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Había sido un regreso inesperado, oculto para todos menos para Marina.
Hubo una llamada telefónica: un acuerdo. Una cita en el vacío restaurante de Miramar y un sumergirse luego en las calles viejas de la ciudad, metidos en un taxi con gasógeno, que olía a rancio y a la colonia de Germán.
Le habían dicho al taxista: «No se detenga: circule por donde usted quiera, pero no salga del área.» La cuestión era evitar a toda costa que la gente supiera que ellos dos estaban juntos. Tras la rotura de relaciones entre los Cebrián y los Alcántara, no se podía obrar de otro modo.
Así había transcurrido la tarde: serpenteando por callejas sórdidas. Eran barrios que se caracterizaban por su independencia, grises, turbios y mediocres, de realidades civiles poco relevantes, como no fuera cuando alguno de ellos saltaba a las páginas de un periódico.
Y, por primera vez desde que se habían conocido, Marina tenía la impresión de que entre ellos existía algo sórdido, algo deleznable: bastaba echar un vistazo al rostro aburrido y resignado del taxista para comprender lo que estaba pensando. Pero había que afrontar cual-quier suposición. Aquella entrevista era indispensable. Había un mundo de cosas que ventilar. Existían demasiados acuerdos pendientes de trámite.
– Entonces, aquellas calles todavía tenían algo de pueblo -comenta Marina-. ¿Recuer-das, Germán? ¡Qué distinto era todo! Eran calles con sonidos propios, no como las de ahora.
– Es cierto: había niños jugando en las aceras y perros ladrando y radios en sordina emitiendo seriales. Aquella tarde habían hablado mucho. Pero e! suceso de la mano era todavía demasiado reciente para comentarlo con imparcialidad. En realidad aquel episodio, por encima de cualquier contingencia, constituía una amenaza. Una amenaza que los condi-cionaba a una postura nueva y a un nuevo punto de vista. Por eso no se perdían en analizar detalles. Más que disertar sobre «lo que había ocurrido», urgía plantear lo que podía ocurrir.
Aquélla había sido la razón de que no hubieran desmenuzado el caso como lo están desmenuzando ahora. El sesgo angustioso de su mutuo sentimiento iba desviándose hacia otras latitudes, y había que dejar asentadas infinidad de circunstancias.
– Creo que aquella tarde ni tú ni yo hablamos con franqueza.
– Es posible -admite él-. A veces la verdad es demasiado sucia.
– Sí -contesta ella-, hay pudores inevitables como hay impudicias inevitables…
– Me propusiste: «Es mejor que no volvamos a vernos…» En realidad esa frase me la habías dicho infinidad de veces, pero aquella vez sonaba distinta.
Germán tiene razón. Aquella tarde ella estaba decidida a romper con él de un modo rotundo.
– Recuerdo que te arrancaste a hablar de tus hijos, de tu conciencia, de tu marido… Dijiste: «Rogelio no merece que, por mi culpa, su nombre quede en entredicho…»
– ¿Eso dije?
Y de nuevo rompe a reír.
– No debiste dejarme en el engaño.
Sin embargo, no se lo reprocha: lo comenta. Nadie puede reprochar una fotografía vieja por muy desacertada que hubiera resultado.
– Tuve la impresión de que ya no eras la misma: algo parecía haberse modificado en ti…
– Recuerdo muy bien aquella tarde -dice ella-. Había momentos en que ni siquiera me daba cuenta de que estábamos juntos. Rogelio ocupaba por completo mis ideas. Rogelio y mi remordimiento. Tú me comunicaste: «Mañana regresaré a Madrid en el tren de las ocho. Si tú lo quieres, no volveré…»
– Estabas inquieta, mirabas continuamente el reloj… Dabas la impresión de querer zan-jar pronto nuestra entrevista…
– No te equivocabas. Me apremiaba dejarte. La incomodidad me iba creciendo por minutos…
– Te propuse que nos despidiéramos allí mismo, en una bocacalle de las Ramblas… Y tú aceptaste.
Había sido un adiós frío, lleno de premura y de miedo. Germán había bajado a toda prisa y el gasógeno había continuado su carrera, vacío ya de miedo y de Germán. Con una mujer dentro llena de propósitos buenos, inmunizada contra cualquier sentimiento Que pudiera apartarla de ellos.
