37281.fb2 Al Morir Don Quijote - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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CAPÍTULO DÉCIMO QUINTO

¿Y QUÉ estrella lo había dispuesto, dónde estaba escrito que la mañana en la que sucedió aquello entre Cebadón y su joven señora, Quiteria estuviese lejos?

Nunca se alejaba el ama ni dos pasos de sus fogones y raramente se quedaba la casa sin nadie, pero tuvo que suceder de aquella manera.

El ama Quiteria, que de tal modo persiguió, descubrió y condenó las quimeras de su amo, con el brazo secular de las llamas incluso, creyó a pie juntillas las disposiciones de las estrellas que la habían traído a servir en aquella casa hacía veintitrés años, y por nada del mundo hubiera dejado de confirmar que su llegada a casa de don Quijote no hubiera sido providencial y ordenada por la disposición de los astros.

En cambio no hubiese creído providencial el hecho de tener que abandonarla, alejándose de todo lo que le recordaba a don Quijote, sólo porque Antonia hubiese mostrado hacia ella aquel fondo de indiferencia y extrañamiento.

¿Qué le había hecho ella?

La había criado como si fuese una hija, desde mucho antes de que la niña pudiera recordar. ¡Y cómo la había querido! Se hacía a veces la ilusión de que era hija suya, fruto de su amor con don Quijote. ¿Cómo no lo habría advertido aquel hombre? ¿Por qué siempre había tenido metida la cabeza en un libro? ¿No se dio cuenta de que la vida era superior a cualquier novela?

«Ay, Antonia -iba diciéndose Quiteria, y sentía que la pena le atosigaba el alma-.¿Qué haré yo ahora? Aquí está mi vida, aquí mi casa y ya sólo puedo esperar un corto morir.»

El paso cadencioso de la borrica pareció agitarle por dentro los recuerdos, que le afloraban uno detrás de otro.

«¿Qué años tenía cuando llegué por primera vez a esta casa de los Quijano? ¿Trece, catorce? ¿Quién le dijo a mi pobre padre que aquí iba a tener yo acomodo perpetuo? ¡Y cómo me recuerdo de aquellos días, flaca como una cañaheja! Los que me veían por primera vez, me decían, "rapaza, ¿no vas a dejar de crecer?". La gente me miraba al pasar, y yo siempre con la cabeza gacha, como si hubiese sido mi culpa haberme espigado tan sin por qué. Cómo me avergonzaba ser tan alta, Altea.»

Altea era el nombre que le había dado don Quijote a aquella borrica, y llamándola Altea y yéndola a ver a la caballeriza tenía Quiteria la sensación de que lo seguía teniendo vivo, porque era además la borrica que montaba don Quijote cuando salía en primavera a un soto cercano a buscar ninfas. Y a veces le gustaba repetirlo diez veces seguidas, para embebecerse de un nombre tan sonoro, y evocar a su amo.

Metió Quiteria el talón en la panza de la borriquilla, para avivarla el paso.

No era el ama Quiteria una de esas personas que idealiza sus recuerdos con los años, por conveniencia o fantasía, sino que se atenía a la realidad, punto por punto.

En efecto, llegó donde los Quijano la primera vez cuando no había cumplido aún los catorce años. Venía descalza y llevaba en una mano el envoltorio con su ropa, todo lo que había podido sacar de su casa, todo lo que le pudieron dar sus padres para ponerla a servir, una camisa de lanilla, una saya algo más buena que nueva de color pardo, un par de alpargatas y otro de zapatos que no usaba para no gastarlos, y un peine, un trozo de espejo poco más grande que un doblón, y unas ligas, regalo especialísimo de su hermana Magdalena.

Se le fue la imaginación en ese momento a Quiteria a la liga, al peine, al espejuelo… Ésa, sí, fue toda la hacienda que trajo consigo Quiteria. Vino buscando a cierta prima de su madre que conociendo las necesidades de su parentela hontoriana. la había reclamado. Pero todo debió de ser un equívoco, porque en cuanto llegó, comprendió Quiteria que pasaban allí aún más calamidades que en Hontoria. Aguardó unos días, y cuando esperaba retornar a su pueblo, moría de un cólico una de las criadas que servían en casa de don Quijote. Entonces sí que la casa era próspera: pastor, gañanes, mayoral, podadores, cavadores, cinco criadas, hasta carpintero propio tenía la casa y aperador, que también entendía de cosas de fragua. ¿Dónde habían ido a parar tantas riquezas? Así que fue el azar lo que le llevó a llamar en aquella puerta, cuando más desesperada estaba.

Quiteria nunca había sido hermosa, ni siquiera de muchacha, y, acaso porque no lo era, Alonso Quijano, tan compasivo siempre, la admitió a su servicio. Otros, menos piadosos que expensaban viéndola: «¡Qué lástima que Quiteria sea tan fea! ¡Terminará de moza de mesón, de mano en mano!».Y la frase hizo tanta fortuna, que acabó circulando como muletilla de boca en boca, cada vez que salía su nombre. Hasta la propia Quiteria lo oyó una vez a dos mozos, inadvertidamente, mientras estaba oculta por una parva de garbanzos, y se pasó tres días seguidos llorando, sin poder quitárselo de la cabeza.

