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CAPÍTULO XI

Llegamos al piso de Aspiner a las once y media de la noche. MacDougall, viejo y solitario, nos franqueó la entrada con un guiño cómplice. Abrió la puerta, paseó la mirada por el vestíbulo, se apartó para dejarnos pasar y volvió a su ascensor.

– Hasta luego, teniente -dijo, poniendo voz de conspirador-. Cuando hayan terminado, estaré abajo. Avísenme: echaré los cerrojos y conectaré las alarmas.

– Hasta luego, Patrick -dijo mi hermano.

Pat cruzó el vestíbulo rápidamente, entró en el salón y encendió las luces.

– A ver -dije, extendiendo la mano. -A ver, ¿qué?

– El papel que descubriste sobre el senador Perkins.

– ¡Ah! Aquí está. -Se acercó a la biblioteca, sacó un grueso tomo encuadernado en piel de uno de los estantes superiores y lo abrió. Hacia la mitad del libro, doblado en dos, estaba el papel. Lo cogí y lo desdoblé. Era prácticamente un duplicado del print-out de Masters. Hasta el papel tenía la misma calidad. Sólo difería del que yo conocía en un detalle. La famosa perspicacia Rodríguez en marcha: "Mharles Rettikg" había desaparecido.

"09. 01 Teléfono Malcom Aspiner, amigo personal, cita para golf."

– ¿Qué? -dijo Pat.

– El mismísimo print-out, sólo que con el nombre cambiado… Ya tenemos la prueba que buscábamos. Sigo sin entender una sola palabra de lo que ocurre, Pat. Esto es cada vez más complicado…

Doblé el papel y me lo metí en el bolsillo de la cazadora. Me rasqué la cabeza. Fui hacia el ventanal, saqué un pañuelo y me soné ruidosamente. Este catarro me iba a perseguir hasta el fin de mis días. Me encogí de hombros y encendí un cigarrillo.

– ¿No te parece que este dúplex tiene una configuración extraña? -me preguntó mi hermano.

Yo miraba por la ventana al río que, veintiún pisos más abajo, oscuro y silencioso, se deslizaba entre Manhattan y Brooklyn. Tenían una cierta belleza aquellas aguas turbias y ominosas, reflejando temblonamente la silueta y las luces de decenas de rascacielos apiñados sobre ellas. De vez en cuando, un enorme trozo de hielo flotaba lentamente por el East River, camino del mar. En realidad, camino del mar es una figura poética, porque el río ciertamente va hacia el mar, pero, en este caso, también proviene del mar, porque no pasa de ser un brazo del océano que rodea Long Island. Tonterías que se me ocurren en las noches de febrero cuando mi cerebro está bloqueado y no discurre.

– ¿Qué? -pregunté distraídamente, volviéndome hacia Pat, que estaba en el centro del salón, mirando a la biblioteca con aire preocupado.

– Digo que me gustaría que te dieras cuenta de que el piso éste tiene una configuración extraña…

Sacudí la cabeza.

– ¿Para demostrar qué?

– Ya verás. Es como si le faltara un trozo, ¿no?

– ¿Cómo es eso? -pregunté sorprendido. Luego me quedé quieto, escuchando-. ¡Espera! -exclamé, levantando una mano y mirando hacia el techo-. ¿No has notado un temblor? Ahora mismo… ¿Como un runruneo medio raro?

– No. No he notado nada.

– No sé… serán imaginaciones mías… ¿Qué decías?

– Digo que se espera uno un apartamento mucho más grande de lo que es éste. ¿A que es una sensación curiosa? Ya sabes lo que son estos dúplex… Tampoco es que los arquitectos se rompieran la mollera para diseñarlos. Trabajaban mucho las fachadas. Las hacían clásicas o góticas o art déco.

Levanté las cejas ante esta inesperada muestra de erudición arquitectónica de mi hermano.

– … Luego, por dentro, colocaban las habitaciones como Dios les diera a entender… Como tenían espacio de sobra, hacían unos grandes cubos, les colocaban una escalera en medio y, hale, un dúplex…

– Ya. ¿Y?

