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– Nina -dije-, el senador Perkins está empezando a convertirse en una de mis constantes vitales.
– ¿Por qué? -preguntó distraídamente. Se apartó los papeles de delante de la cara y me miró. De golpe, su expresión concentrada y distante se alteró por completo. Abrió mucho los ojos -. ¡Pero, Chris! ¿Qué te ha pasado? ¿Qué tienes en la cara? Lo cierto es que la sien izquierda y parte de la frente habían amanecido de varios colores aquella mañana al despertarme.
– Nada, no me ha pasado nada. Como soy muy patoso, ayer, al llegar a casa, resbalé en la escalera y caí hacia atrás. Me di un coscorrón de campeonato. No puedes imaginarte qué escena: sangré como un becerro… Pero no es nada.
Nina arrugó los ojos especulativamente. No creyó ni una sola palabra de lo que le había dicho.
– Ya… ¿Por qué no te has quedado en la cama?
– Bueno… aquí hay cosas que hacer y no puede uno andarse quedando en casa por un rasguño. -Me encogí de hombros. Inmediatamente, mi cuello se vengó de mí. Di un gruñido-. Me duele, ¿sabes?
– Ya. -Hizo un gesto con la mano, como descartando el asunto-. ¿Qué decías de Perkins?
– Decía que el senador aparece cada vez con mayor frecuencia en nuestras vidas, Nina.
– ¿Por qué?
– No es gran cosa. Tal vez es sólo un cúmulo de coincidencias, pero es Perkins en el print-out de la CÍA, Perkins en el Washington Post, Perkins en Nueva York…
– ¿En Nueva York? -preguntó, levantando las cejas.
– Humm. Dio la casualidad de que estaba en casa de mi hermano el fin de semana pasado cuando le llamaron a investigar la muerte de Malcom Aspiner. Una muerte como otras mil de Manhattan, si se exceptúan la personalidad del interesado y los increíbles cuadros que tiene colgados de las paredes… y el hecho de que, en realidad, fue asesinado…
– ¿Cómo?
– … Asesinado.
– ¡Pero los periódicos no han dicho nada! Especulaban con un ataque de corazón…
– Ya. Pero fue asesinado, Nina. Con un estilete. Sin sangre. Todo muy profesional… El hecho es que mi hermano Pat está a cargo de la investigación… estaba a cargo de la investigación. Han ocurrido dos cosas curiosas. Una, que el fiscal del distrito ha interrumpido la investigación… que se la ha quitado de las manos a mi hermano, vamos. Y dos, que Pat, que es como una hormiguita, ha descubierto en un libro de la biblioteca de Aspiner un papel que describe actividades de Perkins.
– ¿Cómo, un papel?
– No lo he visto aún, Nina, pero me suena extrañamente similar al print-out que tenemos del computador de la CÍA.
– Oye, oye, oye, eso lo cambia todo. -Se puso a enumerar con los dedos de la mano derecha mientras que, en la izquierda, seguía apretando firmemente el papel que había estado leyendo-. Primero, ahora nos compete averiguar a nosotros por qué asesinaron a Aspiner; segundo, tenemos que investigar la razón por la cual el señor fiscal ha decidido suspender la investigación…
– … Para que no se importune a la infortunada familia…
– … Tonterías. Y, tercero, qué diablos hace Perkins metido en todo este lío. Y… cuarto, y cuarto, ¿eh?, por qué le está investigando la CÍA.
Levanté el auricular del teléfono de la mesa de Nina Mahler y marqué el número directo de Masters. Saqué un pitillo y me lo puse en la boca.
– Masters.
Me pilló encendiendo el cigarrillo y me dio un ataque de tos.
– Perdón, señor -dije al cabo de un momento-, le habla Christopher Rodríguez.
– Que se mejore usted. Buenos días. ¿Qué quiere ahora? Bastante seco, ¿no?
– Perdone que le moleste, señor. Pero hemos llegado a la conclusión de que necesitamos saber por qué están ustedes investigando al senador Perkins.
