras razones para sentirse seguro.

Aquel reproche no iba a quedar aislado. Vendrían más. Muchos más.

Marina podía intuirlos. Los volcaba casi siempre cuando se volvía enigmático. Luego venían las advertencias. Unas advertencias misteriosas. Y al final, caía siempre el reproche.

– Fue entonces cuando me confesó que Bruna me llamaba «La schubertina».

Germán aprieta las mandíbulas una contra la otra. Los veintisiete años que separan aquel episodio del momento actual, no han sido lo bastante eficaces para despojarlo de su indignación. Dice:

– Una crueldad innecesaria.

– Sin embargo, fundamental para los planes de Rogelio. Fue un modo de situar a Bruna entre mis hipotéticos enemigos. Una forma de liberarse de ella… ¿Comprendes?

Marina se encoge en el asiento. A pesar de su estatura, parece una mujer pequeña. Recuerda ahora que esa forma de sentarse también exasperaba a Rogelio.

Había infinidad de cosas que Rogelio no podía sufrir en ella.

– Ni que decir tiene que, al oír aquello, me quedé desarmada. No era sólo lo que decía… Era lo que callaba, lo que me daba a entender sin decírmelo… Tuve la impresión de que, tras aquella indirecta, había mil indirectas más, mil arcanos ciegos atentando contra cualquier ac-to de mi vida… No te rías, Germán… Rogelio conseguía atemorizarme por cosas así: vagas y punzantes. Le gustaba avasallarme con su razón cargada de sinrazones… Es muy posible que mi recelo lo agrandase todo. Pero también eso debía de formar parte de su plan.

Traga saliva y aclara la voz:

– Parecía como si su único objetivo fuera volverme insegura, amordazarme con temores abstractos… Me hablaba de fracasos, de torpezas mías que la gente comentaba a mis espaldas, cosas menudas pero implacables… Y, te lo aseguro, conseguía atemorizarme. Pero mi temor no era egoísta. En realidad, temía por él. Me dolía que, por mi causa, Rogelio pudiera quedar en ridículo…

– ¿Qué hiciste?

– Lo último que debí hacer: le pedí perdón. Le prometí que, en adelante, nadie hablaría de mí. Le di mi palabra de que ya nunca volvería a dar conciertos… Pero, en el fondo, le estaba pidiendo perdón por otras cosas: por haberme distanciado de él, por haberte querido a ti, por no responder, como era debido, a su generosidad… Gracioso, ¿verdad?

– Gracioso -repite él.

– Creo que nunca te lo he confesado, pero a partir de aquel momento me propuse olvidarte, Era la única forma que se me ocurría de recuperar la dignidad.

– Nunca la perdiste. Al menos conmigo…

– A veces lo que se desea puede ser tan culpable como lo que se obtiene.

Y se calla: analiza la frase que acaba de pronunciar. Intuye que Germán no la entiende.

– Por eso te he dicho antes que a pesar de tu regreso, a pesar de nuestros escasos encuentros posteriores, la mano de Bruna lo había modificado todo.