– Pues a mí, éste no me salía. Fíjate: llegas al descansillo, entras en el vestíbulo, lo cruzas y llegas al salón, ¿eh? A la izquierda del salón está esta puerta que va hacia el comedor y las cocinas. ¿Y a la derecha? Nada. La biblioteca. -Sonrió y abrió las manos.

– Espera un momento, que no te entiendo… Bueno… la biblioteca y ahí se acaba el piso, ¿no? Quiero decir, por ese lado. ¿O no?

– Ahí está la cosa.

– No -dijo, haciendo gestos negativos con la cabeza-, ahí no acaba el piso. El vestíbulo es un rectángulo que por la derecha desborda al salón… es más ancho que el salón, vamos.

– Bueno -dije.

– En el extremo derecho del vestíbulo hay una puerta y, detrás, está la escalera para subir al piso de arriba, ¿eh? Bien. Luego subiremos y lo verás con tus propios ojos… Pero llegas al piso de arriba y resulta que es un rectángulo perfecto, lleno de habitaciones, saloncitos y cuartos de baño. Y la suite principal resulta que está encima de un espacio que está más a la derecha que la biblioteca del salón, es decir, encima de un espacio en el que, hipotéticamente, no hay nada… Amárrame esa mosca por el rabo.

– Hombre, puede que el espacio este que te falta esté ocupado por el salón del dúplex de al lado…

– … Pues, no señor. Vete a la otra entrada, sube por el otro ascensor, llega al dúplex de al lado y te encontrarás como a un quilómetro de aquí. Entre aquél y éste, hay un espacio en blanco… Claro, que si hay un espacio en blanco, yo soy un oso hormiguero… Además, miras a la fachada desde el río y hay una serie de ventanas que no corresponden a nada…

– Pat, te estás quedando conmigo…

– Hombre, mi trabajo me ha costado. Me pasé horas dando vueltas y…

– …Ya sabes lo que hay detrás de la biblioteca. Pat puso cara de frustración y apretó los labios.

– No, Chris, no lo sé. Caramba, sólo sé que hay algo, un espacio tapiado, secreto, vete tú a saber. Como no entendía nada, me fui al Ayuntamiento y pedí los planos de esta casa… Más allá de esta biblioteca -dijo señalándola con el pulgar-hay un espacio de cuatrocientos metros cuadrados, querido… Lo malo es que no sé cómo llegar a él. -Hizo un gesto negativo con la mano-. No te molestes. -Me estaba acercando a la biblioteca-. También me pasé horas pegando golpes con la mano en los paneles y en la pared… Nada. Sólido como una caja fuerte.

– ¿Nada? -pregunté con incredulidad-. ¿Ni un ruidito a hueco? -Pat negó con la cabeza-. Pues si hay algo detrás de esta biblioteca, y es lógico asumir que se trata de una cámara acorazada, tiene que haber un modo de acceder a ella…

– ¿Te refieres a esto? -preguntó con aire de superioridad-. Ven. Acércate.

Y fue hacia la biblioteca, haciéndome gestos para que me uniera a él; di unos pasos y me puse a su lado. Se había detenido delante de una de las secciones de la biblioteca que estaba a la izquierda de la chimenea, a la altura de nuestros ojos.

– Oye, ¿cuántas cosas más has descubierto en tres días de hacer el ratón por esta casa?… Mira, si te hace ilusión mantener el suspense, por mí no lo hagas. No estoy yo para muchas emociones.

– Calla. Ya termino. -Quitó los libros que había delante de nosotros y los fue apilando en el suelo. Detrás, como en el resto de la biblioteca, había un panel de madera lisa-. Mira.

– ¿Y?

Metió los dedos entre la estantería y el panel, lo levantó hacia arriba y desprendió toda la sección, un rectángulo de unos cuarenta centímetros cuadrados. En la pared lisa y blanca que quedó expuesta había una diminuta rejilla y, encima de ella, un pequeño agujero, a través del que se veía una lente.

