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El Estado de Inglaterra

1. Los teléfonos celulares

El Grandote Mal estaba junto a la pista de las carreras. Llevaba un traje de hilo arrugado, un cigarrillo en una mano enguantada y el teléfono celular en la otra. También llevaba una cicatriz: un raspón feo en un costado de la cara, desde el lóbulo de la oreja hasta el pómulo. Lo peor de la herida era lo reciente que parecía. No porque sangrara, sino porque tal vez supuraba. Se había comprado el traje en Contemporary Male en Culver City, Los Angeles… cinco años atrás. La cicatriz la había adquirido en una zona en pendiente de un estacionamiento cerca de Leicester Square, Londres, la noche anterior. Bajo un cielo de color azul chillón con nubes bajas estaba el Grandote Mal, junto a la pista de carreras del colegio. No era alto, pero era un tanque: medía uno ochenta en todas las direcciones… Mal sentía que estaba en una situación clásica: esposa, hijo, otra mujer. Era mediados de septiembre. El Día del Deporte. La pista de carreras donde se encontraba ahora pronto vibraría bajo las zapatillas de su hijo de nueve años, Jet Sheilagh, la madre de Jet, estaba parada en la escalinata de entrada del edificio del club, a menos de cincuenta metros de distancia, con las otras mamás. Mal la veía. También ella portaba un cigarrillo y un celular. Sólo se hablaban por los teléfonos.

Mal se puso el cigarrillo entre los labios con sus grandes dedos blancos y fríos y marcó el número de Sheilagh.

– ¡A! -exclamó Mal.

“¡A!”, así, cortito, agudo, y no “¡Ah!”. Mal producía con frecuencia este sonido. Era su reacción al dolor, a la sorpresa penosa, a la imperfección terrestre. En ese momento gritó “¡A!” porque había apoyado el receptor en el oído dolorido, que estaba tan inflamado, tan traumatizado por los acontecimientos de la noche anterior. Luego dijo:

– Soy yo.

– Sí, te estoy viendo -respondió Sheilagh, mientras avanzaba hacia él entre las otras mamás, bajando la escalinata. Él le dio la espalda y preguntó:

– ¿Dónde está Jet?

– Ahora los traen en el ómnibus. Por Dios, Mal, ¿qué te hiciste? ¡Cómo tienes la cara!

Buena noticia: la lastimadura se veía a cincuenta metros de distancia.

– Un buen baile -respondió Mal a manera de explicación. Y en cierto sentido era verdad. Mal tenía cuarenta y ocho años, y se podía decir que se había ganado bien la vida con los puños. Con los puños, los pies, los virajes bruscos, los cabezazos. La paliza de la noche anterior no había sido la peor de su vida. Pero sin duda había sido la más rara.

– Quédate por ahí -dijo, mientras encendía otro cigarrillo-. ¡A! -agregó. Otra vez se había equivocado de oreja. -¿Y cuándo llega el ómnibus?

– ¿Te hiciste ver? Eso hay que curarlo.

– Me lo vendó una enfermera especializada -dijo Mal hablando con cuidado.

– ¿Quién? ¿Miss India? ¿Cómo se llama? ¿Linzi?

– A. Linzi no. Yvonne.

La mención de este nombre (con tono cansado pero poderosamente acentuado en la primera sílaba) ya le contaría a Sheilagh su propia historia.

– Ya sé. Saliste de juerga con el Gordo Lol. Sí. Y bueno. Hace treinta años que estás con el Gordo Lol…

Mal siguió el razonamiento de Sheilagh. Si hacía treinta años que estaba con el Gordo Lol ya habría aprendido a curarse solo. Uno se volvía enfermero especializado, le gustara o no.

– Yvonne me curó. Limpió la herida y me puso una pomada. -Esto era cierto. Esa mañana, mientras tomaban té con tostadas, Yvonne le había escaldado la mejilla con loción para después de afeitar y luego la cubrió con papel absorbente de la cocina. Pero el papel absorbente hacía rato que había desaparecido en el interior de la herida abierta. Como en esa película con Steve McQueen cuando era joven. Ah, sí, La mancha.

– ¿Te duele?

– Sí -respondió Mal con resignación-, me duele. Escucha, tratemos de ser civilizados delante del chico, ¿eh? ¿Eh, Sheilagh? Es lo menos que podemos hacer por él. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Ahora dame la plata, carajo.

– ¿La plata de quién?

– ¿La plata de quién? La mía, carajo.

Sheilagh cortó y entonces, sin éxito (y murmurando, ¿dónde estás, muchacho?) trató de comunicarse con el Gordo Lol llamando al celular de él.

Mal siguió su camino por la pista describiendo un gran semicírculo, manteniéndose a distancia fija de su mujer, hasta llegar al extremo más alejado del edificio. El edificio Tudor de madera, tal vez allí había un bar. Mal se tambaleó, estuvo a punto de caer. El resorte que lo mantenía erguido se doblaba peligrosamente. Y aquí estaban todos los otros papás, en la escalinata del costado, con sus teléfonos celulares.

Demorando el paso Mal se quedaba en el borde y trataba de comunicarse con Linzi, al celular de ella.

La escuela de Jet, St. Anthony's, era elegante, o por lo menos cara. El que de alguna manera enfrentaba las pavorosas cuotas era Mal. Y asistía en días como éste, como correspondía. Además quería y esperaba que a su hijo le fuera bien.

En las primeras visitas durante la etapa de reuniones de padres Mal permanecía mudo por su fobia a los grupos de pares; estaba convencido de que era una persona muy defectuosa. Quería salir de ese grupo y entrar en otro que no fuera tan discutidor. Sheilagh tenía que hablar por los dos; ella se sentía más confiada y segura de sí misma, debido, como había dicho alguna vez el consejero matrimonial, a que “era más culta que él”. Era verdad que Mal escribía con muchos errores, por decirlo suavemente. Tampoco leía muy bien. Cuando tenía que leer un cartel o las instrucciones para ponerse una curita sus labios se movían, trémulos, denunciando su dificultad. También hablaba mal… y lo sabía. Pero ya no existían los prejuicios contra las personas como él. Al menos eso decían. Y quizás, en parte, tenían razón. Mal podía ir virtualmente a cualquier restaurante, sentarse entre otros que hablaban fuerte como él, y afrontar una cuenta más cara que un pasaje aéreo. Podía ir donde quisiera. Y nadie podía asegurar que se sentiría bien en uno u otro lugar. Nadie. El Grandote Mal, que gruñía a manera de asentimiento cuando veía venir un puño hacia su boca, quedaba fuera de combate al ver un meñique levantado. ¡A! Era un sentimiento que lo acompañaba siempre, hora tras hora, como una enfermedad, como una brujería. Bien, mírenme. Vamos, ¡ríanse! ¿Por qué, si no, le habían gustado tanto los Estados Unidos? Los Angeles, muchacho, trabajar para Joseph Andrews…

Mal sentía que era un hombre en una situación clásica. Se había ido de su casa (cinco meses atrás), y ahora vivía con una mujer más joven (Linzi), después de abandonar a su mujer (Sheilagh) y a su hijito (Jet). Una situación clásica es, por definición, una situación de segunda…, de tercera, de décima. Y empeoraba a medida que iba sumando cosas. A altas horas de la noche Mal se ponía a pensar: Si Adán hubiese abandonado a Eva y se hubiera unido a una mujer más joven (suponiendo que la encontrara), se habría metido en un terreno totalmente desconocido. Se podía decir que Adán era un hijo de puta, pero no que era un bruto. Era lo habitual, el curso de la vida. Y ahora existía este otro nivel del terreno conocido. Era un tema trillado, estaba en las telenovelas y en las series de televisión, generalmente en forma de comedia. Una de cada dos personas lo hacía: se iba de su casa. Claro que no irse también era mal visto, pero de eso nadie hablaba. Y Adán, quedándose, había elegido un terreno desconocido.

Mal sentía que era un cliché… y además sentía que también eso lo había estropeado. Veamos: Se fue de su casa y ahora vive con otra mujer más joven. ¿Realmente se fue? Si Linzi vivía en la acera de enfrente. ¿Él vivía con ella? No. Vivía en un hotelito en King's Cross. ¿Una mujer más joven? Mal estaba cada vez más seguro que era mayor que Sheilagh. Una tarde, mientras ella dormía una siesta con un somnífero, Mal había encontrado su pasaporte. La fecha de nacimiento de Linzi aparecía como “25 de agosto de 19…”. Los últimos dos dígitos estaban borrados, raspados con la uña. A la luz de la lámpara todavía se veía un pedacito de esmalte de ese color rojo vampiro que ella usaba. Y Linzi lo miraba desde la foto: ilusiones de grandeza en una foto automática tomada en Woolworth's. Lo único seguro era que Linzi había nacido en este siglo.

