37281.fb2 Al Morir Don Quijote - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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CAPITULO VIGÉSIMO TERCERO

Después de aquella conversación se fue Sancho a buscar al bachiller Sansón Carrasco, y quedó Teresa Panza inerte en su silla, donde se la encontró una hora más tarde, llorando, San-chica, su hija, que venía de pastorear media docena de pavos que había llevado a comer la hierba de un hontanar no lejano del pueblo.

– Ay, madre, ¿qué ha sucedido aquí?;Dónde está padre?-preguntó alarmadísima la muchacha, sabiendo cómo estaban las cosas en su casa y las últimas manías de su padre, a quien no había vuelto a ver hacer nada desde que se muriera don Quijote.

– A tu padre se le ha contagiado la locura de su amo, que Dios confunda en los infiernos, y acaba de decirme que piensa regalarse y darse al solaz y a la conversación, como un hidalgo, metido en no sé qué estudios, y él, que nunca ha sabido distinguir un buenas de un amén en toda su vida, quiere dar en gramático.

Sanchica no sabía lo que significaba la palabra gramática, pero le sonó a cáncer, y alarmada por el lloro de su madre, rompió a llorar amargamente.

– ¿Por qué todas las desgracias llueven sobre los pobres?

¿Qué pecado hemos cometido para que mi padre quiera ser gramata? Ya sabía que nada bueno podía sucederle, desde que después del entierro, donde la cogió buena, dio en no querer beber vino. ¿Y de qué viviremos, madre, todo este tiempo? ¿Dónde se quedó todo aquello de que iba a hacerme gobernadora y a casarme con un conde o un marqués? ¿Acaso mi padre cree que la vaca y el carnero los dan gratis en la tienda, y que el sastre da sus puntadas sin hilo? Tendré que trabajar de la mañana a la noche lavando lino o tejiéndolo, si no queremos morirnos de hambre. ¿Y no decía padre que había vuelto muy ganancioso de haber servido a don Quijote? ¿Dónde están esos dineros que dijo que traía? ¿Qué es ese dislate de ser ahora licenciado? Por su mal le nacieron alas a la hormiga. Y antes que lo piense, se habrá perdido, y doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Pero calma, madre, que Dios proveerá. ¿No decía nuestro padre que venía esta vez muy cosido de dineros? El recuerdo de los dineros que había traído Sancho serenó a Teresa Panza en sus hipidos.

– ¿Dineros? -repitió abstraída-. ¿Quién sabe qué se harán?

Pero en su interior tomó la determinación Teresa de no dejarlos escapar, como no se abre solo el cepo que apresó al raposo.

Entre tanto, había llegado Sancho a casa del bachiller.

– ¿Y cómo en todo este tiempo ninguno hemos podido verte, Sancho? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Te cuesta encontrar un amo tan bueno como don Quijote?

– Como él no habrá ninguno. Y si he tardado tanto en salir de mi casa y en dejarme ver ha sido, quiero que lo sepáis, porque la decisión que había de tomar requería reposo y silencio. Sepa vuesa merced que el tiempo que serví a don Quijote me reportó algunos sueldos, con los que pienso pagar las lecciones que habéis de darme y yo recibir.

– No hables de dinero, Sancho, antes de que me digas qué lecciones son esas que he de dispensar con tanta acucia.

En breves palabras le expuso Sancho que venía pensando desde la muerte de su amo que la única manera de recordarlo, sería, para cuando le flojeara la memoria, leer en el libro donde se recogían sus comunes andanzas, y en el que, según le confirmó el propio Carrasco, debería estar ya impreso en ese momento, con las nuevas, y que él había pedido por carta a su librero en Salamanca.

Se asombró mucho el bachiller de esa pretensión del escudero, pero en su interior aceptó tomarlo como escolar, de modo que pudiera demostrar a su señor padre cómo sin ser clérigo alguien podía ganarse la vida abriendo un estudio en aquel pueblo, tan necesitado de él.

– ¿Y tú estás seguro, Sancho, de que no te avergonzarás al verte tratado como un párvulo, ni te correrás al no comprender a tu edad las cosas que tan fácilmente aprende un niño con sólo mirarlas?

