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CAPITULO DÉCIMO OCTAVO

De todos los amigos y conocidos de don Quijote, el bachiller fue el último en ponerse al corriente. Al fin se había decidido a visitar a su tío el obispo de Sigüenza, como exigía su padre, y de allí acababa de volver, con cartas para su hermana, todavía lacradas, donde les anunciaba la mudanza del mozo en relación a sus órdenes. Y sólo a su regreso supo que el ama había desaparecido, de lo que ya estaba enterado todo el pueblo. Sin demorarlo más, se personó en casa de Antonia. Aún vestía la sotanilla con su cuello sin almidonar, por lo que nadie podía adivinar el propósito que traía de Sigüenza de ahorcarla sotana.

En pocas palabras le puso al corriente Antonia de lo que había ocurrido, cómo Quiteria, contra su costumbre, le había anunciado que se marchaba a Hontoria a pasar el día con su familia y cómo, alarmando a todos, no regresó esa noche, y cómo a los tres días envió a Cebadón a buscarla, y ya había desaparecido.

– ¿Qué dicen el cura, el barbero, el escribano?

– Unos creen que se corrió hacia Sevilla, para embarcarse; otros, que se habrá quedado en una venta, sirviendo; otros la suponen ya en un convento y hay quien sostiene, incluso, que se habrá subido a un monte y en una cueva estará haciendo vida de ermitaña, como es el gusto ahora. Pero, ay, yo a veces doy en imaginar que se habrá tirado a un pozo, y habrá muerto.

– ¿Por qué dices eso, Antonia?

– No sé. Son cosas que me vuelan por dentro, como los murciélagos.

La noticia sorprendió al bachiller, el hecho le admiraba, la suposición le impresionó y el desenlace le dejaba suspenso. Se quedó pensativo, y nada dijo tampoco. Luego se levantó, se despidió y se dispuso a marcharse.

– ¿Qué prisa tiene vuesa merced en irse, apenas ha llegado después de dos meses? Aquí me encuentra sola, esperando lo excusado, porque creo que Quiteria no va a venir nunca más, ¿y no tenéis tiempo más que para coger la puerta y marcharos? ¿Os doy miedo?

– ¿Y yo qué podría hacer?

– ¿No me preguntáis cómo va la hacienda, si salgo de rica y entro de pobre o salgo de pobre y me hago rica? ¿Puedo

Y acaso por darle celos, y cuando el bachiller le prometió guardárselo, le confió Antonia la proposición del señor De Mal

– Apenas dejo el pueblo y todos se desmandan. ¡Viejo asqueroso, liendre, sanguijuela!

Antonia reputó aquellos denuestos de su bachiller como el primer augurio favorable en tres meses. «Le importo», pensó ilusionada, y eso le animó a proponerle lo que en la soledad de aquellos días había pensado tanto:

– Sansón, ya dos veces salisteis a buscar por esos mundos lo que a esta casa se le había ido.

Era difícil adivinar si aquello estaba dicho por la muchacha como una orden, como una súplica o sencillamente como lo que era, apenas una manera delicada de que siguiera apareciendo por aquella casa, aunque don Quijote hubiese muerto.

– ¿Quieres que salga una tercera a buscar lo que se va de esta casa, Antonia?

Se dispuso entonces el bachiller a volver a sentarse en el poyo, pero la muchacha, mirando que la noche era fresca como para estarse fuera, le invitó a que subiese con ella a la sala.

– ;Y estará bien hacerlo, estando como estás sola en casa? -preguntó un Sansón todavía cortado por los patrones eclesiásticos-. Mira que la murmuración tiene mil ojos y espías en todas las esquinas, y tú eres, hoy por hoy, una doncella sin familia.

Se ruborizó Antonia al oír la palabra doncella, y así lo advirtió el bachiller, que recibió contento de ello, aunque no hubiera podido explicar por qué.

Permanecieron los dos un momento sin saber qué decirse, azorados, hasta que al fin Antonia se aventuró a decir:

– ¿Y qué nos importa a nosotros lo que puedan decir? Súbase conmigo, que he de contarle algunas cosas que le admirarán.

Así lo hicieron. Subieron la oscura y pina escalera alumbrándose con el lampión.

Era una estancia amplia, con su estrado y su alcatifa. En una pared había colgada una vieja sarga pintada, como las que se usan en las aldeas; en la otra, solo, un viejo contador, sobre su mesa negra. Ése era todo el ornamento que allí había. Apagó el farol Antonia y encendió una lámpara que dejó sobre la mesa. Su luz, temblorosa y dorada, parecía mantenerles unidos, como apresados en una misma red. Era una luz silente, balsámica y oleosa, la verdadera luz de las confidencias.

– ¡Qué injusta he sido con Quiteria! Ahora lo veo, porque si yo estoy sola en este mundo, sé de sobra que más sola ha de estar ella. En esta casa encontró lo que en la suya no había o no pudieron o no quisieron darle nunca. Pero aún encontró más…

Y en breves palabras le contó al bachiller cómo después de cierta conversación que mantuvo con el ama, ella, Antonia, la había maltratado de palabra y con tal desdén y tal ingratitud que la tenía apenumbrada desde entonces.

