37281.fb2
– Yo he visto, señores, a don Quijote el otro día, hace tres, en una venta del Campo de Cariñena, no muy lejos de una villa principal que allí llaman La Almunia de doña Godina, y con 61 me senté a una mesa, como estoy ahora con vuesas mercedes, y hablamos más de cuatro horas, mientras cenábamos unos huevos fritos con torreznos, y puedo aseguraros que no se hallará en todos los reinos de España un caballero tan pulido como él. Iba don Quijote a la referida Almunia llamado por su regidor. Cuando se enteró este alcalde de que don Quijote se hallaba en la comarca, mandó llamarlo para que juzgase un caso enredadísimo y ya muy célebre que allí se tienen las dos familias principales. Acudió don Quijote, se alojó en la venta donde yo estaba, supe que era él, y al rato ya estábamos conversando. Le bastó saber que yo había leído la primera parte de su historia y que, como él, era un gran partidario de la instauración de la nueva república de los caballeros andantes, para que me tratara con extrema cortesía y me acogiera igual que a un viejo y querido amigo a quien pueden hacerse extremas y bizarras confidencias.
El bachiller Sansón Carrasco, que se había sentado con los demás y escuchaba admirado lo que en la sala se decía, se hizo propósito de no intervenir y dejar hablar a quien ni siquiera sabía que don Quijote llevaba más de tres meses muerto.
Y quien hablaba era un caballero de hasta treinta años, alto, vestido muy ricamente, con jubón acuchillado de ante, camisa y randas a la moda de Holanda y unas botas de camino nuevas, de la misma piel amarilla que el ancho tahalí del que colgaba una espada cuyo trabajo de filigrana hablaba de la importancia de su dueño.
– Porque yo, señores, soy don Santiago de Mansilla y volvía de Zaragoza de ultimar dos grandes negocios, como lo es haber vendido a una señora muy importante de esa villa seis gatos persas enteramente amaestrados por mí, los primeros que nadie haya visto que respondan a la voz de su amo, que se sentaban cuando se les ordenaba y acudían cuando su domador lo exigía, y que eran capaces de hacer otras mil monerías como armar naumaquias, sin temerle al agua, y andar erguidos, como gozques. Y el otro, fue venderle a un vidriero de aquella ciudad el secreto, que yo compré a un turco, de un vidrio que se deja trabajar, como el oro, a martillo, sin quebrarse, templándolo con un zumo secreto, hasta doblarlo. Regresaba, digo, a mi tierra bastante contento y ganancioso. Me paré en la venta, y al ver las trazas de don Quijote, tan bien descritas en el libro de sus historias, y comprobar que le acompañaba un escudero que respondía por el nombre de Sancho Panza, me acerqué y le pregunté si en verdad eran uno y otro quienes yo suponía que eran. Me preguntó quiénes creía yo que eran, y cuando lo supo, me respondió: «Gentilhombre, antes debéis decir con qué don Quijote queréis hablar, porque habéis de saber que hay ahora andando por el mundo, que yo sepa, otro don Quijote, y no descarto que pudiera haber un ciento, porque la fama de mis hazañas está incitando a mis envidiosos enemigos, los cuales se encargan de sembrarlos por todos lados, allá donde voy, suplantadores que dicen ser yo, no siéndolo, y éstos cometen tales desaguisados y tantas aventuras pueriles que malo será que no me tengan todos no ya por loco, como a veces he oído motejarme, si no por rematadamente tonto. De modo que si el don Quijote que decís conocer, lo conocisteis en el libro de Miguel de Cervantes, que lo tradujo del verdadero historiador de nuestras aventuras, el moro Cide Hamete, entonces aquí lo tenéis en vuestra presencia. En el caso de que lo hayáis conocido en uno de un tal Avellaneda, que Dios confunda, o en cualquier otro, que no dudo se habrá impreso, a tal cota llega ya mi fama, os diré que de mí no sabéis absolutamente nada, o peor aún, que lo que conocéis es tan contrario a mi naturaleza y mi temperamento, que incluso es posible que esas patrañas os estorben tanto, que os será difícil desterrarlas de la cabeza, que por eso se ha dicho aquello de que calumnia, que algo queda». Y asi lo confirmó el escudero que llevaba con él, y que no podía ser otro que Sancho Panza, quien en un minuto llovió tales gracias, como no las hubiera soñado ni muerto el tragón, tagarote y borrachín que sale en el del autor tordesillesco. Les confesé yo entonces que no conocía su historia sino por la de Miguel de Cervantes y que no sabía de qué otras me hablaba, aunque en eso le mentí, por no enfadarle, pues también he leído la de ese Avellaneda, y entonces pasó a referirme con harto dolor todo lo que los magos encantadores hacían por desbaratar sus hazañas y confundir a quienes pudieran honrarle por ellas. Me preguntó a continuación quién era yo, se lo declaré, así como el negocio que me había llevado a Zaragoza, y se dolió mucho de no ver a mis seis gatos, porque, dijo, eso iba a ser cosa notable. Luego tornó a preguntarme qué derrota iba a tomar, y como le dijera que íbamos mi criado y yo de vuelta a nuestro lugar y que éste no se hallaba lejos del Toboso, pareció encandilarse todo él. Después de algunos requilorios me preguntó si yo querría llevarle una larga epístola a su dama, la famosa princesa Dulcinea, encantada ahora al parecer en forma de grosera campesina. Le dije que yo haría eso con sumo gusto. Pidió al ventero si por casualidad había en la casa recado de escribir y un poco de papel, de todo lo cual le proveyó un alguacil que también posaba esa noche en la venta, y se apartó de nuestra compañía. Dos horas se encerró en su aposento y cuando a punto estábamos de retirarnos a descansar, volvimos a verle. Traía don Quijote una larga epístola. La agitaba en el aire como un ventalle, por secar la tinta, todavía fresca, y pudimos ver todos que había enjaretado en ella unas octavas de las llamadas reales, que allí mismo nos leyó a todos, maravillándonos de que un hombre tan esforzado con las armas fuese al mismo tiempo tan consumado y cumplido con las musas.