Nadie podría conjeturar lo que pensó Alonso Quijano al ver por primera vez a la muchacha, si era así o asá. Vería lo que todos, que tenía la nariz partida y grande como una berenjena, y la cara llena de manchas rojas, y el pelo fosco y sin brillo y una expresión equina y triste, y los pies anchos y las manos como los pies, descomunales, y que estaba cargada de hombros para no parecer alta como un alcacel, y que tenía unos dientes tan grandes y salientes y una boca tan pequeña y sumida que se esforzaba siempre para mantenerla cerrada, porque si no se le quedaba ligeramente abierta, y le hacía cara de inope. Pero don Quijote tuvo que verle también algo bueno, porque le causó una gran impresión; debió pensar que era una muchacha seria, despierta, trabajadora, dulce y buena.

¿Qué le decidió a emplearla? ¿La manera en que le miró, con la barbilla metida en el pecho y los ojos levantados con asombro, ante la figura de aquel joven tan pálido y melancólico, aquellos ojos tan bonitos y tristes? ¡Y cómo le impresionó a Quiteria la manera en que vestía aquel apuesto hidalgo, qué cuidado en su camisa, y cómo olía a agua de azahar, a benjuí, a violetas!

«¡Y cómo me gustaron aquellos ojos de mi joven amo, tan negros, brillantes y profundos, tan misteriosos y discretos, Altea, no lo sabes tú bien! ¡Y la elegancia y cortesanía de su porte, y el esmero y limpieza de sus vestidos, tan fuera de los tristes harapos que yo siempre había visto! ¿Cuándo empezó a descuidar la policía de su persona? No me acuerdo. Todo eso suele venir rodado. ¡Cómo me impresionó aquel caserón con aposentos tan amplios y techos tan levantados! ¡Y aquella chimenea de casa rica en la que ardían a todas horas las encinas enteras, y no las humildes lumbres de la casa mis padres donde apenas se sacrificaban dos o tres astillas del tamaño de una cuchara!»

Nunca olvidaría Quiteria las primeras palabras que don Quijote le dirigió.

– Y bien, Quiterilla. ¿Asi te llamas, no? ¿Qué sabes hacer? Te tomaré de fregona, y veremos qué sale de ello, si vales o no -y le prometió que en aquella casa si valía para algo más que para fregar los suelos, se le enseñaría a hacer labor y a coser, y se le daría de comer, de beber, cama y ropa lavada.

«Quiterilla, Quiterilla»… Llamarla con ese nombre, siendo ella tan alta, con aquellas manos, con aquellos pies. Nadie, recordó el ama, le había llamado nunca con ese nombre, ni su madre cuando le limpiaba los mocos m nadie, hasta que apareció Alonso Quijano.

«Haré lo que vuestra merced me ordene y sea de razón», recordó Quiteria que le respondió callando, y no lloró de gratitud por parecerle que acaso le molestara a su joven señor verla llorar, y pensase que era panfila y desustanciada, y dijera: devolvedla a su madre y cuando no llore, que me la traigan de nuevo.

Nunca una respuesta tan discreta se atuvo a mayor verdad. Desde ese mismo día entró al servicio de Alonso Quijano, y no dejó de hacer, y hacerlo con la mejor disposición de ánimo, todo cuando se le ordenó. El tiempo y otras muertes la colocaron al frente del gobierno de una casa que empezó, sin embargo, a desgobernarse, consecuencia sobre todo de aquella manía tan tonta que tenía su amo de leer sin ton ni son a codas horas unos libros de los que nadie podía obtener el menor provecho. No venían en ellos ni modos nuevos de roturar la tierra, ni el siempre útil de componer relojes, o enjambrar colmenas, o el bien oportuno para un hidalgo de multiplicar los lances de la caza. Eran libros extraños aquellos para Quiteria, que sin embargo no sabía leer. Y supo pronto que la hacienda se venía abajo, desmedrada, que los rebaños menguaban, que las tierras no se labraban, que las viñas no se podaban a tiempo, y que cuando se despedía o moría un criado no se traía otro que lo remplazara. De nada de eso se hablaba en los libros que él tenía. De ninguna de estas materias trataban, sino de vírgenes y doncellas que ordenaban a caballeros armadurados los más tontos propósitos, las más descabelladas empresas de ir a conquistar reinos a Trapisonda o retar al preste Juan de las Indias, los más inútiles combates con dragones y camuesos que nadie había visto nunca.

Todos esos recuerdos los iba desgranando Quiteria a su borriquilla, por hacer más corto el camino. Hablaba con Altea, como si fuese persona, o un juez severo ante el que expusiera los graves sucesos de su vida.

«Has de saber, Altea -siguió contándole-, que cuando entré a su servicio, tu amo, que entonces era más joven de lo que eres tú ahora, vivía con su madre. Pobre mujer, Justa de Arce. Al padre le decían Bernardino Quijano. Acababa de morir cuando yo llegué, y todo lo que sé de él lo supe de oído, por las cosas que oí contar a unos y otros. Mi amo y tuyo fue el único varón, y bien por varón, bien por haber sido el menor, bien porque se quedara en casa cuidándola, su madre lo quiso más que a Elvira, la otra hija, la hermana de Alonso, la madre de Antonia. Eso se veía de lejos.»

Y la borriquilla sacudía la cabezota, en su cadencia, como dándole a entender que no se le iba ripio de aquella crónica. El sol ya marchaba alto, pero como había llovido tanto aquel mes, todo estaba lleno de charcos y lavajos, y el aire era gélido, y Quiteria sintió un poco de frío en la espalda. Sacó una mantellina de las alforjas y arreó con un palito la albarda, para que el asno lo oyera y alegrara sus andares.

