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Marta era bailarina. No de ballet, sino de jazz y música moderna. Se movía electrizantemente, como si en el cuerpo y en las piernas llevara una dinamo. No me cansaba de verla hacer ejercicios rapidísimos, en los que combinaba el ritmo con la contorsión gimnástica, y contemplaba embobado la fuerza y elasticidad de sus músculos contrayéndose bajo la piel lisa y tostada. Cuando bailaba, era una llama que se paseaba por el escenario. Aún se me tensa el estómago al recordar el impacto físico que me producía su sexualidad caliente y felina. Era capaz de pasar horas mirándola. Y fotografiándola. Tengo miles de fotos de Marta bailando.
Sólo una vez desde que murió cedí a la tentación de mirarlas. Hice mal. Hice mal porque, por esa única vez, Marta dejó de ser un recuerdo doloroso y obsesionante para convertirse en una presencia viva y plástica: reconocí un músculo largo y flexible, un pecho casi desnudo, el estómago vibrando, un brazo aleteando, una sonrisa medio pícara. Cada detalle de su cuerpo me trajo violentamente a la memoria el olor de su piel, el sonido de su risa, el sabor de su boca.
Estuve diez días encerrado en mi cuarto oscuro y sobreviví gracias a Dennis, que me bajaba comida pacientemente y aporreaba la puerta hasta que salía de mi encierro para comer algún bocado. No tenía ganas de morirme; sólo quería que me aniquilara la tristeza. Dennis tuvo el buen sentido de nunca decirme nada. Cuando, finalmente, volví a subir al salón, tenía los ojos enrojecidos, la barba sucia y a medio crecer, el pie en un estado lamentable y había perdido ocho quilos de peso.
No he vuelto a repetir el ejercicio. Soy un masoquista, pero las cosas tienen un límite.
El día en que conocimos a Pedro y a Dennis, casi nos costó la vida. Estábamos en Beirut e intentábamos, Marta y yo, cruzar de la zona cristiana a la musulmana. A media avenida, se organizó una ensalada de tiros que nos bloqueó, tirados en el suelo detrás de una pared en ruinas. Estuvimos allí veinte minutos mientras nos silbaban los proyectiles por encima de la cabeza. Cómo estaría yo de loco que, con Marta medio tapada por mi cuerpo, asomaba la cabeza de vez en cuando para sacar fotos de un edificio que había a unos cincuenta metros. En mi cámara, tenía puesto un teleobjetivo de 400 milímetros y, a través de él, podía ver a tres chicos jóvenes parapetados detrás de una ventana, manejando, como podían, un mortero. El más pequeño de los tres, no tendría dieciséis años, era el único que estaba de pie y daba saltitos de impaciencia, evidentemente para que a él también le dejaran disparar. A los otros dos, mucho más conscientes de la suerte que iban a correr, se les notaba el terror en la cara.
Un obús de la artillería cristiana dio en la parte superior de la casa y le voló la terraza, como si le hubieran pegado un martillazo. Hubo un momento de silencio, mientras se despejaba la polvareda. Uno de los chicos se asomó a la ventana; me pareció que se tambaleaba un poco; tenía sangre en la cara. Miraba a lo lejos, con una mano puesta en la frente a modo de visera, en un esfuerzo instintivo por averiguar la colocación de la batería enemiga. Marta dijo:
– ¡Dios mío, ese pobre chico! -y vi que cerraba los ojos. Me agarró fuerte del hombro. Al instante siguiente, la batería cristiana acertó de lleno en la ventana. La explosión fue tremenda porque, a la violencia del obús, se unió el estallido de las granadas de mortero que, sin duda, tenían almacenadas los tres muchachos en aquella habitación.
Cuando pudimos volver a ver, había un gran boquete en donde había estado toda la parte superior de la casa. Guardo una serie terrorífica de fotografías de toda la escena.
Sobre nosotros, empezó a sonar el carraspeo de los proyectiles cayendo.
– ¡Eh!… ¡Gringo!
Volvimos simultáneamente la cabeza en dirección a la voz que nos había llamado y no conseguimos ver más que un montón de cascotes. La avenida estaba completamente desierta.
– ¡Aquí! -Una mano nos hizo señas desde un poco más a la derecha de adonde estábamos mirando-. No os mováis. El bombardeo en esta zona se acabará en seguida… No os mováis.
– Tengo un miedo horrible -me dijo Marta en voz baja. Le pasé la mano por encima del hombro.
– Siento haberte metido en esto -dije, apretándole el brazo. A cien metros de nosotros cayó un cohete, estallando en mil fogonazos blancos y anaranjados. La onda expansiva sopló con violencia hacia nosotros, llenándonos de polvo. Una sola piedra me cayó en la espalda, rompiéndome la cazadora; noté que me había producido un pequeño corte. Inmediatamente, la calle estalló en un escándalo de disparos y de fuego cruzado. Agachamos la cabeza y nos quedamos absolutamente inmóviles. Tampoco es que antes nos hubiéramos estado moviendo tanto.