Estaban oyendo a don Santiago, además del bachiller, dos caballeros y un comerciante en campeche y cacao de Soconusco, así como los criados de todos ellos que, sentados en un rincón, se distraían a veces de esa conversación de la que nada entendían, hablando de sus asuntos.
De los caballeros, uno era un hombre de hasta doce pies de alto, de porte grave, vestido con muy elegantes ropas, un coleto de ante sobre un jubón bordado con hilos negros y perlas, y un bohemio de pelo rojo que no se había quitado, porque el día andaba frío, y tampoco le había quitado el ojo en todo el tiempo que habló don Santiago. Cuando vio que éste había terminado de hablar, dijo:
– Mi nombre es don Álvaro Tarfe y os he escuchado, don Santiago, con sumo interés, en cuanto oí el nombre de don Quijote. Vengo de Granada, mi patria y la de mi linaje, que es la de los moros Tarfes de Granada, y voy a Madrid dos veces al año, porque en la Corte se siguen mis negocios y es cosa que me conviene. No hace todavía un año, pasando por Argamasilla de Alba yo y otros cuatro caballeros principales, camino de unas justas de Zaragoza, conocimos a quien se hacía llamar Alonso Quijada o Quijano, conocido también como don Quijote de la Mancha. Era este don Quijote uno de los hombres más descomunales que conocí y su escudero uno de los más glotones y dignos de lástima entre los de su género. Vimos enseguida que el tal don Quijote era alguien que había perdido el seso, creyendo ser un caballero andante, y su escudero no le andaba a la zaga. Por no relatar ahora todo el rosario de las aventuras que protagonizaron aquellos dos sandios, abreviaré diciendo que nos acompañaron a Zaragoza, que luego les perdí de vista y que al cabo de un tiempo volví a encontrármelos a ambos en Madrid, a donde tenía que ir, como he dicho, con harta frecuencia. El paso del tiempo no había mejorado mucho el estado de aquel hombre, que se hacía llamar el Caballero Desamorado, porque ya nunca pensaba enamorarse de nadie, habida cuenta de la mala fortuna de sus amores. Y así fue como, antes de partir a Córdoba, a donde yo iba, lo dejamos encerrado en la casa del Nuncio de Toledo, con otros locos, donde se mejorara y procurase su cura, y se le pasase esa porfía de creerse don Quijote de la Mancha, del que, sin duda, también había sabido leyendo el libro de Cervantes, del que yo entonces, por cierto, no tenía noticia, como tampoco del verdadero don Quijote. Pasó un tiempo y quien supo y pudo contar aquellas nuevas aventuras de don Quijote, se las contó a un amigo suyo, un hombre del que nada puedo decir por el momento, gran enemigo de Cide Hamete, de toda la nación morisca y de Cervantes, recopilador éste de la primera parte de las aventuras de don Quijote. Y le contó el caso de aquel hombre que se había vuelto loco y dio en creer que era un caballero andante que se llamaba don Quijote, que a su vez era un loco que se creía cuerdo. ¡Rara querencia! Este enemigo, que dio en llamarse Alonso Fernández Avellaneda, envidioso de la fama y dineros que con la primera parte había logrado Cervantes, hizo cuento ton una segunda historia, y presentó como verdadero lo que era falso, y allá salimos todos los que nos emparejamos con el caballero y su escudero camino de Zaragoza, en libro que ha visto la luz hace algo menos de un año en Tarragona. El libro nos dejó a todos suspensos y apostábamos unos y otros si le habrían o no de responderle a Avellaneda Cide Hamete o Cervantes con nuevas y más insólitas y nunca oídas aventuras, y ahí habría acabado mi cuento de no haber sido porque no hace ni cuatro meses, volviendo a mi tierra granadina, me encontré en cierto mesón a un caballero y a su edecán. El caballero era un hombre alto, delgado, triste…
Se interrumpió aquí don Álvaro Tarfe para beber un poco de vino y seguir con un relato que a todos, incluidos los criados allí presentes, tenía encandilados.