– Aquí está el secreto, Chris… la llave…

– Muy bien, fenomenal -dije con cierta agitación-. ¿A qué esperas? Venga, ábrelo de una vez… ¿Qué es lo que hay que hacer?

– Eso me gustaría saber a mí… No tengo ni idea de lo que es esto. Pensé que tú lo sabrías.

Me quedé callado, reflexionando. Di a la rejilla un par de golpes con el índice de la mano derecha y, al cabo de un momento, dije:

– No he visto un cacharro así en mi vida… Hombre, Pat, parece evidente que, detrás de esto, hay un sistema de apertura que debe ser una combinación de circuito cerrado de televisión y sonido. Pero, de ahí a saber cómo opera… ni idea. ¿No tienes en tu sección a algún especialista que entienda de electrónica?

– La Abuela -contestó mi hermano sin dudar-. La Abuela es un monstruo. Sabe todo lo que hay que saber de todo lo que sea vigilancia electrónica, radio, sonido, láser, vídeo. Le tiene puestos aparatos de escucha hasta a su propia mujer en el baño. Él dice que es para mantenerse en forma, pero, como es tan feo y tan celoso, seguro que no la deja ni ventear en paz. Las malas lenguas dicen que le tiene puesto a su mujer un micrófono en el ombligo… pero por dentro.

Cuando dejé de reír, le pregunté:

– ¿Y por qué no le has llamado?

– Bueno… mira… la verdad es que sigo esta investigación por mi cuenta, sin permiso. Ya sabes, más bien desobedeciendo órdenes. Me da no sé qué meter a mi gente en el lío. Preferí esperar a que vinieras. En el fondo, tenéis más medios que nosotros.

– Pues no va a haber más remedio, Pat. No puedo utilizar a la gente de la CÍA.

– Ya -dijo, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia el teléfono. Lo descolgó, marcó un número y esperó-. Hola -dijo, al cabo de un momento-. ¿Está Andy?… Pat Rodríguez… gracias… ¿Abuela?… Te necesito ahora mismo. Vente para acá, anda. Y tráete tu bolsa de los milagros… East River Club Building. ¿Sabes dónde está?… Bien. Pregúntale al portero por mí. -Colgó y se volvió hacia mí -. ¿Sabes a lo que se dedica la Abuela? A rastrear putas y a cazar chulos. -Le dio un ataque de risa y se atragantó. Tosió y se puso colorado-. El año pasado se vistió de vieja, con peluca y todo. Había que verle andar sobre tacones. -Se dio unas cuantas palmadas en el muslo. Luego, se enderezó y se secó las lágrimas -. Parecía una abuelita…

– Pero, hombre, a un tío así no se le tiene deteniendo a proxenetas, sino poniéndole micrófonos a Breznev debajo del trasero…

– Ya. Pero tuvimos un problema. ¿Recuerdas que hace año y medio hubo un diplomático ruso que se pasó a nosotros? Estaba destinado en las Naciones Unidas.

Asentí.

– Pues nos dio por averiguar por nuestra cuenta y sin permiso lo que andarían pensando los soviéticos en su embajada… Estábamos convencidos de que se lo querían cargar. Mandamos a la Abuela, y Dios sabe lo que hizo porque, entrar, no entró en la embajada, pero los trufó de micrófonos, de aparatos activados por voz, de sensores direccionales, qué sé yo. Puso tantos, que se acabaron dando cuenta. Armaron un lío tal que me llamó el gobernador del Estado para echarme la bronca. Hubo que esconder a la Abuela y le acabamos mandando a la sección de prostitución… Está que fuma… -Soltó una carcajada estentórea.

– Oye, Pat, para montar esta cámara de seguridad, Aspiner tuvo que tener aquí a obreros y técnicos, ¿no? ¿Cómo lo hizo?