– Muy bien. Me lo pensaré y le daré una contestación.
– Perdón que insista, señor, pero necesitamos ese dato ahora. Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.
– ¿Por qué? -preguntó por fin.
Le expliqué mi lista de coincidencias y lo que estaba pasando en Nueva York.
– Un momento, un momento. ¿Dice usted que el fiscal ha ordenado que se interrumpa la investigación sobre la muerte de Aspiner?
– Sí, señor.
– ¿Ha dado alguna razón?
– Hay que dejar en paz a la atribulada familia, señor.
– Tonterías. -Igual que Nina. Las grandes almas se encuentran-. Eso no puede ser. Esa investigación debe continuar.
– Estoy de acuerdo, señor, pero para eso hay que convencer al fiscal. No creo que pueda usted meterse en eso.
– Tiene usted razón. No puedo, no. Pero lo que sí puedo hacer es ordenarle a usted que eche un vistazo, ¿no?
– Muy bien, ¿puedo saber ahora por qué está siendo investigado el senador Perkins?
El director dudó un momento. Luego, dijo:
– ¿Tiene usted puesto el scrambler en el teléfono?
– Sí, señor.
Toda persona que intentara interceptar nuestra conversación no oiría más que una sucesión de ruidos confusos y entremezclados. Útiles aparatos, estos mezcladores de sonido telefónico.
– El senador Perkins está siendo investigado, como todos sus compañeros, por mera cuestión de rutina. No es ya que se trate de un adversario político, Rodríguez, entiéndame. Es que hemos venido detectando contactos sorprendentes entre nuestros legisladores y representantes más o menos legítimos de otras potencias. Perkins, además, encabeza la lista de senadores que se están oponiendo a la acción del presidente en Centroamérica. Queremos averiguar las razones que tienen para ello.
Vaya con el respeto a la esfera privada del individuo.
– Acaso, por ser partidarios de la libertad y de la democracia, les molesta que los Estados Unidos traten a los países centroamericanos como si fueran repúblicas bananeras o como coto privado de caza -dije en voz baja.
– Bellas palabras, Rodríguez -contestó Masters secamente-. ¿Y qué me dice usted de los contactos de Perkins con Markoff?
Nina me miraba meneando la cabeza severamente.
– Poco satisfactorios, señor, poco satisfactorios. Iré a Nueva York esta tarde -añadí apresuradamente.
– Me parece bien. Dígame, Rodríguez. ¿Qué resultado están dando los print-outs?
Miré a Nina, tapé el auricular con la mano y, señalando los papeles que tenía encima de la mesa, le pregunté en voz apenas audible:
– ¿Hay algo?
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Por ahora, nada, señor.
– Muy bien. -Y sin más palabras, colgó.
– Nada, ¿eh, Nina?
– Nada, amor, absolutamente nada. Ya viste ayer… Estos chicos están más limpios que una patena… ¿Qué te ha dicho Masters? No me ha parecido particularmente cordial.
– No ha estado muy cordial, no. Quién sabe por qué será… Oye, Nina. ¿No te parece que es hora de que tengamos una charla con el senador Perkins?
– Desde luego. ¿Y qué le vas a decir? ¿Mire usted, senador, soy un modesto fotógrafo que se interesa por sus contactos con la KGB?
– Ya se me ocurrirá algo. -Me quedé pensativo por un instante-. Ya se me ocurrirá algo.
En ese momento se abrió la puerta y apareció, como un torbellino, Gardner. Me miró, miro a Nina y luego volvió a fijar sus ojos en mí.
– ¿Qué le ha pasado. Rodríguez? Alguna juerga, naturalmente.
Suspiré.
– No, señor, no. Me caí en casa anoche.
Lo que, en rigor, era absolutamente cierto.
– ¿Cómo va esto?.
– Cuénteme lo que está haciendo. -Y se quedó parado, de pie, con las piernas separadas y balanceándose levemente de atrás hacia adelante, como si fuera un maestro de escuela tomando la lección a un par de golfillos.