– ¡Qué egoísmo el mío y más cuando mi corazón estaba aún más maltrecho que el suyo!

Y se asustó Antonia de haberse referido a su corazón delante del bachiller.

– ¿Y qué quieres decir, Antonia, con eso del corazón maltrecho, que no te entiendo? -preguntó Sansón Carrasco.

Le miró con tristeza Antonia, pero no se atrevió a ir más lejos. Y le estuvo sosteniendo la mirada y llevando a sus ojos un «lee en ellos, bobo, y no creas que estaba maltrecho mi corazón por la muerte de mi tío. Bueno, también; pero de otro modo. Lee la letra pequeña». ¡Qué complicados le parecieron entonces a Antonia sus sentimientos. Pero se alegró de que fuese aquélla la primera vez que Sansón Carrasco, el bachiller que estudiaba para clérigo, le sostuviera la mirada. Aunque al bachiller le habían enseñado a leer Salustios y Horacios, no en los ojos de las jóvenes.

– En fin, algún día lo sabrá vuesa merced -dijo muy enigmática Antonia-, y no digo más. Ahora urge traer de nuevo a esta casa a Quiteria, si sigue aún con vicia y si está a la vista, porque si estuviera penando, no podría perdonármelo en todos los días de mi vida.

– De acuerdo, dame unos días -dijo el bachiller- y de la misma manera que me traje a casa al tío, así traeré al ama, si está a la vista, y si no, noticia al menos de donde se halle, tanto si se ha partido al nuevo mundo o al otro.

Y para quitar gravedad a ese propósito, vistió el bachiller esa última frase de cierto tono jocoso.

– ¿Es que van a pasarse vuesas mercedes haciendo burlas toda la vida hasta con la vida del prójimo? ¿No hay jerarquía que les imponga respeto? Y aunque haya sido yo quien le diese la idea, no os quiero oír decir nunca más que Quiteria ha muerto, porque creeré que fui yo la causante. Así que, mozo, un poco más de formalidad.

– Así te lo prometo yo, y levanta ahora esa murria, Antonia. Fuera presentimientos; aire, penas y tristezas, y sacude a escobazos ese moho melancólico que se te está poniendo. Y ahora, y ya que estamos metidos en harina, querría yo saber algunas cuestiones sobre vuestro tío, para ciertos papeles que tengo pensado escribir.

– Ay, uno se nos volvió loco leyendo, y ahora tendremos otro que se volverá loco escribiendo -y no dijo esto Antonia precisamente en tono festivo, sino en otro muy distinto de inquietud.

– No tengas cuidado, que hasta que llegue ese momento hay muchas cosas que tengo pensamiento hacer. Hoy quiero que me cuentes algunas cosas de aquel hombre que se nos ha ido.

– ¿Y qué quiere saber de él quien acaso sea quien mejor lo conoció estos últimos tiempos? ¿O es que acaso quien vence a alguien no necesita conocerlo bien para vencerlo, como vos le vencisteis?