– Vaya. Creí que no me lo preguntarías nunca. -Se puso serio-. Hace año y medio, Aspiner hizo una reforma en el piso. Pidió permiso de obra y cambió todos los cuartos de baño; rehízo las cocinas; sí, hijo, son dos: la principal, aquí abajo, y otra, en el piso de arriba, para preparar desayunos. Y reforzó la seguridad. Montó un nuevo sistema independiente de calefacción y aire acondicionado, televisión de circuito cerrado, música ambiental… lo que quieras. Lo del refuerzo de la seguridad lo justificó diciendo que tenía que proteger las obras de arte que tenía en el dúplex…

– No me sorprende.

– … Puedes imaginar que, armando un follón así, haces lo que quieres… hasta instalar una cámara de seguridad de cuatrocientos metros cuadrados. Y no se entera nadie… Para entrar aquí, MacDougall ha tenido que desconectar tres sistemas de alarma.

– Oye, a propósito, ¿cuánto hace que no ves a Tina? Se dio una palmada en la frente.

– ¡Ay mi madre! ¿A qué estamos hoy? ¿A martes por la noche? ¿Cuándo te fuiste tú? ¿El domingo a mediodía? Pues… desde el domingo a mediodía. Me mata… Humm. Santo cielo. -Descolgó el teléfono nuevamente, me miró y añadió-: Mejor la llamo.

Durante la media hora siguiente, me di una vuelta por toda la casa. Fue como visitar un museo. Cada pared, cada hueco, cada descansillo tenía colgado un cuadro colosal, un dibujo magnífico, una litografía original de un maestro. No era, sin embargo, una mezcla abigarrada y ostentosa de arte. Se notaba perfectamente que cada espacio había sido estudiado y calculado, que la iluminación había sido meditada y que ninguno de los cuadros había sido colgado al buen tuntún. Cada rincón respondía a un concepto decorativo de extraordinario buen gusto, ideado para relajar o alegrar o descansar o, simplemente, para asombrar por su dramática explosión de luz y color. Nada estaba de más. Y, por fin, me di cuenta de que aquello no era un museo… Era una casa maravillosa, decorada con sencillez. Bueno, cada sencillez habría costado un mínimo de medio millón de dólares. Sentí envidia y, al mismo tiempo, me dio pena no haber podido conocer al dueño de todo este esplendor. Había tenido que ser un hombre sensible e inteligente.

Dos increíbles bodegones holandeses del xvii, en el comedor. En una hornacina tapizada de terciopelo, santo cielo, la Madonna in maestá, de Duccio di Boninsegna. El Canaletto, los dibujos de Durero, ¡un cartón de Leonardo!, un pequeño retrato de una chulapona por Goya, el Juan Gris, una ristra de impresionistas. En la suite principal, toda una colección de pintura española contemporánea: Picasso, Dalí, Miró… Era para volverse bizco.

Y no había sido siquiera su domicilio principal.

Qué desperdicio, morir asesinado. Claro, en aquel momento no me daba cuenta de que, probablemente, para Aspiner, el envite con la vida en juego era su modo de existencia, el único modo de existencia que quiso, la única forma de conseguir todo lo que tuvo. Debiera haber estado más atento a los mensajes que me enviaba mudamente aquella casa. Hubiera sabido cómo era Aspiner. Pero, para eso, debería haber sido menos obtuso. Nadie es perfecto.

– Todo este montaje tan importante -le dije a Patrick distraídamente-. ¿Nadie lo vigila? ¿Nadie lo protege? -Sacudí la cabeza e inmediatamente me olvidé del asunto porque, en ese momento, sonó el timbre de la puerta.

La Abuela es un hombre pequeño y muy flaco, de media edad y canosa apariencia. Tiene la nariz larga, arropada en decenas arrugas que le surcan la frente, las mejillas y el mentón; los ojos, azules y acuosos, miran con bondad e inocencia a su alrededor. Lo único que desentona en la desastrosa apariencia son las manos, jóvenes, nerviosas y delicadas. En la mano derecha traía una enorme bolsa de cuero negro.