Miré a Nina y sonreí muy levemente. Inmediatamente, Nina se puso a hablar y explicó pormenorizadamente cuanto habíamos hecho hasta el momento. Cuando le dijo que Masters me había ordenado ir a Nueva York a investigar la muerte de Aspiner, torció el gesto, pero no añadió nada. Cuando Nina dejó de hablar, Gardner hizo una seca inclinación de cabeza y salió del despacho dejando la puerta abierta.
– Es un verdadero dechado de simpatía y calor humano.
– Así son los grandes hombres -dije, levantando nuevamente el auricular.
Marqué el número de la centralita y, cuando me contestaron, pedí el número de la oficina del senador Perkins en el Congreso. Nina me miraba con moderada curiosidad.
– Siempre es bueno ver a un gran cerebro en funcionamiento -dijo.
– Anote, por favor: 737.2582.
Una telefonista contestó sin dejar que terminara de sonar la primera vez.
– Oficina del senador Perkins, buenos días.
– Buenos días, señorita. Quisiera hablar con el senador.
– No está en este momento. ¿Puedo dejarle algún recado?
– Sí, por favor. Dígale que soy Christopher Rodríguez, un periodista independiente, y que he leído sus declaraciones sobre Centroamérica esta mañana. Quisiera hacerle una entrevista.
– Espere un momento, por favor. La línea quedó muda.
– ¿Señor Rodríguez? -Voz masculina, cálida. Apestaba a simpatía profesional.
La verdad es que soy muy desconfiado.
– Sí.
– Soy el senador Perkins. Me dice mi secretaria que quiere usted hacerme una entrevista. Accedo con mucho gusto. ¿Cuándo quiere venir?
– Ahora mismo, si a usted le parece bien.
– Le espero dentro de un cuarto de hora. Presumo que está usted en Washington.
– Sí, señor. Muchas gracias. Allí estaré. -Levanté las cejas e hinché los carrillos-. Mire usted qué fácil -le dije a Nina-. No hay nada como fomentar el ego de la gente.
El senador Perkins (me pareció seguro que sus íntimos le llamarían Tom) es un californiano de cuarenta y cinco años, alto, delgado, con la tez bronceada que dan la naturaleza y la vida sana, la dentadura muy blanca y el aire confiado que prestan el éxito y el dinero a un hombre honrado y estimable miembro de la comunidad. No me gustaría tenerle como enemigo.
– Señor Rodríguez, corríjame si me confundo, pero usted es un fotógrafo y no un periodista político.
Aquella mañana, con el golpe de la noche anterior, debía yo de estar medio atontado. Prueba de ello es que ni se me había ocurrido que el senador Perkins pudiera saber quién era yo realmente. Nadie es perfecto.
– En efecto, senador. Soy fotógrafo, como usted bien dice, pero, desde hace años, me ha apasionado el tema de Centroamérica. Este accidente del pie -dije, señalándome la pierna con el bastón-ha reducido, además, considerablemente mi actividad. El New York Times, bueno, su director de política internacional, John Mazzini -rogué al cielo que John conservara sus reflejos, porque, a la velocidad a la que este tío parecía hacer sus investigaciones, no me iba a dar tiempo a llamar por teléfono y poner a John en guardia-, me ha pedido que haga una serie sobre el conflicto centroamericano. Me parece útil empezar por entrevistarle a usted.
– Muy bien. Usted dirá.
Saqué un pequeño bloc de notas de mi bolsillo.
– En el Washington Post de esta mañana usted le declaraba la guerra al presidente Fulton y le prometía dificultades en la concesión de fondos para las operaciones de inteligencia en Centroamérica.
– Mire usted. ¿Me permite que filosofe un poco?
Asentí.