– El espolique -prosiguió don Álvaro- era un hombre rudo y atezado, de zancas largas y mirada triste. El amo, ya he dicho, más que hombre, efigie depurada de sí mismo. Oyó este caballero mi nombre y quiso saber si yo se lo confirmaba, porque, me confesó, era cosa que le importaba saber. Me preguntó luego si yo había conocido a don Quijote de la Mancha, y así se lo confirmé, diciéndole que era gran amigo mío y que yo lo llevé a ciertas justas que habían tenido lugar en Zaragoza, y que no hacía todavía ni un año que lo había dejado en la casa del Nuncio, en Toledo. Me escuchaba con atención el caballero, estudiando mis palabras, mis ropas, mis ademanes. Y después de sopesar estos detalles, quiso saber si ese tal don Quijote y él tenían en común algún parecido. Yo le dije que no, por cierto, y que en nada se parecían. Preguntó también si ese don Quijote traía consigo un escudero llamado Sancho Panza. Y sí traía, le dije, y le confirmé que aunque tenía fama ese escudero de gracioso, nunca, la verdad, le había yo oído ninguna gracia. El criado que acompañaba a este caballero, y que nos había oído departir sin abrir la boca, se metió en ese preciso momento en nuestro coloquio y confirmó que seguramente así era, porque no todos pueden ni saben decir las gracias, y que aquel hombre debía de ser un grandísimo bellaco, y un frión y un ladrón juntamente, porque el verdadero, único, irrepetible y contrastado Sancho Panza era él, de la misma manera que el verdadero, famoso, valiente, discreto, enamorado, desfacedor de agravios, tutor de huérfanos y pupilos, amparo de las viudas y rompecorazones de doncellas, el que tenía por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, era el allí presente don Quijote, y que no había en el mundo ningún otro sino aquél, ni ningún Sancho más que él mismo. Lo confirmó el caballero, y lo rubricó con una gran cabezada: «Así es, don Álvaro, no hay otro yo en el mundo». Mi sorpresa fue tan grande como mi contento, pues me di cuenta allí mismo, sobre la marcha, que aquellos eran los genuinos, los destilados de la verdadera cepa, los inconfundibles don Quijote y Sancho, porque en aquellas cuatro razones había más gracias que en todas las que le había escuchado a los otros dos en tantos días. Y dejé hablar a mi corazón, y le pedí excusas, porque los mismos encantadores que perseguían a don Quijote el bueno habían querido perseguirme a mí con don Quijote el malo, y le encarecí diciendo que sólo deseaba que a éste no le soltaran en todos los días de la vida de la Casa del Nuncio de Toledo donde le dejé con los loqueros, y di gracias al cielo de haberme permitido conocer a don Quijote el auténtico, a don Quijote el bueno. Me dijo entonces: «Yo no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy malo; para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don Álvaro Tarfe, que no he estado en Zaragoza en todos los días de mi vida; es más, al enterarme de que ese don Quijote fantástico se había hallado en las justas de esa ciudad, no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira; y así, me pasé directamente a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de amistades firmes, y única en sitio y en belleza. Y, aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de extrema pesadumbre, los llevo sin ella, sólo por haberla visto. Finalmente, señor, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre, honrarse con mis pensamientos y decorarse con mis hazañas. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, si no le importa hacer una declaración ante el alcalde de este lugar, de que vuestra merced no me había visto en todos los días de su vida hasta ahora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en esa segunda parte tarraconense, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció».Y eso hicimos. Después de comer se llegó el alcalde de aquel pueblo al mesón, y delante de él certifiqué que aquel caballero no era de ningún modo el don Quijote de la Mancha que andaba en la Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por ese tal Avellaneda, y así lo proveyó el alcalde jurídicamente. Esa misma tarde partí hacia mi tierra. Apenas habíamos estado juntos unas horas, pero bastaron para sacarme de un error tan señalado. Y aún recorrimos juntos esa jornada un buen trecho del camino, y en ese poco espacio me contó don Quijote del encantamiento de Dulcinea y del remedio para desencantarla, que fue que hubo de darse Sancho Panza tres mil trescientos azotes, y de la desgracia de su vencimiento en Barcelona, a manos de un caballero que le había impuesto la penitencia de no volver a armarse ni a salir de su lugar en un año, a donde iba a recogerse. Y aquí es a donde quería llegar con esta larga historia, don Santiago. Y es que no creo que el don Quijote que vos habéis asegurado encontrar en La Almunia de doña Godina sea el verdadero don Quijote, pues creer que este caballero torcería un juramento dado, sería pensar lo imposible. Más bien creed que a quien visteis será el que yo conocí en muy mala hora para mi infortunio, que lo hayan soltado de la Casa de! Nuncio, teniéndolo por cuerdo, o que, como sospecho, se haya escapado, y ganas me dan de correrme hasta La Almunia, darle caza y volverlo a recluir, aunque sólo sea por que no vaya por esos mundos emporcando el nombre de alguien a quien no llega a desatarle la loriga. Y como creo que no debo de andar muy lejos de donde creo tiene su pueblo el verdadero don Quijote de la Mancha, porque muy cerca de aquí nos despedimos la primera y única vez que nos vimos, tentado estoy de salir al encuentro del verdadero y advertirle de lo que pasa, para que transcurrido el plazo de su penitencia, vaya en busca del falso que le suplanta, lo rete, lo venza, y sin piedad le traspase la lanza entre los ojos, como solían hacer Héctor, Aquiles y cuantos pelearon al pie de las murallas de Ilion con sus enemigos.