– Recuerdo que, al apearte, me sentí aliviada -confiesa ella-. Nunca hubiera podido imaginar que fuese tan sencillo renunciar a ti. Creo que pensé: «Tal vez no lo quiera como yo suponía.»
– Yo me quedé en la calzada, desorientado, incapaz de reaccionar. Contemplé tu coche hasta que lo perdí de vista.
– Al llegar a mi casa -continúa Marina-, fui directamente a mi cuarto… ¿Sabes lo que hice? Destruí todos los recuerdos que me ligaban a ti. Había cartas, fotografías, entradas de cine…
Y ríe con desgana, con una risa tan destruida como los recuerdos de aquella primera etapa.
– ¿Te dolió hacer eso?
– No, eso era lo curioso. Fue una aniquilación sin desgaste. Tenía la impresión de que no era yo la que actuaba.
– ¿Y de verdad creías que nunca volveríamos a vernos?
– En todo caso, tenía la convicción de que si volvía a verte, mi decisión no iba a al-terarse. Me sentía igual que si hubiera salido de un pozo, o de un pantano, o de cualquier lugar absorbente. Lo único que me importaba era recobrar a Rogelio. En aquellos momentos yo todavía suponía que nuestro evidente alejamiento se debía a mí. No sospechaba aún que la culpa fuera de él.
– Las mujeres sois simplistas.
– Di mejor simples. Vanidosamente simples. Más de una vez había yo pensado: «Roge-lio se siente traicionado: seguramente espera de mí algo que yo no capto a causa de Ger-mán…» No se me ocurría imaginar que el descontento de Rogelio era una forma de sacudirme de su vida.
– En efecto: la suposición era presuntuosa.
– Pero lógica. Yo confiaba en él. ¿Comprendes? ¿Cómo sospechar que lo que Rogelio estaba deseando precisamente era provocar mi fatiga?
Poco a poco aquella fatiga había ido creciendo en ella. Era una fatiga inquieta, que la obligaba a replegarse, a sentirse continuamente en inferioridad de condiciones. Sobre todo cuando Rogelio repetía: «Mi mujer es muy extraña y ha perdido el gusto de vivir. Nada le divierte, nada la complace.» Y ella había llegado a creer que Rogelio tenía razón y que su lasitud (aquella lasitud que aumentaba de día en día) no era provocada por el propio Rogelio, sino por ella misma.
Recuerda ahora los cargos de Tina. «El pobre Rogelio está cada vez más solo… Deberías esforzarte.» Pero cuando se esforzaba, surgían inmediatamente las barreras, que nunca podía evitar y que se instalaban entre ambos del modo más inexplicable. «Mejor será que no me acompañes, Marina: vas a aburrirte mucho…» Y se iba solo. La dejaba tras la barrera, con su desorientación y su carga de remordimientos. Luego repetía a todo el mundo: «Ya lo estáis viendo: mi mujer no quiere acompañarme.»
– Es muy difícil luchar contra un enemigo que se oculta, Germán. Y Rogelio se ocultaba. Se escondía tras una idiosincrasia que no le pertenecía y que todos, hasta sus amigos íntimos, consideraban sincera.
Marina respira hondo y cierra unos instantes los ojos. Recuerda al Rogelio que ella ela-boraba en sus probetas particulares: un Rogelio consecuente, sereno, incapaz de un desvío, incapaz de una doblez. Un Rogelio que no la dejaba a merced de aquellos aburrimientos que (tal vez sin darse cuenta) él mismo fomentaba, sino que se esforzaba por ayudarla, por salvarla del hundimiento que la estaba amenazando.
Y lo asocia al Rogelio de los últimos años: los de su enfermedad. Aquellos años «distin-tos» a los anteriores: ajenos por completo a todo resentimiento y a todo equivoco y que al fin le mostraban al Rogelio deseado, el que siempre hubiera necesitado tener.
– ¡Qué mal nos conocemos unos a otros! -dice Marina-. O quizá lo que ocurre es que, sin darnos cuenta, cambiamos, nos volvemos otros… Y así, naturalmente, no hay modo de conocerse…
Contempla el rescoldo de la chimenea. Se da cuenta de que el fuego está a punto de extinguirse, pero ya no lo aviva. La habitación se ha caldeado.
