37282.fb2 Al sur de Cartago - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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CAPÍTULO X

Después de mi entrevista con el senador Perkins, volví a casa. Me dolía mucho la cabeza y tenía el cuello rígido e inflamado. Nada como un bloody mary bien cargado y unas cuantas aspirinas.

Descolgué el teléfono y marqué el número de Pennsylvania Avenue.

– ¿Nina?

– ¿Qué hay, amor? ¿Qué tal la entrevista con Perkins?

– Interesante. Interesante, sí… Mira, cógete un taxi y vente para acá. Te daré algo de comer y charlaremos un rato. Después me iré a Nueva York.

Colgué sin decir más. Me quedé un momento frente al teléfono, pensando. Me estaba olvidando de algo. De repente, maldije en voz alta, descolgué nuevamente el auricular y llamé al New York Times. Se me había borrado completamente de la cabeza mi decisión de llamar a John Mazzini para prepararle para una eventual llamada de Thomas Perkins.

– Ya me parecía a mí que me telefonearías, Chris -dijo John, riendo-. Me acaba de llamar el senador Perkins para preguntarme si te conocía y si te había encargado una serie de artículos sobre Centroamérica… Le he dicho que por supuesto que sí. ¿Qué te traes entre manos, bandido?

– Prudente caballero, este senador. ¡Qué tío! No se fía ni de su sombra. Mira, tenía que hablar con él y tuve que inventarme esta historia. Oye, Johnny… gracias por el favor, ¿eh?

– Nada, hombre… El día menos pensado me vas a meter en un lío. ¿Cuándo vienes por aquí?

– Esta noche. Voy a ver a Pat y a resolver unas cosas con él.

– ¡Hombre! Ni te atrevas a marcharte de Nueva York sin almorzar conmigo, o cenar, o tomarte mil copas. Te mato, ¿eh?

– De acuerdo, de acuerdo. Te llamo mañana por la mañana. Preparé una jarra de bloody marys y, decidido a curarme de todos mis males, puse en ella media botella de vodka, mucho limón y un largo chorro de guindilla líquida. Debía estar ardiendo. Me aguanté las ganas de probarlo hasta que llegara Nina Mahler y, para hacer pasar el rato, empecé a preparar una salsa holandesa. A Nina le encantan los eggs Benedict.

Entró por la puerta de la cocina, arrastrando los pies, jadeando y bamboleándose de derecha a izquierda.

– ¡Humm! ¡Aquí huele a gloria! ¿A ver? -y metió un dedo en la cacerola, en la que daba vueltas pacientemente a mi último esfuerzo culinario -. Buenísimo -decretó, después de haberse chupado el dedo -. Para mí, tres huevos, por favor. -Cogió la jarra y sirvió dos grandes vasos de bloody mary. Probó el brebaje e, inmediatamente, carraspeó-. ¡Uá! Está que lampa… Buenísimo.

Cocino pocas cosas, pero las que hago, las hago bien. De mis huevos Benedict, llenos de jamón y trufas, y recubiertos de salsa holandesa, estoy justificadamente orgulloso. Los devoramos en silencio y, después, preparé café.

Nos fuimos al salón y nos sentamos cómodamente en sendos sofás. Estornudé y me retumbó la cabeza entera.

– Bueno, cuéntame del senador Perkins.

– No, no, espera, Nina. Dime primero cómo va la lectura de los historiales de nuestros tres héroes.

– Nada, Chris, amor. Absolutamente nada. Limpios como ángeles. De Fulton, hasta he rebuscado en sus tiempos de universidad, por si hubiera algo revelador… qué sé yo… pertenencia a clubs de izquierda, sociedades democráticas de debate. Cualquier cosa. Nada. Phi Betta Kappa… Partido Republicano muy pronto… Absolutamente nada. Es un anticomunista rabioso…

– ¿Masters?

– Exactamente igual. No hay hueco por el que hayan podido penetrar los rusos.

– ¿El bueno de…?

– ¿Gardner? El peor de todos. Es el troglodita mayor de todos los tiempos. No pertenece a la sociedad John Byrch de puro milagro. Es miembro de todos los clubs carcas que te puedas imaginar. Yo creo que se sorprendería a sí mismo si un día se encontrara cruzando alguna palabra con un soviético sin tenerle agarrado por el cuello… No. Para mayor seguridad, hasta he pedido los perfiles sicológicos de los tres. Nada. -Sacudió la cabeza con desánimo.