Quedaron los presentes muy asombrados con aquellas aclaraciones de don Álvaro Tarfe, que recibieron con murmullos de aprobación, y permanecieron pendientes de lo que dijera don Santiago Mansilla. Pero el joven de la espada de filigrana no acertaba sino a un mirar torvo y a un mascullar razones inaudibles.
Pero nadie se asombró tanto como el bachiller Sansón Carrasco. Oyéndose nombrar como el caballero del vencimiento de don Quijote, dio por bueno y fiel todo el relato de don Álvaro. Conocía también la existencia de aquel segundo libro con el falso Quijote por el propio y verdadero don Quijote que así se lo había confesado a su vuelta, con todas las demás historias a las que se acababa de referir don Álvaro Tarfe, y a éste pensó enterarlo discretamente luego, en un rincón, de quién era él y cuál había sido el fin de don Quijote. Pero no quiso privarse de hacer algunas preguntas al joven don Santiago, para tratar de adivinar a quién había visto él en La Almunia y qué propósitos le movían a ése con tal de usurpar un nombre que no era el suyo.
– Ah. caballeros, cuánto gusto recibo en oíros hablar como lo hacéis…
Todos miraron a aquel joven que aún vestía de estudiante y a quien habían visto entrar hacía un rato. Sansón Carrasco se vio en la obligación de declarar quién era, no diciendo lo que de don Quijote sabia él, y no temió dar su verdadero nombre ya que en la primera historia circulante no aparecía y nadie podría, por consiguiente, reconocerle.
– Me llamo Sansón Carrasco y vengo buscando a cierta persona que se partió de mi lugar hace algunos días, para darle un mensaje en que ha puesto la vida una amiga suya. También yo he leído, amigos, el libro del primero y verdadero don Quijote y lo que sé del segundo, lo sé de oídas. El primero lo encontré sumamente entretenido e impar, como no se ha escrito otro igual en nuestra lengua, y del segundo nada puedo decir, porque como acabo de aclarar, no lo conozco. Pero si lo que don Álvaro ha dicho es verdad, y no lo pongo en duda, y lo dicho por vos, don Santiago, también lo es, sólo puede querer decir que hay ahora sueltos por el mundo dos don Quijote, uno bueno y otro malo, y siendo así que el bueno está recluido en su lugar cumpliendo la penitencia, es el malo quien anda por ahí usurpando su nombre y poniéndole a su nombre andanzas que no merecerían ser tales, sino verdaderas malandanzas. Ahora bien. Pensemos seriamente esta cuestión. Si don Quijote el bueno es quien yo creo que es, no puede haberle vencido nadie ni él se dejaría. De modo que ese que dice haberse retirado descabalgado a su lugar no debía de seísmo el malo, y el que sigue cabalgando no ha de ser sino el bueno. Por eso querría saber, don Santiago, ¿dónde exactamente aseguráis que visteis a don Quijote? Porque si no me desvía mucho de mi camino, allí iré yo por verlo y entrar en el número de quienes se rozaron con su persona. Yo, pues, me declaro del partido de don Quijote visto por última vez en La Almunia de doña Godina.
Don Santiago, aturdido por las palabras de don Álvaro pero enardecido por las del bachiller, cobró el aliento y animó al bachiller a que emprendiese ese camino en busca de don Quijote, y dijo:
– Es todo muy extraño, don Álvaro. Y ahora os diré por qué, Y vos, señor Carrasco, hacedlo, id en su busca, de lo que recibirá don Quijote mucho contento, y sabed que a quien vais a encontrar es al bueno y no al malo. Y decidle también que os cruzasteis con don Santiago de Mansilla la víspera de la entrega de su carta, ya que según tengo entendido ese pueblo llamado del Toboso está muy cerca de aquí.
– Y contadnos, ¿cómo le habéis encontrado de salud y de ánimo? -volvió a preguntar malicioso el bachiller.