– No, si me estoy divirtiendo mucho -dijo Marta e, hinchando los carrillos, sopló hacia arriba para quitarse el mechón de pelo que le caía sobre la frente.
– Soy un miserable. En cuanto salgamos de ésta, cogemos el primer avión y nos vamos zumbando…
– Ah, pero ¿es que se sale de ésta?
– ¡Eh, gringo! ¡Correros un poco hacia la izquierda! Lentamente, nos arrastramos hacia la izquierda, rodeando
poco a poco la pared medio derruida tras la que estábamos parapetados.
– Bien. Cuando yo os diga, levantaos y echad a correr a toda velocidad hacia el otro lado de la calle. Ya os alcanzaremos allí. ¡Y no miréis hacia atrás!… ¡Ya!
Con la velocidad que sólo presta el miedo, Marta y yo nos levantamos y, sin mirar, doblados en dos, nos pusimos a correr hacia un portal que había a unos veinte metros. Entramos en tromba en él y no nos detuvimos hasta que alcanzamos la pared del fondo. Nos apoyamos contra ella y nos dejamos deslizar hasta quedar sentados en el suelo, mirándonos en silencio. Marta tenía toda la cara embadurnada de barro. Parecía un negrito. Sonreí y luego me puse a reír.
– No sé de qué te ríes. No me hace ninguna gracia, idiota.
– Es que no te has visto la cara.
Se pasó la mano derecha por la mejilla y, luego, se miró los dedos. Levantó la mirada y me sacó la lengua.
En ese momento, dos cuerpos entraron rodando uno detrás de otro en el portal. Yo creo que se habían tirado en plancha desde unos metros antes de alcanzarlo. Sonó una ráfaga de ametralladora y el quicio de la puerta estalló hecho pedazos, con grandes desconchones de yeso y ladrillo saltando por los aires. El primero de los hombres, aún tumbado en el suelo, dio un largo silbido. Al cabo de un momento, se incorporó, se sacudió la chaqueta con ambas manos, levantó la cara hacia nosotros y sonrió. Me cayó instantáneamente antipático. Era grande y sólido. Un enorme bigote le cruzaba la cara, rodeando una boca demasiado ancha, en la que desentonaban los dientes, pequeños
y manchados de nicotina. Los ojos le lucían como carbones en las órbitas. Daba la impresión de tremendo poder físico.
– Me llamo Pedro -dijo.
A su lado, en el piso de baldosa, había dejado el machete y la ametralladora Kalashnikof que había llevado en una mano al precipitarse por el portal. Le faltaba una falange del dedo meñique.
Pedro Ortega. Nacido en León (Nicaragua), en diciembre de 1947. Se tienen muy pocos datos sobre él. Su padre era propietario de un periódico, El Imparcial de León (cerrado por Somoza en 1977), y fue asesinado por desconocidos a la puerta de su casa el 24 de diciembre de 1977. Ortega estudió bachillerato en León y abogacía en la Universidad de Managua. Desapareció poco después de terminar la carrera; nuestros servicios le localizaron en 1969 en Moscú, en donde cursaba estudios de doctorado en la Universidad Patrice Lubumba. Algunos huidos de Cuba aseguraban que estuvo en La Habana por lo menos en 1970-1971. Se le conecta con acciones guerrilleras antisomocistas y, posteriormente, con grupos palestinos extremistas. Son proverbiales su crueldad, decisión y valentía. Se sabe que intervino como jefe de comando al lado del terrorista Carlos en los atentados de Munich durante los Juegos Olímpicos de 1972 y en el del aeropuerto de Lodd. Extremadamente peligroso. Características físicas: ojos y pelo negros, 180 cm, parece ser que le falta la primera falange del dedo meñique izquierdo. Ver foto adjunta, obtenida en 1969, Univ. de Managua.
Pedro Ortega. Me sabía su ficha de memoria. Llevaba meses intentando localizarle, siguiendo rastros de informadores, rumores de quienes creían haberle visto, sugerencias de alguno que había oído decir que un golpe de mano, aquí o allá, llevaba su firma. Y, ahora lo teníamos delante por pura casualidad. Y el que estaba detrás de él debía ser Dennis Keatley, el médico. Me sorprendió su aspecto de gordinflón inocente.
– Soy Christopher y ésta es Marta, mi mujer.
Marta miraba a Pedro con los ojos muy abiertos.
– Eres fotógrafo, ¿eh? En menudos líos os metéis. -Y, de repente, se puso a hablar en español-. Tú eres hispano, ¿verdad?