¡A!, otra vez el oído dolorido. Pero esta vez quería escuchar por ese oído. Porque ahora se iba a acercar a los papás… al grupo de sus pares, y el celular ayudaría a disimular la herida. Los teléfonos celulares indicaban movilidad social. Con el celular cabalgando en el hombro uno podía subir al escenario protegido por sus propios intereses, preocupaciones, negocios.

– Qué tal, muchachos -dijo, saludando con la mano, y luego miró el teléfono con el entrecejo fruncido. Había llamado a Linzi, de modo que decía cosas tales como “Ah, ¿sí, nena? Toma un Lexotanil… Vuelve a la cama… Ah, los folletos… ¿Sí, querida?” Encorvado sobre el teléfono, con las rodillas flexionadas, Mal parecía alguien que está esperando para probar su puntería. Hacía lo mismo que todos los otros padres: fingía una situación. Todos fingían, ante los demás y ante el mundo. ¿Y qué decía el aspecto de Mal? En el tema de las peleas, esto era cosa sabida. Si uno recibía un golpe no sólo había que aceptarlo. No sólo soportarlo. Además había que dejarlo a la vista de todo el mundo, hasta que cicatrizara.

Avanzó entre ellos saludando, guiñando un ojo, palmeando una espalda aquí y allá. Blazers, camperas, jeans, camisas sin corbata, hasta algún caftán o como se llamase. Los papás: la mitad ni siquiera eran ingleses, de manera que socialmente no pasaban ni la primera valla. O así pensaba Mal en otra época. “¡Qué tal, Manjeet!”, decía. “Mikio. ¡Nusrat!”. Ahora hasta los paquistaníes podían competir con él. Por ejemplo Paratosh, que era algo así como Sikh y llevaba corbata y actuaba en radionovelas y tenía tan buenos modales. Y si yo me doy cuenta de que tiene buenos modales, se dijo Mal, realmente deben ser excelentes. “¡Paratosh, qué tal, compañero!”, exclamó… Pero Paratosh apenas le sonrió y lentamente desvió su augusta mirada. Mal sintió que todos le hacían lo mismo. Adrian. Fardous. ¿Por qué? ¿Por la marca del golpe? Pensó que no debía ser por eso. Pero éstos eran los papás del núcleo familiar, los que habían permanecido con sus familias, y tan lejos, sin embargo. Y todos sabían que Mal se había ido, que había renegado del pacto y abandonado el núcleo. Algunos de estos hombres eran los maridos de las amigas de Sheilagh. Mientras se movía entre ellos (y trataba otra vez de comunicarse con el Gordo Lol), Mal sentía la secular censura contra él en esas caras color ocre, color avellana, color café. Él era un paria, un descastado, y sentía que ellos pensaban que como hombre era un fracasado. Torpe, de cuerpo informe, con sus escasos cabellos oscuros, los dedos rozando los bordes de la herida en la mejilla, Mal era un intocable, como la herida misma.

Otros papás hablaban por los celulares, decían palabras huecas que eran la mitad de un diálogo. Por un momento pensó que estaban todos locos, como los que hablan solos en la calle.

2. Nenas asiáticas

El verdadero nombre de Linzi era Shinsala, y su familia provenía de Bombay. Nada de esto se podía adivinar hablando con ella por teléfono. La mayoría de los papás extranjeros (los Nusrat, los Fardous, los Paratosh) hablaban mejor inglés que Mal. Mucho mejor. Seguramente también hablaban bien en hindi, en urdu, en farsi. ¿Cómo podía ser?, se preguntaba Mal. ¿Cómo era posible que dejaran tan poco para Mal? En cambio a Linzi no se le podía reprochar lo mismo. Hablaba peor que Sheilagh, peor que Mal. Hablaba como el Gordo Lol. Tenía la manera de hablar del East End, con un toquecito de exotismo por la forma de usar ciertas partículas. Cuando había que decir “mi” decía “mío”. Por ejemplo, “Dame mío tenedor”. “Él irá en suyo auto”. Por otra parte Mal vivía temiendo un encuentro entre ella y Sheilagh, como el de ese día. No quería ni pensarlo. ¡A!

Pero ahora se abría paso hacia el interior del edificio. Pasó junto a una máquina de gaseosas, un pizarrón de anuncios, la entrada de los vestuarios, un quiosco de comida que olía a hamburguesas. Por Dios. Mal no bebía mucho, como otros. Pero la noche anterior, después de la paliza, él y Lol se habían bajado una botella de whisky. Una cada uno. De modo que ahora pensaba que con un par de cervezas se sentiría otro. Miró a su alrededor, se detuvo, y luego avanzó resueltamente, haciendo tintinear sus monedas. Todo su ser respondía a lo que veía: la máquina de jugos de fruta, la alcancía de caridad llena de moneditas, los trapos húmedos bajo los enormes ceniceros, las botellas de bebidas alcohólicas con sus etiquetas que garantizaban honestidad, juego limpio. Y el barman obsequioso que venía hacia él.

– ¡Mal!

Se volvió.

– ¡Hola, Bern!

– ¿Todo bien?

– ¿Todo en orden? ¿Tu hijo Clint?

– Terrible. ¿Y Jet?

– ¿Jet? Hermoso.

– Aquí está Toshiko, Mal.

Toshiko brindó una sonrisa de dientes japoneses.

– Encantado -dijo Mal, y agregó, con tono inseguro: -Mucho gusto.

Bern era el papá que Mal conocía mejor. Se habían conocido mientras presenciaban otro deporte al aire libre: sus hijos representaban a St. Anthony's en fútbol norteamericano. Clint y Jet, strikers en Menores de Nueve Años. Los papás miraban y vociferaban como avezados comentaristas, mientras sus hijos, y todos los demás, corrían alrededor de la cancha como otros tantos perros detrás de una pelota. Después Mal y Bern fueron a beber unas copas. Coincidieron en que no había que sorprenderse de que los chicos hubieran recibido una paliza: nueve a cero. La defensa era muy mala y el campo medio un caos. ¿Cómo podían ayudar a los que estaban al frente?

– Anoche oí algo interesante -dijo de pronto Bern.

Bern era fotógrafo, de modas al principio, pero ahora de sociales y de ocasiones elegantes. Hablaba peor que Mal.

– Estaba cubriendo temas de la Municipalidad. Me puse a hablar con esos… detectives. Los de Scotland Yard. ¿Te acuerdas de ese idiota que se metió en Buckingham Palace? ¿Que hizo todo ese lío?

Mal se acordaba.

– ¿A que no sabes? Admitieron que uno de ellos se la montó.

– ¿A quién?

– A la reina. Recuerdas que lo encontraron en el dormitorio de ella, ¿no?

– Sí.

– Bien, esos imbéciles declaran que el tipo se la montó.

– Un poco pesado, ¿no, compañero?

– Sí, bueno, eso es lo que dicen. Así que… ¿te fuiste de tu casa?

– Sí, Bern. No hubo nada que hacerle.

– Porque todos tenemos nuestros…

– Nuestros límites.

– Sí. No se puede aguantar que te tiren cualquier cantidad de mierda.

– No.

Era bueno hablar así con Bern. Sacarse eso de adentro. Bern se había ido de su casa cuando su mujer estaba embarazada de Clint. No por esta Toshiko, que presumiblemente era japonesa, sino por otra. Cada vez que Mal se encontraba con Bern veía a otro ejemplar colgado de su brazo: extranjeras, de unos treinta años. Como si recorriera país por país. Para mantenerse joven.

– Mira ésta -dijo Bern-. Veintiocho. Es mi primera nipona, ¿sabes? ¿Verdad, Toshi? ¿Dónde estaban en toda mi vida anterior? -Sin bajar la voz ni cambiar de tono agregó: -Sabes, toda la vida pensé que la tenían horizontal. Pero no es así. Son iguales que las demás, qué amorosas.

”No habla inglés. ¿Verdad, Toshi? -continuó Bern, lo cual tranquilizó a Mal.

Toshiko cacareó algo como respuesta.

– Pero habla francés.