– Caramba, Nina. Parece que te entristece…

– No, amor. No puede entristecerme averiguar que el presidente de los Estados Unidos, el director de la CÍA y el bueno de Gardner sean tres verdaderos patriotas… Me desconcierta. -Se chupó un dedo que estaba manchado de negro y empezó a frotárselo con vigor con el pulgar de la mano izquierda-. Me desconcierta, porque su inocencia deja sin resolver el problema de quién es el responsable de la fuga en el ordenador de la CÍA… Y, mientras tanto, Markoff, riéndose.

– Vamos a ver, Nina. Parece mentira que te tenga que decir esto a ti, pero te recuerdo que no hemos hecho más que empezar una investigación que es forzosamente complicada. Hemos empezado por lo más obvio, para ir descartando posibilidades, cuanto más sencillas, mejor… Una fuga en el computador mejor custodiado del mundo nunca es asunto de poca monta… -Me froté un ojo-. Sería francamente idiota poder descubrir un lío de éstos en una sola tarde invertida en leer unos cuantos papeles.

– Hombre, los esquemas más perfectos son siempre los más sencillos, ¿no?

– Sí, desde luego, pero no cuando se refieren a una materia que es compleja en sí, como un ordenador sofisticadísimo. Vamos a ver. Nina, vamos a ver. ¿Qué tenemos entre manos? Nos han robado la memoria del computador de la CÍA. Hemos quedado en que es algo que resulta tremendamente difícil de hacer; es preciso disponer de extraordinarios recursos técnicos y científicos. El ladrón final puede ser uno solo, pero el montaje de la operación requiere, estoy seguro, un sólido equipo. Punto dos: como suele ser normal en estos casos, la fuga se descubre por casualidad, gracias a un error cometido por un operador al cambiar una inscripción que hay en la memoria. El error es tan burdo que no cuadra bien con un robo que ha requerido la utilización de mucha técnica sofisticada. ¿Qué nos indica eso?

Que hay un equipo y que el que utiliza finalmente el ordenador para robar no es necesariamente el que montó el robo. Punto tres: todo este tinglado requiere, como hemos visto, un computador en poder de los ladrones que sea, al menos, tan potente y utilice la misma técnica que el de la CÍA. ¿Sabemos ya cuántos de esta naturaleza hay sueltos por ahí?

Consultó su reloj.

– A las tres me van a dar la lista… Cinco minutos.

– …Y tendremos una indicación razonable de quién ha sido el que nos ha robado. No sabremos aún quién es el traidor, pero andaremos cerca… Me parece demasiado sencillo -dije con poca convicción-, demasiado sencillo, Nina.

Nina se mordió el labio inferior.

– He hecho una cosa más, amor.

– ¿Sí?

– He pedido a Moscú que nos averigüen si hay o ha habido algún signo de entusiasmo, alguna pequeña sonrisa triunfal que sugiera que nuestros amigos de la KGB están contentísimos desde que conocen las maldades que archivamos en nuestro computador.

Me di un golpe en la frente con la palma de la mano. Vi las estrellas del firmamento: nadie sacude impunemente una zona de la anatomía que ha recibido recientemente los amorosos cuidados de una porra llena de plomo.

Nina sonrió.

No se me había ocurrido lo más elemental de todo este asunto: comprobar si, como habíamos supuesto sin más, los beneficiarios del robo habían sido, en efecto, los soviéticos. En Moscú tenemos, como todo servicio de inteligencia que se precie, un topo infiltrado en la KGB. Está tan arriba en la estructura de mando, que no lo utilizamos más que en casos extremos y previa autorización de Masters.

– ¿Y? -pregunté.

– ¡Hombre! Nada todavía, amor. Caramba, no se le puede preguntar al topo una cosa así, llamándole por teléfono. Va a tomar algún tiempo…

– OK, OK, estoy hecho un idiota. No me funcionan las neuronas.

El teléfono que estaba a mi lado empezó a sonar. Descolgué el auricular.

– Rodríguez -dije. Miré a Nina-. Es para ti.

– Dame un papel y un lápiz.

Debajo de la mesa del teléfono había un bloc de papel y un bolígrafo. Se los di.