– De lo primero, algo achacoso, por los duros trabajos que dice llevar adelante, pero de lo segundo nadie podría hallar un caballero más espumoso en medio de sus melancolías que él, ni a nadie mas hablador ni tan entretenido, y tampoco menos presumido y ufano, pues aunque en todas aquellas comarcas había quienes conocían sus historias, jamás se le veía sacar provecho de ninguna, al contrario que los soldados fanfarrones, ni aumentaba hablando de ellas la calidad o cantidad de sus enemigos por sobresalir de ellos en sus victorias, antes al contrario, gustaba referirse sobre todo a aquellas otras ocasiones en las que las circunstancias y los encantadores le habían jugado la mala pasada de confundir sus enemigos con molinos de viento o con rebaños de ovejas, sin que él pudiera adivinar el modo de contrarrestar tales ilusiones malignas, y atended, don Álvaro, porque aquí viene lo que al principio tanto me ha desconcertado de toda vuestra historia. Porque entre las cosas de las que le encontré quejoso a don Quijote fue, en efecto, de ese sosias que le ha salido, y al que habéis aludido, y que va emparejado por el mundo con otro Sancho haciendo sandeces y ensartando aventuras tales y tan desustanciadas que ni están sustentadas en razón m en el ingenio, ni en el valor ni en la audacia, ni en el ideal ni en la fe, sino en la pura y llana tontería. Y me dijo, en efecto, que ese don Quijote mendaz que iba por el mundo usurpando su nombre era el mismo que había historiado el tal autor tarragonino. Pero que él era el único y verdadero don Quijote de la Mancha de quien habló Cide Hamete Benengeli y que dio a conocer el señor Cervantes en volumen ya famoso, como habría de serlo la segunda y verdadera historia de sus hazañas, cuando se publicara.
No pensaron ni el bachiller Carrasco ni don Álvaro que las cosas fuesen a ponerse de ese modo, ni que fuera don Santiago un consumado embustero, de modo que sólo preguntando pensó nuestro bachiller que llegaría a menos movedizas verdades, y así quiso saber igualmente si en las pláticas que había mantenido don Santiago con don Quijote, le había mencionado éste el lugar de donde era, y la gente que en él había dejado, entre otras, sobrina y ama, y una hacienda que había de ser abultada para permitirle llevar esa vida ociosa, y si se había acordado de preguntarle la razón por la cual el autor de su historia no quiso acordarse del lugar de donde había salido para alcanzar eterna fama.
– Nada me dijo de ese nombre ni a mí se me alcanzó a preguntárselo, pero sí mencionó todo el tiempo perdido en tal lugar, lamentándose de no haberlo abandonado mucho antes, cuando aún era mozo, dejando para la vejez trabajos que quizá debería haber acometido de joven, y así yo diría que se le veía con una sed infinita de aventuras, temiendo que su tiempo era breve, y que sabido eso, no le quedaba mucho que perder. Y ahora que aludís a ello, de nadie de los de su pueblo habló, ni tampoco de su familia. Nunca mencionó quiénes son o fueron sus padres ni el ama ni la sobrina, que aparecen en la relación de sus hechos. Se diría que sólo le preocupaba su vida andantesca, como si hubiese empezado a ser persona únicamente en el momento en que salió de allí, y no antes. Un hombre con dos vidas. Una, antes de hacerse caballero, de la que poco o nada recordaba o de la que nada tenia que decir; y otra, aquella que llevaba a la sazón, la buena, la breve, la penosa, la difícil vida de los caballeros andantes.
Ya las palabras de don Santiago habían encendido una controversia, y la reunión se tajó en dos, partidarios de un don Quijote y de otro, como de una cuestión teológica, con argumentos que hacían buenas las dos verdades, cosa imposible, porque sólo una de las dos podía serlo, si acaso no eran las dos
Se refirió a continuación el encantador de gatos a la relación que entre don Quijote y Sancho tenían.
– Yo creía -prosiguió don Santiago, cuando se hubo apaciguado el concilio-, por lo leído, que el caballero don Quijote no siempre era considerado con su escudero, y que se pasaba el día reprendiéndole y amonestándole, y mandándole callar y corrigiendo sus palabras y sus modales, y que el escudero unas veces de grado y otras con disgusto, acataba tales trepes con la sumisión de un buen criado. Pero se diría que ahora llevan su suerte a la par, más como compañones de la misma milicia que como señor y vasallo, y parece que hablan los dos de las mismas cosas y comparten los mismos puntos de vista, como si don Quijote hubiera contagiado su locura a su escudero, y éste todo su buen sentir y decir al caballero, de modo que si ya en la primera parte que conocemos confortaba y entretenía asistir a sus coloquios, ahora embelesan de tal modo que yo les pondría a decir lo que quisieran y a hablar de lo primero que se les viniere a las mientes, porque todo parecen ellos resolverlo a las mil maravillas.
Aquellos embustes de don Santiago (porque no podían ser sino embustes, ya que él había enterrado al verdadero y único don Quijote, y la broma de que hubiesen enterrado a un don Quijote falso ni siquiera la imaginaba el bachiller, por no tener que admitir que en ese caso él mismo sería igualmente un Sansón Carrasco apócrifo), todas aquellas mixtificaciones admiraron y divirtieron al bachiller. Y puesto que siendo tan discreto y gentil el caballero al que se refería don Santiago, no podría tratarse del necio don Quijote avellanado, m de don Quijote el bueno, por haber muerto, supuso el bachiller que algunos imitadores guasones habían salido por broma y diversión a correr la tierra vestidos en tales disfraces, y con ánimo de tal perfección que se podrían comparar en eso a los comediantes capaces de imitar a la perfección voces y semblantes de gentes conocidas, pareciéndose a los verdaderos más que los verdaderos mismos. Y sin embargo hubo algo que le dejó pensativo al bachiller, y fue que todo lo que acababa de declarar don Santiago de cómo se comportaban don Quijote y su escudero, de cómo al caballero el vencimiento le había vuelto más cuerdo y cómo la retirada le había vuelto más loco al escudero, animando a su dueño en la quimera de llevar vida pastoril, todo aquello él podía darlo por bueno, pues los días que mediaron entre su regreso y la muerte de don Quijote así habían pasado.