Mal desvió la mirada. El hecho era que… Lo importante en Mal era que su sexualidad, lo mismo que su sociabilidad, era esencialmente tenebrosa. Como si hubiera ocurrido algo malo cuarenta años atrás, cuando miraba en las vidrieras los brazos complacientes, artificiales de las muñecas de cera, alzados en postura de ofrecer un regalo o de dar una paciente explicación… En la cama, él y Linzi -el Grandote Mal y Shinsala- miraban Nenas asiáticas. Ahora su vida sexual con ella se basaba en los vídeos. O en la revista, o el CD, pero siempre Nenas asiáticas que, sospechaba Mal, representaba un mojón en las relaciones raciales en la isla. Los hombres blancos y las mujeres de piel oscura se juntaban en este acercamiento electrónico. Cada fanático de los vídeos en Inglaterra había tenido ya su Fátima, su Fetnab. Cuando Nenas asiáticas descansaba, o cuando comenzaban a saltar partes con el control remoto hasta el final y el aparato de Linzi quedaba en blanco, el canal elegido era Zee TV: musicales de la India. ¡Qué cultura tan casta! Cuando un hombre y una mujer iban a besarse la cámara huía hasta enfocar a dos pajaritos que piaban y se arrullaban, o a la inmensidad del mar que golpeaba contra los acantilados. Mujeres de belleza morena, celestial, que reían, cantaban, se enfurruñaban, pero sobre todo lloraban, lloraban, lloraban: derramaban lágrimas opalescentes, densas como la leche recién ordeñada, en la cima de una montaña, en una esquina, bajo lunas de utilería. Después Linzi tocaba el botón de play y volvían a una muchacha árabe que sonreía, soltaba una risita, se desvestía al son de una música escurridiza en un piso árabe que era moderno pero que a la vez parecía una mezquita, y se contorsionaba en un diván forrado de polietileno o en una espesa alfombra blanca. El otro vídeo que miraban siempre era uno que le habían dado a Linzi en Kosmetique. Cirugía estética para los pechos, Antes y Después, que buscaba modificar lo natural, porque Después era siempre mejor que Antes, en lugar de ser sólo un pobre sucedáneo de la vida. Aunque a Mal le gustaba Linzi así como era, quedaba fascinado con Kosmetique, y esto lo preocupaba. Pero él también quería hacerse un lifting. Una vez, en el Speakers'Corner, donde había hombres parados en cajones de fruta hablando con un público inexistente, con una mano en el hombro de Linzi, Mal observaba el fantástico brillo de sus cabellos, y se sentía maravillosamente cambiado, como un arco iris racial, listo para enfrentar un nuevo mundo. Quería un cambio. Esto, pensó, todo esto sucedía porque él quería un cambio. Quería un cambio, y no sería Inglaterra la que se lo diera.

– ¿Y ahora con quién estás? -preguntó Bern.

– Se llama Linzi. Estoy loco por ella.

– Ah, qué bien. ¿Edad?

Mal pensó en decir “Anda por los cuarenta”. Sí, cuarenta y nueve. O, ¿por qué no decir “dieciséis”? Se sentía muy bien con Bern, como un hombre de mundo. Pero no acertaba a contestarle, y pronto Bern empezó a hablar otra vez del hombre que se había montado a la reina (o al menos eso decían). Toshiko seguía allí, sonriendo, con los dientes curiosamente amontonados. Hacía media hora que Mal estaba con ella y seguía pareciéndole aterradora, como un personaje de una vieja historieta de guerra. La gruesa capa de maquillaje, como si fuera una segunda capa de piel; la frente, y esas órbitas oculares, esas ojeras, esos párpados tallados… A lo largo de los años crecía su impresión de que las japonesas se morían por uno. Mentalmente se encogió de hombros. Por Dios. Tal vez aceptaban que uno se la metiera por un ojo.

Sheilagh lo llamó desde su celular para avisarle que había llegado el ómnibus de los chicos.

3. Combate mortal

Un hombre en una situación clásica. Los detalles eran sólo detalles, circunstancias, nada original. Mientras salía al aire libre, y los colores del bar (con su mejor expresión en los marrones vibrantes del bourbon de Bern) desaparecían y eran reemplazados por la claridad polar de un mediodía de septiembre, Mal sólo veía eso: su situación. El Sol no era muy ardiente ni estaba muy alto, pero era increíblemente intenso, casi se podía oírlo, oír el rugido de sus vientos. Todos los años el Sol hacía esto: sometía al Reino a un feroz y muy crítico escrutinio. Controlaba el Estado de Inglaterra. Se acercó Sheilagh, con su trajecito color limón, y se paró junto a él. Él miró hacia otro lado, y dijo:

– Tenemos que hablar, Sheilagh. Cara a cara.

– ¿Cuándo?

– Luego.

Porque ahora los chicos estaban pasando por el portón. Mal se quedó allí, mirando: era un perfecto ejemplo de mala postura. En su visión periférica Sheilagh respiraba y se hinchaba. Qué menudos parecían los chicos, increíblemente menudos.

Por una mujer más joven. Abandonar a su esposa y a su hijo… ¿Hasta qué punto era cierto eso? Mal podría argumentar que Sheilagh no era su esposa. Sí, se había casado con ella. Pero sólo un año atrás. Fue como una agradable sorpresa, un regalo de cumpleaños. En realidad no significaba nada. En el momento Mal sintió que la reacción de ella era exagerada. Durante meses anduvo con esa expresión de voracidad. Y no era sólo la expresión de su rostro. Para Navidad aumentó cinco kilos. Abandonar a su hijo. Bien, eso era cierto. Lo dejaron que se las arreglara solo. El día que Mal le dio la noticia, la idea era que él se lo diría y luego Sheilagh lo llevaría a ver Combate mortal. Hacía meses que Jet quería verla… se moría por verla. Y ese día no quiso ir. Mal miraba a Sheilagh arrastrándolo por la calle, el chico en zapatillas, con los pantalones de gimnasia sucios, resistiéndose. Lo llevó Mal a ver Combate mortal la semana siguiente. Una película idiota. Había dos que se daban patadas en la cara durante veinte minutos y ni se les hinchaba el labio.

Ahí venía el chico, con la madre al lado inclinándose para enderezarle el cuello de la polera y el cabello cortado y peinado en peluquería. ¡Peinado en peluquería! ¿Desde cuándo? Dios, un aro en la oreja. Esa era Sheilagh, la mamá joven y divertida. Ahora llévalo a Camden Market y cómprale una campera de cuero. Por el momento Mal se calló la boca y se agachó (“¡A!”) a darle un beso a su hijo y revolverle el pe… ay, no, mejor que no. Seguro que el chico no querría que le hiciera eso. Jet se limpió la mejilla después del beso y dijo:

– Papá, ¿quién te hizo eso?

– Ellos eran más. Muchos más. -Hizo el cálculo. Debían haber sido más de treinta. -Quince a uno. Yo estaba solo con el Gordo Lol. -No le dijo a Jet que la mitad eran mujeres.

– Papá…

– ¿Sí?

– ¿Vas a correr en la Carrera de padres?

– Imposible.

Jet miró a su madre, y ella dijo:

– Mal, tienes que correr.

– Ni en broma. Me reventaría la espalda.

– Mal.

– No estoy preparado, no estoy en forma.

– Pero, papá…

– Ya he dicho que no.

Mal miró a Jet, que observaba con mucha atención, casi poniéndose bizco, los promontorios y los pozos de la herida de su padre.

– Concéntrate en tu propia actuación -dijo Mal.

– Pero, papá, los reventarías a todos.

Los reventaría a todos. Era lo que había hecho como oficio, como vocación, un trabajo de no muy buena reputación: vigilancia.

En la década del 70 había cuidado muchas puertas exclusivas durante la noche, había enviado personal a muchas entradas prestigiosas, a menudo con el Gordo Lol a su lado. Con él había comenzado en el Hammersmith Palais. Pronto llegaron a lugares del West End como Ponsonby's y Fauntleroy's. Lo hizo durante quince años, pero le llevó sólo una semana perderlo.

No se trataba realmente de golpear, de desmayar a la gente. Sólo se trataba de impedirles entrar. Eso era vigilancia. Ah, sí, y llamarlos “Señor”, “Caballero”.

Si se presentaba un borracho o un joven muy flaco de labios blanquecinos: “Perdón, señor, pero no puede pasar”. “¿Por qué?” “Porque usted no es socio, señor. Si no encuentra taxi a esta hora con mucho gusto le llamaremos un minicab desde aquí, desde la puerta”.

Si avistaba una patota cruzando las cocheras, tipos de traje y corbata: “Buenas noches, señores. No, lo siento, señores, éste es un club para socios solamente. ¡Ah! basta, muchachos. ¡Señores! ¡Lol! Bueno, bueno. Si están bien despiertos, señores, les recomiendo Jimmy's, en Noel Street 32, el timbre de abajo. A la izquierda y luego otra vez a la izquierda”.

Más o menos una vez por semana, generalmente el viernes o el sábado, el señor Carburton salía a la puerta, lo miraba a los ojos y le preguntaba, con temible lentitud: “¿Quién carajo los dejó entrar?” “¿A quiénes?” “¿A quiénes? A dos locos de más de uno ochenta, con la barba crecida.” “Me parecieron bien. Venían con una chica.” “Siempre vienen con una chica.”

Pero la chica desapareció y los imbéciles están dando botellazos y ya mismo hay que ir arriba y… De manera que el único caso en que golpeaba era cuando fallaba. Golpear era una operación de limpieza cuando uno fallaba en su oficio, que era precisamente el de golpear. Los mejores hombres de vigilancia jamás golpeaban. Sólo golpeaban los que no eran buenos. Parecía complicado, pero era simple.