– Sí -dijo Nina, sujetando el auricular con el hombro y disponiéndose a apuntar, con el bloc colocado sobre las rodillas-. Venga… -y empezó a anotar-. Sí… IBM, sí… ¿cual?… sí… -Así estuvo un rato, escribiendo nombres de ordenadores y de lugares donde estaban instalados. De pronto, vi que se enderezaba y se le escurría el auricular. Soltó el bolígrafo, recogió nuevamente el auricular y, apretándoselo al oído, exclamó-: ¡Repite eso!… Sí… a ver, deletréamelo… bien. ¿Y dónde está? ¿Dónde?… Bueno, bueno, olvídalo. ¿Es todo?… Gracias.

Colgó el teléfono. Levantó lentamente la vista y me miró. Echó la mandíbula inferior hacia adelante, como si fuera un bulldog, y se puso el bolígrafo en la boca.

– Tenemos la confirmación de quién es nuestro ladrón, amor… le tenemos, pero se nos ha escapado.

– ¿Cómo es eso? ¿Cómo es eso?

– Verás -sonrió -, te puedo dar una lista no muy larga de los ordenadores que tienen tecnología suficiente para operar con el nuestro y de los lugares e instituciones en los que están instalados. ¿Qué te parece?

– Venga, Nina, déjate de tonterías.

Me incliné sobre su bloc de notas, intentando ver lo que había escrito y lo escondió en su regazo.

– Venga, mente privilegiada. Hay ordenadores para todos los gustos: IBM, UNIVAC, ATLAS. Todos están controlados. Pero hay uno… ¿Sabes cómo se llama? ASPCOMP, amor. ¿Me oyes? ASPCOMP…

Debí poner cara de idiota, porque Nina soltó una carcajada.

– No entiendo de qué me hablas.

– ASPCOMP. ¿No te sugiere nada?

– No, no me sugiere nada -dije pacientemente. La hubiera matado.

– Aspiner Computers, amor, Aspiner Computers. ¿Aspiner? ¿Eh? ¿Malcom Aspiner? -Se quitó el bolígrafo de la boca y se recostó triunfalmente en el sofá.

Noté que me subía una oleada de calor a la cara y que se me aceleraba el pulso. Me puse de pie, encendí un cigarrillo, me acerqué a la mesa de las bebidas y me serví un licor de pera en un vasito. Me temblaba el pulso, pero yo también soy capaz de irritar a la gente. Nina me miraba en silencio, apenas sugiriendo un ligero aire de superioridad.

– Aspiner, ¿eh? -pregunté por fin-. El hijo de su madre. Todo concuerda. ¡Ahí está la conexión! Ésa es la prueba que queríamos, ¿eh? Roba la memoria del ordenador de la CÍA. Para hacerlo, utiliza su propio computador. Le es fácil, porque su máquina es una de las que tiene incorporada la nueva tecnología de impulsos electrónicos de sonido…

– …Te diré más: Aspiner Computers no sólo tiene tecnología suficiente para producir un ordenador parejo al de la CÍA. Es que, además, amor, probablemente Aspiner es el que ha desarrollado la mayor parte de esa tecnología…

– … Humm… Sigue el rastro de Perkins por razones que desconocemos. Supongo que el papel que Pat ha descubierto en uno de los libros de su biblioteca es una reproducción del print-out que nos entregó Masters. Aspiner comprueba en el print-out que su nombre aparece y lo cambia porque le parece vital que no se le ligue a Perkins… Y, finalmente, le matan…

– … Y nosotros quedamos como unos imbéciles y sin enterarnos de nada. ¿Qué quiere decir todo esto, amor? -preguntó, pensativamente.

– ¡Y yo qué sé! -contesté con irritación-. No entiendo absolutamente nada. Vamos a ver -apuré la copa de licor de un trago y tosí-. Vamos a ver. ¿Cuántas preguntas quedan sin contestar? Espera, no me interrumpas. Primero, no sabemos quién es el traidor que le facilita la clave del ordenador de la CÍA. Segundo, no sabemos cómo Aspiner es capaz de acceder a la memoria sin dejar rastro de su presencia. Es más, sabemos que eso es imposible. Tercero, no sabemos para qué hace todo esto. Cuarto, no sabemos qué pinta Markoff en este lío. ¿Qué conexión puede haber entre el representante de la KGB y uno de los más excelsos capitalistas del país? Cuarto… o quinto… ya no sé ni qué es… ¡Ah!, ¡por cierto! ¿Dónde está el ordenador de Aspiner?