– Rogelio era un hombre influible -sigue diciendo Marina-. No podía remediarlo. Casi siempre se dejaba llevar por el último que le insuflaba una idea. Mi torpeza consistió en no explotar esa peculiaridad suya.
– ¿Crees tú que hubieras podido remediar algo?
– Lo dudo, pero al menos me hubiera quedado la satisfacción de haberlo intentado.
– No debes reprocharte nada: tus propósitos eran buenos.
– Pero ineficaces. Aquella noche, después de haberme separado de ti, tuve que enfren-tarme con un Rogelio completamente opuesto a mis propósitos.
Sonríe melancólicamente. Piensa: «No hay razón para sacar a relucir cosas tan alejadas del presente, tan convertidas en tiempo.» Pero la atenta actitud de Germán la anima a seguir hablando.
– Su mal humor era evidente. Ignoro lo que le habría ocurrido. Lo cierto es que empezó, como de costumbre, a zaherirme con vaguedades: «La gente dice…» La difusa «gente» de Rogelio siempre preludiaba sus ataques. «La gente» era su terrible adivinanza. Una adivi-nanza que nunca llegué a descifrar cuando él vivía. Luego «la gente» fue Tina y Rosario, y acaso otras personas que ya no me tomé la molestia de descubrir.
Germán sigue inmóvil: sus gafas enfocadas hacia ella.
– Según él, «la gente» comentaba, censuraba, atacaba… «Yo educaba mal a mis hijos.» «Yo era extravagante.» «Yo hacía el ridículo interpretando a Schubert…» «Yo vestía mal.» «Yo no sabía comportarme en sociedad…»
Se detiene. Piensa: «Tal vez no deba hablar así de un muerto.»
– ¿Y luego? ¿Qué pasó luego?
Marina piensa que hay algo morboso en la curiosidad de Germán. Dice él:
– Es apasionante desmenuzar todo lo que nos ha situado en el presente.
«Habla como si fuéramos muñecos o figuras decorativas, o piezas de ajedrez movidas por algo superior a nosotros», se dice ella.
– Para ser exactos, no bastaría desmenuzar nuestros actos, sino los de todos. Al fin y al cabo, no estamos solos, Germán, dependemos de los demás. Todos influimos en todos. Cada historia es el resultado de millones de historias. No es justo culpar solamente a Rogelio. También yo era culpable. Sea por lo que fuere, yo «defraudé» a Rogelio. Y todo aquel que defrauda, traiciona.
– ¿No estarás juzgándote con excesiva severidad?
– Nunca somos lo bastante severos con nosotros mismos -dice ella con firmeza-. Ése es otro de los descubrimientos que sólo podemos hacer cuando llegamos a nuestra edad.
A pesar del calor que emana de la chimenea, las manos de Marina están frías. Por eso las frota una contra la otra, y encoge los hombros y mira la ventana con la esperanza de ver salir el sol.
– Excuso decirte que, aquella misma noche, el torreón de mis buenos propósitos, se vino abajo. Recordé de pronto todo lo que por la tarde había desdeñado. Recordé aquel adiós frío y rápido en un taxi detenido en las Ramblas. Recordé de golpe todo lo que volun-tariamente había perdido y que probablemente jamás iba a recobrar… Y recordé que era joven: que ante mí se extendía un camino largo, interminable… Un trayecto vacío, creado pa-ra mí sola.
Y supo que si no moría, la soledad, para ella, iba a ser como un virus imposible de curar: una de esas enfermedades mortales, pero que no mataban: algo que se contraía, como se contraen las viruelas o la tuberculosis; que desgastaba el organismo y dejaba señales.
– Y te recobré. Germán. Te recobré con mayor virulencia que antes. Te recobré aquella misma noche, en mi insomnio, en aquel llanto que Rogelio no oía porque estaba durmiendo. Tal vez si se hubiese despertado, si me hubiese preguntado: «¿Por qué lloras, Marina?», si se hubiese interesado, aunque sólo fuera por educación, por lo que me estaba ocurriendo, yo hubiera vuelto a perderte. Pero Rogelio dormía… o fingía dormir… no lo sé. Y yo era una isla devorada poco a poco por aquel mar de su sueño.