– Te equivocas en eso, Antonia -respondió Sansón-, porque quien dispone las cosas de este mundo es el azar, unas veces, y otras, el destino, triunfos que baraja un ciego, y a ese ciego lo llamamos tiempo. ¿No me entiendes? Apenas pude tratar a tu tío más que un año, y siempre a salto de mata, según lo consentía su humor voltario. Estaba yo en Salamanca, estudiando. Tenía de él un recuerdo claro, de su figura, de su gravedad, de su terneza para tratar a los muchachos que lo seguíamos admirados. Quién sabe si los recuerdos los ha hermoseado ya ese ciego que te digo, llamado tiempo. La verdad es que si hubiera vivido más en el pueblo, habría sido amigo suyo. Sólo cuando el año pasado volví, y vio él lo mucho que había leído y mi afición a las novelas, se franqueó conmigo y me honró con sus sueños y su ciencia, que era aguda, aunque estuviera loco. Si bien cada día que pasa empiezo yo a poner más y más en duda esto. Ya sabes lo que se dice, todos somos locos, los unos por los otros, y el loco por la pena es cuerdo. No he conocido a nadie más consternado y triste que aquel hombre. Y he de confesarte algo que ni mis padres saben. Les escribí desde Salamanca. Les conté que había estado enfermo y que me convenía volver al pueblo a mejorarme. La vida de estudiante es pésima y lo de mi mal no fue del todo cierto, aunque estuve allí enfermo de una fiebre nerviosa. La verdad fue otra, sin embargo. Por aquellos días me había encontrado un libro, el más hermoso de cuantos yo haya leído, el más gracioso y el más triste, el más levantado a las alturas y el que mejor corre sobre la tierra, el que más juiciosas palabras contiene y el que inventa las más disparatadas historias, el único hasta entonces que me sació la sed, despertándola, de modo que cuanto más leía, más quería leer, y si llegaba al final, me desesperaba y quería volver al principio, porque aquello no tuviera fin nunca, que en eso es un libro como la vida misma; quiero decir, que no habrás visto tú a nadie que llegando a viejo, y por mal que haya pasado la vida, no quiera volver a vivirla, incluso por los mismos angostos barrancos. Y vi que igual que yo me embebecía con su historia, los niños la manoseaban, los mozos la leían, los hombres la entendían y los viejos la celebraban, y que todos encontraban en ella la medida de sus deseos, el molde de sus sueños, la vereda de sus ahíncos, la cumbre de sus desvelos. Y que como vestido mágico a todos les sentaba bien. Al melancólico le alegraba, al alegre le espumaba el ánimo y se lo reposaba, al despierto le apaciguaba y al torpe le daba luces. Todos hallaban en él el modo para mirar las cosas no con tanto despego, y esta gran enseñanza: que es difícil equivocarse poniéndose del lado del menesteroso, del débil, del pequeño, del pobre, del enfermo, del loco, del huérfano, del galeote, de la doncella, haciéndolo con dignidad y sin menoscabo de su honra, porque el poderoso ya tiene de suyo leyes y cortesanos que lo guardan y defienden. Aquél fue un gran día para mí, fue mi Damasco en el que caí de mi caballo, sí no estuviera mal traída esta imagen aplicada a un medio clérigo que entonces comprendió que ya nunca lo sería entero. Recuerdo que venia yo del estudio del gran López Corbacho, y entré, como tantas veces, en casa del librero Hernán Rato, en la Calle de los Libreros de Salamanca. Había recibido Rato esa misma semana algunos libros nuevos, entre ellos ese de Cuesta en el que se cuentan las dos salidas que tu tío había hecho la primera vez. En cuanto puse los ojos en ese Quesada o Quijada, como se le llamaba, me dije, éste no puede ser otro que mi paisano y tu tío, Alonso Quijano: Y así lo confirmé cuando empezaron a desfilar por sus páginas todos los vecinos que yo conocía, Pedro Alonso, el cura, el barbero, Sancho, que tanto ha trabajado para mi padre y a quien yo conozco desde muchacho, Teresa y Sanchica Juan Haldudo y su rabadán Andrés, con todas las otras cosas que en el libro se cuentan. Y qué envidia sentí de don Pedro el cura y del barbero, cuando se salieron a buscarle a Sierra Morena. ¡Con qué gusto les habría acompañado yo a esa aventura, y cómo no estaría yo ahora de ancho y gustoso viendo mi nombre impreso para toda la eternidad! Pues no has de dudar, Antonia, que ese libro llegará más lejos de donde ninguno de nuestros linajes pueda llegar, perdidos por el camino o devorados por la tierra como el Guadiana. No puedes figurarte la alegría y la ilusión, cuando se está lejos de casa, de ver en letras negras registrar personas, casas y hatos de tu mismo lugar. Me bebí el libro en dos noches completas y en el día que ellas emparedaban, que no le valieron fiebres nerviosas y penurias, y a la mañana siguiente, tras la segunda noche, escribí a mi padre pidiéndole licencia para venirme aquí con el secreto propósito de conocer a quien ya había probado las mieles de la celebridad. ¡Y lo que debe de ser morirse y dejar tras sí una cola de luz, como el cometa! Sabía que más pronto que tarde volvería don Quijote a las andadas y yo me quedaría sin haberle arrimado toda mi admiración y mi respeto, así como mi entusiasmo por la historia de sus aventuras, aunque entonces no había concebido el deseo de arrancarle de aquella vida que tantas mofas le proporcionaban. Eso vendría luego. Me pregunté cómo sería de discreto quien de loco decía tales cosas, y cuando ya lo vi por mis propios ojos y a sabiendas de que arrancándole de aquella vida de aventuras acortaba su majestuoso viaje por los Campos Elíseos de la fama, salí a buscarle después de no pocos combates habidos en mi ánimo, porque lo mismo un día pensaba que había que dejarlo suelto, y al otro, que había que traerlo entre barrotes, como lo enjaularon el cura y el barbero. Porque toda la pena que me daba saber las locuras que había cometido arremetiendo contra los comerciantes toledanos, o los rebaños de borregos o los molinos de viento, lo borraba el contento de oírles a Sancho Panza y a él concertar razones tan peregrinas o ingeniosas, según pintaran las cosas. Fue un arrebato el querer volverme aquí, un repente superior a todo. Contaba también con convencer a mi padre de que lo mío no eran las cosas de iglesia. Venía resuelto a que me diese su bendición para acabar mis estudios y acabados buscar empleo con algún señor de la guerra, porque yo, al igual que don Quijote, sentía entonces, enardecido por la lectura de tantos hombres ilustres, la llamada de las armas, el fuego de las aventuras y las ansias de ver mundo tanto como las letras, porque a quien se le ha ventilado la cabeza con otros aires, este de aquí le parece poco y áspero.