– Vamos a ver. Durante décadas, los Estados Unidos han decidido que lo que pasa en el continente latinoamericano afecta directamente a su seguridad y estabilidad. Es curioso este país nuestro: se considera a sí mismo como la cuna de la libertad y de la democracia y, para defender esos valores en el interior, no tiene inconveniente en suprimirlos o comprometerlos en aquellas naciones que, se estima, constituyen el cerco estratégico de su defensa. Sin decirlo, han impuesto un telón de acero, con una única diferencia con el de verdad: que los ciudadanos norteamericanos son libres…
– ¿Y lo que pasa en Latinoamérica no afecta directamente a la seguridad de los Estados Unidos?
– ¡Claro que sí! Por supuesto que sí. Pero, ¿es moralmente justificable que, en vista de ello, se impongan penurias y dificultades sin cuento a los pobres latinoamericanos? No han hecho nada más que ser el proletariado más mísero del siglo xx… -Se quedó un momento callado y luego añadió-: Ahora hablaremos de cuestiones económicas, pero… pero, empecemos por las políticas. Cuando nos enfrentamos con el peligro de que una nación vecina, siendo pobrísima o estando tiranizada por una oligarquía, corre inminente riesgo de ser desestabilizada por una revolución sangrienta, y si esa revolución puede ser aprovechada por nuestros enemigos para dañar nuestros intereses, podemos seguir uno de dos caminos: intervenir militarmente o colonizar económicamente… -Sonrió-. Bueno, tal vez, esta última expresión sea un tanto exagerada, pero yo no pretendo, como me achacan mis enemigos, negarle a los intereses económicos de los Estados Unidos el acceso a las vías normales de penetración… El colonialismo económico no es intrínsecamente malo. El abuso en su defensa, sí.
Cuando Perkins quería hacer hincapié en un punto, se echaba hacia adelante y golpeaba con la yema del dedo índice sobre la mesa. Lo hacía con intensidad, casi con pasión. Este hombre creía en lo que estaba diciendo y me estaba empezando a caer simpático.
– Pero, senador, los intereses estratégicos…
– Un momento, un momento, por favor. Vamos a hablar de los intereses estratégicos reales, no de los imaginados por la dinámica del poder. El poderoso, y Dios sabe que el presidente de los Estados Unidos lo es, vive inmerso en una espiral que le impulsa a conquistar cada vez más poder, primero, para llegar a ser más fuerte que el antagonista, en este caso la URSS, y segundo, para conservarse más fuerte, porque no puede perder la cara ante él. Es en ese segundo momento cuando le asalta la histeria de ver enemigos por todos lados.
– Pero existe, senador, un peligro real en el cerco de naciones enemigas en torno a los Estados Unidos…
– ¿Cerco? ¿Qué cerco, amigo mío? ¿Van a ser capaces unas cuantas repúblicas diminutas de poner en peligro la existencia de los Estados Unidos? Si eso llegara a suceder, yo sería el primero en aconsejar la utilización de dos o tres bombas atómicas bien colocadas. Pero, ¿puede un ratón inquietar a un elefante? -Hizo vehementes gestos negativos con la cabeza-. Imponer un cordón sanitario -sonreí para mis adentros -, como lo hizo la Unión Soviética en su día para defenderse de enemigos imaginarios, es el colmo de la manía persecutoria, la histeria llevada al máximo. Nos hemos pasado años criticando a los rusos por ello y ahora nos ponemos a hacerlo nosotros mismos. ¡Bah! Son burdas maniobras en defensa de intereses económicos. -Guardó silencio por un momento. De un paquete que había encima de su mesa cogió un cigarrillo y me ofreció otro. Encendió el suyo con un Dupont de oro y yo el mío con mi viejo Zippo -. Tome usted el caso de Cuba, por ejemplo. ¿Nos ha pasado algo por tener a Fidel Castro a noventa millas de Florida durante más de veinte años? ¿Ha aumentado el voto del partido comunista americano? Hubo sólo un momento de peligro, cuando la URSS rompió el juego entre caballeros y se puso a instalar misiles. Eso sí que fue una amenaza estratégica. Pero Kennedy la cortó de raíz y no pasó nada. Alarmarse por ello, es no conocer a los soviéticos; se pasan la vida viendo hasta dónde pueden llegar y, en cuanto se les ladra, dan marcha atrás. Lo único que defienden de verdad, en serio, es su propia parcela. -Dio una larga chupada al pitillo y lo apagó, al tiempo que exhalaba una verdadera cortina de humo por la nariz.