Negó Sancho moviendo la cabeza, sin despegar los labios, con verdadera aplicación de neófito, pero luego añadió:

– No está tan duro el alcacel para zamponas; quiero decir, que hágame un agujero, sople y pitaré.

Su resolución era firme: quería aprender a leer. ¿Y cuándo concibió una idea que todos consideraron descabellada y algo presuntuosa?

Sin la menor duda, después de morir don Quijote. Nunca hasta entonces había mostrado el menor interés por las cuestiones literarias. Al contrario, se hubiera dicho que se sentía orgulloso de que únicamente con su buen sentido y su memoria para acordarse de las cosas que se le referían o los refranes que se le venían a la boca por docenas, pudiera tratar con todo el mundo, de duques a pastores.

No, y tampoco le importó que algunos en el pueblo se descosieran murmurando, tildándole de pedante y culterano, porque la noticia se extendió rápidamente por todas partes. Ni que Teresa Panza estuviera sin hablarle mientras duraron aquellas lecciones, aviniéndose de mala gana a ponerle la comida en la mesa, o que sus hijos evitaran en lo posible hallarse a solas ante él o que cuando esto ocurría se pusieran a llorar como ceporros.

Algo había cambiado de manera profunda en Sancho. Y como a nadie podía confesarle los efectos de aquel cambio, a sí propio se los manifestaba: «Sancho -se decía-, tú ya no eres el mismo, tú eres otro. Pero no sé quién soy. ¿A quién ha de dar cuenta un hombre sino a su conciencia?».

– Mira, no te confundas, Teresa. No quiero ser más de lo que soy, pero tampoco menos de lo que podría ser -se atrevió a decirle un día, antes de coger su cartilla para ir donde el bachiller. Pero Teresa, como sus hijos, cada vez que le oía hablar de aquella manera extraña, se echaba a llorar.

– Antes, cuando hablabas, yo te entendía, pero que me lleven todos los diablos si comprendo una sola palabra de lo que dices. Ni sabes tras de lo que ce andas ni sabes lo que quieres. ¿Y por eso renunciaste a ser gobernador? Habrá sido el primer caso en la historia que alguien tira el cetro y sale corriendo, el primero que respirando los aires de la abundancia, entierra la cabeza en el polvo de la miseria, el primero que llega a una cumbre, y se despena por fantasía, el primero que halla una mina de oro, y esparce por el suelo las pepitas, como granos de cebada, para que se las coman los pájaros, el primer pobre que pudiendo ser rico dice sigo de pobre. No te conozco, Sancho.

– No sabes de lo que hablas. Yo no soy todavía el que soy, pero muy pronto voy a serlo, y no quiero ser más, pero tampoco menos.

_-Sí -le replicó con sorna su mujer-.ya te entiendo. Tú quieres ahora ser caballero y regalón, de los que mira el sol y dicen todo me sobra, si es que el día menos pensado no nos enteramos de que te has fugado con esa tal Marcela.