No supo Antonia dónde atender en ese discurso, en el que el bachiller le había dicho de corrido tantas más cosas y referido tantas más intimidades que en todos los años que llevaban de vecinos. Así que empezó por aclarar aquella que más le convenía.

– ¿Y le ha dicho ya al señor Tomé Carrasco, vuestro padre, que queréis ahorcar la sotana y todos los planes que acabáis de relatar? -preguntó la sobrina, para quien las historias de su tío eran ya agua pasada y muy pasada.

– Ésa es la cuestión. No sé cómo hacerlo. Después de enterrar a don Quijote les pedí que me mandaran a Sigüenza, donde es obispo un hermano de mi madre. Mis padres creen que he ido allí movido del negocio de ultimar mis órdenes y allanar el camino que me lleve a la capellanía que mi cío prometió a su hermana que me daría. Pero en realidad para lo que allí he ido es para pedirle al señor obispo cartas en las que le explique de buena manera a mi madre que yo no he sido llamado por ese camino, y que mejor seré cristiano a pie que clérigo en una muía, y que como dice san Pablo mejor dejarlo que abrasarse. Conmigo están las cartas. Sólo miro el momento oportuno de entregarlas a mi padre, de quien puede esperarse cualquier tremolina cuando se entere, cosa que no me conviene nunca, pero menos que nunca, ahora, que llevo la cabeza puesta en otro negocio.

Vio Antonia abiertos los cielos para llevar la conversación por donde quería, y le preguntó a boca de jarro:

– ¿La cabeza en otro negocio? En otra dama querréis decir, a quien habréis dejado en Salamanca, y que habrá sido causa de esa mudanza.

– Ay, qué ocurrencia -respondió holgándose de muy buena gana el bachiller-. No hay ninguna que me quisiera a mí.

Y Antonia ya no pensaba en don Quijote ni en Quiteria y le observaba con ojos de novilla.

– No me digáis eso, porque más de una estaría esperando oírle requebrar, eh, tú, morena, para hacerse esclava vuestra sin condiciones.

Si Sansón Carrasco hubiera sabido de la vida tanto como de libros, habría adivinado lo que significaban aquellos puntos suspensivos que pareció dejar colgando Antonia en el aire como un gallardete. Pero el bachiller, que conocía bien la gramática, lo ignoraba todo del corazón de las mujeres, y para desesperación de Antonia, viró el coloquio, y a ella se le puso sobre el corazón una gran pesadumbre, porque no sabía cómo iban a resolverse sus penas. Y cuando ya el bachiller le estaba contando algo de un viaje que pensaba realizar, y viendo que se alejaba de su vida su bien, inopinadamente se puso de pie, y alisándose la saya, rogó al bachiller que se fuera, pues aún le quedaban algunas cosas por hacer. Y lo mismo, Antonia tampoco hubiera comprendido por qué obraba ella tan en contra de sus propios deseos, pues nada ansiaba ella menos que se partiera su amigo el bachiller.

Pensó el joven que la noticia de que se iba a marchar del pueblo la había contrariado. Quizá le recordara a ella la triste vida que le esperaba, y así lo dijo, poniéndose en pie y mirando la puerca.

– No me quiero meter donde no me llaman. Pero se comenta en el pueblo que toda tu hacienda está en manos de los prestamistas y usureros. ¿No tenías otros parientes de tu padre, Antonia? Mándales cartas, marcha con ellos. Vete tú también de aquí, sal de este pueblo o busca aquí marido que te convenga.

¡Cómo se le clavaron en el corazón a Antonia aquellas palabras! ¡Marido que te convenga! Se le encendieron las mejillas y le miró asustada, porque sus pocos años eran suficientes como para saber que lo que le estaba diciendo de otro modo era: lejos de aquí y no conmigo.

– Qué fácil lo veis, bachiller. Bien se nota en ello que sois hombre. ¿A dónde irá una mujer sola sin que le siga la sombra de una sospecha? Y será cosa de familia este no saber decidirse. Más de una vez le dije a mi tío que se estaba volviendo loco por no salir y orearse. «'Olvídese de aventuras, vayase vuesa merced de aquí, ande romero a Roma, y venga nuevo», le dije, aunque otras veces le hubiera pedido que no se fuera.

– De esto venía a hablaros, Antonia, para ciertos papeles que estoy escribiendo, pero veo que tienes prisa.

– Ya no -se precipitó a enmendarse la sobrina y a sentarse de nuevo-, y el diablo se lleve ya esta tarde, echada a perros, y que se queden sin hacer mis labores. Pregunte vuesa merced, que lo que sepa le diré.

Despabiló la torcida de la lámpara y pidió a Sansón que. oh gran dispendio, echara dos ceporros en el fuego en vez de uno.

– ¿Nunca admitió don Quijote su locura? ¿Nunca se acercó a ti y te dijo: sobrina, me parece que no rijo?