«El secretario del conde de Montones, y no me preguntes quién era ese señor, pasó un día por el pueblo, conoció en la puerta de casa a Elvira y se prendó de ella. Tenías que haber visto a Elvira, qué hermosura, qué cabellos como el oro, qué labios hechos de coral, qué cuello de garza, qué hombros de marfil, y qué manos y qué pies tan chiquititos, y qué nariz tan graciosa, como un pellizco. La nariz de Antonia es de su madre. Antoñita es hermosa, pero si se pudiera ponerlas a las dos una aliado de la otra, los jueces iban a tenerlo difícil para saber cuál era más hermosa. El de Montones le doblaba en edad. Era un hombre temible. El suyo sí que era genio, y qué cólera a todas horas. Yo creo que el genio de Antonia no viene de su tío, como ella cree y como ella le reprochaba, sino de su padre. Estaba lleno de deudas y lo traían y llevaban por los caminos unos negocios movedizos que todo lo devoraban, pero la apariencia la tenía magnífica, como su atavío. Qué presumido, qué cadenas de oro, qué guantes siempre nuevos, qué zapatos de Cremona, qué diamantes en el cintillo del sombrero. Se quedó en el pueblo un mes, y rondándola y llenándole la cabeza de pájaros, y los brazos de manillas y ajorcas y el cuello de sartas de perlas, la rindió. Recuerdo que la señora Justa le decía a su hijo: "¿Vas a dejar que se la lleve?" "¿Y qué -le respondía su hijo- si quiere irse tras de él? Que cada cual vaya donde mejor le pruebe." ¿Si se llevaban bien los dos hermanos? Ni bien ni mal. Alonso a lo suyo, con sus libros, y Elvira con su tontera, su albayalde, su carmín y su palmito.; Quién le pone puertas al campo? Elvira sólo quería salir del pueblo. Veía también que su madre quería más a Alonso que a ella, y corrió tras su enamorado a Madrid, con la promesa de que le haría su esposa, lo que firmó en un documento donde le prometía además tres mil ducados. En Madrid desde luego se casaron, pero no parece que aparecieran nunca los tres mil ducados por ninguna parte ni supimos bien de qué vivieron los tórtolos los meses que pasaron juntos, aunque lo hicieron, según escribió ella una vez, en casa grande, con criado, coche y tres o cuatro mujeres que los asistían, y paje y un esclavo morisco. En vista de eso, la primera providencia que se tomó la muchacha fue trocar su nombre de Elvira Quijano en Doña Elvira de Arce, esposa de don Felipe Melgar»…

Al llegar a este punto, Quiteria, que iba hablando sola con la mayor naturalidad sin advertir siquiera que lo fuese haciendo, enmudeció como quien hubiera tropezado con algo. Aquel nombre, don Felipe Melgar, secretario de Montones.

¿Qué será de don Felipe?, se preguntó Quiteria. Su historia sería seguramente tanto o más apasionante y aventurera de lo que resultó la de su cuñado Alonso Quijano. si acaso se llegara a saber un día, porque el de Montones, a cuenta de seguir a Montones, que marchó a Ñapóles con embajada del Rey, desapareció para siempre. Al saberlo, su madre dijo a su hijo, por todo comentario: «El que lejos va a casar, o va engañado o va a engañar», pero le prometió que nada de aquello le diría a Elvira.

Empezaron a recibirse en el pueblo cartas de la abandonada. En una de ellas decía: «No sabiendo nadie si en Italia se lo llevó la peste [a mi marido], o si la galera en la que volvía cayó en manos del turco o si conoció a quien le convino más servir, me hallo ahora sin poder tomar partido. Se fue y no me dejó dineros más que para días, a cuenta de otros que prometió enviarme, y no llegaron y no sabemos mi hija y yo cómo vamos pudiendo vivir. Para el día en que hubiere necesidad de ello, me encomendó llamara a la puerta de un caballero muy principal de esta Corte, a quien dan el nombre de don Tomás de Izcategui. Así se hizo, pero el tal señor no quiso proveer otra cosa que no fueran consejos […]. Así que hago el caso que don Felipe tomó las del humo, aunque lo espero y rezo a la Virgen para que nos lo devuelva pronto, sano y salvo, a mí y a mi hija. Hasta una docena de cartas, con sus costas pagadas, han salido ya para Italia, y ninguna ha venido de allá. He cambiado de casa y tomado aposento en una visitación de la calle de la Trinidad. De los tres mil que prometió darme, no he visto ni un real hasta la fecha, y unas fiebres nos tienen a mí y a mi hija quebrantadas. Mi leche es mala y pago a un ama. Díganme vuesas mercedes cómo haré y dónde se me remediará. No hay una sola hora que no píense en volverme, y lamento el día que do allí me vine encañada con tanta promesa».

Suspiró Quiteria ante los tristes recuerdos. No hacía ni dos semanas que había visto la carta por última vez, cuando guardó los documentos en la bujeta de los papeles. Desde luego la hija la había leído una y mil veces. Era todo lo que conservaba de su madre. Y a pesar de saber la verdad de lo ocurrido, aún se podía oír a Antonia decir cosas como: «¡Mi madre vivía en casa palacio», o «la servían doncellas y amas y criados», o «tenía coche, y caballos, y verdugados, y saboyanas y mantos bordados, y chapines de seda». Y don Quijote y el ama, que conocían la verdad de todo, por no disgustarla asentían y no le quitaban la razón.