Con las camisas con volados y los smokings malolientes, Mal y el Gordo Lol, en las escaleras del local, en las escaleras de incendio, o inclinados sobre la caja a las cinco de la mañana, cuando se encendían todas las luces, y con sólo un clic en las llaves de la luz uno pasaba de la opulencia a la pobreza… todo el barniz, la fascinación, el sexo, el privilegio, borrados de un plumazo junto con la electricidad.

Era también un momento de verdadero peligro. A veces con la asombrosa persistencia de los que habían sido excluidos, echados, empujados, barridos, cortados, abofeteados, pisoteados, pateados, sometidos, ridiculizados, despreciados. O de los que simplemente se habían despachado con un “Disculpe, señor”. Esperaban toda la noche… o volvían, semanas o meses más tarde. Uno acompañaba hasta el taxi, en medio de la niebla del amanecer, a la muchacha que cuidaba el guardarropas, pálida y que ni siquiera había desayunado; después iba a buscar su auto al estacionamiento. Y allí estaba el tipo esperando, apoyado en la pared junto al coche, terminando una botella de leche y sopesándola entre sus manos.

Porque a algunos no les gusta que no los dejen entrar… Mal daba un golpe aquí, otro allá; dio golpes durante años sin grandes consecuencias. Hasta aquella noche que salió temprano, encontró en la escalinata al grupo habitual de taxistas, putas, coperas, tramposos, incautos, especialistas en el cuento del tío y, como lo recordaba ahora con una sonrisa, se le acercó un tipo menudo, y le dijo, jadeando, casi sin aliento… “Toma, compañero…” y sin saber cómo Mal empezó a retroceder lo más rápido que podía tratando de cuidarse del cuchillo que tenía cerca de la garganta, mientras veía caer la sangre en su camisa blanca plisada. Pensó que era cierto eso de que cuando a uno lo acuchillan no se siente dolor, el dolor viene después. No, no, viene ahora. Como cuando uno se corta con el filo del papel, pero hasta el corazón. El estómago de Mal, ese estómago fuerte del que alardeaba, estaba en plena revolución. Y sintió la necesidad de hablar antes de actuar.

Un momento como ése no le era desconocido. Había visto caer a sus compañeros, los custodios de smoking con nudillos de hierro que tenían la linterna de la cochera. Darius, el negro grandote que se derrumbó junto a un farol después de recibir un cachiporrazo frente a Ponsonby's. O el Gordo Lol mismo, en Fauntleroy's, bamboleándose contra las mesas con una botella rota clavada en el cráneo. Todos querían decir algo antes de desmayarse. Como en las películas de guerra de la década del 50. ¿Qué? Me atacaron por la espalda, señor. El tipo de vigilancia que caía no lograba decir mucho: largaba una puteada, una palabrota. Era la expresión de sus caras, que pedían reconocimiento o respeto, porque allí estaban ellos, con esa especie de uniforme: el gran lazo de la corbata, los zapatitos negros, cayendo en cumplimiento de su deber. Al caer querían que se reconociera que se habían ganado la vida honradamente. ¿Querían decir… u oír la palabra “señor”?

Retrocedió hasta que chocó con los hombros contra el alféizar de la ventana. Cayó sentado, bruscamente. “¡A!” El Gordo Lol se inclinó a sostenerlo.

– Lol, me la dieron -dijo Mal-. Ay, Dios, me muero, ¡me muero!

El Gordo Lol quería saber el nombre del atacante. La policía también. Mal no pudo ayudarlos en la investigación.

– No tengo la más remota idea -insistía, y declaraba que jamás había visto al tipo. Pero sí lo había visto. Lo recordó después, cuando se le agudizó la memoria con ayuda de la comida del hospital.

La comida del hospital. Aunque nunca lo hubiera admitido, a Mal le encantaba. No es buena señal soñar con la comida del hospital. Oír el ruido del carrito, percibir ese olor a periódico mojado que invade la sala, y las tripas que vibran, y sin pensarlo dos veces ahí está uno, tragando un cuarto litro de bebida sin alcohol. Es una prueba de que uno se ha apegado a la institución de la peor manera posible. No deseaba los pasteles y las quiches que le traía Sheilagh. Los tiraba a la basura o se los regalaba a los borrachos de la sala. Los pobres viejos… Durante el infierno de la noche gemían como los desechos humanos de los pubs, que tenían pesadillas desplomados bajo las mesas…

Precisamente mientras se besaba las puntas de los dedos y felicitaba a la enfermera que traía el almuerzo, Mal, de pronto, recordó. Recordó al hombre que lo había atacado.

– Por Dios -le dijo a la mujer del delantal de plástico-, qué ridículo. Yo ni siquiera… -La pobrecita siguió con su recorrida, dejando a Mal en un estado de gran perplejidad (y a la vez picoteando la comida). Fue el color de las croquetas de pescado, que le recordó el color rojizo oscuro de los cabellos de ese hombre. La noche de la cuchillada, y además otra noche, meses, sí, meses atrás… Era tarde, y hacía frío: Mal en la puerta de Fauntleroy's, bloqueando la entrada iluminada con su corpulencia, y el pelirrojo que decía:

– ¿Así que no le parezco digno de entrar?

– No sé qué oyó usted, compañero, yo le estoy diciendo que éste es un lugar para socios solamente.

El hecho de que le dijera “compañero” y no “señor”, significaba que a Mal se le estaba acabando la paciencia.

– Es porque soy un trabajador.

– No, hombre. Yo también soy un trabajador. Pero si lo dejo pasar dejaré de serlo. Es el reglamento. Este es un lugar privado, compañero. ¿Qué quiere, entrar aquí y pagar cincuenta libras por una bebida sin alcohol para alguna puta? Váyase a casa.

– Así que no le gusta la gente como yo.

– Bien, el problema es el color del pelo. Aquí no entran los boludos pelirrojos. Vamos. Es tarde. Que le vaya bien.

– ¿Me está diciendo que no me aceptan aquí?

– Sí, más o menos es eso, raje de aquí de una vez.

Eso fue todo. Cosas así pasaban diez veces por noche. Pero este pelirrojo espera. Y cuando llega la primavera, vuelve y le clava a Mal una navaja en la panza.

– Toma, compañero.

Y ahora era Mal el que bebía la gaseosa, y comía croquetas de pescado de una bandeja que se resbalaba por la colcha.

“Me la dieron por la espalda, señor…” Una frase de Bandidos en el puente, esa película que tanto quería ver en su infancia. Como Jet que quería ver Combate mortal. Pensó en otra frase: “Se murió el Negro, señor…”. Una frase dicha con voz quebrada, con ternura por un hombre al capitán. El que se había muerto era un perro. Tenían un perro que se llamaba Negro. Un perrito, una mascota no oficial que se murió, y se llamaba Negro. Eso ahora no se podría hacer. De ninguna manera. ¿Llamar Negro a un perro? Nunca. Los tiempos cambian. ¿Llamar Negro a un perro negro? ¡Por favor! Se te vendrían encima como… ¿Llamar Negro a un perro negro muerto en una película? Ni en broma.

4. Burger King

De manera que, supuestamente, la clase social, la raza y el género habían desaparecido (y otras cosas, supuestamente, estaban desapareciendo, como la vejez, la belleza y hasta la educación): todas las formas realmente automáticas de establecer quién era mejor y quién era peor… habían desaparecido. Por todas partes la gente bienpensante declaraba que no tenía prejuicios, que al menos en ellos ya no había más prejuicios heredados. Ellos lo habían decidido. Pero para los que estaban en el terreno espinoso de la operación… los ignorantes, digamos, o los feos… no se trataba simplemente de una decisión. Algunos de ellos no tenían ropa nueva. Aún llevaban el uniforme de sus deficiencias. Había quienes andaban vestidos con esa misma mierda.

A algunos nunca los dejaban entrar.

Mal miró a su alrededor y se puso rígido. Allá iba el profesor de gimnasia, con el parlante en lugar del teléfono celular prototípico, llamando a los participantes del primer número. Los padres estaban ubicados frente a la pista y el fantástico interrogante del sol que descendía, con sus binoculares, sus cámaras, sus fumadoras, con todos sus otros hijos, con las hermanitas, los hermanos mayores, los bebés (que lloraban, bostezaban, pateaban con sus piececitos en el aire). Mal observaba, tratando de mantener una distancia de por lo menos dos padres entre él y Sheilagh con su gorro verde y sus bonitos cabellos cobrizos. Entre ellos se veían cabezas con otros trabajos de peluquería: reflejos grises, peinados paje, cortes a lo muchachito, tinturas rojizas, y, entre los hombres, diversos grados de desaparición capilar. La ausencia se manifestaba de diversas maneras, y siempre había alguno que llevaba dos o tres pelos engominados cruzados sobre la calva, como si una patilla le hubiera enviado un cable a la otra. Tal vez el sol no los miraba, sino que había encendido todas sus luces, como hacían en Fauntleroy's cuando llegaba la madrugada (y uno cuestionaba el valor de lo que había estado cuidando), para que todos pudieran ver por sí mismos.