– Más o menos -respondió sardónico el escudero-. Sabes que soy paciente y de natural pacífico. Puedes quedarte ahí mil años metiéndome un aguijón, y sabré sufrirlo. Y te conviene saber que después de cierta pendencia que tuvimos don Quijote y yo en una venta con un barbero, de quien en justa batalla cobramos don Quijote una bacía y yo una albar-da, como despojos, y viéndome pelear tan rudamente, don Quijote se propuso armarme caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería bien empleada en mi la orden de la caballería. Dime tú qué madera no descubriría en mí aquel hombre tan fino ni qué antiguos linajes caballeriles, que seguramente si sacudieran el árbol de los míos, iban a caer pomas de oro y la misma canilla de la pata del Cid. Hombre de pro, me llamó. Sucedió esto hace un año. ¿Tú crees que no pasaron después entre nosotros ocasiones en que se hubiera podido llevar a efecto aquel deseo, a poco que yo se lo hubiera recordado, a poco que yo me hubiera mostrado ansioso de tal gloria, necesitado de ese honor? Has de saber que vulgo nací y vulgo moriré, porque ésta es mi condición, y de nada me avergüenzo, porque en mí toda intención es recta y todo pensamiento honesto y limpio. Que hablen, que digan. Murmura tú, desespera, llora y rabia, pero aquí el único que fue gobernador fui yo, y de la misma manera en que llegué a serlo, dejé de serlo por mi voluntad, y lo volvería a ser una y mil veces, si quisiera, porque hay una ínsula para cada deseo, pero yo ya no deseo, y nunca volveré a ser gobernador así se me pusieran como musas todas las ínsulas en fila, y nadie me desviará de mi camino. Lo anuncié el día aciago en que desengañado y vencido abandoné mi ciudadela a quien mejor quisiera gobernarla. Les dije, «señores míos, dejadme volver a mi antigua libertad; dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias m reinos. Bien se está San Pedro en Roma; quiero decir, que bien se está cada uno usando el oficio para el que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mata de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme, sin ella, entre sábanas de Holanda; más aprecio yo estos calzones rotos y mi caperuza, que un jubón de antílope y un sombrero de altos vuelos. Vuestras mercedes, les dije en aquella ocasión, se queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací y desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, les dije, que sin blanca había entrado en aquel gobierno y sin blanca salía, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas».Y créeme, Teresa, que así como lo dije, lo siento todavía. Y muchas cosas han pasado desde entonces. Ahora empiezo a ver lo que don Quijote fue para mí y para todos nosotros, lo veáis o no. Y quiero consagrar este tiempo no a solaz, como sé que andas diciendo por ahí, poniendo al mundo en contra mía. Yo ya no conozco el solaz, para mí se acabaron los largos sueños, yo vigilo, pienso y me quemo las cejas, y donde no lo espero, se andan mil pensamientos toda la noche arriba y abajo como un rebaño con sed. Nos morimos de un día para otro, la vida se va en un soplo, y no brillan las estrellas con tanto ruido como nosotros sin luz ninguna nos movemos por este mundo. Otros se marchan de morabitos a una ermita, y en la aspereza de una espelunca, rezan y meditan, o abrazan la regla de un convento; otros, para no acometer ni lo uno ni lo otro, se hacen bandidos, como el caballero Roque Guinard y el trozo de gente que le defendía, que conocimos en las sierras catalanas; y otros, en fin, se salen de su patria por correr aventuras en pos de venturas dudosas y muy hinchadas ambiciones que nunca verán cumplidas. Don Quijote fue loco y yo soy cuerdo, y de eso va lo que de la noche al día. Pero el secreto de nuestro buen avenimiento estuvo en que yo llevé paciente su locura y él llevó con no menos paciencia mi cordura, en ¡o que probamos los dos ser juiciosos. ¿Tú crees que no encontraba yo impertinentes su creerse caballero y todas aquellas trasmutaciones que le llevaban a ver castillos donde no había más que ventas y princesas donde no acechaban más que labradoras, y grandes enemigos en todos los vizcaínos que nos topamos?;Y acaso tú piensas que no le mortificaba verme comer con tan buen apetito como de ordinario me veía, o soltar refranes a todas horas, o hablar por cualquier cosa, que ya sabes tú que soy curioso y todo me desata la lengua? Así que él, por mí, y yo por él, hubiéramos podido llegar a China y volver al cabo de veinte años, sin que entre los dos hubiera habido la menor cuestión. Me lo has oído decir muchas veces, todos somos locos, los unos por los otros. Y ahora empiezo a comprender que el buen gobierno de una nación no lo hace un loco, pero tampoco un hombre en exceso juicioso, que a fuerza de buen juicio acabe en demasiado riguroso y soberbio, y así de éste redimiría su juicio un poco de locura, como le redime a don Quijote un poco, y aun un mucho, de su cordura. Lo que yo pido ahora es bien poco. Paz; silencio, estudio.;Es un delito que un hombre como yo quiera saber qué hizo para saber qué hará?