«Pobre Elvira, pobre Antonia -se dijo de pronto Quiteria, tomando de nuevo el curso de su coloquio con la borriquilla-. No tuvo otra que morirse de un mal ferino, Altea. Le tomó el pecho y se lo deshizo en sangre. De no haber sido así seguramente lo habría hecho de estrecheza, porque todo lo fue vendiendo, sus alhajas y sus saboyanas, los verdugados y las alfombras, las sartenes y las ollas, y quedó tan pobre como la llama de una candileja, sin más valedor que un criado viejo que la robaba. Cuando llegamos ya no le quedaba nada, más que miseria.

»A Madrid fuimos yo y mi amo, y aquí las trajimos a las dos. Tú, Altea, todavía no habías nacido. La pobre Elvira muñó en cuanto entró por la puerta, que se hubiera dicho que estaba deseando llegar a su casa para descansar, y nos quedó el consuelo de su buena muerte. Murió como un apóstol, sin decir ni mu, la pobre, como su hermano. Eso debía de ser cosa de la familia.»

Se ve que en ese recuerdo tan penoso y funéreo, se despertó uno jovial, como a veces ocurre con ese sueño que abre una puerta que lo comunica con otro sueño. Y fue que Quiteria recordó aquel viaje a Madrid.

«Tenías que haberlo visto, Altea. Fue la primera vez que salí yo a una ciudad. Y que salía él. Qué poco le gustó Madrid. A mí en cambio me gustó muchísimo. Quiso la suerte que fuésemos a dar a la calle del Lobo, frente a un burdel. «¡Cuánto alboroto», decía él: "¡Qué inmundas, angostas y pestilentes estas calles! Para calles, Quiterilla, la nuestra o la Alameda, allí entra el sol, allí corre el aire, allí se huele a tomillo y a cantueso, a aciano y a mejorana, a manzanilla y a mentas! Las casas huelen a alcamonías, a alcaravea y mejorana.;Y la confusión de la posada, y el guirigay de los criados y mandaderos, y las tercerías de las dueñas, y la tristeza de los que llevan en la Corte semanas, meses, años, buscando favorecerse sin conseguirlo, y esta desesperada alegría de los soldados sin destino y sin blanca! Quiterilla, mañana mismo nos volvemos al pueblo con Elvira y la niña". Pero a mí me gustaba ver a tanto caballero en sus caballos y tantas damas en sus coches. ¡Cómo vestían, Altea, qué talle, qué porte el suyo!».

«Ay.» Volvía Quiteria a suspirar y a meter el talón en el ijar de la burra, porque Altea, para burra, ya no era joven y se iba durmiendo por el camino, hasta quedarse quieta, y había que despertarla de vez en cuando con el pie y un golpe de la vara en la albarda para que siguiera, y esos meneos bastaban para que entendiera.

Siguió un rato Quiteria sin decir nada, regustándose en el recuerdo. Le había hecho sonreír lo poco que le había gustado Madrid a su señor Quijano, con lo que iba a gustarle Barcelona, y lo mucho que le había gustado a ella. «¡Lo que no hubiese dado él por viajar de muchacho, cuando quiso marchar a Alcalá a estudiar, y va a Madrid, y no le gusta!», y recordó Quiteria cómo su madre, que no se podía separar de él, le ordenó que no se fuese a estudiar, como quería, y él, que era un buen hijo, allí se quedó a no hacer nada.

Mucho había oído hablar el ama de todas aquellas cosas que habían sucedido antes de que ella entrase en la casa. No había sido Alonso Quijano nunca un hombre rencoroso; quedarse ni le amargó ni cobró por ello inquina a su madre. Fue poniéndole, eso sí, poco a poco, triste, como rodado.

Recordó también Quiteria que cuando entró a trabajar con los Quijano, y más después de que murió Elvira, Alonso no hacía otra cosa que leer, cazar y soñar con poder salir algún día de aquel oscuro rincón, y conocer los confines del mundo como su compañero de juegos Bartolomé Castro había hecho. Pero no se fue, y su tristeza fue rodando, y al rodar, creciendo. Decía: «Antes por mi madre, y ahora por mi sobrina, ¿adonde me voy a partir? Voy a ser un triste rodado».

Pero la madre de Alonso Quijano vivió muchos y buenos años junto a su hijo, y al morir, éste era otro ya muy diferente de aquel joven que tanto había soñado, y no salió ya del pueblo.

Cuando murió la madre, Quiteria le dijo:

– Ahora vuesa merced vayase a Alcalá, o donde quiera, qu e yo me ocuparé de la hacienda, y criaré a Antonia.

Pero don Quijote le dijo:

– Quiterilla, ya soy talludo para ponerme la beca y echarme encima el vademécum. Aunque me gustaría volver alguna vez a Madrid, porque no puede ser que no me gustara. Madrid es Madrid, y algo tiene el agua cuando la bendicen. Debió ser que como llegamos con aquel negocio y nos metimos en la calle del Lobo, todo se torció. Pero no puede ser Madrid como la vimos nosotros. Madrid, Quiterilla, tiene que tener algo.

