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Regresando hacia casa muchas horas después, le dije al taxista que parara en uno de esos Delicatessen que permanecen abiertos toda la noche. Entré en él, pedí un café y, volviéndome hacia la calle, hice gestos al taxista para que entrara a tomarse uno también. Sonrió desde el coche, se llevó dos dedos a la frente, abrió la portezuela y se bajó del taxi. Entró frotándose las manos.
– Dame un café, hermano -dijo al tendero.
Me dolía la cabeza y tenía la garganta reseca de nicotina y catarro. Nina y yo nos habíamos pasado toda la tarde y buena parte de la noche leyendo y releyendo las interminables hojas del print-out. Mis ojos casi no daban para más.
El Washington Post ya había salido. Cogí uno de un montón que había en el suelo. En portada había una gran fotografía del entierro de Malcom Aspiner; en primer plano, aparecía el furgón cubierto de flores, como si fuera el de un jefe mafioso, y, detrás, la viuda y dos de los hijos recibiendo el pésame del presidente. Fulton semitapaba al director de la CÍA y al bueno de Gardner. Los tres tenían cara de circunstancias.
Encendí un cigarrillo, le di una larga chupada y bebí un poco de café.
En la columna de la izquierda del periódico había un artículo, cuyo título rezaba: "Malestar en el Congreso: actividad creciente de la inteligencia en Centroaméria." Ya empezamos, pensé. No hay nada como la popularidad.
"Los temas de El Salvador, Nicaragua y Cuba están saltando continuamente a las primeras páginas de los periódicos americanos. La zona se ha convertido en uno de los puntos más calientes de la fricción Este-Oeste.
"El personal de los servicios de inteligencia. Cuando Fulton subió al poder en 1981, se encontró con que las actividades de inteligencia en Centroaméria estaban muy reducidas. Algunas, incluso, habían sido suspendidas (incluyendo parte de las dirigidas contra Cuba) por sucesivos recortes presupuestarios a lo largo de los años setenta.
"Sin embargo, al exacerbarse los problemas de la zona en el último año, el Gobierno ha gastado unos cincuenta millones de dólares en crear un equipo que cubra más intensamente el área.
"Componen este equipo más de 150 personas, la mayoría con base en El Salvador.
"En contraste con ello, el número de «asesores militares» americanos instalados en El Salvador es oficialmente de 55. Pero estos asesores tienen prohibido ir a las zonas de combate, mientras que la actividad de los agentes de inteligencia es considerablemente más peligrosa, aunque más callada y discreta."
"Estos servicios en Centroaméria son, por supuesto, sólo una pequeña parte de toda la inteligencia americana, fundamentalmente orientada hacia Rusia y los países del este europeo.
"La CÍA y la Agencia de Seguridad Nacional son las instituciones que más se han ocupado últimamente del problema centroamericano.
"Misiones específicas. Gracias a su organización de espionaje, los Estados Unidos conocen finalmente con detalle las rutas terrestres, marítimas y aéreas utilizadas para abastecer de armas a las guerrillas centroamericanas. Hasta parece ser que los Estados Unidos poseen información exacta sobre el tráfico de armamento soviético entre Cuba y Nicaragua. La mayor parte de estas armas es norteamericana, fueron capturadas en Vietnam y enviadas desde la URSS a Cuba; de allí son exportadas al puerto nicaragüense de Bluefields, en el Caribe. Las armas con destino a El Salvador (en su mayoría, munición y armas cortas) son transportadas a través de Honduras, ocultas en camiones y en pequeños aeroplanos que utilizan improvisados campos de aterrizaje.
"Una de las rutas más utilizadas era la del golfo de Fonseca, entre Nicaragua y El Salvador, pero la marina salvadoreña que patrulla la zona ha conseguido dificultar de tal modo el tráfico que éste ha sido abandonado.
"Últimamente se ha detectado el embrión de algún movimiento guerrillero en Costa Rica, nacido al amparo de las organizaciones antisandinistas de Edén Pastora. Su abastecimiento es poco claro, pero parece ser que hay pruebas de que armamento americano vendido a los ejércitos de Honduras y El Salvador ha sido revendido por oficiales de estos países a las guerrillas salvadoreñas y costarricenses.