– Sin embargo, senador, no puede negarse que la tendencia revolucionaria existe en Centroamérica y que, en tales revoluciones, suelen ser los comunistas los que se llevan el gato al agua.
– ¿Y quién tiene la culpa de ello, Christopher? ¿Le puedo llamar Christopher? Nosotros y nadie más que nosotros. ¿Quién mantuvo a los Somoza en Nicaragua? ¿Quién mantiene los privilegios de las catorce familias en El Salvador? ¿Quién alimentaba y enriquecía a los mafiosos en Cuba? Nosotros. Y ahora estamos pagando el precio. En todos esos países hemos ayudado, condonado e impulsado la explotación de la población por unos cuantos plutócratas privilegiados. ¿Qué tiene de raro que cuando los campesinos, los miserables, los muertos de hambre, finalmente se organizan y le cortan el cuello al tirano, establezcan un sistema por el que intentan que nunca más los tiranos levanten la cabeza? Nunca más quiere decir, entre otras cosas, nunca más ceder a la tentación del consumismo esclavizante, del lujo. Y a usted y a mí nos choca, porque este efecto, que nos parece la más reveladora y repugnante consecuencia de la revolución, nos asombra y escandaliza, a nosotros, los consumistas por excelencia; nos parece increíble que se prescinda alegremente de la nevera, del aire acondicionado y del automóvil con tal de no caer nuevamente en el juego de la tiranía…
– Un momento, senador… -Levanté una mano.
– … Llámeme Tom…
– … Un momento, Tom. Prescindir, prescindirán alegremente, aunque lo dudo, de la nevera y del aire acondicionado los que acaban mandando después de haber triunfado en la revolución. Porque lo que es al pueblo, sí que le gustaría tener una nevera en la que conservar unos alimentos, accesibles en el mercado, ¿eh?, que se encuentren en el mercado, y que luego no se vayan a pudrir. Se lo digo yo, que he pasado por ello.
Perkins suspiró.
– Por eso, la revolución y la corrupción y el sistema de privilegios que acarrea luego, y las purgas y las ejecuciones, no son la verdadera solución. Me entrevista usted como si yo fuera un comunista. No se llame a engaño, Christopher. No soy un comunista. Solamente defiendo la idea de que hay que terminar con los regímenes capitalistas explotadores y evitar que se instalen los regímenes comunistas explotadores… Una solución que pasa por la generosidad de los Estados Unidos y que -sonrió-favorece, además, nuestros intereses económicos. Y si sale mal y se instala en el lugar un régimen comunista, qué le vamos a hacer… Lo más que se puede decir es que deseamos ver que la revolución, tan noble en su principio, vuelve a la pureza de ideales con que empezó. Nada más.
– Sí, pero como usted bien dice, el juego de poder acaba ensuciando todas esas bellas ideas.
– Desde luego. Lo que me gustaría es cortar esa dinámica de ensuciamiento. Mire usted, Christopher, ¿quiere usted un café? ¿Sí? -Tocó un timbre y se asomó la secretaria -. Jennifer, ¿nos trae café? Gracias. -Había mantenido el dedo índice apoyado en la mesa y levantó la vista con el aire un poco sorprendido del que ha olvidado lo que está diciendo-. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Mire usted cuál es el resultado de cuarenta años de actividad de los Estados Unidos en Latinoamérica. Maniobras sucias por todas partes, cuando no intervenciones militares directas, derrocamiento de líderes populares, favorecimiento de las dictaduras de derechas. Y todo, en aras de la pretendida defensa de los intereses nacionales. ¡Pues vaya una defensa! Vaya una defensa, Christopher -repitió en voz baja -. La caída de Arbenz en Guatemala, el fin de la democracia en Brasil, la muerte de Allende en Chile, los desaparecidos en Argentina, Stroessner en Paraguay, los militares en Uruguay, la mafia en Bolivia, Batista en Cuba… Vaya record, amigo mío… Hombre, ya sé que no todo se debe exclusivamente a la malvada acción de Washington, pero poco le falta. Donde había un pastel que remover, allí estábamos nosotros. ¿Qué tal se compara todo eso con la invasión de Afganistán por los soviets? -Sacudió la cabeza-. Borre eso. No me haga caso: es un recurso de oratoria demagógica… Hubo un breve momento en que Kennedy lo comprendió, y construyó el efímero sueño de la Alianza para el Progreso.