Por ver a dónde llevaba todo aquello y qué patrañas se inventaba, siguió el bachiller Carrasco preguntando al alcarreño:
– Y, mi señor don Santiago, puesto que habéis tenido la suerte de tratar a don Quijote en La Almunia de doña Godina no hace ni siquiera una semana, y aunque sólo fuera durante una noche, ¿podéis decirme si os ha contado las nuevas aventuras que han sucedido y que sin la menor duda veremos pronto en libro, como salieron las otras y el propio don Quijote da por hecho?
– Algunas os referiré, y con mucho gusto, que nada me lo da tanto como tratar de esas cuestiones -respondió el hombre-. Pero ya os dije que no se hallará caballero más discreto ni menos vanidoso que él, y si se le pregunta por sus aventuras, se limita a guardar silencio, por no dar a pensar que se envanece o alardea de sus conquistas, y es entonces Sancho Panza quien las refiere, y son en verdad increíbles de no saberles a los dos incapaces de mentir. Y así nos contó el escudero no sólo las aventuras de su primera salida, sino muchas recientes, como que acababa él de dejar, en un lugar llamado Barataría, la gobernación de una ínsula que le proporcionó un duque, admirador de su señor don Quijote, que a los dos, a amo y escudero, los había tenido a mesa y mantel por más de tres semanas alojados en su castillo como a verdaderos príncipes.
Fue oír eso, y el bachiller Sansón Carrasco, que conocía como todos en el pueblo esas nuevas, saltó de la silla y se puso en pie, pues si aquel hombre era un farsante declarando que acababa de encontrarse con don Quijote en La Almunia de Doña Godina, cuando era bien patente y notorio que había muerto hacia tres meses y los mismos llevaba enterrado, no lo era en absoluto declarando que Sancho había sido gobernador, cosa que sólo podía saber de primera mano o por quien conociera tales hechos. Y el mismo efecto hizo tal revelación en don Álvaro Tarfe, que había oído referir aquella aventura gobernadera de labios del propio Sancho. ¿Se habría publicado acaso la segunda parte del verdadero don Quijote y andaba ya por ahí, y ellos no lo sabían? ¿Habría llegado a manos del apócrifo y marfuz Quijote tordesillesco un ejemplar de las nuevas aventuras y se había apropiado de las segundas, como sin escrúpulos se apropió de las primeras, y se habría salido al campo, escapándose de la Casa del Nuncio?
De cuajo se le arrancaron las ganas de diversión al bachiller Carrasco, y si alguna de sus bromas y enredos había imaginado para desengañar y correr a don Santiago, se lo pensó mejor. Se dijo: «Aquí hay industria, y no acierto a ver de qué clase; o engaño, y no sé con qué objeto, porque a nadie beneficia; o ha querido el cielo, y tampoco se me alcanza a descubrir la razón, propalar la enfermedad de don Quijote y contagiar con ella a todos los desdichados de la tierra», y asi se atrevió a preguntar Sansón Carrasco, con mucha menos pompa y más grave continente:
– ;Y decís, señor don Santiago, que al fin Sancho ha logrado su ínsula y que ya obtenida ha renunciado a ella? ¿Cómo puede ser una cosa así, después de lo que penó por alcanzarla?
– Yo no sé sino lo que él me dijo, que el gobierno no era para él y que más había nacido para ser libre que para sujetarse y quitarles la libertad a los demás, como quería quitársela de comer a su gusto un tal doctor Tirteafuera, que lo mantuvo en tan estrechas hambres mientras duró su gobierno que a punto estuvieron de llevárselo consumido al otro mundo, y que no sabía si se llamaba Tirteafuera de suyo, por ser del lugar de ese nombre, o porque se pasaba todo el día estorbándole, cada vez que le presentaban un manjar, con un tirte afuera, o sea, un quita allá.
Se quedó pensativo Sansón Carrasco dándole vueltas en la cabeza a todas aquellas cosas que acababan de relatarse, sin ganas ni siquiera de seguir lo que había empezado como un vaniloquio y era ya cuestión de metafísica, y por temor acaso de estar en un coloquio con el mismo Satanás, conocedor de tantas cosas ocultas e imposibles, guardó silencio.
Entró en ese momento el ventero con un cofín lleno de higos, y le anunció al bachiller, y a todos los presentes, que sus cenas estaban en camino, y ni siquiera había terminado de decirlo, cuando vieron aparecer a la criada que traía una gran fuente, lo que fue recibido por todos los presentes con patente alborozo, menos por Sansón Carrasco, que se quedó mudo por la sorpresa de reconocer en aquella sirvienta al ama Quiteria.