Los que participaban en la carrera, con sus remeras y pantaloncitos reglamentarios que ya no estaban blancos, estaban congregándose en la línea de largada. Mal miraba el programa, impreso en una sola carilla. Muy concentrado, movía los labios mientras leía, cuando de pronto sintió que alguien le tironeaba del brazo.

– Sí, querido -dijo. Porque era Jet-. Mejor anda para allá.

– Esto es cuarto grado -respondió Jet.

– ¿Y ustedes dónde están?

– En setenta metros, a las dos y veinte.

– Así que falta un rato. Bien. Hablemos de tu preparación.

Jet apartó la mirada. Peinado de peluquería, aro dorado. Por un momento Mal vio la parte de atrás de sus orejas, anaranjadas, transparentes. Después Jet volvió a mirarlo con esa tímida ansiedad en el labio superior alzado, como si fuera a decir algo. Dios mío, tenía los dientes azules. Pero no era grave: huellas de un caramelo que había chupado, y no una forma deliberada de mostrarse horrible. La tiranía de la moda ordenaba que los niños insultaran estéticamente a sus padres. También Mal lo había hecho con sus padres: con los muchachones de la calle que llevaba a la casa, de pelo engrasado. Jet había logrado ofender estéticamente a Mal. Y los hijitos de Jet, cuando llegaran, cumplirían la difícil tarea de ofender estéticamente a Jet.

– Bueno, organicemos las cosas. Repasemos las normas. Punto uno.

Y otra vez el chico volvió la cabeza. No se movió de donde estaba, pero volvió la cabeza. Dos años seguidos Jet había ocupado el penúltimo lugar en el ranking de sus compañeros de grado. Mal prefería pensar que Jet compensaba esta pobre ubicación con su excelencia en el terreno de los deportes, heredada de su papá. El gimnasio, la cancha de pelota a paleta, la piscina, el parque: toda la relación entre padre e hijo estaba basada en el entrenamiento. En los últimos tiempos, por supuesto, las sesiones se habían reducido mucho. Pero seguían yendo a la pista los sábados por la tarde, con el cronómetro, la pelota, el disco, el talco. Y ahora Jet parecía haber perdido interés. También Mal sentía algo distinto. Ahora, si veía a Jet perder un cabezazo o quedar atrás en una carrera, se preparaba a regañarlo y luego se contenía. Y sólo sentía náuseas. Ya no tenía autoridad ni ganas. Y luego llegó el momento más duro: Jet quedó fuera del equipo de fútbol… Se abría una brecha entre padre e hijo. ¿Cómo se cerraría? ¿Cómo? Todos los sábados al mediodía Mal llevaba a Jet al sector de los juguetes de McDonald's y Jet pedía su Cajita feliz: hamburguesa, papas fritas y alguna chuchería de plástico que costaba diez libras. Mal pedía el pollo McNuggets o el pescado McCod. No comían. Como los amantes que cenan juntos en un restaurante, ni siquiera miraban la comida, y menos que menos la tocaban. Además, por alguna razón, desde hacía algún tiempo a Mal se le daba vuelta el estómago cada vez que veía una hamburguesa. Era como arrancar el auto en primera y con el freno de mano puesto: un sacudón para adelante que no llevaba a ninguna parte. Mal había tenido una mala experiencia con las hamburguesas. Había estado en el infierno de las hamburguesas.

– Papá…

– ¿Sí?

– ¿Vas a correr en la carrera de padres?

– Ya te dije. No puedo, mi amigo. La espalda.

– Y la cara.

– Sí. Y la cara.

Miraron las carreras. Está clarísimo que en la vida de un chico todo son carreras. La escuela es un examen, es una competencia y es un concurso de popularidad: es una carrera desenfrenada. Y uno veía que los chicos estaban naturalmente equipados para esa carrera, a pesar de las interminables pruebas a que se los sometía en el entrenamiento, a pesar del gran pulgar que descendía sobre el cronómetro: eran chapuceros, y a la vez magníficos ganadores, haraganes, veloces, y todo lo que quedaba entre uno y otro extremo. Comenzaban como un grupo, el grupo de los corredores, todos juntos; luego, como por un proceso natural, se iban separando, algunos adelante, otros (que no por eso se detenían) quedaban atrás. Cuanto más larga era la carrera, más grandes eran las diferencias. Mal trataba de imaginar a los corredores manteniéndose a la par durante toda la carrera, y terminando como habían empezado. Y por algún motivo eso no parecía humano. No era posible imaginarlo, en este planeta.

Llamaron para la primera carrera de Jet.

– No te olvides -le dijo Mal, inclinándose sobre él-. Acelera alargando los pasos. La espalda erguida, las rodillas flexionadas. Corta el aire con las palmas extendidas. Respiración superficial hasta que llegues a la línea.

En el breve tiempo que tardó Jet en llegar a la línea de largada, y a pesar del calor, y del color del traje de Sheilagh cuando se ubicó a su lado, Mal se transformó totalmente en el tipo de padre terrible que presencia una actividad deportiva de su hijo, del que tanto hablan las revistas. ¿Por qué? Muy simple, porque quería volver a vivir su vida a través del chico. Los puños cerrados con los nudillos blancos a la altura de los hombros, la frente fruncida, los labios sin sangre que decían, en un susurro desesperado: “¡Respira hondo! ¡Aflójate! ¡Aflójate!”

Pero Jet no se aflojaba. Seguía tenso, no movía los brazos y las piernas como le había enseñado Mal (que lo había aprendido de la televisión), no trotaba en su lugar ni estiraba los brazos en el aire ni respiraba como un pulmón de hierro. Se quedaba ahí, parado. Y mientras seguía mirándolo como en un ruego, Mal pensó que Jet estaba… excepcional. Se oyó el disparo metálico de la pistola. Después de dos segundos Mal se tapó los ojos con las manos. ¡A!

– ¿Último? -preguntó cuando dejó de oírse ruido.

– Último -respondió Sheilagh con dureza-. Déjalo tranquilo.

Y ya Jet se abría camino hacia ellos y Sheilagh le decía mala suerte, no importa, querido, y todo lo demás, y en realidad el impulso de Mal era hacerle a Jet lo que su padre le había hecho a él cuando no pudo ganar y mandarlo al hospital por quince días; le gustaba la idea. Pero ya no existían esas costumbres, ni él tenía la voluntad necesaria, y el impulso pasó. Además el chico no se le acercaba, se mostraba incómodo y no lo miraba a los ojos: Mal sentía que ahora debía ofrecer algo, algo quijotesco, perverso, infantil.

– Oye, este sábado, en el entrenamiento, vamos a trabajar en tus pasos. Primero te comes una hamburguesa, para estar fuerte, y después trabajamos en el paso. Y, ¿sabes qué? Yo también me como una hamburguesa. Me como dos.

Era un chiste de familia, y los chistes de familia son de doble signo cuando ya no se es más una familia.

Sheilagh dijo:

– La vuelta del Burger King.

Jet corrigió:

– El regreso del Burger King.

Burger King era una especie de sobrenombre: Jet lo miraba con una sonrisa siniestra. Sus dientes todavía estaban azules.

– Lo hago. Juro que lo hago. Por Jet. Sorpresa. ¡Oh! Dios mío, ¡lo está haciendo! Ahora quiero hacerlo, Sheilagh. ¡Viva!

¿Comer hamburguesas? No podía ni decir “hamburguesas”.

California. Cuando a Joseph Andrews le fue tan mal con el último lifting, y tuvo que cancelar el tema de Las Vegas y cerrar toda la operación Costa Oeste, el Grandote Mal decidió quedarse en LA y probar por su cuenta. Transfirió la mayor parte de su dinero a Londres pero se quedó con unos cuantos billetes, a manera de apuesta. Hubo ofertas, planes, proyectos. Había hecho muchos buenos amigos en las comunidades de negocios y de entretenimientos. Hora de pedir algunos favores.

Y es así como anduvieron las cosas: veintitrés días después estaba al borde del hambre real y concreto. La gente lo abandonó. Dejó de comer, de beber, de fumar, en ese orden. Tenía alucinaciones, también oía cosas. En el motel, por las noches, gente que no estaba allí se movía solícitamente a su alrededor. Se sentaba en el pasto bajo un árbol, y un pájaro comenzaba a cantar una canción. No un piar de pájaro. Una canción de los Beatles. Como Try and see it my way, con toda la letra. Para esa época vagaba por los depósitos de residuos de los supermercados y descubría que los alimentos, de colores y texturas tan variadas, podían perder identidad y convertirse en una sola cosa. En cualquier lugar donde entrara lo echaban. Hasta los depósitos de residuos del supermercado estaban vigilados, porque los residuos podían estar en mal estado, y si alguien los comía tal vez luego haría juicio.