Más que aquellas sublimaciones escolásticas, alarmó a Teresa Panza que su marido apenas comiera, cuando tan buen apetito solía tener, y que, conociendo el gusto y la buena disposición a descoser la lengua con unos y otros, la hubiera reposado, como difunta, hallándole todo el mundo casi siempre sepultado en silencio y con la frente fruncida en un pliegue sombrío y melancólico, que ya nada parecía poder contentarle. «He visto mucho, tengo mucho corrido», decía al que venía a verle. Se estaba todo el día solo, sentado en el corral, con una navaja en la mano sacándole punta a un palo, que podría decirse que se estaba como encantado. Nadie sabía qué pasaba por aquella cabeza, ni si sus pensamientos eran de ida y vuelta, o se perdían a lo lejos como la difusa línea del horizonte o no parecían cuajar, llegados, como la nieve demasiado precoz.

Empezó a acudir regularmente a la casa del bachiller, que le hacía subir a su torre, y allí, a vistas de aquel inabarcable campo manchego, mugen de una mente que se abría a nuevas luces, tenían lugar las lecciones

– He de confesaros que ya don Quijote me dijo que el no saber leer y escribir parecía mal en quien iba a ser gobernador.

– ¿Es eso, Sancho? ¿Y es que acaso piensas que va a volver la Fortuna a distinguirte con algún otro gobierno? -quiso saber su maestro.

– No, ni yo lo quiero, sino que vi por mis propios ojos cómo no sabiendo leer, todos pueden engañarte, como aquel desdichado doctor Tirteafuera, que quiso matarme de hambre citando no sé qué libros antiguos, siendo cosa imposible que un libro, y más siendo antiguo, quiera alargar la vida de nadie quitándole de comer y de beber, como hizo conmigo aquel galeno.

– No sé tampoco de qué médico me hablas, Sancho.

– Si se publica esa segunda parte de don Quijote, como vos asegurasteis, allí se dará cumplida cuenta, no me cabe la menor duda, de ese jifero empeñado en cerrar con buena llave mi andorga. Es natural que el letrado sepa de letras, el soldado de armas, el caballero de caballerías, y el rapador de ovejas y cavador como yo de rapar ovejas y de podar viñas, y no queramos que el letrado rape, el cavador entienda de leyes o el soldado escuche los pecados de los penitentes. Pero he de aprender a leer, y si, como he oído decir, a mi amo le sorbió el seso el mucho leer, a otros se lo dio, y digo que en eso serán los libros como los venenos, que administrados de poco a poco curan, y de mucho, acaban con la vida, y que al que uno gusta, a otros disgusta, y que el que aprovecha a uno, a otro le merma. Sucede como con los refranes. Es verdad que no hay refrán que no sea verdadero, pero no en todos suenan a verdad, ni en todas las ocasiones, sino que hay que saber traerlos a colación. En boca de uno aburren, empalagan o fastidian. En cambio el mismo dicho en otro, deleitan, divierten y enseñan. Así que enséñeme a leer. Y de escribir no hablo, porque eso es algo de lo que yo no voy a usar, de modo que podremos ahorrarlo, como no sea que me enseñe a hacer mi firma. Yo me he de conformar con leer de corrido, sin sufragio de nadie, y con saber poner en un papel, una tras otra, las letras de mi nombre Sancho Panza, por si alguna vez precisan de él alguaciles, jueces o regidores, que Dios no lo quiera, pues ni tengo testamentos que hacer ni bienes que dejar, y con la Justicia no he tenido ni quiero tener otro trato que el buenos días e id con Dios.

Le divirtió mucho al bachiller Sansón Carrasco que Sancho quisiese aprender a leer, pero no a escribir, como si ambas cosas no vinieran juntas o fuesen contrarias.

– ¿Acaso no quieres aprender a escribir, Sancho, porque piensas que te van a salir más baratas las lecciones? Pues has de saber que por lo uno sabrás lo otro, sin tener en consideración que ni por lo uno ni por lo otro voy a cobrarte yo nada.