Asentí.
– Portorriqueño. -Suspiré-. Sí que nos metemos en líos, sí. Vaya jaleo…
Pedro rió estentóreamente.
– Todavía no habéis salido de él… Me parece que lo mejor será que nos vayamos de aquí a un sitio más seguro. -Recogió sus armas y se levantó -. Saliendo a la derecha, como a cinco metros, hay un pasadizo. Lo vi antes, desde enfrente. Por ahí nos vamos a escurrir hacia la zona palestina y estaremos a salvo… Humm… Vamos a tener que salir de uno en uno. -Miró a Marta y arrugó la nariz. Luego, la señaló con el dedo-. Tú primero. Sal corriendo y, sobre todo, no te pares por nada. Corre y métete por el pasadizo sin detenerte. Estos falangistas son tan burros que hasta que reaccionan, pasan horas. Pero tampoco hay que tentar al destino. Anda, ven -y la empujó hacia la entrada.
Marta estaba pálida y no decía nada. De repente, agachó la cabeza, echó a correr y desapareció por la acera a toda velocidad. A los pocos segundos, sonó una ráfaga de ametralladora. Quise salir, pero Pedro me agarró por el hombro y no me dejó moverme. Esperó un momento que se me hizo eterno. Al cabo de un siglo, dijo:
– ¡Ya!
Con ambas manos, sujeté las cámaras contra mi cuerpo y, sin pensarlo más, salí a la acera. Doblado en dos, torcí hacia la derecha y, en tres zancadas, me deslicé por el pasadizo. Marta estaba apoyada contra una pared, pálida y jadeante. A sus pies estaba el cadáver de un muchacho con la cara medio tapada por la kufía. Todo su costado derecho era una masa sanguinolenta. Me detuve en seco y, muy despacio, levanté la mano derecha, agarré la cara de Marta por la barbilla y la hice girar hacia mí. Me miró sin decir nada. Su labio superior y sus sienes estaban perlados de sudor. Sin previo aviso, se inclinó hacia adelante y vomitó desgarradoramente.
Detrás de nosotros, en la calle, sonó una nueva ráfaga de ametralladora, seguida inmediatamente de otra. Supuse que era Pedro, contestando a los disparos de los cristianos, antes de salir corriendo. Un segundo después, desembocó en el pasadizo y chocó violentamente contra mí.
– ¿Qué…? -exclamó y, después, bajó la mirada.
El golpazo de Pedro me había empujado hacia Marta. Me enderecé. Le ofrecí un pañuelo, lo cogió y se secó la boca. Pedro levantó los ojos y los fijó en nosotros. Meneó la cabeza y se encogió de hombros. Sonrió y, muy delicadamente, con la punta del pie, apartó la kufía de la cara del joven muerto. En ese momento, Dennis entró en tromba en el pasadizo y chocó contra él; casi le hizo perder el equilibrio.
– Un muerto -dijo Pedro, empujando con la bota la cabeza del palestino-. Un muerto, Dennis…
Dennis no dijo nada: aún no habíamos oído su voz.
– Miles de muertos, todos los días -añadió Pedro, volviéndonos a mirar-. Es el precio que se paga por esta guerra. Un muerto más… qué más da. -Y se encogió nuevamente de hombros.
– Creí que esta lucha era para evitar muertes e injusticias -dijo Marta en voz baja. Se dio la vuelta y echó a andar. Iba muy rígida y le temblaban los hombros.
Una hora más tarde, estábamos sentados en el destartalado salón de una casa palestina. Una vieja destentada y silenciosa nos había traído té y unos dulces de miel. Marta se había lavado la cara con agua de pozo y estaba pálida pero, me parecía a mí, resplandeciente como siempre. Me dolía un poco el costado en el que me había pegado la piedra lanzada por la onda expansiva.
– ¿Tú eres Christopher Rodríguez, el fotógrafo de Time? -me preguntó Pedro.
– Sí. ¿Por qué?
Me contestó con otra pregunta.
– ¿A qué has venido aquí?
– Hombre, mi profesión es la de fotógrafo de guerra. Me temo que voy a los sitios en los que se pega la gente…
– Pero, ¿por qué a éste? Hay otras guerra más interesantes. Ésta es la misma de siempre, ¿no?
– Sí, pero yo… bueno, hago un poco lo que me da la gana. Mis fotos se venden… -me permití una pequeña soberbia; todos tenemos nuestro corazoncito -… más que como apoyo a la noticia escrita… bueno… se venden un poco por sí mismas. Son artículos en sí.