– ¿Habéis visto vos a nadie que diga «estoy loco»? Todos los delitos pueden cantarse en el potro, pero si amenazas a un loco arrancarle un brazo si no confiesa su locura, te ofrecerá el otro incluso para probar que no lo es. «Admitamos que estoy loco», me dijo cierto día mi tío, pero «¿quién es el tonto que quiere volverse loco?», y a continuación me refirió lo que acabo de referiros del potro y el brazo. Y le- causaba mohína que todos le creyeran loco y que no viéramos cosas que para él eran tan claras, y conjugaciones de encantadores tan manifiestas. Él estaba por encima de todas estas razones materiales que le decíamos yo y el ama, y a las dos nos aseguraba que iba a ser difícil que se le entendiese ni en este tiempo moderno ni por quienes únicamente miran por su provecho, y que nunca había habido en el mundo más hospitalario tiempo que el pasado, ni caballeros más enamorados ni damas más virtuosas a quien servir. Pero yo le rebatía y le decía, mire señor tío que le he oído decir cien veces que a vuesa merced sólo le interesa ponerse en ocasiones y peligros para cobrar eterna fama y nombre, y no arreglar los asuntos desmangados de la vida ni socorrer viudas y huérfanos y necesitados, y que en lo suyo hay mucho más de vanidad que de caridad, más el propio relumbre que sacar de las sombras a los ajenos. Esto le enfurecía especialmente y me llamaba necia y me decía que si yo no sabía que todas las cosas señaladas empiezan por poco y que el hombre no hace nada noble que no tenga en el arranque su impulso de egoísmo, y que así era cierto que buscaba eterno renombre, pero que la suerte de los caballeros iba emparejada al infortunio de los más necesitados, y que le importaba un bledo que le comprendiéramos o no, porque su corazón lo movía el noble impulso de hacer el bien para lograr tal fama y el de lograr tal fama haciendo el bien, y que lo mismo le daba cómo y en qué orden se hicieran las cosas si las cosas quedaban hechas, los tuertos enderezados, las viudas desagraviadas, los huérfanos socorridos y las injusticias del mundo reparadas y su fama cumplida. Y que una de las cosas, me dijo, que más contento debía de dar a un hombre virtuoso y eminente era verse, en vida, andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa.

Sacó el bachiller su librillo de memoria que siempre traía consigo en la faltriquera y un tintero talaverano, tapado con un corcho. Mojó la péñola y garrapateó todas esas razones que desmenuzaba la sobrina.

– ¿Y a qué viene ahora, señor Sansón, toda esta colada quijotesca? Yo diría de mi tío lo que del Cid se dijo, que hasta muerto viene a ganar batallas, porque no se hace ota cosa, o a mí me lo parece, que hablar de él a todas horas.

– ¿Dónde se va a hablar de don Quijote, sino en su casa, y en su pueblo? ¿Eso te molesta?

– Molestarme no, pero aquí hemos quedado otras criaturas a las que no nos ayudará mucho perder el tiempo hablando de quien ya podrá socorrernos poco. Y mejor hubiera hecho no muñéndose tan presto cuerdo, teniendo en cuenta que esperó mucho estando loco, porque nos hubiera ayudado a enderezar el entuerto en el que dejó su hacienda. Y ésta sí que hubiera sido gloria perdurable, si en vez de ir a buscar aventuras por ese mundo, las hubiera sabido encontrar aquí procurando nuestra ventura.

– ¿No te das cuentas, Antonia, de que tu tío se volvió loco precisamente por no saber ver lo que tenía delante? Él era hombre de inacabable visión y de amplios mundos. No era hombre de rincón, sino de orbe, no era hidalgo de patio, sino patricio de logia pública, y le sentaba mejor un mal camino, pero largo, que los cortos corredores de un palacio, y mucho más feliz estaba en campo abierto y pobre, que en estancia cerrada y bien repostada; y con más provecho comía las ensaladas de las veredas y bebía el agua de las fuentes, que las ollas sazonadas o los redomados vinos. Y a todo esto, dime, si te acuerdas, ¿cuándo conocisteis que tu tío empezaba a marchar mal de la cabeza?

– Déjelo estar, señor bachiller. Lo que a vos parece haceros gracia a mí me hace daño. ¿Os holgaría de la misma manera si en vez de mi tío fuese el señor Tomé Carrasco el que empezara a desvariar? Para mi no es don Quijote, entended-lo, para mí es sólo un pedazo de mi vida, y mi carne y mi sangre, la única que me unía a este mundo, porque pensar en la parentela de mi padre, son gollerías. Y así os respondo a lo que decíais antes. ¿Es vuesa merced, por casualidad, como una e esas dueñas que no pueden hilar su copo sin sacar a plaza las desdichas ajenas? Además, no creo que nadie pudiera responderle a eso. ¿Cuándo empezó a ser loco? Las cosas no empiezan a suceder en un punto, sino que vienen de atrás con su cortejo, y rodadas. Hasta los mismos súbitos relámpagos parecen siempre dejarse ver en el cielo unos segundos antes de que el ojo los vea, y aún quedan entre las nubes uno o dos segundos después de haber sucedido, y lo mismo ocurre con la nieve, que siempre que se pone a nevar, parece que ya estaba nevando antes, con ese silencio de la nieve, sin antes ni después.