"Objeciones en el Congreso. Los servicios de inteligencia americanos han topado últimamente con la reticencia de ciertas comisiones del Congreso, que piensan que sus actividades de espionaje suponen una involucración creciente del Gobierno en los problemas de la región. Hay senadores y congresistas que opinan que la mejor política estadounidense en la zona sería la de abstenerse y dejar que aquellos pequeños países resuelvan sus diferencias por sí mismos. Otros, más realistas, temen que miembros norteamericanos de las agencias de inteligencia pudieran ser objeto de ataque, lo que podría provocar una intervención militar más directa.
"«Éste no es el único problema -ha declarado el senador Perkins (Dem. California) -. Aquí nos enfrentamos con dos conceptos radicalmente distintos de lo que es la protección de la libertad y la democracia en el mundo. La presencia creciente de los Estados Unidos en Centroamérica está creando problemas agudos, en vez de resolverlos. Cada pueblo tiene derecho a resolver sus propios problemas y tiene derecho a que se le deje en paz. No -añade el senador -, puedo asegurarles que el presidente Fulton va a tener considerables problemas de apropiación de fondos con que alimentar esta guerra sucia. El Congreso no va a darle carta blanca. Este año va a ser de guerra abierta entre el legislativo y el ejecutivo. Se lo aseguro."
Vaya con el senador Perkins. Está empezando a aparecer en mi vida de forma insistente, me dije.
Levanté la vista y, señalando con el pulgar el periódico y los cafés que nos habíamos tomado el taxista y yo, pregunté lo que debía. Dejé el dinero sobre la barra y, mirando al taxista, dije:
– Vamos, amigo.
Al llegar a casa, me bajé del taxi, le pagué, le di una generosa propina y, mientras el coche se perdía en la distancia echando humo blanco por el tubo de escape, me quedé un momento en la acera, apoyado en el bastón, dejando que el aire de la noche me refrescara la frente y las sienes. Hacía mucho frío y, allá arriba, el firmamento lucía sin una nube, distante y gélido; a las estrellas del hemisferio norte les falta el carácter nítido y cálido que el trópico confiere al cielo. Y, sin embargo, gélido o no, como navegante solitario, prefiero el hemisferio norte.
Me volví hacia la casa. El camino que va desde la acera hasta la puerta de entrada contrastaba con la blancura inmaculada de la nieve que, a uno y otro lado, tapaba dos anchos rectángulos que, en primavera, se cubren de hierba y petunias.
La casa estaba totalmente a oscuras, lo que, considerando que era pasada la una de la madrugada, no resultaba particularmente alarmante.
En lo que a mí respecta, no existe un sexto sentido que avisa del peligro; a los héroes de las novelas de intriga y espionaje, ese sexto sentido, que suele operar sólo de noche, les pone en guardia contra amenazas anónimas y ataques de enemigos. Tonterías. Lo que nunca deja de alarmar es la noche silenciosa cuando actúa sobre un ánimo desasosegado.
No recuerdo si mi espíritu estaba inquieto. Me dolía demasiado la cabeza para andarme preocupando por mi estado de ánimo.
Cuando llegué a la puerta, la encontré abierta. Repentinamente, el corazón empezó a latirme muy deprisa y se me cubrió la frente de sudor. Me aparté un poco hacia un lado y me quedé absolutamente inmóvil, escuchando. No se oía nada; ni un solo ruido. Levanté el bastón y, con la contera, empujé la puerta. Se entornó silenciosamente. Me asomé muy despacio para escudriñar el vestíbulo; todo estaba tranquilo y perfectamente en orden. Todo, menos yo. Punto muerto. El célebre C. Rodríguez, pasando un frío mortal fuera de su casa y sin atreverse a entrar. Confieso que tenía miedo y que, por mucho que me tentara una ducha caliente, la idea de cruzar el vestíbulo y ponerme a subir las escaleras me producía escalofríos. ¿Había allí dentro un enemigo animado por las más aviesas intenciones? ¿Dónde diablos estaría Dennis? ¿Le habría pasado algo?
Dejé que la puerta girara silenciosamente sobre sus goznes y volviera a entornarse y, justo antes de que llegara al límite que me hubiera impedido pasar al interior, me deslicé por la abertura. Una vez dentro de la casa, me volví a quedar quieto, esperando que mi vista se acostumbrara a la oscuridad. Cualquier persona sensata se habría alejado de la casa y hubiera llamado a la Policía. Pero es que yo soy un insensato total.