Tampoco le iba a contar que Gardner me había enviado al Líbano para encontrarle, para ver cómo estaban organizados los contactos entre guerrillas y entre revolucionarios centroamericanos y palestinos. Sospechábamos que el centro de operaciones estaba en Costa Rica, pero no estábamos seguros. Si sólo hubiera modo de rastrear los canales de comunicación… También tenía el encargo de liquidar a Pedro y hacerle un servicio señalado a la comunidad. Viéndole confiadamente recostado en un sofá, y recordando su crueldad e indiferencia ante la muerte, se me empezó a antojar que mi misión no iba a resultar tan sencilla como a primera vista hubiera podido parecer.
– Lo de los reporteros bélicos siempre me ha parecido algo masoquista -dijo repentinamente Dennis.
Le miré. Tenía la voz blanda y algo afectada. Volví la cabeza hacia Marta, que levantó una ceja. Éramos un par de machistas intolerables.
– Hombre… depende de cómo se mire. Toda mi vida he sido un enamorado de la fotografía. Toda mi vida he odiado las guerras. Pon las dos cosas juntas y sale un testimonio pacifista permanente y, bueno… algo pomposo. -Sonreí-. ¿Qué seríamos sin un poco de pedantería? -Marta me miró con sorpresa-. Además, se gana mucho dinero.
Me dio la sensación de que Pedro me contemplaba con cierto desprecio.
– Un pacifista capitalista -dijo-. Vaya, hombre. Dennis, aquí tenemos a un revolucionario de salón.
Pensé decirle que de salón, regular, pero me callé.
– Dime, Christopher Rodríguez, ¿cómo se combate la injusticia absoluta? ¿Con fotografías? ¿Con testimonios de amor? -Se inclinó hacia adelante y me señaló con el dedo. Era muy aficionado a señalar con el dedo-. ¿O arrancando el mal de raíz, antes de que el mal acabe contigo?
– No lo sé, Pedro. Nunca he querido empuñar una pistola en mi vida… nunca he querido matar a nadie, porque no creo que haya causa que justifique derramamiento de sangre… -Desde luego, mi cinismo rebasa todos los límites.
– ¡No, claro! Lo mejor es que los pobres sufran en silencio, esperando lo que los ricos nunca les van a dar. Aquí, mi amigo, se trata de tomar decisiones. Aquí, se trata de tomarse la justicia por su mano, porque si esperamos a que la concedan el Papa o el presidente de los Estados Unidos, vamos listos…
– No digo que no… Lo único que digo es que yo no quiero ser partícipe directo de esa lucha. Soy sólo un testigo… Y, mostrando el horror de lo que ocurre, soy más eficaz que pegando tiros. Además, tengo una puntería malísima. Te digo una cosa, Pedro -afirmé, levantando una mano para que no me interrumpiera-. Te digo una cosa: una foto mía es cien veces más eficaz que el chaval palestino que estaba muerto en el callejón. ¿Quién sabe que estaba muerto? ¿Quién sabe para qué murió? Nadie, si el New York Times no publica mañana en primera página la foto que yo he sacado… La desgracia de este mundo en el que nos ha tocado vivir es que las tragedias son tantas que la gente se ha vuelto insensible a ellas si no le afectan directamente. Y si yo, yo, no se las llevo a la mesa del desayuno en los periódicos que leen con indiferencia hasta que un horror verdadero y gráfico les atraganta el huevo frito y las salchichas, todas las bombas que lanzas y todos los disparos que tiras sirven en Chicago tanto como una gota de agua en el mar. ¿Qué te parece?
Guardó silencio. Sacó un paquete de cigarrillos americanos del bolsillo de su camisa, extrajo un pitillo, se lo puso en la boca y lo encendió con una cerilla. Toda esa operación la hizo sin dejar de mirarme.
– Oye, fotógrafo comprometido -dijo por fin-, ¿Quieres ver sufrimiento? ¿Quieres ver acción? ¿Quieres enterarte de lo que es nuestra lucha? ¿Se lo vas a decir a los americanos?
Asentí. Pedro acababa de cometer un error: ¿enterarme de su lucha?; a mí lo que me interesaba era sacar fotos; la tragedia de los palestinos me importaba un verdadero pimiento. Sabía que Marta me estaba mirando, pero yo seguí con la vista puesta en Pedro. En ese momento, a mí no me estimulaba el remordimiento de conciencia absolutamente nadie. Ni siquiera Marta.
– Muy bien. Vas a tener acción y sufrimiento. ¿Tenéis algún equipaje?
– Un par de bolsas de viaje en el hotel.
– Luego las recogeremos.
– ¿Adonde vamos?
– Ah, gringo, eso no te lo voy a decir. A la montaña, a la Bekaa, al Golán, al wadi Ramm… Ya veremos.
Empezaba un viaje que no hubiera querido hacer nunca. El último viaje de Marta.