Y sí, ¡lo que no hubiese dado por pisar los famosos corrales de comedias de Madrid, donde representaban a su entender idos mejores autores del mundo»! Pero no, no volvió a dejar el pueblo, hasta que ya se volvió loco del todo. ¿Por qué no salió a ver mundo, cuando aún estaba sano él y la hacienda junta, y a correr los orbes? «Altea, tengo para mi que si mi amo la hubiese corrido entonces, nos habría ahorrado su desquicie», se dijo el ama tratando de buscar una explicación y remedio a lo que ya no lo precisaba.

Todos estos pensamientos se desvanecieron súbitamente como por ensalmo, porque chilló un cuervo cerca, y siguió Quiteria un buen trecho del camino con la mente en blanco, moliéndose en su corazón tanta tristeza. Al cabo de una hora, se preguntó de nuevo: «¿Y cómo será que Antonia no me quiere?». Empezó a llorar, pero como pensar en Antonia le hacía daño, viró su pensamiento hacia el difunto don Quijote, que le hacía bien.

«Nunca se arrepintió de haberme tomado a su servicio, ya lo creo», dijo en voz alta otra vez, sorbiéndose la pinganilla en la nariz con un brusco movimiento, muy orgullosa.

Y desde luego que no se arrepintió. Aprendió tanto y en tan poco tiempo, que llevó la casa ella sola, asistió la larga enfermedad de la madre de don Quijote y acabó también ocupándose de la gañanía, porque ya entonces empezaban las cosas a marchar mal, y no corría en la casa el oro de los buenos años y no se metían más criados.

¿Y las veces que a ella, cuando ya la conocían en el pueblo, lavando en el río, comprando, trabajando, le dijeron, «Quiteria, deja esa casa y vente a ésta mejor acomodada»? Pero siempre dijo no y no y no. ¿Cómo hubiera podido separarse de Alonso Quijano? Le tentaban: «Ganarás más». Y ella respondía, «seguro». O: «En la casa de los Quijanos haces el trabajo de cuatro, aquí estarás más regalada».Y ella repetía, «seguro, y lo agradezco, pero yo estoy bien». Y cuando a don Quijote empezó a conocérsele la manía, y decían «déjalo, está loco», ella, furiosa, se encaraba con todos: «Mi amo no está loco, sólo es tristeza v una pena muy honda que tiene por no haber podido salir por ahí a correr el mundo».Y si le preguntaban, «¿y de qué está triste, si no hace nada?», ella respondía, «de eso precisamente, de no hacer nada".

Veintisiete años sin dejarlo ni a sol ni a sombra. Sólo una vez dudó, al principio. Fue en el viaje a Madrid. El dueño de una venta habló con Alonso Quijano y viendo la condición de Quiteria, le dijo, déjemela vuesa merced sirviendo aquí, le daré cien reales por ello. Alonso miró a Quiteria y le respondió después de meditarlo, «pregúntele a ella». Recordó Quiteria que miró a su amo y pensó con angustia, ¿será capaz de dejarme aquí? Pero a su señor Quijano le hablaron los ojos, y ella leyó en ellos, y recibió una de las alegrías más señaladas de su vida. También influyó en aquella ocasión en que oyó a los mozos decir detrás de la parva que acabaría en un mesón de mano en mano, y dijo al ventero, «no».

A partir de entonces los días que se levantaba ella mal o se le torcían las cosas, amenazaba a don Quijote, a la sobrina, o al lucero que se le cruzase delante: «Cualquier día me voy; no me faltarán casas donde me llamen», pero don Quijote y la sobrina sabían que eso no sucedería nunca.

Esos recuerdos la pusieron triste y le alegraron el viaje hasta Hontoria. Por momentos le gustaba empezar a recordarlos y al momento le amargaban la boca, cuando ya era tarde y tenía que acabar de recordarlos todos, y pasarlos como una cucharada de un jarabe amargo.

«Tantos años en esa casa, y se ve una en el camino sin más bienes que el pan comido, menos dientes y ¡os huesos más viejos. Mientras vivió mi bien, mi protector, mi dueño, mi amo. mi cuidado, mí desvelo, mi reposo, mi afán de cada día, mi confín, mi Alonso Quijano. viví feliz. Siempre me tuvo en la mayor consideración, y me habría tirado yo de lo alto del campanario, si me lo hubiese rogado él. No era necesario ni siquiera que nos hablásemos, m que él me ordenase nada ni que yo preguntara, porque nos adivinábamos el pensamiento. Falto él, ¿a quién voy a deberle yo respeto? ¿De qué iré colmada, muerto él, si no es de pesares? ¿Cómo me reposaré, si ya no puedo más que vivir en un puro desvelo? El día para mí se ha nublado, vivo en una aniebla sin resquicio, no pasan las horas sin quitarme cada una la vida, los días se vuelven noches y las noches no acaban, y cada día que pasa parece una sepultura que se me abriera a los pies, y ya ni el pan me sabe ni el agua me quita la sed, y hasta que no nos resuciten a los dos, no podré decirle a la cara todo lo que no pude o supe o quise decirle, que de haberme dado el cielo la mitad del donaire que él ponía en explicarlo todo, habría entendido que no iba a encontrar entre todas las mujeres ninguna que le quisiera como yo lo quise, ni ninguna que lo atendiera y cuidara como yo lo cuidaba y asistí, y quitándole de correr para contentar con hechos y gestas a una Dulcinea improbable, le habría apartado para siempre de la locura. Así que en parte yo he sido la culpable de que su buen juicio se echara a perder. ¡Cómo habría entendido él que debía quedarse conmigo, y aunque el cielo no me hizo hermosa ni blanca de cara, pocas me ganarán a honesta, limpia y leal! No, y mil veces no, yo no soy moza de mesón, no soy moza de venta. ¡Ay, y cómo ese día tenía que haberle dicho esto y más!»