Madrugada del último día: Mal cumplía cuarenta y cinco años. Se despertó en el asiento del conductor de un viejo Subaru, en el estacionamiento de un cine cerca del aeropuerto. Sheilagh le había mandado un pasaje desde Londres: faltaban catorce horas para la partida. Consideraba el regreso no como un viaje, ni como una derrota, sino como una comida gratis. Primero maníes, pensó. O un Bombay Mix.

Cuando vio el cartel pensó que era otra alucinación: “Maurie's Birthday Burger”. No había más que presentar el registro de conducir. Y a uno le daban una hamburguesa gratis y lo recibían como a un héroe. Maurie tenía más de setenta locales en el Gran Los Angeles. Y una vez que estuvo en camino, Mal no encontró razones para volver atrás. Después de la hamburguesa número treinta y cinco, ya no se podía decir que uno iba por la comida. Pero seguía yendo. Era porque Maurie hacía lo que ningún otro: lo dejaba entrar.

Gástricamente las cosas no andaban muy bien cuando llegó a LAX y despachó su equipaje: un bolso roto que contenía todas sus pertenencias. Llegó bastante bien hasta la puerta de embarque. Fue en el avión que empezó a perder el control. Probablemente esa semana le habían vendido a Maurie una partida de carne en mal estado. Por lo que fuese, al ponerse el cinturón de seguridad Mal sentía que estaba atando diez kilos de vaca loca.

Cinco horas más tarde, sobre la bahía de Baffin: una seria conversación entre los miembros de la tripulación sobre la posibilidad de un aterrizaje de emergencia en Disko, Groenlandia, mientras Mal se revolcaba estropeando toda la cabina. Hasta le permitieron viajar sin cinturón en Business. Finalmente, mientras cruzaban sobre County Cork y la tripulación despertaba a los pasajeros y algunos de ellos, bostezando y rascándose, se deslizaban con sus cepillos de dientes hacia los baños…, Mal, un desecho humano, horriblemente pálido, como un hongo que hubiera crecido en el asiento, comenzó a pensar que la única solución era la eyección masiva. Trescientos paracaídas, como trescientos panecillos de hamburguesa, dispersándose sobre los valles galeses, mientras el avión continuaba su vuelo, altivo y ciego.

En el aeropuerto le propuso a Sheilagh que se casara con él. Temblaba. Ya llegaba el invierno y Mal le tenía miedo. Necesitaba sentirse seguro.

– ¡Jet! -gritó Mal. Oía al chico que andaba por ahí, afuera.

– ¡Papá!

– Aquí.

Mal estaba en el toilette del edificio, solo, refrescándose la frente contra el espejo, apoyado en el lavatorio sucio.

– ¿Te sientes bien?

– Sí, Jet, ya pasó.

– ¿Te duele? -preguntó el chico, refiriéndose a la herida.

– No, mi amigo. Me molesta un poco, nada más.

– ¿Cómo te lastimaste? ¿Quién te lo hizo?

Mal se irguió.

– Hijo -comenzó-, escucha. -Porque sentía que le debía una explicación a Jet, un testamento, una despedida. La luz del otoño pasaba por el grueso vidrio rústico. -Escucha, hijo. -Su voz hacía eco, como la voz divina, a la luz que entraba a través del vidrio. -Cada tanto a uno le suceden estas cosas. Cosas que no marchan bien. A veces se las ve venir y a veces no. Algunas es imposible verlas venir. De manera que uno toma lo que venga. ¿Entiendes?

– Tú y el Gordo Lol.

– El Gordo Lol y yo. Tendrías que ver cómo quedó él.

El chico volvió su peinado de peluquería hacia la puerta.

– ¿Y ahora? -dijo Mal.

– Dos y veinte.

– Ajá. Oye, Jet. Si quieres, yo corro, ¿eh? En la carrera de los padres. Y dime lo que quieras. Si quieres. ¿De acuerdo?

Jet asintió. Mal le miró el pelo, parecía que se lo hubieran cortado con tijeras de podar, y debajo había una parte rasurada como de siete u ocho centímetros… Lo siguió con la mirada mientras el chico salía y entonces se dio cuenta de algo: allá en la línea de largada con los demás, se lo veía completamente excepcional. No era el más alto. No era el más ágil. ¿Qué era, entonces? Era el más blanco. Simplemente era el más blanco.

Ahora que ya no había más prejuicio racial todos podían relajarse y concentrarse en el dinero.

Y eso estaba muy bien si uno lo tenía.

5. Poesía en argot

Sinceramente, el Gordo Lol no podía creer que Mal todavía tuviera interés.

– ¿Tú? -dijo-. ¿Tú? ¿El Grandote Mal que representa a las grandes estrellas?

Sí, así era. Mal, el megarrepresentante.

– ¿Cómo te va a ti? -preguntó Mal.

– ¿A mí? Vivo del subsidio, muchacho. Estoy en la calle. Así que estoy dispuesto. ¿Pero, tú…?

– Se pudrió todo. Joseph Andrews… No me alcanza. Esto, por suerte, es temporario. Pero con todos los cambios necesito cualquier extra que pueda conseguir.

Mal no podía hablar con absoluta libertad. Además de Mal y Lol, también estaban sentadas a la mesa Yvonne, la esposa de Lol, y Vic, el hijo de seis años. Estaban almorzando en Del's Caff en Paradise Street, en el East End… y era como otro mundo. Mal y el Gordo Lol habían nacido en la misma casa, la misma semana; pero a Mal le había ido bien, y a Lol no. Mal había evolucionado. Mal, con el traje entallado y los anteojos negros, un tipo moderno. A su hijo le había puesto un nombre moderno: Jet. Podía llamar a su chica asiática por el celular. Y se había ido de su casa. Y eso no lo hacía cualquiera. En cambio Joe con la ropa desaliñada, los zapatos gastados, con esa esposa que parecía una asaltante de Bancos y el chico que se estremecía cada vez que la madre o el padre hacían un movimiento para tomar el vinagre o la salsa. El Gordo Lol todavía estaba en vigilancia (lo que conseguía). Nunca había sentido el llamado de otra vocación. Y ahí se había quedado, como un sello de fidelidad.

– Me estás diciendo que si sale algo, lo que sea, tú estás dispuesto a probar.

– Exactamente.

– Siempre part-time. Nocturno.

– Ajá.

El Gordo Lol. Una prueba dramática de que uno es lo que come. El Gordo Lol era lo que comía. Es más: el Gordo Lol era lo que estaba comiendo en ese momento: como almuerzo había pedido un desayuno inglés… el especial de Del's que se servía en cualquier momento del día a tres libras con veinticinco. Su boca era una feta de tocino crudo, sus ojos una mezcolanza de yema de huevo y tomate enlatado. La nariz era la punta de una salchicha apenas cocida… y la piel color poroto hervido, y los oídos como hongos peludos. Se parecía a Paradise Street por donde lo buscaran… ése era el Gordo Lol. Una rebanada de pan frito sobre dos piernas. Mal miró al chico. Silencioso, en guardia, con los ojos clavados en la máquina de jugo de fruta, que observaba con implacable paciencia. Yvonne dijo:

– Así que te está dando un poco de trabajo ganarte el día. Desde que te fuiste con esa Lucozade…

A las de piel oscura las llamaban “lucozade” porque solían pedir esa bebida sin alcohol.

– Por favor, Iv, no lo hagamos peor de lo que es -dijo solemnemente Mal. Aunque ya no se veían con mucha frecuencia, Yvonne y Sheilagh habían sido muy amigas. Yvonne era siempre dura, como su nombre, como su cara…

Yvonne siguió comiendo, sin levantar la cabeza. Linzi era de Bombay y bebía gin.

– Desciende de hindúes, es cierto, pero nació aquí, en Paradise Street.

– Qué diferencia hay -dijo Yvonne.

– Cierra la boca -dijo el Gordo Lol.

Cuando la boca de Yvonne estaba cerrada, como ahora, parecía una moneda de cobre que se hubiera quedado atascada en una ranura. No, no había ranura, sólo el borde festoneado de la moneda que la atrancaba. Ay, Dios, pensó Mal, en qué estado tiene el barco. Hasta ahora “barco” nunca le había parecido una palabra muy adecuada para aludir a la cara de una persona. Pero la cabeza de Yvonne era como una proa, una curva pronunciada en un camino, la doblez de un alfiler de gancho.

– Cuando Linzi escribe su nombre -dijo Yvonne-, ¿dibuja un circulito sobre la segunda i?

Mal pensó.

– Sí -dijo por fin-, así es.