– Ni idea, Chris. Hay un ASPCOMP 34 en la NASA. Pero seguro que Aspiner no ha empleado ése… Y no se sabe que haya otro.

– Vaya. Roba… nos roba y ni siquiera sabemos con qué. Lo llevamos bien. Sexto, no sabemos qué interés tiene respecto de Perkins, nuestro ilustre senador. Me parece que le voy a tener que preguntar muchas cosas a mi amigo Tom. ¿Te dije que me pidió que le llamara Tom? -Nina hizo un gesto negativo-. Y, finalmente, séptimo, no sabemos por qué ni quién le ha matado… Pues vaya…

– … Y, octavo, no sabemos por qué anoche te desvalijaron y te dejaron tirado en la alfombra…

– … Vaya, Nina. Ya pensaba yo que no te habías creído lo de mi caída por la escalera -dije, sonriendo-. ¿Qué te hizo sospechar?

– Tú no te caes por las escaleras, amor. ¿Qué te quitaron?

– Pues, mira, la verdad es que no estoy seguro… Ladrones, no eran. No me quitaron nada de valor -señalé los cuadros, que seguían apaciblemente colgados de las paredes -. Anoche miré someramente en el cuarto oscuro, que es donde estaban cuando llegué, y, aparte de un poco de desorden, no parece faltar nada… Las cámaras están en su sitio… -Hice un gesto de ignorancia-. No sé… ¿Papeles? No guardo ninguno en la casa… Bueno, solía utilizar el cajón de debajo de la ampliadora, al lado de donde guardo los ácidos, pero hace tiempo… -Me quedé callado, mirando a Nina. Luego, me levanté muy despacio y dije-: Espera un momento, espera un momento.

Salí del salón, bajé la escalera y entré en el cuarto oscuro. Encendí la luz. Miré a mi alrededor con un poco más de detenimiento y después me acerqué a la ampliadora. La estuve contemplando un buen rato. Suspiré. Cuando volví al salón, Nina me miró con curiosidad.

– ¿Qué pasa?

– ¿Te acuerdas de que el cajón cierra mal y de que una de mis manías es dejarlo siempre bien encajado? Pues está desencajado. Por tanto…

– … Noveno, no sabemos por qué los que entraron en tu casa anoche te conocían y sabían que sueles guardar papeles en el cajón de la ampliadora… Estupendo.

– Esto huele cada vez peor, ¿verdad?

– ¿No me digas? -Cada vez que digo una tontería, Nina me la hace pagar sin piedad. Chasqueó la lengua-. ¿Qué tal con Perkins?

– Puede que nuestro senador sea un peligroso enemigo de la CÍA, pero ciertamente no me parece serlo de los Estados Unidos.

– Chris, amor, ésos son conceptos subversivos. Como te oiga Gardner, te manda a Siberia.

Cuando llegué al aeropuerto de La Guardia, la noche neoyorquina estaba oscura y desapacible. Lloviznaba un aguanieve helador y molesto.

Pat me esperaba en el gran vestíbulo que había sido escenario de mis proezas fotográficas. Las arrugas que le surcaban las mejillas, desde los lados de la nariz hasta casi el mentón, parecían haber profundizado en la piel con el cansancio. Se le habían marcado unas grandes ojeras violáceas y llevaba la frente permanentemente fruncida.

– He aquí a un hombre preocupado. ¿Qué tal vas, Pat?

– ¡Bah! El fiscal me va a arrancar las bolas con tenazas al rojo vivo, el Comisionado me sacará los ojos y me colgará en la plaza pública por los pulgares, pero, aparte de eso, todo va bien… ¿Qué tal, Chris? ¡Pero, hombre! ¿Qué te ha pasado en la sien? -exclamó, notando por primera vez mi lamentable aspecto.

– No me parece que vayamos a ganar el concurso de los hermanos más guapos de América, ¿eh? Nada, no es nada… una pupa en el cuero cabelludo. Anoche tuve una visita. Lo malo es que no sé por qué… todavía.