Marina vuelve a mirar la ventana. Decididamente, el sol no lleva trazas de asomar. Al contrario. La niebla se acentúa y el día va pareciéndose cada vez más a una noche.
– También aquel sueño era culpable.
Las gafas de Germán se desvían. Mira el vaso de whisky.
– ¿Puedo servirme otro trago? -pregunta.
Lo hace él mismo, generosamente. Luego vuelve a sentarse en el sillón.
– Así que me recobraste -dice después del primer sorbo.
Marina intenta bromear:
– Como se recuperan los furúnculos cuando uno imagina que han sido curados.
Y ríen otra vez.
– Por eso te he dicho antes que el amor es una especie de nivel, un hueco que pide ser rellenado, una autosatisfacción compartida: la persona es lo de menos.
Germán no se inmuta:
– Quizá tengas razón -admite.
– No te quepa la menor duda -insiste ella-. Si aquella tarde Tina no se hubiese entre-vistado con Rogelio, si él no hubiese llegado a casa furioso, si no me hubiese hablado «de la gente», si no me hubiese dejado llorar toda la noche, yo, al día siguiente, probablemente no hubiera corrido a tu encuentro.
– Pero tardaste, tardaste mucho.
– Fue el día más largo de mi vida -recuerda ella-. Sabía que tú no te ibas a Madrid hasta las ocho de la tarde, que tu tren salía de la estación de Francia…
– Aunque te parezca insólito, estuve esperando tu llamada telefónica desde por la ma-ñana: no podía aceptar aquella despedida nuestra tan helada y tan esquiva. Tenía el presen-timiento de que de alguna forma tú ibas a romper el hielo de un momento a otro.
Pero Marina se había resistido. Había supuesto que las batallas se ganaban «dejando pasar las horas», sumando minutos vacíos… Ignoraba que, para vencer de verdad, era preciso algo más. Algo que, en aquellos momentos, ella aún no había descubierto, y que luego, al morir Rogelio había poseído en su plenitud.
– Mil veces estuve tentada de llamarte, de rogarte que volviéramos a vernos, de concer-tar un nuevo encuentro y pedirte que te quedaras…
– ¿Por qué no lo hiciste?
– Había varios motivos; me avergonzaba convertirte en un recurso… Pero además tenía miedo… Sentía los nervios deshechos y me notaba atrozmente cansada…
Era un cansancio nuevo, rodeado de límites: existía la mano de Bruna, existía «la gente» de Rogelio, existía el odio de Rosario y sobre todo, existían sus hijos. Todavía niños, todavía dóciles y cariñosos…
– Había límites -dice ella-, muchos límites.
– Aquel día no llovía -comenta él-, recuerdo que incluso hacía calor.
– Era primavera, como ahora.
– No, como ahora no. Entonces los días eran más largos y no olía a invierno.
– Éramos jóvenes, tremendamente jóvenes. Por eso el tiempo duraba más.
– Sin embargo, cuando subí al tren me sentía viejo: como si un siglo entero hubiera caído sobre mí. Era duro volver a casa sabiendo que ya nunca iba a verte… Y me arrepentí de no haberte hablado claro, de no haberte puesto al corriente sobre la verdad de tu marido. Sí, Marina, me arrepentí de todo eso y de mucho más.
Pero ella se había mantenido firme y había dejado pasar las horas como dejaba pasar sus latidos, lechan do contra ellas, consultando el reloj cada cinco minutos: temiendo y deseando a la vez que aquellas horas se esfumaran. Dando valor a cada segundo y procurando olvidar que todavía quedaba tiempo, que Germán aún estaba allí, en la habitación de su hotel, aguardando el momento de dirigirse a la estación de Francia.
– A las ocho menos cuarto pensé: «Ya está. Ya he ganado la batalla. Germán ha subido al tren y yo no he dado un paso para retenerlo…»
– ¿Te quedaste tranquila?
– Sabes muy bien que no. Fue peor, mucho peor. Nada más horrible que el hecho consumado. Y tu subida al tren era un hecho consumado.