La secretaria volvió a entrar con una bandeja en la mano: el café. Me eché a temblar. Tenía el mismo aspecto que el brebaje de Masters. Dejé que me sirviera una taza y la coloqué, humeando alegremente, a mi lado en la mesa, sin intención de consumirla.
– Un poco de generosidad -siguió el senador-. Nada más. Si los Estados Unidos, en vez de montar operaciones de desestabilización, se hubieran dedicado pacientemente a dar dinero y a crear bienestar y riqueza sin importarles los insultos, otro gallo nos hubiera cantado. Y no sólo se habrían beneficiado los recipientarios; habríamos ganado nosotros, exportando, vendiendo, montando industrias y llevando turistas. Pero del modo como lo hemos hecho, lo único que tenemos son mercados baratos de materias primas, y hasta eso se está acabando porque las guerras están echando a perder los sembrados y las minas… Desde luego que pienso oponerme al presidente Fulton -añadió con vigor.
Me miró con cierta tristeza. De repente, sonrió como si le hubiera hecho gracia un pensamiento.
– ¿Qué es, Tom?
– Nada, tonterías infantiles. Supongo que, por estas cosas que digo, la CÍA debe estar vigilándome como si fuera un peligroso enemigo de la patria. Eso mismo deben pensar los rusos…
– ¿Por qué lo dice?
– Porque hay un ruso, uno que está en la embajada… Markoff, señor Markoff -rió-, debería decir camarada Markoff, que se empeña en llamarme regularmente a California, diciendo que quiere hablar conmigo. Deben ser todos espías, porque también se obstina en hacerse pasar por norteamericano. Mister Brown, dice que se llama cuando me telefonea. -Rió nuevamente.
Esta conversación me estaba devolviendo peligrosamente al mundo de los que son normales, de los que se toman a risa los afanes misteriosos de los espías y de los que, con su candor, desmontan cualquier operación secreta. ¡Vaya diferencia entre el universo de Perkins y el de Masters! Y no digamos del del bueno de Gardner. La ingenuidad y la intriga. Un hombre normal, este senador.
– Y usted, ¿qué le contesta? -pregunté.
– Ah, nada. Le intento convertir. Una vez, hasta almorcé con él. No quiera usted saber la cara que puso cuando le dije lo que opinaba de Afganistán, de Polonia… -Y rió francamente-. Un buen tipo.
Markoff es una persona que me intriga. No entiendo bien cómo se puede compaginar el mando de una escuadrilla de asesinos con la dirección de una red de espionaje y con la misión de propaganda. Pienso en cómo se le deja campar por sus respetos en los Estados Unidos, en cómo aparece en los escenarios de sus operaciones, en cómo me promete a mí, a mí, venganza contra mi jefe, en cómo le dejamos operar casi impunemente, y no entiendo nada. Menos aún, si se considera que los soviéticos saben todo eso, saben que Markoff es perfectamente conocido, que sus actividades son casi públicas. Más que un espía, Markoff es un consenso. Supongo que la única explicación es que es como una prostituta: si se la conoce y se la mantiene desinfectada, puede ser controlada y no contagia. Se lo he preguntado a Gardner, pero nunca me ha contestado. Miré al senador. Me sonrió y abrió las manos.