En el salón, en uno de los cajones de mi mesa de trabajo, hay una pistola, una Smith & Wesson del calibre 38. De vez en cuando me la llevo a alguna misión, pero generalmente duerme el sueño de los justos en aquella gaveta. Hubiera dado lo que fuera por llevarla en el bolsillo.
En la distancia, sonó un leve chasquido. Deduje que mi anónimo visitante estaba en el sótano, probablemente en mi cuarto oscuro, y decidí llegar hasta el salón y coger mi pistola. Con ella en la mano, me sentiría considerablemente más tranquilo e incluso podría pensar en bajar las escaleras que llevan al sótano. Intenté razonar: el ladrón había entrado en mi casa, probablemente buscando algo que tuviera que ver con mi trabajo; con los cuadros no podía ser porque, o habría estado en el salón o ya se habría marchado con su botín bajo el brazo. Segundo, debía estar convencido de que yo dormía pacíficamente en el piso superior porque, de lo contrario, habría tomado unas precauciones que, en este caso, evidentemente, consideraba innecesarias. Craso error.
En el último instante, noté que la puerta se abría a mis espaldas, más por la corriente de aire que por el ruido. Empecé a volverme, levantando un brazo. Y la cabeza me estalló en mil fogonazos. Luego, me pareció que me hundía en un pozo negro, girando interminablemente en espiral.
Alguien pegaba repetidamente con un martillo en un yunque y el ruido metálico me retumbaba en la cabeza. Lo primero que pensé fue en gritar que pararan de martillear. Abrí los ojos; bueno, intenté abrir los ojos y conseguí entornar el derecho; en el izquierdo noté que tenía una dureza que me impedía mover el párpado y tiraba de mis pestañas. Y el martillo seguía. Al cabo de un buen rato, me di cuenta de que no se trataba de un yunque, sino del teléfono, que sonaba insistentemente. Intenté incorporarme, apoyando las manos en el suelo, y el mundo, el universo, la habitación, los muebles, empezaron a dar vueltas. Decidí que era mucho mejor quedarse tumbado y dejar que pasaran uno o dos años, por ver si para entonces había mejorado mi sentido del equilibrio. Creo que murmuré "voy, voy" en dirección al teléfono y empecé a preguntarme por qué no contestaba Dennis.
Muy lentamente, intenté incorporarme de nuevo y conseguí quedarme sentado y apoyado contra la pared. Miré a mi alrededor y vi que estaba en el mismo sitio en el que había caído; la puerta estaba abierta de par en par y hacía un frío tremendo.
El teléfono dejó de sonar.
Me pasé la mano por la cabeza; justo detrás de la oreja izquierda tenía un bulto tremendo. Lo noté blando, caliente y viscoso y me producía un dolor sordo, como el de un latido continuo. Me ardía el cuello y, al apoyar la mano izquierda en el suelo para intentar levantarme, la espalda me mandó un latigazo de protesta; la parte superior estaba tan rígida como un trozo de madera. Cambié de mano y, sobre la derecha, me puse lentamente en pie. Me sentía terriblemente mareado. Cerré la puerta y vi que, tirado en el suelo, estaba mi bastón. Decidí que lo recogería en otra ocasión: la mera idea de inclinarme me producía náuseas.
No sé cuál es el poder de recuperación de un espía que se precie, pero el mío, ciertamente, no alcanza los haremos mínimos. Con extremo cuidado me dirigí hacia la escalera. La subí, escalón a escalón, tambaleándome, pero yendo muy despacio para intentar no alterar el precario equilibrio que había conseguido. Tenía el brazo izquierdo totalmente inutilizado. Cuando llegué al piso superior lo primero que hice fue ir al cuarto de Dennis; la puerta estaba entreabierta. Respiré profundamente por la nariz y la empujé. Busqué el interruptor de la luz con la mano derecha.
– Dennis -dije en voz baja. Silencio absoluto. La habitación estaba totalmente a oscuras: Dennis solía dormir con las persianas cerradas y las cortinas firmemente echadas para que no le despertara la luz de la mañana.
Empujé el interruptor hacia abajo y no ocurrió nada. Mi cabeza entera era ahora un latido constante y doloroso; seguía sin poder abrir el ojo izquierdo.