– No quería ofenderte. Acabo de confesarte cómo y qué hondamente me concierne todo lo de tu tío. Si no tuviera en la cabeza pergeñado mi propio libro, no probaría a remover tanta desdicha. Pero, dime, ¿no hubo un día, un solo día, en que el ama o tú dijerais, «el amo, mi tío, se está volviendo

– Ahora que vuesa merced lo dice, sí. Hubo un día en que mi tío se lo pasó en el desván, y por más que le llamamos para que bajase a almorzar, no lo hizo, sino a la tarde, cuando se estaba poniendo el sol. y no bajó solo, sino cargado con un montón de armas. Antes había hecho cosas que juzgamos extravagancias. Miradas a la luz de su locura, ya no nos parecieron sino de loco. A partir de ese día dejó incluso lo que de más sagrado había en su jornada, que era leer sus libros, y se dedicó a recomponer, cinchar, amolar y reparar sus armas. Las untaba con aceite y fabricó con unos cartones una media celada, a falta de una de encaje, y se paseaba por el patio vestido con una armadura para ejercitarse y acostumbrarse a ella, haciendo aspavientos y levantando los codos, por ver si le asentaba. Y si hasta entonces su cabeza regía normalmente, en días, en muy pocos días, se le fue del todo. De eso nos dimos cuenta ya

cuando se salió por la primera vez, o sea, cuando ya nadie podía remediarle. Y lo gracioso es que aunque nos había amenazado cien veces con escaparse, el día que se fue, lo hizo con tal sigilo que no lo conocimos sino hasta pasadas ya unas horas. Y ni siquiera aquella primera vez pensamos que fuese tan grave la cosa, puesto que algunas veces, al irse de caza, se quedaba en el monte durmiendo, si el tiempo acompañaba. Pero a la mañana siguiente le teníamos en casa almorzando. Recuerdo que Quiteria dijo, «esta chiquillada la ocasionan estos calores insufribles de julio; hasta yo misma estoy a punto de enloquecer». Porque la verdad es que aquellos días en los que don Quijote se salió al campo, hasta las bestias estaban inquietas e irritables.Las mulas coceaban el suelo de las caballerizas, los perros gruñían a quien se les acercaba, y la gente se enganchaba por cualquier bagatela. Y así fue como, sin decir nada a nadie, como hacía cuando llevaba sus galgos a cazar, se salió de casa en el mayor secreto. Ensilló a Rocinante y desestimó el macho, mucho mejor. Debió parecerle poco apropiado ir montado un caballero como él en mulo, asiento de villano, de comerciante o de clérigo. Quizá pensó que si se lo llevaba, causaría un grave perjuicio a la casa. Ató los perros al rejo de un arado que había en el patio, para que no le siguieran, cerró con llave el aposento de los libros, tomó la lanza y todas las otras armas que había estado preparando, y caballero de su quimera nos dejó varados a los demás en la nuestra.

El bachiller iba anotándolo todo, y procuraba no perder una sola palabra, mientras decía entre dientes: «Estos pequeños detalles no los recogió la historia de Cide Hamete, por ser poco significativos, pero son justamente los que a mí me interesan. Encuentro en ellos tanta o más enjundia que en los otros».