– Mucho os agradezco la cortesía, y ya habrá lugar y tiempo para cor responderos, que siempre se ha dicho que es de bien nacido el ser agradecido, y así lo dirán los quesos, huevos y aceitunas aliñadas que harán la procesión de mi casa a la vuestra mientras me desasnáis. Pero no era ésa la cuestión que quiero aclarar con vos. Si nos fijamos bien, y no siendo escribiente, corregidor, memorialista, fraile, historiador, trujimán, secretario o mercader, a ningún hombre le hace falta escribir; con saber leer le basta. Y asi tengo entendido que hasta el rey usa de esa costumbre, cuando manda a su secretario que le presente todo ya escrito, para poner al pie su «Yo el rey», y asi, no precisaré yo más que el Rey, para poner, si me lo solicitan, un «Yo, Sancho Panza», declarando de ese modo que todo lo que antecede podría haberlo escrito yo mismo. Y aún le diré más a vuesa merced, y es que cuando fui gobernador comprendí bien a las claras que no debería estarle permitido a nadie salir de la puericia sin saber leer, pues no se basta un hombre para saberlo todo, sino que todo lo sabemos entre todos, y sí en cambio debería estarles a muchos prohibido el escribir. Unos, porque teniendo granjeada y alcanzada gran fama merecidísimamente por sus escritos, al darlos a la estampa la pierden del todo, o la menoscaban en algo, y otros, porque con malos libros echan a perder buenas y notables cabezas como la de mi amo, sin considerar el pernicio que los malos libros hacen sobre los buenos, envolviéndoles en su pésima fama y teniendo que pagar justos por pecadores, como creo que sucedió con cierto escrutinio que el padre cura y el barbero hicieron en los libros de mi amo, días antes de que los dos saliéramos por primera vez. Y así me sucedió que cuando yo me encontraba en aquella ínsula, me llegaron cartas de los duques y de don Quijote, y no pude leer ninguna a solas, en mi aposento, como hubiera deseado, sino que hube de pedir que me-las leyesen allí en público, en la sala, sin saber si lo que ellas traían podía o no airearse, cegando así la estrella polar que ha de gobernar la derrota de un gobernante, a saber, la discreción. Y recuerdo que en aquella ocasión me avergonzó que mis súbditos descubrieran que el que les gobernaba tenía que admitir tal ignominia, tal infamia, que no supe si era más infamia por ignominiosa o más ignominia por infamante. Aunque también pienso ahora que quizá me convenga aprender a escribir, si decís que viene todo en el mismo lote, y que con parejo esfuerzo se aprenden ambas cosas. Imagino que tiene que ser eso como enseñar a andar a un niño, que sería absurdo hacerlo sólo sobre una de sus piernas, cuando puede hacerse sobre las dos, o enseñarle a nadar hacia adelante y no hacia los lados o hacia atrás. Y lo digo porque el otro día, mismamente, cuando le pedí a don Pedro, mientras velábamos el cuerpo de don Quijote, que escribiera por mí a los duques, que vi que lo hizo con breve amén y no como correspondería a señores tan señeros, sentí que de haber sabido yo hacerlo, lo habría hecho tan largo como las Diez Partidas, de lo que sin duda hubieran quedado mi señora la duquesa y mi señor el duque muy contentos, aunque fuese en ocasión tan triste como la de anunciarles una muerte. Nunca más volverá a ocurrirme una cosa así ni podrá nadie sacarme los colores a cuenta de mi ignorancia. Abrid mi mente y muélamela como cibera, para que podamos hacer con ella buen pan, quiero decir, buen entendimiento, bien metido en harina y mejor cocido. Y luego hagamos sopas o comámoslo en vino. Tiene vuesa merced delante, con mis bien barbados cuarenta años, al más tierno de los escolares. Asiente en él mano dura cuando lo haya menester o las ternezas, que yo he oído decir que la letra con sangre entra, y que hay que sacudir a la encina para desbellotarla, pero también que sin tiernos cuidados no crecen los árboles. Sancho aquí ha de entrar uno y ha de salir muy otro. Recuerdo que a menudo mi amo don Quijote solía decir, «yo sé quién soy», cuando todos dudaban de que lo fuera y de lo que fuese.Yo no llego a decir tanto, pero sí que sé quién quiero ser, y quiero, a partir de ahora, saber las cosas por mí mismo, y no voy a esperar que otros me las cuenten, y en cuanto pueda, voy a leer, en primer lugar, ese famoso libro que anda por ahí con nuestras andanzas.