Al ver al bachiller, a punto estuvo ella de que se viniera al suelo la fuente en la que humeaban media docena de manos de vaca. Se llevó disimuladamente el bachiller su dedo índice a los labios, dando a entender al ama que no descubriese quién era, y por gestos la hizo saber que de allí a un rato, cuando pudieran encontrar mayor sosiego, hablarían a solas.
Y puestas las cosas en aquel término, dudó el bachiller Sansón Carrasco durante la cena si declararle a don Álvaro Tarfe con la mayor discreción quién era o no, asi como la muerte de don Quijote. Porque las verdades que creyó oírle referir quedaban en entredicho con las mentiras oídas a don Santiago, y amigo de burlas como era, empezó a sospechar que quizá fuera todo una combinación para reírse a su costa. Había oído allí tantas verdades y mentiras por junto y al revoltillo, que si unas cosas le admiraban, otras le ponían en guardia.
Vio el joven Carrasco a! caballero granadino trasegar en silencio su cena, sin hablar con nadie, pensando acaso en todo lo que se había hablado, y si por un lado le resolvía a desvelar quién era el hecho de que no tuviese a don Quijote por alguien que había quebrantado un juramento, no haciendo con ello honor a su nombre, por otro, el buen juicio le aconsejaba quedar tapado en aquella reunión y que no le tuviesen a él mismo por otro de aquellos orates que al parecer empezaban a multiplicarse por la Mancha con los propósitos más pintorescos, como era bien notorio por las muestras que en aquella venta se habían dado a conocer. Meditaba: «Si le digo que don Quijote ha muerto, el honor de mi amigo habrá quedado a salvo, y no irá contando don Santiago por ahí que conoció una vez al verdadero don Quijote, y que éste resultó más falso que el primero; pero me tendría a mí por loco, y no está claro que me creyese, puesto que parece cierto que él en La Almunia ha estado con un don Quijote que él tiene por verdadero, con lo cual seguirá asegurando que el don Quijote bueno, el mío, el nuestro, el que se nos ha muerto, era tan malo como el malo; y si no digo nada, mi reputación no habrá sufrido nada, pero habré consentido que la fama de don Quijote empiece a resquebrajarse y acabará viniéndose abajo como una pared apandada.
Se encomendó el bachiller a que don Álvaro acabara leyendo la segunda verdadera historia, cuando fuese publicada. «Cuando se publique -pensó el bachiller-, estará en ella recogida lo sucedido esta noche en esta venta, y la verdad saldrá sin menoscabarse ni menoscabar a nadie, dejando a cada uno de nosotros donde cada cual ha querido ponerse», y de ese modo decidió no decir nada a nadie sobre si mismo y de cómo él, si, había sido no sólo amigo verdadero de don Quijote, sino quien le había vencido en Barcelona.
Terminaron de cenar los caballeros, se dieron las buenas noches, los que tenían aposento se recogieron en él y el bachiller esperó a que la casa se quedara sosegada para hablar con el ama.
El fuego languideció, y de blandones, velones y candiles sólo permanecía encendida una pequeña candileja, en un vaso de barro, sobre un generoso lecho de aceite.
Apareció Quiteria secándose las manos en el mandil.
– ¿Qué hace vuesa merced tan lejos de nuestro lugar y por qué no me ha permitido que le hablara sino a hurto? ¿Huye
– No huyo, tú eres la huida y vengo en tu busca -declaró el bachiller-. Mañana te vuelves conmigo al pueblo. Y no quería que me descubrieras, porque ya has visto el revuelo que ha organizado nuestro buen don Quijote, que se diría que por allí donde ha pasado o a donde llega su historia escrita, levanta los cascos de la gente y les hace disparatar tanto como disparató él.
Y a continuación pasó a relatarle todas las razones, sin olvidar palabra, que le había encomendado Antonia que le dijera, los agravios de toda una vida y el desabrimiento que se traía con ella la muchacha desde que había desaparecido.
Quiteria se desbordó llorando con tanto ahínco que se hubiera dicho que llevaba todo aquel tiempo de su fuga esperando un momento favorable para poder hacerlo. Sansón Carrasco dejó que se desahogara, mientras se enjugaba las lágrimas con la punta de la saya. Cuando al fin recobró el aliento, dijo:
– No puede ser. Aquí me quedaré, yo ya no puedo volver, y si lo hiciera, me moriría. Mi intención era llegar hasta Sevilla y buscar el modo de llegar a La Asunción de Perú, pero al pasar por esta venta, me enteré que con todo este trajín de mi buen señor Quijano, necesitaban quien les ayudara a asistir tanto bureo. Sabido esto, hablé con el ventero, el ventero con su mujer. Me preguntaron si estaba limpiares dije que sí. Volvieron a preguntarme cómo era que andaba sola por los caminos, sin maleta ni alforja, y les dije la verdad, que me había pasado la vida sirviendo en la casa de un hidalgo que acababa de morir. Dios mío, y si mi amo supiera de qué hidalgo se trataba, me pondría en un cadalso para que me vieran bien de lejos, como atracción de feria. Le dije que no venía huyendo, sino buscando ganarme el sustento, y que era cierto que no traía maleta por pobre, a lo que me dijeron que no sabían ellos que los pobres trajeran una borrica tan buena, y quisieron saber si la había robado, y les dije que no, y que en la primera ocasión que se me presentara, mandaría por alguien que la tornase. Y quisieron saber si era a mi familia a quien había que tornarla, y dije que no, porque no tenía familia.