– Le esperamos Quiteria y yo -continuó diciendo la sobrina- todo el día. Quiteria que le conocía de lejos, decía, «en cuanto le apriete el hambre y la sed, volverá. Y no se ha llevado dineros, porque no los había. Ayer mismo le pedí dos cuartos para comprar un trozo de carnero, y no los tuvo» Y ya al día siguiente esto no era lo mismo, le faltaba como su espíritu a la casa, el jugo como quien dice. Solía levantarse mi tío de siempre, desde que yo recuerde, no muy temprano, cuando Juan Cebadón, o el mozo que entonces sirviera en casa, ya había asistido el ganado, y mucho después de que el ama Quiteria, la primera en ponerse en danza, hubiera encandelado el fuego, rezado sus oraciones, dispuesto las cosas del desayuno, metido el pan en el horno, si había amasado, o hecho la colada, si tocaba ese día, o fregado los suelos. Se levantaba don Quijote ni tarde ni pronto, porque ni era madrugador ni era remolón, cuando no decidía salir al campo a cazar, que entonces salía antes que el sol y que ninguno, o si se había quedado toda la noche leyendo, en cuyo caso se levantaba cerca del mediodía. En su aposento se lavaba la cara y las orejas en un aguamanil, porque era muy pulido para su persona, se vestía allí mismo ropas más viejas que nuevas, y todavía a puerta cerrada daba cuenta de sus devociones, para llegar a continuación a la cocina, donde, de pie, como si tuviese prisa, comía con desparejados dientes un regojo de pan, sobrante de la cena, mojado en leche, con su nata. La mañana se le iba en no se sabe qué. Se daba una vuelta por las caballerizas, hablaba con el mozo, barzoneaba por el pueblo, a veces se metía en el mechinal del barbero, más para alargar la mañana que por pelarse, intentaba enseñarle una o dos palabras al cuervo de maese Nicolás, coloquiaba con unos, con otros, se interesaba por los negocios del común y de los particulares, trataba de rentas, se ajustaba con pastores, se enteraba del precio de las cosas con talabarteros, con guarnicioneros, con boteros, con herreros, discutía con alguno sobre el mal paso de los tiempos y la marcha de la monarquía del mundo, cosas de las que los hombres reciben tanto gusto en tratar, y a eso del mediodía volvía a casa para hacer un almuerzo frugal, del que daba cuenta solo y deprisa en la sala, mirando a la pared. No era laminero ni gargantón, quiero decir, que no hacía melindres con la comida, todo le daba lo mismo, guiso nuevo o ropa vieja, ni era tampoco tragaldabas que comiera mucho, sino más bien tirando a poco, y siempre lo mismo, olla de vaca o de carnero, menos los duelos y quebrantos de los sábados y las lentejas viudas de los viernes, alguna tajada de abadejo o el broche de una truchuela, o su caldo de hierbas, o sus granzas calientes en invierno, su escudilla de almendrada y el huevico mejido. Se reposaba luego una hora así lloviese o hiciese sol, en verano o en invierno, encerrado en su aposento y más que durmiendo, soñando en el sonsueño, porque nunca se dormía del todo. Se echaba sobre la cama, y tapado hasta la nariz con una frazada, allí digo yo que se dedicaría a fantasear la realidad con la imaginación en carne viva. Pensaría, supongo, en lo que era su vida y en lo que su vida debería haber sido, en lo que pensó para ella, cuando era joven, y en lo que se había convertido. Y a veces salía de aquellas siestas con el ánimo desmazalado y sombrío y nos repetía lo que cantas otras veces nos decía al paso, «cualquier día ya no me veis el pelo, porque sería una cosa bien triste que yo me terminara sin haberme ventilado un poco, loco de tanta tristeza como se respira en esta casa; qué tristes sois las dos. Quiteria -decía al ama-, cuánto has trabajado, cómo te has estropeado».Y a mí me decía, «Antonia, ¿y a ti con quién te casaremos? ¿Quién te va a querer con ese carácter que tienes de ortiga, de cardo, de zarza?».Y le preocupaba lo que de él quedaría en esta vida. Esto último sacaba de si a Quiteria, la única que podía levantarle la voz sin que se lo tomara a mal. Le decía a veces Quiteria, «señor tonto, ¿cómo que qué va a quedar de vuestra merced en este mundo? Lo que de todos, un montón de huesos, y trabaje para que queden por lo menos limpios». Tenía muy mal genio y no le gustaba que sobre ese particular nadie le llevara la contraria ni que tampoco le discutiera nada, y le decía a Quiteria, «¿Serás acémila? ¿Y qué sabes tú de estas ansias de no morir del todo?». Y entonces Quiteria le decía que condenaría el alma por esa soberbia, y que si tanto quería pasar a las lenguas de la gente, que lo industriara a través de los altares, haciéndose santo y dando mejor vida a quienes tanto le querían. Pero en el fondo mi tío era un hombre tranquilo y resolvía tantos sinsabores encogiéndose de hombros, y riendo. Nos tomaba el pelo y decía, cuando estaba de humor: "¡Mira que sois corderas! ¡Todo os lo habéis creído!». Y era entonces cuando pensábamos que una locura se le iba y otra se le venía. Pero luego, cuando se volvió loco del todo, ya no chanceaba y le costaba reírse, y ay del que se tomaba a chirigota esas ínfulas suyas de remediar el mundo y socorrer a los menesterosos. Se violentaba y arrollaba a quien se le pusiera delante. Pero se le iban esos accesos, y resultaba el hombre más bueno que un bernardo. Había gastado como quien dice toda la vida en pensar esas cosas, sin haber llegado a ninguna conclusión, pero no se desesperaba. «Ah -solía decir-, no es fácil saber lo que tenemos que hacer, lo que se pide de nosotros. Y con todo, yo haré lo que de mí esperan los siglos venideros.»