– Lo suponía. Como cualquier chusmita inglesa. ¿En “Paqui” hace lo mismo?

– Acábala -dijo el Gordo Lol.

Más tarde, en el Queen Mum, el Gordo Lol dijo:

– ¿Qué haces esta noche?

– Nada en especial.

– Hay trabajo, si quieres.

– ¿Ajá?

– Cepo.

– ¿Cepo?

– Cepo.

Yvonne tenía cara de haberla corrido, lo mismo que Sheilagh. Cara de barco, tal como él la recordaba, porque ahora no la veía. Era confiada, silenciosa, vulgar, bajo esa mata de cabellos rojizos. Pronto Mal se vería obligado a mirar esa cara, a mirarla profundamente, a enfrentarse con ella.

¡Pero primero Jet en la dos y veinte!

– Recuerda el plan. Trabájala como si fuera una carrera corta. Paso tras paso.

Jet le sonrió con picardía. Sin duda el plan de Mal consistía en que Jet volara con cada paso que daba.

– Adelante, hijo. Hazlo.

La pistola alzada, la confusa salida desde la línea… A mitad del trayecto Jet llevaba arduamente la delantera.

– Ahora te estás portando -murmuró Mal, en la terraza, parado junto a Sheilagh-. Ahora depende de lo que tú quieras. Vamos, muchacho, fuerza, fuerza, ¡fuerza! -Cuando Jet llegó, tambaleándose, al tramo final y, uno por uno, los demás comenzaron a pasarlo, Mal se llevó la mano fría a la frente. Pero entonces Jet dio un envión. Casi como si esa parte de la pista hubiera tomado declive hacia abajo y Jet no corriera, sino más bien fuera cayendo. Pasó a un contrincante, luego a otro…

Cuando Mal se acercó Jet todavía estaba boca abajo en la tierra rojiza.

– Cuarto. Eso se llama recuperarse. Gran esfuerzo, compañero. Se lo debes a tu carácter. A tu corazón. Vi tu corazón peleando. Vi tu corazón.

Sheilagh estaba más adelante, esperando. Mal ayudó a Jet a levantarse y le dio dinero para una lata de bebida. La pista tenía un cerco bajo; más allá había un campo o lo que fuese, con un montecito de árboles y arbustos en el medio. Hacia allá iba Sheilagh y Mal la seguía, con la cabeza gacha. Cuando pasó sobre el cerco estuvo a punto de desmayarse por un sacudón cultural: la pista de carreras era una pista de carreras, pero era el país…

Se acercó a Sheilagh agitando un dedo en el aire.

– Mira, parece estúpido -dijo-, pero colócate detrás de ese arbusto y te llamaré.

– ¿Me llamarás?

– A tu celular.

– ¡Mal!

Se volvió y se inclinó para marcar el número. Y comenzó:

– ¿Sheilagh? Soy Mal. Bien. ¿Recuerdas a esa mujer que fuimos a consultar, y que dijo que yo tenía un problema de comunicación? Muy bien. Tal vez decía algo cierto. Desde que los dejé a ti y a Jet… es como si tuviera gangrena o algo así. Estoy bien durante diez minutos si estoy leyendo el diario, o mirando golf. Porque me distraigo, ¿sabes? O si estoy jugando con Val y Rodge. -Val y Rodge eran una pareja mucho mayor que la gente del grupo de Mal y Sheilagh, de la época en que jugaban dobles en Kentish Town Sports. -Durante diez minutos no es tan terrible. -Mal se rodeaba la cabeza con los brazos. Porque a la vez que hablaba por teléfono se atajaba las lágrimas con la manga. -Perdí algo que no sabía que tenía. La paz del espíritu. Entendí lo que sienten ustedes… ustedes, las mujeres. Cuando están mal, no sólo están decaídas. Se sienten mal físicamente. Les pasa por adentro. Me siento como una mujer. Acéptame otra vez, Sheilagh. Por favor. Te juro que…

Oyó tono de discar y la mano de ella en su hombro. Se abrazaron. “¡A!”

– Por Dios, Mal, ¿quién te hizo eso en la cara?

– Ridículo, ¿no? Una gente que ni siquiera te imaginas. -Y ella suspiró, frunciendo el entrecejo, le arregló el cuello de la camisa y le sacudió la caspa con el dorso de la mano.

6. Show automovilístico

– Estaciona en la hostería del parque -dijo el Gordo Lol.

– No es aquí que lo hacemos, ¿no?

– No digas tonterías. Ve a buscar mi camioneta.

Una vez que, gracias a las relaciones del Gordo Lol, y a la remuneración que recibió uno de los asistentes del garaje, los dos hombres entraron audazmente por la rampa en el C-reg BM de Mal, lo cambiaron por el Vauxhall Rascall del Gordo Lol y siguieron hacia el este por Mayfair y el Soho. Mal miraba todo el tiempo atrás. Ahí estaban los cepos, amontonados, como minas terrestres de una antigua guerra.

– No parecen cepos normales. Demasiado grandes.

– Modelo anterior. Antes de que llegara el más compacto.

– Pero son pesados.

– No son livianos -admitió el Gordo Lol.

Mal tuvo que aceptar que el plan era bastante bueno. Porque dependía de la producción. Utilización masiva. Los cepos estaban a la orden del día. Era obvio (o al menos eso argumentaba el Gordo Lol), que no tenía mucho sentido andar por el West End buscando un auto en las líneas amarillas. Uno ponía un cepo y ganaba setenta libras por quitarlo. Pero el negocio estaba en la cantidad de autos. ¿Y dónde había un montón de autos? Pues en un estacionamiento nacional.

Pero, un momento. ¿Por qué motivo se podía ponerle cepo a un auto en un estacionamiento nacional?

– Porque no está en uno de los lugares marcados.

– Medio difícil, ¿no, muchacho?

– Es legal -respondió el Gordo Lol, indignado-. Puedes ponerles cepo en un estacionamiento público si están mal estacionados.

– Seguro que no les gustará demasiado.

– No, no los vuelve locos de alegría.

El Gordo Lol le pasó a Mal un autoadhesivo para el parabrisas. “Aviso: Este vehículo está ilegalmente estacionado. No intente moverlo. Para asistencia rápida…” En la ventanilla de su Rascal había otros autoadhesivos que indicaban que el Gordo Lol aceptaba todas las tarjetas de crédito.

– Dales un rato, y cuando llegues ya se habrán calmado. Lo que quieren es poder irse a su casa. ¿Con quién te vas a encontrar, después de todo? Con algún pobre tipo de Luton que trajo a la mujer por una noche a la ciudad.

Decidieron empezar con un número de autos discreto al norte de Leicester Square. No había nadie de vigilancia en la entrada que les cortara el paso. La barrera automática se alzó como en un saludo. En el segundo piso el Gordo Lol dijo “Bingo”. Veinte vehículos amontonados en un extremo, apretados, expectantes, brillando en la peligrosa luz de los estacionamientos.

Bajaron.

– El Gran Show Automovilístico, carajo -anunció el Gordo Lol. Y así era: la heráldica de cromo, la pintura galvanizada. Vacilaron cuando un auto grande bajó por el Nivel 3.

– Vamos.

Para su desilusión, sólo cuatro de los vehículos desobedecían, según el Gordo Lol, las normas de estacionamiento. Pero pronto encontró otro argumento.

– Cepo a los que tocan las líneas blancas.

– En tenis -dijo Mal-, las líneas blancas se cuentan como adentro.

– En cepo se cuentan como afuera.

Era trabajo fuerte y pesado. Esos aparatos antiguos rodaban de aquí para allá. Había que desengancharlos entre sí y luego colocarlos, ¡A!, atornillarlos, y por fin ¡clic!, quedaban en posición. El cepo mordiendo firmemente la rueda del auto. El trabajo tenía una parte gratificante: pegar el sticker en el parabrisas.

El Gordo Lol estaba por allí haciendo un K-reg Jag cuando Mal dijo:

– Uy, se te ve la rayita del culo.

– Agáchate -respondió el Gordo Lol mientras se incorporaba-, y yo veré la tuya.

– Dijiste que trajéramos ropa de fajina.

– Con un auto como éste -dijo el Gordo Lol con voz ronca-,… te parte el alma. Si en realidad no quieres ponerle el cepo.

– Lo que quieres es llevártelo.

– No. Es que parar un motor como éste es…

– Un sacrilegio.

– Sí. Es un sacrilegio, con este motor.

Mal lo oyó primero. Como un sonido que se diferenciara del canto de la sirena de Leicester Square, donde los diversos ruidos de los motores viejos contrastaban con el de los nuevos… El Grandote Mal lo oyó primero y se quedó inmóvil, apoyado en una rodilla, con la llave inglesa en la mano. Venía en dirección a ellos ese rumor de conversación humana, las voces de soprano y contralto de las mujeres, los agudos y los graves de las voces de barítonos de los hombres, a punto de doblar la esquina, como en un salón de baile, como en la civilización, smokings, cintas y plumas turquesa, esmeraldas, tafetas, telas de algodón.