– ¿Y en eso dijiste la verdad, Quiteria? -le interrumpió el bachiller-. ¿No tienes familia en Hontoria, no fuiste precisamente el día de tu fuga a verla? ¿No te ha dicho cien veces Antonia que tu casa es la suya, y que allí debías de quedarte?
– Si lo piensa, y no lo piensa, ya me lo habría hecho saber en todos estos años -admitió pesarosa el ama. entre sollozos-.Y vos no podéis hablar, porque no la conocéis. Antonia es mala, caprichosa, cruel, antojadiza, y si con el amo era ya ingobernable, sin él será una tirana. Es avara y nada compasiva. Ninguno de nosotros tiene la culpa de que su madre se muriese, de que su padre huyera y de que la niña no se haya criado en un palacio. Mientras vivió su tío, me obedecía o fingía respetarme. Pero muerto él, ¿qué me espera a su lado? Me han tratado en esta venta con más respeto el tiempo que llevo en ella, que en la casa donde he pasado veintisiete años desde que murió mi amo.
– Ahora te ciega el rencor, Quiteria. No hay nadie que sea tan malo como lo pintas, y las personas cambian. Antonia es muy tierna, y está asustada. ¿Y no tienes madre y hermanos en Hontoria? De acuerdo que no quieras volver con Antonia, si tan mal te va con ella; pero vuelve con tu familia. ¿Cómo vas a terminar tú de moza de mesón?
– Allí son tan pobres que ni siquiera podría ganarme el sustento, aun queriendo. Las penas que se le reservan a una mujer sola e infortunada, más vieja que joven, más fea que hermosa, más callada que graciosa, más áspera que dulce, nadie las sabrá nunca del todo. Fui a ver a mis hermanos, es cierto, y a mi madre, y no llevaba pensamiento ninguno, m de estarme en mi casa ni de ir por los caminos. Sólo quería ventilarme la cabeza. Allí me recibieron los míos con los brazos abiertos, y mi hermano me dijo, ésta es tu casa y si a ella quieres volver, te recibiremos con los brazos abiertos, pero corren malos tiempos y tarde o temprano habrás de buscarte donde ganarlo, porque aquí nos juntamos demasiadas bocas. Y así es la verdad, porque aquélla es casa donde se comen los piojos. Cómo me apenó oírles decir aquello. «He venido con lo puesto -les dije-, y con lo puesto me iré esta tarde. Necesitaba un poco de sosiego. Allá se ha quedado todo lo mío, que me basta y me sobra, porque mi amo don Quijote tampoco se ha olvidado de mí en su testamento.» Y fue cosa triste que los mismos que hasta ese momento no tenían sitio donde tenerme, en cuanto oyeron la palabra testamento, quisieron saber por menudo lo que me había dejado, porque no se habrá visto a nadie que lleve mejor cuenta de los caudales ajenos que a los pobres. Les dije que quiso mi amo satisfacer todo el salario que se me debía por el -trabajo realizado en todos estos años, y que añadía veinte ducados para que me hiciera un vestido.
– Ah, ya entiendo -exclamó el bachiller-. Ahora se me alcanza la razón de la disputa. Habéis reñido tú y Antonia a cuenta de esa herencia, que no te habrá podido satisfacer, porque no le queda ya en el arca ni un maravedí.
– No queráis saber más de lo que pasó. Jamás disputé con Antonia por un ochavo, ni lo haría. ¿En qué se mejora una desgracia por vestido de más o de menos? El caso es que me dolió saber que en la casa donde no tenían ni cama ni mesa ni plato un minuto antes, se me abrían de pronto todos los aposentos cuando supieron que acaso viniera con dineros. Les dije que me había llegado a Hontoria no para quedarme sino por ver a mi madre, que me habían dicho que había estado enferma, y cuando salí de mi pueblo, y sin saber por qué, me puse en camino. Ya sólo tenía deseos de alejarme de allí, y por primera vez comprendí muy bien a mi señor Quijano y lo que debió de sentir, porque a medida que iba dejando atrás lo que yo ya conocía, fue algodonándoseme el alma, pues nadie puede ser más feliz que aquel que con libertad hila sus pasos.
– ¿Tan mal te trataron en tu casa, Quiteria?
– No me haga decir más de la cuenta ni quiera saber más de lo debido, porque cada hombre ha de llevarse a la nimba secretos que ni harían bien a nadie si los supiese, ni mejorarían en nada, sacándolos de su corazón, a quien los guarda en él. Decid a Antonia que agradezco sus intenciones, pero que aquí me quedo, y vos no olvidéis lo que os digo: no es buena esa muchacha y si su tío hizo locuras, las que hará ella dejarán pequeñas las de él, porque las cosas vienen de lejos cuando son graves.