– Todo eso que me cuentas -le interrumpió el bachiller Sansón Carrasco-, podría certificarlo yo palabra por palabra. A veces hablaba de eso mismo con nosotros, sus amigos, con el barbero, con el cura, conmigo, y nos exponía sus tribulaciones, sus sueños, la venenosa melancolía que iba infiltrándosele en el corazón. A menudo nos dijo el último invierno, "aquí me ahogo, he de salir a conquistar el renombre de mi nombre, he de realizar grandes proezas, voy a descabezara todos los gigantes de esta tierra y a hacerla más habitable, y con la fuerza de mi brazo tornará a ella la armonía entre las partes, y ya muerto, viviré todavía en el recuerdo piadoso y agradecido de las gentes, que cuando vuelvan los hombres a desajustar sus leyes, aún, como nosotros de Licurgo o de Solón, se acordarán de mí. Mis huesos, donde estén enterrados, sentirán ese calor de la fama, y en ellos fraguará eterna primavera».Y nosotros, a sus espaldas, decíamos, «pobre hombre, ¿adonde creerá que podrá irse? Nació aquí, aquí vivirá y aquí se quedará hasta que se muera, y aquí lo enterraremos, y Dios quiera que sea mejor pronto que tarde, si tardando va a dejarle sembrar por el mundo los disparates de su estropeada cabeza». Y aquí está enterrado ya. Pena nos daba. Y lo cierto es que si al principio nadie le creyó capaz de lo que hizo, tampoco yo lo creí. Y cómo me arrepiento ahora de haberle prestado el libro donde se publicaron sus historias. Yo creo que fue eso lo que aún le espoleó más para quererse salir esa tercera vez, verse tratado en él como un loco. Y de eso le entraron ganas de salir de nuevo al mundo y demostrarnos a todos que los locos éramos nosotros, por no creer en las universales y resplandecientes leyes de la caballería. De no haberle prestado yo la historia del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, quizá le hubiera dado tiempo a sosegarse durante todo el invierno, pero verse en letras de molde y en estampa y querer pulirse como caballero y acometer gestas aún más asombrosas, fue todo uno. Pero bueno, todo esto es muy largo.

– ;Y qué modo tan desaforado es éste de copiarlo todo, bachiller? ¿Qué libro decís que queréis hacer ahora? ¡Vaya un cuento! ¡Otro libro sobre mi tío!

– Ahí está el busilis. Si, como yo creo, sale a la luz el nuevo libro con las aventuras de tu tío, como ya apareció el primero, no tendré mucho donde escoger. Y acaso me anime yo a contar la historia de lo que sucedió, muerto él, a todos nosotros, antes de que cubran nuestros despojos las leyes del olvido.

– Ay, Sansón, que por ahí empezó mi señor tío a desvariar.

¿Y qué tienen de malo las leyes del olvido? ¿O qué interés tienen las cosas que nos suceden a nosotros, después de muerto el tío. cuando tampoco las que le sucedieron a él tienen para mí el menor busilis, como vuesa merced dice, ni otra importancia que la que tienen esas hojas que ahora están en el árbol y dentro de un rato en el suelo? Mire vuesa merced que nosotros somos decentes.

– Unos más, otros menos, no parece que nadie se resigne a acabarse. Los hombres conciben sus hijos y los sueltan por el mundo, y ellos dan testimonio de su estirpe. Otros, como tu tío, a falta de hijos, dio sus obras, porque sólo existe lo que obra, y existir es obrar. Y mientras nosotros vivamos sin memoria, tendremos vida a medias. Moriremos, ¿y qué recordarán de lo que fuimos? Ahora empiezo a entender a tu do cabalmente. Asi, mientras no pasemos a estampa, tendremos sólo media vida. Y te digo más. Imagina por un momento que ni tú ni yo somos reales, que somos como uno de esos fantasmas que perseguía tu tío en los libros. Imagina que él o que nosotros no fuéramos de carne y hueso. De no haber salido tu tío en crónica, con haber sido real, lo sería mucho menos que todos aquellos merlines y palmerines que le volvieron loco, y pasados los siglos tan realidad tienen ya para nosotros Hornero, Eneas o los dioses paganos. Lo que fue y ya no es, no es más que lo que no es pero será algún día, y no seremos ese día si las leyes del olvido nos ponen bajo su jurisdicción.

– Ay, Sansón, no me asustes, que soy demasiado joven para comprender riada de todo lo que dices ni tampoco si quieres decir algo con todo ello.

Se rió de buena gana el bachiller de los temores de Antonia,)' quitándole importancia a todo aquello, le dijo:

– En cualquier caso es verdad que no va a ser una empresa fácil, porque se ha dicho que nadie es buen juez de su propia causa, ni se ha visto que un rey sea su propio cronista, quitando a nuestro sabio rey Alfonso. Y también es posible que se quede todo en nada, Antonia, porque así como en las armas, el que estoquea estoquea, el que mata mata y el que vence vence, en esto de las letras nunca son suficientes los buenos propósitos, y no se sabe si un libro fue o no discreto y digno de elogio, o lo contrario, hasta pasados muchos, muchos años. Para entonces uno ya ha muerto, y no puede disfrutar de esos laureles. Y no te digo censuras y vituperios, porque nadie, puestos a soñar, sueña catástrofes ni cosecha chiflas. Al contrario, le gusta imaginar los futuros aplausos que no oirá y mil coronas de laurel que habrán de coronar su calavera. Así es el hombre de ilusorio. Si fuese por los elogios y vituperios del día ni un solo hombre se molestaría, no siendo un necio, en mojarla pluma.