Si Altea hubiese sido persona, tampoco se hubiera enterado de qué hablaba Quiteria en esta última confidencia, porque se refería a cierto día, de hacía dos años, en que venciendo su recato y la grandísima timidez que la atenazaba, le declaró su amor, para sorpresa de don Quijote.

Llevaba amándole ya más de quince años. En realidad le amó desde el primer día, desde que la llamó Quiterilla como nadie se lo había Mamado nunca. Pero al principio, se decía:

.(¿Cómo se lo diría? ¿Y cómo me mirará, siendo tan fea? Pero somos viejos ya los dos, y esas cosas, a nuestra edad, ya no importan, ni la cencerrada si nos la dan».Y teniéndole cerca, a la vista, y sin que él mirara a otra, se contentaba.

Concibió la idea cuando murió Justa Arce, la madre de don Quijote, y quedó Alonso Quijano solo en este mundo, con la niña Antonia, y sin que se le conociesen amores con nadie, y pensó Quiteria, «nos casaremos y la criaremos como a hija con nuestros hijos, porque no es bueno que esta niña crezca en esta casa grande, siempre sepultada en silencio».

Hasta le dio a Quiteria un poco de vergüenza recordar cómo había sucedido todo.

Se encontraba don Quijote leyendo ese día uno de sus libros, a la luz de un velón de tres luces. Era uno de esos días de invierno húmedos y tristes en los que no cesa un minuto de llover. Estaba ya entrada la noche y dormía la niña Antonia en su aposento. Se acercó Quiteria a don Quijote por detrás, sin dejarse sentir, como la gata Malva, la gata de don Quijote, y le dijo:

– ;Sabe vuestra merced cuánto hace que sirvo en esta

Levantó don Quijote la vista del libro, extrañado de que el ama le interrumpiera, pues le tenía ordenado que mientras le viese recogido en su estudio nadie, ni ella ni la sobrina ni ningún otro de la casa, huésped, asalariado o amigo, tenía licencia para venir a sacarle de sus cogitaciones.

– ;Cuántos años, dices? Lo sé muy bien; no pocos, desde luego -le respondió, sin entrar en detalles.

– Veintitrés años, tres meses y quince días -señaló Quiteria, siempre escrupulosa para sus cuentas-. ¿Recuerda vuesa merced el día en que llegué, alcanza a recordar las palabras que me dirigió y lo que yo le contesté?

– ¿Y a qué viene, Quiterilla, tanto puntillismo? ¿Te debo alguna mesada, he dejado de comprarte alguna saya prometida, no vas calzada como conviene al ama de una casa hidalga como ésta?

Quiterilla… Se turbó el ama de oírse nombrar como aquel lejano día. Sí, tenía que acordarse, aunque no lo dijese.

– Dime, ¿te falta algo que se te deba?

– Nada de eso, señor Alonso. Gratis trabajaría yo en esta casa, y hasta vestiría harapos con tal de estar a vuestro lado, como bien sabéis, y nunca podré dejar de estarle agradecida por todo lo que hizo por mí recogiéndome del arroyo, como quien dice, y apartándome de la jurisdicción del hambre, como suele decirse.

– Ah -exclamó don Quijote-. Yo no hice nada.

– Sí hicisteis. Pero me ha sucedido algo que no puedo excusar de deciros, y sin embargo no encuentro el modo. Ay, si tuviera vuestro salero, que habláis cuando queréis y no estáis amorugado todo el día, como los poetas. No parece sino que os han hecho la lengua las propias potestades.

Don Quijote la escuchaba atónito, sin adivinar lo que su ama quería decirle.

– Mira, Quiterilla, ya ves que estoy ocupado y no sé bien a dónde quieres ir a parar; abrevia -la acució con aquella paciente dulzura que a veces sabía poner en sus palabras.

– Ay, señor -exclamó Quiteria-, sí yo pudiera parar en alguna parte. Por dentro estoy azogada, sin sosegarme un punto. Ahí voy. No sé cómo, desde el primer día en que le vi a vuestra merced…Y es que no puedo seguir. Todavía tenía vuesa merced todo el pelo de la cabeza en su sitio, y la barba bien negra, y aquel porte pulido, y la manera gallarda en que me ordenaba que hiciera las labores, que aspara o que lavara el lino o que secara higos o que partiera almendras, y la paciencia con la que me corregía… ¿Cómo no iba a despertárseme en mi corazón un amor tan verdadero? Todo este tiempo lo tenía sepultado bien dentro, y me lo hubiera llevado a la tumba, de no haber empezado a ver en esta casa cosas que quitan el sosiego y no dejan apaciguarme, viendo el peligro en el que estáis poniendo la salud.

Miró don Quijote al ama con descosidas cejas y los ojos fuera de órbita.

– ;Salud, dices, Quiteria? -preguntó-. En todos los días de mi vida me he sentido más sano.

Y dicho y hecho, sin soltar el libro, se puso de pie, y de admirable corcovo, a pies juntos y formidable impulso, como hubiera hecho la gata Malva, se plantó don Quijote encima de su mesa, y de otro volvió al suelo, mientras abrió los brazos al modo de los saltimbanquis, y repitió la cabriola dos veces más, arriba y abajo, disparándose al techo el bonete colorado que acostumbraba traer puesto por abrigarse la cabeza.