– Lol, hermano.

El Gordo Lol estaba un par de autos más adelante, ocupándose de un Range Rover mientras murmuraba palabrotas.

– ¡Lol!

¿A qué se parecía esta situación? Parecía una revolución rebobinada, eso parecía. Dos representantes del pueblo, con ropa de obreros, hechos pedazos por la clase alta. Dios mío, ahorcados por la clase alta. Lo más asombroso, viéndolo retrospectivamente, fue cómo cayeron los dos grandotes, sus culos y su legitimidad, allí mismo. El Gordo Lol alcanzó a ponerse de pie y balbucear algo sobre la ilegitimidad de la forma de estacionar. O la incorrección. O simplemente dijo que estaban mal estacionados. Esa fue toda su resistencia. El Grandote Mal y el Gordo Lol, veteranos marcados a botellazos, tipos que te la daban en un callejón, en un baño de un prostíbulo, agachados y jadeando al huir por la puerta de emergencia… ahora simplemente se dejaron aplastar. Ni siquiera queríamos ver… Mal trató de meterse debajo del Lotus que estaba haciendo pero se le arrojaron encima como un comando de guerra. Al primer golpe con una llave inglesa quedó sin conocimiento. Poco después volvió en sí, y, apoyado en un codo en un charco de sangre y aceite vio cómo arrastraban lentamente al Gordo Lol por los pelos de un auto a otro mientras las mujeres hacían cola, en medio de sus chistes, para darle puntapiés en el trasero, así como estaban, con sus trajes de noche. ¡Las señoras! ¡Qué lenguaje! Y después volvieron a Mal, que recibió otro golpe de llave inglesa. Me la dieron por la espalda, señor… No hay descanso para los malos. ¡Qué cierto es eso, carajo! Enderezaron a Mal, le dieron un buen golpe en la cabeza contra el farol de adelante, y lo hicieron rodar de un capó a otro; rozaba los autoadhesivos con los dedos helados. Este vehículo está ilegalmente… Para asistencia inmediata… Tarjetas de… Y después de una última vuelta de patadas y golpes los autos cobraron vida y se fueron, dejando al Gordo Lol y al Grandote Mal buscándose a tientas entre los gases y los ecos y el montón de cepos viejos, jadeando, chorreando, dos deshechos de la era de las máquinas.

7. Un atleta triste

– Venían de la ópera.

– ¿De la ópera? -repitió Sheilagh.

– De la ópera. Bien, Lol y yo nos tomamos la libertad… Se podía decir que lo que hacíamos no era legal…

– ¿Estás seguro de que era gente que venía de la ópera?

– Sí. Pensé que podían venir de un estreno.

De una Royal Premiere o algo así. Poco tiempo antes Mal y Linzi habían asistido a una Royal Premiere, muy cara. Y a Mal le pareció que nunca había estado en medio de una multitud tan grosera: mil quinientas bestias con traje de gala, acompañados por sus hembras. -Dejaron programas. El Coliseum. No son gente educada, Sheilagh -le advirtió. A Sheilagh le encantaban las películas donde los aristócratas se comportaban como tales. -Qué desprecio. Son crueles.

– He estado en el Coliseum. Es bueno porque las dan en inglés, así te enteras de lo que pasa.

Mal asintió con gesto sufrido.

– Se puede seguir la historia.

Por segunda vez, Mal asintió.

– ¿Participas en la carrera de los padres?

– Ahora no me queda más remedio.

– ¿Con la cara en ese estado? No puedes andar solo, Mal. No puedes andar solo.

Mal se puso en movimiento. Los arbustos, las hojas que caían… los árboles. ¿Cómo se llamaban? Hasta en California… hasta en California lo único que sabía de la naturaleza era lo que veía en las paradas de autobuses cuando se detenía, con su gorra de chofer, para ir al baño entre dos ciudades (un retrete hecho de naturaleza y colillas y fósforos quemados), o restaurantes tipo hostería de campo donde los brutos comían finezas; un año Sheilagh fue con Jet por todo un semestre (lo lamentaron) y Mal se enteró de que en las escuelas norteamericanas el ketchup de tomate se consideraba un vegetal. Y en toda su vida había tenido símbolos, como las máquinas de jugos de frutas y las ensaladas de fruta de los hospitales y las frutas de plástico del sombrero de su madre, cuarenta años atrás, en su propia Fiesta Deportiva en el colegio. Y el corte de pelo estilo taza de su padre y el traje dominguero que llevaba. Digan lo que quieran sobre aquella época. Digan lo que quieran sobre mis padres y los de todos los otros, pensaba Mal, pero lo importante era que estaban casados, y se notaba, por la ropa y por todo lo demás, y se lo tomaban en serio.

Sheilagh dijo:

– Si vuelves… pero no vuelvas si no te lo tomas en serio.

– Naturalmente. Por supuesto. De ninguna manera… -dijo él.

Ella hizo un gesto de asentimiento y echó a andar, y Mal la siguió, mirando los movimientos rítmicos aunque asimétricos de su gran lomo femenino, donde parecían residir toda su fuerza y toda su virtud, su carácter, lo más entrañable de su ser. Y Mal veía todo. Se veía entrar por esa puerta, y abrazarse con Jet como dos osos, y luego el abrazo del Papá Oso y la Mamá Osa. Y el reconocimiento, respirando hondo, de todo lo que había dejado atrás. Y la sonrisa que se le coagulaba en la cara. Sabiendo que diez minutos, o veinte, o dos horas, o veinticuatro horas después estaría otra vez en la puerta con Jet colgado de sus rodillas, de sus tobillos, como un cepo, y detrás de Jet Sheilagh, con la cara enrojecida, el pelo revuelto, traspirada, resuelta a seguir con el próximo encuentro carnal, la próxima pelea, a seguir, seguir. Y Mal ya estaría afuera, enfrente, con Linzi, mirando Nenas asiáticas y liberando la mente de todo pensamiento sobre el futuro… Mientras pasaba sobre el cerco miró hacia el estacionamiento y -ay, Dios- allí estaba Linzi, su chica asiática, apoyada en su autito. Sheilagh se detuvo. Se enfrentaron, Linzi apoyada en el coche, Sheilagh con el traje sport. ¿De qué transformación me hablan? Si Linzi quería tetas nuevas, un nuevo estilo, si quería un cochecito hecho para una adolescente, a Mal le parecía perfecto.

– Papá…

– Sí, mi amigo.

– Ya están listos.

Mal se quitó los mocasines y empezó a enderezarse: ¡A! Le estaba dando la chaqueta a Jet para que se la tuviera cuando sonó el celular.

– ¡Lol! Estuve todo el día tratando de hablar contigo. Me atendía un árabe.

Lol dijo que había tenido que vender el celular.

– ¡Por qué!

Le habían puesto el cepo en la camioneta.

– Ni te cuento. ¡Me pusieron el cepo en la BM!

¡Justo a él!

– Ajá. Ahora no puedo hablar contigo. Tengo que correr una carrera.

El Gordo Lol dijo que iba a hacer algo esa noche.

– ¿Sí?

Con las alarmas de los autos.

– ¿Ajá?

– Papá, están esperando. Dale.

– Ya voy, hijo.

– Y no pierdas.

– ¿Yo pierdo alguna vez?

– No eres buen corredor, papá.

– ¿Qué dijiste?

– Eres un corredor triste.

– Ah, ¿sí? Mira.

Los papás estaban alineados en la largada: Bern, Nusrat, Fardous, Someth, Adrian, Mikio, Paratosh y los demás, todos más o menos de la misma edad pero todos en distintas etapas del proceso: cinturas, calvas, huellas de la vida, curriculum de separación, resignación, desarraigo, algunos con sus propios padres muertos, algunos con sus madres todavía vivas. Mal se unió a ellos. Era la carrera de los padres. Pero los padres siempre estaban corriendo carreras, contra los demás padres, contra sí mismos. Eso es lo que hacen los padres.

Con el disparo el rebaño largó a toda velocidad. De inmediato Mal sintió que perdía diecinueve cosas al mismo tiempo: todas las junturas y articulaciones: la cadera, la rodilla, el tobillo, la columna, junto con una rápida licuefacción en un lado de la cara. Después de cinco impulsos cayó la barrera del dolor y el dolor ya no se fue. Pero el hombre corpulento seguía corriendo, como era su obligación. Los padres seguían corriendo, con pasión, como flechas, sin zapatos o con zapatillas de gimnasia pero con las bisagras oxidadas por los años. Con las cabezas echadas hacia atrás, el tórax hinchado, jadeaban y luchaban como esclavos por alcanzar el tramo final y la línea de llegada.

New Yorker, 1996