Fue al mirar los abetos del jardín. Los vio bañados en sombras, quietos, más desolados que nunca. Y le dio horror imaginar que ella podría contaminarse de aquella desolación. No quería parecerse a ellos.
Recordó de pronto que ella no estaba enraizada en la tierra; ella no era un árbol, ella podía moverse y andar y correr… Ella todavía podía salir de allí, escapar de los abetos, dejarlos solos en su desolación…
– Recordé que el tren no salía de la estación hasta las ocho en punto y que si me daba prisa, aún podría alcanzarlo en el apeadero de la calle de Aragón.
Germán sonríe con sonrisa indulgente: como la que se esboza cuando se contempla una película muda.
– Al meterme en el coche, vi la silueta de Rosario atravesando la calle. Me hizo señas para que me detuviera, pero yo fingí no haberla visto. No podía permitirme el lujo de perder ni un segundo. Afortunadamente, el tráfico de entonces era escaso y los coches no suponían un problema para la circulación.
Había conducido alocada, el pecho oprimido, la respiración tumultuosa. Respiraba al ritmo del tren que se dirigía hacia su misma meta. Pensaba: «Ahora estará en las afueras». Y se esforzaba en imaginar todo lo que Germán estaba viendo en aquellos momentos: el cruce de los raíles, los postes eléctricos, las casuchas viejas del alfoz, el túnel… Tenía la sensación de que, al imaginar todas esas cosas, se identificaba al tren en el que Germán viajaba, e impedía que se le adelantase.
– Bajé por el paseo de Gracia como un rayo -explica Marina-. No entiendo cómo no provoqué un accidente. Entonces apenas había semáforos. ¿Recuerdas? Nada me detenía. En el fondo no me hubiera importado no llegar nunca. Lo que realmente me importaba era llegar tarde.
– Llegamos a la vez -dice él. -Sí -repite ella- llegamos a la vez. -En cuanto el tren se detuvo en el apeadero, te vi bajar corriendo por la escalera. Ibas vestida de blanco…
El revisor repetía: «Rápido, no se entretengan.» Había un barullo grande. Un barullo lleno de urgencia, de humo, de suciedad. Un fuerte tufo a hollín lo invadía todo.
Marina se vio de pronto frente a él. Y el tufo a hollín olía a la colonia de Germán. Lo demás se esfumaba. Eran imágenes de relleno, circunstancias que carecían de valor.
Germán la estrechaba entre sus brazos. Le repetía palabras que le inyectaban vida, que la rescataban de aquella muerte a la que se había entregado durante todo el día. Y no pensó en nada. Sólo en que Germán la tenía en los brazos, que se despedía de ella sin frío, sin el horrible sudario de la tarde anterior. No hizo preguntas. No había tiempo de hacerlas. El tren no cesaba de bufar y la gente se iba acomodando en sus puestos: «Usted, señor, va a perder el tren…» Y Germán repetía: «Por muchos años que pasen…» Fue un instante. Un instante eterno. O una eternidad instantánea: algo que recordar toda la vida.
Después Germán había subido de nuevo al compartimiento. Las ruedas se movían. Los vagones arrancaban hacia el túnel, ruidosas y renqueantes, tal como habían venido, pero con la carga completa.
Y ella se quedó allí, junto al quiosco de bebidas, contemplando los raíles, relucientes y desnudos, destacando nítidos sobre un pavimento de piedras chamuscadas.
Luego se había sentado en un banco, aturdida, con su victoria de cartón convertida en derrota.
Algo había acabado para ella. Algo que, sin embargo, persistía en su destrucción, y que, probablemente, persistiría siempre.
Pronto el andén había quedado vacío pero el humo del tren continuaba subiendo lenta-mente por el hueco que partía la calle.
– Aquella calle ya no existe -dice Marina-. Ahora es como una avenida.
Una avenida más en la ciudad, sin estaciones visibles ni huecos cercados por baran-dillas. Una avenida amplia, liberada de humos pero infectada de coches.
– Me llevé tu imagen como si me llevase un tesoro -dice él.
– Yo tardé en subir a la calle -contesta ella-. Pero cuando llegué arriba, el humo de tu tren todavía serpenteaba por los tejados.