– ¿Te parece ésta la salud quebrada de un hombre?

– No, sino a que no duerme, no reposa, no come… Me refería, señor, a estar viéndoos como os veo estos últimos meses hablando solo, sin sosiego, leyendo a todas horas y pronunciando en sueños, cuando dormitáis al lado del fuego, el nombre de una rival mía…

– ;Una rival, dices? -exclamó don Quijote, que no dejaba el libro de la mano, sino que lo mantenía cerrado, con el dedo entre las páginas para no perder el hilo de lo que llevaba leído-. ¿Una rival? No sé de qué me estás hablando. ¿No será que hablan por mí mis enemigos los duendes y encantadores?

Ésa fue, que recordara Quiteria, la primera vez que su amo habló de duendes y encantadores, la primera vez que se asomó al pozo real de su locura.

– ¿Qué duendes, qué encantadores? ¿No fue vuestra merced el otro día, a cencerros tapados, a averiguar qué hacía o no, y en qué o no se ocupaba una tal Aldonza Lorenzo, del Toboso? Vive Dios y Nuestra Señora del Hontanar, patraña de mi pueblo, que de no haber sido por ese bien funesto nombre, jamás habría dicho yo nada, y hubiera padecido los rigores de este amor hasta el mismo día en que me hubieran untado el santo crisma. ¿Acaso vais a negarme que…?

Ni terminar le dejó don Quijote a Quiteria. Se puso en pie, encendida la color de la cara, no se sabía si de indignación, de cólera o de vergüenza. Temió Quiteria un arrebato de su señor, y ya lamentaba haber dado aquel paso.

Pero no. Paseó don Quijote el aposento arriba y abajo media docena de veces, antes de decir nada, meditando cada una de las palabras que iba a decir. Y como no se decidía a replicarle nada, continuó Quiteria diciendo, ya como excusa:

– Bien lo sabe el cielo, y lo puede saber vuestra merced, que yo no pido nada para mí, y que como he estado, seguiría siempre, de no haber visto que otra habrá de quitarme el bien mío, que ya comprendo que una persona de mi calidad no ha venido a este mundo para amar a quien en fortuna y cuna le sobrepasa, ni mucho menos a ser amada por él, y menos aún a quien como a mí no le señaló el cielo con hermosura. Pero cuando supe de quién se trataba, y que era Aldonza Lorenzo, a quien conozco desde que ella era una niña, y no aventajarme ella, en lo que yo modestamente veo, ni en linaje ni en nada de lo demás, sólo entonces me he atrevido a veniros con ésta para mí gravísima cuita; y para disculpar la falta de mi indiscreción, y conociéndome como me conoce, imagine cómo me siento para hablarle ahora como le hablo.

Ya se había calmado algo don Quijote, y había vuelto a sentarse. Enternecido por esas palabras que jamás hubiera imaginado oír, rumió lo que iba a decirle, y al fin sus palabras, como nieve, se fueron posando en las ascuas de un corazón como el del ama:

– Has de saber, mi buena Quiteria, que de esa Aldonza de la que has oído hablar, yo jamás osaría pronunciar su bellísimo nombre entre las modestas paredes de mi casa, estando como está siempre el suyo en boca de reyes, emperadores y duques y en palacios todos cubiertos de pórfido y mármoles marinos, v conviene que te vayas haciendo a la idea, Quiteria, que esa Aldonza es la mujer a la que he entregado todo mi corazón. Y no de ahora, sino ya desde hace luengos años, doce o catorce, si no me sale mal la cuenta. Y que si no hubiera sido ella la ladrona de mi corazón, en este mismo punto te lo daría a ti, porque no he conocido a ninguna otra mujer más buena que tú ni más solícita ni discreta. Pero entra tú misma en mi pecho, Quiterilla, y lo verás vacío, porque aquella Dulcinea se lo ha llevado a su nido como la codiciosa urraca.

Empezó a llorar Quiteria, que, como pobre que era, apenas tenía otros gozos que aquel de llorar.