– Me parece bien -le dijo el bachiller- que quieras leer esa historia que las recoge, y de ello ya te hablaré más adelante, pero quiero que sepas que no es ésa una puerta que se abre y se cierra a voluntad, sino que una vez abierta ya nadie podrá cerrarla, y después de ese libro, vendrán otros, y querrás leer uno y otro, y con ellos todos los que se han escrito, porque el leer es como la torre de Babel, que nene fecha de inicio, pero cuanto más se eleva más confusión mete en las cabezas de las gentes y más nieblas la atacan, y allá en lo alto dicen los pocos sabios que han llegado a ella, que todo son truenos y relámpagos, pero también yo he oído decir que pasado ese estado reina en la cumbre inmensa paz y desde allí se contempla formidable infinito que ensancha el espíritu y lo sosiega, y que el hombre, como los dioses de la antigüedad, puede sentarse allí sin que le ataque La sed ni le pruebe el hambre ni el sueño, sino así, tranquilamente en su trono, ve pasar la vida, y que eso, sin pesar, es a donde más alto puede llegar un mortal en estas cuestiones. La prueba la tenemos en don Quijote. Sólo que don Quijote murió precisamente el día en que coronó su particular monte. Mucho penó. Gigantes, malandrines y follones fueron para él truenos y rayos. Pero dio un paso y allá, en la cumbre de su cordura, pudo sentarse apaciblemente. Recuerda, Sancho, con qué paz nos confortaba a todos. Aquella paz sin la guerra que le condujo a ella no habría sido la misma. ¿Vas a querer tú seguir ese camino? ¿Vas a leer esos libros de los que él te hablaba? Mira que por su mal le nacieron alas a la hormiga.

– ¿Qué tienen las hormigas que a todo el mundo le da por recordármelas últimamente? No creo que vaya a leer esos libros, aunque ya no soy de los que digo de esta agua no he de beber. No me hace falta saber leer, de todos modos, ni haberlos leído, para comprender que todo lo que en ellos se contaba eran grandísimos disparates, pues no hay hombre ninguno que pueda esta mañana vencer unos gigantes en la China y estarse rondando esa misma noche a su dama en un castillo a más de tres mil leguas, ni aun en Quintanar por la mañana y en Argamasilla por la tarde, ni cortar de un solo tajo las cabezas de doscientos enemigos, ni tampoco he visto yo, con todo lo que he andado, gigantes por ninguna parte, y sí molinos, carneros y pellejos de vino, que a todos nos parió una mujer y todos salimos de la misma estrecha hura. Pierda vuesa merced cuidado, que yo no acabaré loco asi venga ahora en su vera efigie el mismo Belianís de la mano de Alifanfarón. Nadie se vuelve loco por un solo libro. La locura se enciende con muchos libros, por lo mismo que no verá arder vuesa merced un libro solo, sino en compañía de muchos.

Sansón Carrasco, hombre curioso donde los hubo, emprendió la alfabetización de su amigo con entusiasmo, por ver si la ciencia despertaba aún más el talento y la gracia de Sancho o si, por el contrario, la arrasaba para siempre, pues suele el saber de los libros ser como un manto de sal para los cultivados campos del ingenio espontáneo.

Las lecciones empezaron a buen ritmo. Dedicaban el bachiller y Sancho la mañana a ellas. El escudero aprendió en una semana a distinguir todas las letras con su nombre, y recibió indecible contento que cosas como arado o jubón, pudieran ser leídas bajo el hábito de las letras, y fue gracioso verle como muchacho con chichonera irse dando en todas las esquinas del abecedario. Y en otra semana más, se soltó a leer de corrido, lo cual fue para muchos, pasando el tiempo, el primer milagro que hizo don Quijote y el primero que pusieron en la relación aquellos que acordaron subirlo a los altares, que, dicho sea de paso, los hubo, sobre todo los miembros de cierta academia al-carreña que acordó decirle una misa todos los años y mover sus hilos en Roma para que el Santo Padre lo canonizase. El milagro de Sancho, como se le conoció, lo corroboraba. Nadie podía entender que en tan poco tiempo alguien tan porro como el escudero y tan empedernido, mostrara tan ciernas y moldeables sus entendederas. Se imaginaban la mente del escudero como sumisa pella de barro en las habilidosas manos de un alcaller. Pero no llegó a escribir tan bien como leía, porque no se avino la rudeza de su mano con las mórbidas plumas de ganso, que acababan en el papel despuntadas y astilladas, y cuando lograba, entre borrones, trazar limpiamente algo, resultaba tan ininteligible, tenue y tembloroso como el pulso de un agonizante.