– Dennis -repetí. Nada. Desde el umbral intenté aguzar el oído para detectar un ruido de respiración. Di un paso y me detuve. Luego, apreté los labios, rebusqué en mi bolsillo derecho y saqué mi encendedor. Extendí el brazo y encendí el mechero. El fogonazo me cegó por un instante pero, al cabo de un momento, mi vista se acostumbró a la tenue luz de la llama y, levantando un poco la mano, miré hacia la cama. Estaba vacía y en perfecto orden: nadie había estado durmiendo en ella esa noche. Di un largo suspiro.
Mi siguiente problema consistía en bajar al sótano para intentar conectar los plomos que los ladrones, evidentemente, habían desenchufado. Vieja técnica utilizada por todo invasor de casa ajena que sea medianamente profesional. Dejando la casa a oscuras, se evita la sorpresa de la llegada sigilosa del dueño. También habían desconectado la alarma.
Tardé un buen rato en bajar. La caja de los plomos estaba, efectivamente, abierta y el interruptor general, bajado. Lo conecté e, inmediatamente, se encendieron varias luces en la casa. En el sótano hay un pequeño baño; entré en él, encendí la luz y me miré en el espejo. Toda la parte izquierda de mi cara estaba cubierta por una masa de sangre coagulada. Con razón no había podido abrir el ojo. Hice girar el grifo del agua y esperé a que se calentara un poco. Cogí una toalla y la empapé en agua caliente y, con mucho cuidado, fui limpiando la sangre. En la cara no tenía herida alguna. Obviamente, el golpe que me había dado mi asaltante, probablemente con una pequeña porra de plomo recubierto de cuero, me había reventado la piel de la nuca y, al caer al suelo, lo hice con la frente apoyada en él. La sangre había resbalado hacia adelante y se me había secado sobre la cara. No presentaba yo el aspecto más sofisticado del mundo. Y ni siquiera había empezado a pensar en las razones por las que al menos dos asaltantes habían entrado en mi domicilio y habían revuelto el cuarto oscuro; una simple mirada a mi laboratorio y al estado en que lo habían dejado me convenció de que sólo buscaban documentos, ¿una fotografía comprometedora?, algún papel revelador. Estos dos señores sabían que yo no era sólo un fotógrafo; el dato me causó una profunda alarma. Arriba, el teléfono empezó a sonar de nuevo. Me giré la cabeza. Inmediatamente, me di cuenta de dos cosas: que no se hacen movimientos bruscos impunemente cuando le acaban a uno de atontar con una porra y que el resultado más inmediato de la contusión es una tortícolis paralizadora. Con la mano puesta en el cuello y masajeándome lo más delicadamente posible, subí las escaleras. Llegué al salón y descolgué el auricular.
– ¡Eh! -dije.
– Chris… Siento despertarte, pero…
– Dennis -carraspeé-. Hombre, Dennis. ¿Dónde andabas metido?
– ¿Yo? De guardia. Los lunes por la noche suelo estar de guardia, ¿recuerdas, vida?
Suspiré, me encogí de hombros y di un gruñido.
– ¿Qué te pasa?
– Nada. Nada, no me pasa nada…
– ¿Puedes hablar un poco más alto? Estás dormido y no se te entiende nada, caramba.
– Dennis. ¿Me llamas a las… -miré la hora en el reloj inglés que hay sobre la chimenea -… tres menos cuarto de la madrugada para hacer charleta amable y comprobar si dormía?
– Es que me aburría y pensé que una conversación amistosa me ayudaría a pasar el rato…
– Dennis, muérete, anda… -Colgué el teléfono.
Me di la vuelta en dirección a la cocina. Necesitaba un café bien cargado y, por lo menos, cuatro aspirinas. Volvió a sonar el teléfono.
– Dennis, me duele la cabeza y me voy a hacer un café. ¿Quieres hacer el favor de olvidar que existo?
– ¡Espera! No cuelgues… He llamado muchas veces, pero no habías vuelto. Ha telefoneado tu hermano desde Nueva York. Le urgía hablar contigo. Algo sobre la muerte de Malcom Aspiner. Dice que llames a cualquier hora.
– ¿A las tres de la madrugada? -A cualquier hora.
Colgué el teléfono. Metí la mano en el bolsillo de la cazadora que aún llevaba puesta, saqué un arrugado paquete de cigarrillos, escogí uno y me lo puse en la boca. Lo encendí. Es evidente que el tabaco es nocivo para la salud; me supo a absoluta gloria.