– Y así como tú has guardado tu secreto durante este tiempo -siguió diciendo don Quijote, a quien las lágrimas de su ama conmovieron y le hicieron bajar el tono de sus palabras hasta dejarlas en un puro murmullo-, yo no hubiera publicado el mío de no habérmelo arrancado en sueños los encantadores y magos malignos. Así lo habrás oído, cuando me quedo dormido al lado del fuego. Sea, y ya que tú lo sabes, lo proclamaré a partir de hoy a los cuatro vientos y no lucharé sino para merecerlo y hacerle proclamar á todo el orbe que ella es la más gentil, hermosa y delicada señora de todas cuantas hoy habitan este mundo, y que ninguna otra se le iguala en importancia ni porte ni donaires. Canta como las rosas, y toda ella está perfumada como los ángeles. Aunque no puedo decir que esté enamorado de ella sino de oídas y figuraciones mías, porque el otro día apenas me pareció verla de lejos en El Toboso. Y conviene que sepas que no es Aldonza Lorenzo, como tú crees, sino que los encantadores le habrán dado esa apariencia, pero su naturaleza es de princesa germina, y no quita ello para que sea mi encarnizada enemiga, y por ella y para rendirla voy muy pronto a acometer tales empresas que serán el orgullo de las naciones presentes y el pasmo de las venideras, porque ningún caballero enamorado, ni el mismísimo Lanzarote de su Ginebra, ha podido estarlo tanto como yo de ella. No sabes tú bien cómo me duelen estas palabras, si con ellas te causo algún mal. Item más te digo, que sabiendo ya, o oliéndome lo que contra mí empiezan a maquinar ciertos encantadores que me malquieren, estoy por creer que ese sentimiento que tú dices que es amor te lo han infundido esos enredadores únicamente con el propósito de hacerle el mal a quien yo mejor quiero, que eres tú, mi buena Quiteria, sin quien esta casa se habría echado al traste. Y no casa, sino huerto y vergeles es lo que aquí hay, entre estos cuatro muros, por cómo lo tienes todo de ordenado y dispuesto. Y darte un sí en esta ocasión yo lo tendría como dárselo a una hermana, y como a hermana te he visto siempre y como hermana quiero que sigas llevando esta casa y ocupándote de mi sobrina Antonia, para la que has sido padre y madre al mismo tiempo, y a quien, por cierto, habrá que atar corto porque la niña está espinándose entera, como las zarzas, saliéndole en la cara las locuras de su padre y la locura de su madre, con tantas figuraciones como mi pobre hermana traía en la cabeza, que yo no sé de dónde le vendrían a ella. Así que mi respetada Quiteria, mi casta Quiteria, mi benditísima Quiteria, sigamos cada cual en lo nuestro, sin salimos de los cauces naturales que cada una de nuestras vidas tiene marcados, y vayase cada cual a su mancera, tú a tu rueca y yo a mis meditaciones, que hay muy mucho aún que labrar, y en mí, como no sea para requebrar amores, hallarás siempre a quien te defienda. Y no digo más. Vete, que aún me queda mucho por saber de este buen y gran amigo Amadís.

Abrió el libro don Quijote por la página en que lo había dejado y siguió leyendo como si tal cosa.

Salió de su estudio Quiteria un tanto conturbada, triste y alegre, al mismo tiempo, tranquila y asustada, y de aquello no volvió a hablarle a don Quijote nunca más, ni don Quijote se lo recordó, pero no por ello dejó de sentir la mujer en su corazón aquel fuego que le abrasaba y el dolor que le producía ver al príncipe de sus sueños cada día más loco y haciendo cosas cada vez con menos asiento en esta vida.

«¿Y qué que me hubieran despertado este amor los malditos encantadores y el mismísimo Belcebú señor de las moscas, Altea? Lo padece mi corazón, y aunque en ese amor me hubiese muerto, más me hubiera muerto de no sentirlo. Ay, tonta mía, y cómo supe entonces que no era la tal Dulcinea la que le separaba de mí, sino aquellos libros habían sido el estorbo que entre los dos se levantaba, y más aún. entre él y el mundo, y los que le volvieron triste, él que no lo era, y que de no haber mediado aquellas tías Ginebras, Belisas y Amarilis que tenían de princesas lo que yo de emperatriz de Constantinopla, no habría llegado a la que luego llamó él su Dulcinea del Toboso, otra que tal, pues tiene ésa de dulce lo que yo de tobosana. Pero buenos quedaron todos sus libros en la hoguera que les hicimos en el patio, que de habérsela podido hacer en su mollera le habrían dejado cuerdo en su casa, atendiendo a su hacienda y cuidando de nosotras dos, que fuimos, al fin, peor o mejor avenidas, la única familia que le quedaba en este mundo…»

«Y ahora, ¿qué haré?, Altea, Alteílla», y la llamaba asi, porque le recordaba el Quiterilla con que don Quijote la había llamado tantas veces.

Ese pensamiento que le colmó ciertos turbios pasajes del alma en el arranque, en e! arribo se la colmaron de más triste y penosa realidad, porque no quería irse de casa. «¿Adonde iré? -se repetía asustada-. ¿Quién va a querer a Antonia más que yo?», y acaso pensó, como ya lo había pensado otras veces, que ésa podía haber sido la hija que no tuvo con don Quijote. Pero Antonia era una muchacha orgullosa y ni siquiera le preguntó la razón por la cual quería ir a Hontoria, cuando no era el día de Santiago el Mayor.

Al fin avistó, doblando el camino, detrás de unos álamos que ya habían perdido la hoja, su pueblo, tras la tenue celosía de las ramas desnudas. «No tiene una mujer sola y vieja como yo en estos tiempos, Altea, sosiego para pensar sus cosas. Ni tampoco a quien decírselas.»

Y repetía un arre, arre, y tamborileaba con el palito sobre la albarda, para que Altea avivase el paso, ya que Quiteria quería llegar cuanto antes a su pueblo, aunque no sabía para qué y tampoco lo sentía ya su pueblo, porque su pueblo ya sólo podía ser en el que vivió y murió su amo.

El escaso caserío de Hontanar, suelto, en dos barrios, subía por la suave loma de un montéenlo como un puñado de cabras. De los humeros, en el azul frío y ceniciento de la mañana, se colgaban algunos hilos blancos que tardaban en disiparse, Y ante la visión de su pueblo, se le apretó el corazón, porque no sabia en realidad muy bien a qué había vuelto a su pueblo ni cómo iba a explicar a los suyos lo anómalo de aquel viaje, tan desacostumbrado.

Porque ¿cómo explicar que no venía a ese lugar sino para huir de otro?