Pat me miró con aire de desaprobación.

– Humm, estás tú bueno. Siento haberte despertado esta mañana… Dios sabe en qué líos andarás metido.

Rara vez me preguntaba por el lado más tenebroso de mis actividades y, en consecuencia, rara vez le hablaba del bueno de Gardner, de la CÍA y de las fruslerías que componían el cincuenta por ciento de mi vida. Creo que mi profesión oscura y desagradable le producía desasosiego. Lo único que aprobaba, como me había oído hablar de Pedro, era el concepto de que, cuando le pillara (porque no había duda de que un día le encontraría), le mataría.

– Oye, Chris. ¿Cómo es que te ha interesado tanto saber que Aspiner andaba en líos con el senador Perkins? Porque, en cuanto te hablé de él, se te puso la voz como unas campanillas y decidiste venir a Nueva York…

Su coche estaba aparcado justo enfrente de la puerta de salida. Ventajas de ser policía. Nos metimos en él, se arrellanó en su asiento, encendió las luces y el motor y arrancó en dirección a Manhattan.

– Bueno -dije-, es una larga historia que se complica por minutos.

– Tenemos toda la noche para hablar, Chris.

– ¿Adonde vamos ahora?

– A tomarnos una hamburguesa en P. J. Clark y, después, a casa de Aspiner. Cuenta, anda.

Yo, de Patrick, me fío mucho. Es un profesional concienzudo, las bases de cuya actividad son la perseverancia y la discreción. Cada vez que me ha preguntado algo, se lo he contado sin reservas porque sé que es como enterrar un secreto en una tumba. También sé que si le digo que no puedo hablar de algo, considerará que tengo mis razones y no insistirá.

Le expliqué toda la cuestión tal y como se había ido desarrollando; sólo me callé mis sospechas respecto del presidente y de Masters. Cuando hube terminado de hablar, dio un largo silbido.

– Caray, Chris. Vaya historia. -Se quedó callado. Al cabo de un momento, torció la cabeza hacia mí y me miró en silencio.

– ¿Quieres hacer el favor de mirar por dónde vas?

– Espera, espera… te falta una incógnita para añadir a tu lista de preguntas sin contestación: décimo, no sabemos por qué el fiscal del distrito me ha ordenado interrumpir la investigación sobre la muerte de Aspiner. Imagino que algo tendrá que ver en toda esta historia. -Sonrió por primera vez -. ¿Qué te parece? ¿Eh?

P. J. Clark es una institución en Nueva York. Es una casa de un par de pisos, hecha de ladrillo, con antiguo cristal esmerilado en las ventanas. Situado en la esquina de la Tercera Avenida con la calle 55, sus dueños irlandeses vendieron toda la manzana a un par de bancos con la condición de que el local nunca fuera derruido. El resultado es una de esas maravillosas locuras que sólo ocurren en Nueva York: desbordando la antigua casona, un inmenso rascacielos la empequeñece y protege, como si fuera una grácil planta que crece en una vieja y descascarillada maceta. Por dentro, P. J. Clark es sencillamente un trasnochado bar que tiene, a su espalda, un gran comedor rectangular. El suelo está hecho de espesas planchas de madera ennegrecida por el paso de los años y de las gentes. Las mesas también son de madera oscura. Unas lámparas de dudoso gusto iluminan la escena con incierta eficacia. Y unos gigantescos camareros, con aspecto de púgiles irlandeses medio sonados y amenazantes, sirven con sorprendente amabilidad las mejores hamburguesas del mundo. Es uno de mis restaurantes preferidos. Marta y yo íbamos mucho, y siempre nos sentábamos en una mesa del fondo, debajo de un enorme cartelón en el que están escritos con tiza blanca los platos que se pueden comer.

– Buenas noches, teniente -dijo uno de los tres camareros que había en la barra-. Chris -añadió, con una leve inclinación de cabeza, como si me hubiera visto la noche anterior.

Sin preguntar, nos sirvió una cerveza a Pat y, a mí, un whisky con soda. "It's on the house." Nunca me quejo cuando paga la casa. Cuando se va con Pat a los sitios, suele ocurrir y él suele rechazar la invitación. Nunca en P. J. Clark, sin embargo, porque allí no se trata de un soborno, sino de un gesto de amistad. Son buena gente.