– Hasta aquí he llegado y no preciso más -dijo Sancho cierta mañana.

Aquello le pareció, en electo, juego de niños. Y añadió: -Y no entiendo que se haga llorar a los niños en las escuelas, sino que debe de ser que no todos tienen un maestro como lo he tenido yo. Y ahora quiero deciros lo siguiente, señor bachiller. Mientras don Quijote vivía, él era, por así decirlo, mis ojos, mi lazarillo. Él me guiaba por donde le parecía, y yo le seguía. El me contaba los libros que había leído, que no todos eran de alocadas caballerías, y a su boca venían las enseñanzas de tanto trasiego libresco. MÍ vida era una, y no llegaba más lejos de donde iba mi rucio, y yo con él. Hasta hace un año y parte de otro, poco me importaban a mí los libros que hubiera leído no sólo don Quijote, sino todos los que se juntaron en la biblioteca de Alejandría, porque entre ellos ninguno me hubiera sacado de pobre ni me habría traído la comida a la mesa. Entré al servicio de don Quijote y empezó él a pintarme con maravillosas palabras no sólo lo que tenía delante, sino lo que ya había pasado, y lo primero parecía que cobraba una vida que no tenía, y lo pasado volvía al presente a tener nueva y rebrotada vida. Qué modo de hablar y cuánto me equivoqué yo pensando que nada de lo que traían los libros podrían sacarnos de nuestro lamentable estado. Desde que murió don Quijote mi vida se ha visto menoscabada, y no hago sino pensar en lo que he vivido y en lo que ya nadie hará que viva. No volveré a tener un amo tan bueno como él ni a aprender más de lo que con él aprendí, sin que quisiera él enseñarme, porque no tenía ese ánimo. Me corregía cuando me equivocaba, haciendo conmigo obra de misericordia, aunque he de decir que tenía demasiadamente pronta la ira para romperme en la cabeza su lanzón o lo que tuviera a mano, y darme de palos, que en esto probó que tenía madera de maestro de escuela. Pero vos lo sabéis, y lo sabe el señor cura y maese Nicolás y todos los que alguna vez le oyeron, que sus locuras venían envueltas entre tales y tan sazonadas verdades que daba aún más lástima oírlas, porque le recordaban a uno de continuo que aquella buena cabeza la regía un loco, aunque, como ya os dije, aquellas locuras suyas quedaran en la redención de su buen juicio. Y yo diría aún más: don Quijote era loco cuando obraba, y no siempre; pero nunca de pensamiento, que pocos habrán pensado lo que él y como él. No hay día que pase que no me acuerde de todo lo vivido con él, y ando por los rincones llorando sin consuelo. Y haga lo que haga, me acuerdo de lo que haría o no mi señor don Quijote, que hasta en sueños se me presenta todas las noches, y de noche andamos nuevas jornadas y aventuras, como si siguiéramos en el camino. Ahora comprendo que pudiera perder conmigo la paciencia, que me apaleara y que me motejara de necio y sandio, de desagradecido y de villano, porque como tal me conduje a veces. Pero también sé decir que todo ello cambió cuando, dejado el gobierno de la ínsula, seguimos nuestras aventuras. Me dijo entonces, «Sancho, ha llegado la hora de hacerte caballero. Hinca la rodilla en tierra y yo te unciré a esta espada que cantas victorias ha cobrado. A partir de este día serás y te conocerán los orbes como el Caballero del…». Y no se le venía ningún nombre a la cabeza, como tampoco, según me confesó, se le vino la primera vez que lo buscó para sí, que estuvo varios días hasta dar con el bien sonoro e incumbente de don Quijote de la Mancha. Y así, paseó su vista al retortero y no halló cosa de más relieve que unas zarzas en las que habían dejado prendidas sus vedijas