Di una larga chupada al pitillo. Luego me lo pensé mejor, y le di otra aún más profunda. Puse la cafetera sobre el hornillo y, con infinita paciencia, lo encendí. Me temblaban mucho las manos.
Cuando estuvo listo, en un enorme tazón puse el café, tres cucharadas de azúcar y un poco de leche. De una de las repisas, cogí un bote de aspirinas, saqué cuatro y me las metí en la boca. Bebí un gran sorbo y me abrasé la lengua.
Descolgué el teléfono y marqué el número de mi hermano en Nueva York. Estuvo sonando un buen rato. Como es natural, nadie que sea un ser civilizado llama a nadie a esas horas.
– Dígame -seguido de un largo bostezo.
– Tina, no sabes lo que siento despertarte. ¿Está Pat?
– Eh… em… no. Creo… No, no está. ¿Quién es?… ¿Chris?
– Sí, soy yo. Tina, Pat me ha dejado recado de que le llame a cualquier hora… -Hubo un largo silencio al otro lado de la línea, seguido de otro bostezo.
– Sí, bueno, sí… Pero no sé de qué se trata. No le he visto en todo el día. ¿Quieres que le diga algo?
– No, no. Olvídalo. Ya le encontraré. Anda, cuelga y vuélvete a dormir.
Las duchas largas y calientes me relajan mucho pero al mismo tiempo me desestabilizan el ánimo porque me acuerdo de aquellas interminables que nos dábamos Marta y yo y que acababan convirtiéndose en un juego erótico y paciente, lleno de sensaciones táctiles. Eran como un rito: yo me sentaba en el borde de la bañera y dejaba que mi mirada recorriera todo su cuerpo, tan elástico y firme, mientras le resbalaban los chorros de agua por entre los pechos y sobre los largos muslos; luego, me unía a ella y pasábamos largo tiempo enjabonándonos despacio. Nunca acabábamos el ciclo porque no llegábamos a secarnos con la parsimonia que se requería. Al final, Marta reía con su risa profunda y cálida y me llamaba sinvergüenza. Por una vez, sin embargo, no me acordé de Marta: me dolía demasiado la cabeza.
Me sequé despacio, por la prudencia que me imponía mi dolor de cuello y la herida en el cuero cabelludo. Cogí una botella de agua de colonia y la invertí sobre mi pelo. Maldije en voz alta cuando el líquido me llegó a la herida. En ese momento, el brazo izquierdo empezó a revivir y ahora sentía un cosquilleo doloroso en las puntas de los dedos.
Hice dos llamadas más a Nueva York para intentar localizar a Patrick en un par de comisarías, pero no tuve éxito. Me metí en la cama y me dormí instantáneamente.
Me he preguntado muchas veces por qué mi sino es que me despierte siempre el teléfono. El teléfono es una de las maldiciones bíblicas, un instrumento cuya misión principal es invadir la esfera privada en los momentos más inoportunos.
– Diga. -Tenía la boca pastosa y la voz opaca-. Diga -repetí.
– ¿Chris? Soy yo, Patrick.
– ¿Humm? -Me parecía que me había dormido apenas hacía un minuto.
– ¿Estás despierto?
Si hay una pregunta idiota en esta vida es la que inquiere si uno está despierto cuando es evidente que, hasta ese momento, estaba dormido.
– Ya no -contesté. Miré el reloj de la mesilla. Las ocho en punto de la mañana. Estupendo.
– Chris. La investigación sobre la muerte de Aspiner ha sido declarada oficialmente cerrada.
– ¿Humm?
– ¿Me oyes?… Oye, ¿tú conoces a un tipo que se llama Thomas Perkins?
Repentinamente, me encontré totalmente despierto y alerta.
– ¿Quién dices?
– Thomas Perkins.
– Espera, espera… ¿Me has dicho que ha sido cerrada la investigación sobre la muerte de Malcom Aspiner? -Tosí y levanté la cabeza de la almohada. Instantáneamente, se me nubló la vista y un dolor tremendo me subió desde el cuello hasta las sienes. Volví a posar la cabeza sobre la almohada con exquisito cuidado-. ¿Por qué?