– Soy un hombre rico -dijo -. Necesito pocas cosas y me puedo permitir exhibir con valentía mis opiniones. -Se puso serio-. Tal vez, cuando moleste demasiado, algún organismo tenebroso me mandará ejecutar. No me apetece nada.
– ¿Sabe usted que le vigile la CÍA?
– No, la verdad es que no. Pero no puede ser de otra forma. Algún día obtendré pruebas de la vigilancia y entonces, acuérdese de mí: armaré un lío del que se acordarán.
Confieso que, perteneciendo a una organización de espionaje, se tiene tendencia a simplificar. El poder simplifica y esquematiza. Y tiende uno a convertirse al maniqueísmo: todo se ve en términos de amigo o enemigo. El más mínimo matiz en la defensa de una idea, todo lo que no sea defenderla a rajatabla, con verdadero fanatismo, invalida a una persona y, automáticamente, la convierte en enemigo. El matiz es un enemigo de la patria. Los servicios de inteligencia no pueden permitirse una sola duda; la duda corroe y destroza la teoría de que el fin justifica todos los medios. Si se pierde esa proporción, la mano que ejecuta pierde su firmeza. Todo muy ético.
– Me decía usted que hablaríamos de las cuestiones económicas.
– Sí, las cuestiones económicas… La excelsa defensa de los intereses de la patria es un buen negocio. ¿Quién vendería armas, si no? ¿Quién desarrollaría computadoras para calcular los riesgos? ¿Quién prestaría dinero a tanto por ciento de interés? ¿Quién podría comprar materias primas baratas? ¿Quién instalaría las multinacionales? No. A la economía de los Estados Unidos le viene bien una guerra. ¡Pero es ceguera! ¿No lo comprende usted? ¡Ceguera! Cuando se ha destruido un país, no queda nada que vender o que comprar. ¡Cuánto más negocio es planificar para la paz! Pero, para eso, amigo mío -añadió con cansancio-, hay que tener paciencia y visión de futuro. Y poca es la gente que la tiene en este país. -Me miró y frunció el ceño-. ¿Ha oído usted hablar del Club?
– ¿El qué?
Se mordió el labio inferior y la cara, tan abierta y tan franca, se cerró repentinamente.
– Nada. Olvide que se lo he preguntado… No tiene importancia, realmente. No, hombre. No me mire así. Es una pequeña organización sin demasiado peso. Se la ponía a título de ejemplo. Pero, olvídela… Lo que importa es que escriba usted unos artículos serios e imparciales. Vaya y vea todo aquello de cerca. Si me ha escuchado usted de verdad, se convencerá de lo que le digo. -Se levantó de su asiento y rodeó la mesa -. Soy un viejo admirador suyo, Christopher. Sus fotos siempre han sido testimonio comprometido y visceral. No deje usted de ser así en sus artículos.
Ay, buen senador, si viera usted dónde han ido a parar mi pureza y mi inocencia. Tiene usted delante a un vengador. Nada más que un vengador.
Le di la mano y, al hacerlo, se me ocurrió una genialidad Rodríguez.
– Muchas gracias, Tom. Me ha ayudado usted mucho… Por cierto… ¿conocía usted a Malcom Aspiner?
– Naturalmente. Le conocía bien. Nos veíamos con cierta frecuencia. Jugábamos mucho al golf, ¿sabe? Fíjese; unos días antes de su muerte había quedado en jugar nueve hoyos conmigo en mi club en California. Pero me dejó plantado. -Suspiró-. Nunca sabremos por qué. Sentí mucho su muerte. -Era la tercera persona que me decía que le había entristecido la muerte de Aspiner y que no me daba la sensación de particular tristeza-. ¿Por qué me lo pregunta?
– Por nada especial. No sé. En realidad, por cómo me dicen que era, se me ha ocurrido que tal vez fueran amigos, que pensaran igual, qué sé yo.
Tom Perkins sonrió. No me había preguntado lo que me había pasado en la cara ni una sola vez.