un rebaño de ovejas. Pareció inspirarse de pronto y me dijo, «mira ahí esas lanas. Señal es de muy buenos augurios, y no pudiéndote decir Caballero del Vellocino, será bien que te llames a partir de este minuto Caballero del Copo, dando a entender con ello que tras el Copo vendrá un día el Vellocino, enseña que a ambos nos conviene. Y con esto, Sancho, arrodíllate para levantarte como don Sancho del Copo».Yo, mohíno como me hallaba en aquel entonces con el fracaso de mi gobierno, le dije que no estaba para burlas y que no quisiera hacer de mí un hombre desdichado, y que había salido de mi casa sirviéndole y que algún día me gustaría entrarme en ella como criado suyo, y que le agradecía la fineza, pero que tampoco encontraba yo muy ajustado aquel don Sancho en quien no sabía ni poner su firma en un documento ni leer mi nombre si me lo presentaban. Y fue esto último lo que le decidió desistir, y me dijo «tienes razón, Sancho bueno, Sancho humilde, Sancho hermano; pero a la primera ocasión que puedas, aprenderás a leer y en menos que canta un gallo serás tú el Caballero del Copo en memoria de esta jornada y de todas las que harán inmortales nuestras hazañas».Y el recuerdo de aquel día, mi querido bachiller, ha sido en parte lo que me decidió a tomar lecciones. Yo no fui armado caballero, pero don Quijote no olvidó que algún día me haría profesar en esa orden, recordándome a cada paso que de la misma manera que puso a mis pies una ínsula, coronaría mi cabeza con los fulgores de la caballería. Y empezamos desde ese día a ser uno para el otro y el otro para uno, como dos hermanos, y ya no había tuyo ni mío, ni tú o yo, sino que todo lo partíamos por igual, él en lo mucho y yo en lo poco, él sobre un caballo, y yo sobre mi rucio. No había cosa que no juzgase él con tino, fuera de su locura, ni negocio humano del que no entendiera, y como no fuese en lo tocante a su manía, nadie partió mejor el campo de lo que él lo hizo, y cuando no podía él creer algo, como que subimos por los aires a lomos de aquel caballo de madera llamado Clavileño, lo creía sólo por darme crédito, como yo acabé dándoselo a todo lo que sucedió en la cueva de Montesinos, sólo por apreciarlo. Así que se comprende que después de haberío conocido a él, todo me parezca a mí desustanciado y nabo crudo. Muchas veces le oí decir que en los libros se celaba el consuelo de todo solitario, y nadie puede figurarse la soledad en la que estoy, que yo, que era alegre, me muero de tristeza; era decidor, y cada palabra he de arrancármela de las entrañas; reía o estaba dispuesto a hacerlo por cualquier cosa, y lloro por los rincones; me gustaba comer, y ayuno en una hura sin hambre ni apetito, y el vino sólo me produce, cuando lo bebo, mayor tristeza; y si antes caía ya dormido en cualquier lecho, ahora doy vueltas en el mío, inquieto y atribulado sin encontrar una sola razón de tanto desasosiego. Si no pongo yo un remedio pronto, me moriré de contrariedades y melancolías como él, y lo sentiría, porque de todas, las únicas ganas que no he perdido son las de vivir y volver a mi primitivo estado, a ser amigo de mis amigos, a decir mis donaires, si se tercian, y a celebrar los de otros, a beber y comer como solía, a entretener a mi Teresa, a desbastar a mi Sanchico, que es un diamante en bruto, y a pulir ya al que es el más donoso del mundo, que es mi Sanchica. Déme, pues, ya ese libro. Me lo he ganado. Puedo leerlo, yo lo entenderé, él me consolará, juntos haremos nuestra jornada, y amanecerá Dios y medraremos.

– Que asi sea. Tendrás el libro, como quieres. Déjame bus-cario, y será tuyo.