– Verás. Primero, la autopsia de Aspiner confirma que le mataron con una aguja, clavándosela en la parte trasera del cuello, pero haciendo el movimiento desde delante. Quien le mató era casi tan alto como él y parecería razonable pensar que estaban abrazados. Eso sustentaría la teoría de que fue la mujer que estuvo con él. También concuerda la fecha y hora aproximada de la muerte. Bueno, pues tras estas conclusiones, ayer por la tarde me llamó el fiscal del distrito Hartfield y me dijo que, en vista de que el asesino había salido de los Estados Unidos…
– ¿Cómo es eso?… ¿Cómo es eso?
– Humm, sí, bueno… En Kennedy averigüé que los únicos aviones que salían del aeropuerto a la hora en que la presunta asesina podía haber llegado en el taxi que tomó a la puerta de la casa de Aspiner eran uno que iba a Costa Rica y otro a Londres…
– ¡Pero eso no quiere decir nada!
– Ya. Eso mismo le dije yo. Hasta le dije que la mujer pudo cambiar la dirección a la que iba, una vez que el bueno de Patrick MacDougall, nuestro ascensorista, dejó de oírla… La verdad es que no cambió de dirección, Chris. Encontré al taxista y recuerda perfectamente haberla dejado en el terminal internacional. Pero eso no se lo dije a Hartfield…
– Pero, ¿quién te dice que cogió un avión a esa hora?
– Nadie… Todo este asunto huele que apesta… Mira, Chris…
– ¿Tienes las listas de pasajeros?
– ¿De los dos aviones? Sí, naturalmente. Doscientas personas en cada vuelo, en su mayoría extranjeras… Es como buscar una aguja en un pajar. Sólo que, además, estoy convencido de que esa mujer no salió de Nueva York.
– ¿Por qué?
– No sé. Tengo una corazonada.
– Ya.
– No pongas voz de escéptico, hombre. Mira, esto no tiene más que un camino: hay que averiguar por qué le mataron, no quién fue el asesino. Eso ya vendrá después. Se lo intenté explicar a Hartfield… Como si hablara con un sordo. Que si era mejor dejarlo, que si la familia había sufrido bastante… Cuando le dije lo que me estaban pareciendo las razones que me estaba dando, se puso como una hiena, me ordenó que abandonara el caso, llamó al comisionado de Policía y le encomendaron todo el asunto a Penkowski.
– El polaco, ¿eh?
– El polaco. Dos minutos después: muerte por persona o personas desconocidas. Se acabó…
– Oye, oye. Estoy medio idiota. ¿Qué pinta en todo esto el senador Thomas Perkins?
– No lo sé, Chris… No lo sé. Me pasé todo el día de ayer y toda la noche abriendo libro por libro de esa biblioteca gigantesca. Ya sabes, la que hay en el dúplex de Aspiner. En uno de ellos; muy dobladito, había un mensaje de télex o una hoja de esas de computadora, algo así, con el nombre de Perkins y una larga descripción de sus actividades…
Me latía el corazón muy deprisa.
– Espera un momento, Pat. ¿Por qué se te ocurrió examinar la biblioteca?
– Y la cocina y el cuarto de baño y la habitación y las moquetas. No hay ningún misterio. Ya sabes. Siempre lo hago.
– ¿Vas a obedecer al fiscal?
Patrick se calló durante unos segundos. Le oí respirar en silencio. Imaginaba su cara, tan honrada y tan directa, con el ceño fruncido, sufriendo por el dilema que le planteaba seguir su inclinación natural como policía u obedecer las órdenes de un superior. En el auricular pude oír cómo aspiraba para empezar a hablar, pero se volvió a callar.
– ¿Pat?
– …Sí, sí, estoy aquí…
– Pat, ¿te has pasado la noche en casa de Aspiner después de que el fiscal te ordenara que abandonaras el caso?
– Sí.
– ¿Cómo entraste en el piso? Porque te habrán quitado la llave, ¿no?
– Bueno… Me llevé a MacDougall, el ascensorista, a tomar unas copas. Nos hemos hecho muy amigos…
– ¿Vas a obedecer al fiscal?
– No, la verdad es que no.
– No hagas tonterías, ¿eh? No hagas nada sin que yo vaya a Nueva York.
– ¿Cuándo vienes? -Una clara nota de alivio en su voz.
– En cuanto pueda, Pat. Hoy mismo, en cuanto pueda. Iré a tu casa.
– No, hombre. Llámame y te iré a buscar, ¿eh? -Y rió alegremente. Luego, se puso serio-. Oye, Chris. No me has contestado a la pregunta. ¿Conoces a Perkins?
– Sí que le conozco, sí.