– Abuela -dijo Pat -, tenemos un problema.

– ¿Qué hay que hacer? -preguntó, dejando que su mirada se paseara rápidamente por toda la habitación.

Seguro que estaba calculando dónde había que poner micrófonos y cámaras para que la vigilancia fuera más eficaz.

– ¿Qué es esto? -Pat señalaba el espacio de la pared que había puesto al descubierto en la biblioteca.

La Abuela se acercó y se puso de puntillas. Examinó atentamente la rejilla y el pequeño agujero. Silbaba suavemente una ligera melodía, de la que repetía constantemente cuatro o cinco compases. Finalmente, dejó la bolsa en el suelo y, sin mirarnos, dijo:

– Aspiner Securities… Estos tíos inventan cosas nuevas todos los días. Ésta la acaban de comercializar hace un par de meses. En realidad, no tiene demasiado misterio. Es un sistema combinado de apertura de seguridad. Este cacharro -señaló el agujero-tiene un vídeo dentro y la rejilla esconde un micrófono… Las dos cosas están coordinadas por un pequeño ordenador. Cuando se combinan la imagen y el sonido programados, el computador instruye a la puerta y ésta se abre. En otras palabras, aquí delante se tiene que poner el dueño de la casa y, cuando el vídeo le ha reconocido, debe pronunciar una frase. Entonces, el aparatito procesa el sonido y las palabras y, si está satisfecho con lo que ha oído, ¡zas!, ábrete sésamo.

– Tenemos otro problema, Abuela -dije.

Me miró con curiosidad, como si me viera por primera vez.

– ¡Anda, si creí que eras la sombra de éste! -señaló a Pat.

– Soy Chris, el hermano de Pat. -La Abuela hizo un gesto de asentimiento -. El dueño de todo este tinglado ha tenido la ocurrencia de morirse…

– Olvídalo… -hizo un gesto cortante con la mano-. En ese caso, no hay quien abra esto… Hombre, puedes volar la pared…

– Nada de ruido, Abuela -interrumpió Pat -. Éste es un trabajito particular y más bien anónimo… No. Hay que encontrar un modo de abrir esto por las buenas.

La Abuela hizo repetidos gestos negativos.

– Imposible. Tendríamos que cambiar las instrucciones. Para eso, aparte de que probablemente debería hacerlo el propio dueño del piso, habría que llegar al computador. Y ése está dentro. No. Imposible… La esencia de estos aparatos es su inviolabilidad. Tienen circuitos propios, metidos en una camisa de acero y molibdeno. Hasta tienen su propia fuente de energía. No. Aquí no entras ni con láser.

Patrick resopló con resignación.

– ¿Y en caso de muerte? ¿No puede estar previsto algo? Este tío no se va a llevar todos sus secretos a la tumba, ¿no?

La Abuela se encogió de hombros.

– A menos -dije -, a menos de que haya alguien más. Qué sé yo… un socio, un cómplice… no sé. ¿Sería posible que este ordenador tuviera instrucciones de abrir a más de una persona?

– Desde luego. Depende de a cuántos has metido en el programa.

– Oye, Pat. ¿Cuánta gente ha venido aquí desde que Aspiner murió?

La Abuela dio un silbido.

– ¿Aspiner, eh? -dijo.

– Nadie. La casa ha estado cerrada hasta este mediodía. La viuda viene mañana, me dicen.

– Habrá que vigilar, ¿no?

– Humm.

– Digo yo que habrá que investigar a los parientes de Aspiner, a sus socios, a sus amigos. Gente así, ¿no?

– Oye, Chris, ¿por qué no le enseñas tu profesión a otro? Levanté una mano.

– Perdona, Pat… Es que me molesta tener tantas preguntas sin contestar, qué quieres que te diga.

– Sí. Y lo malo es que, como está suspendida la investigación, todo lo que hagamos, va a haber que hacerlo sin armar ruido.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo… -Pat se metió las manos en los bolsillos, se dio la vuelta y se acercó a la ventana.

La Abuela le miró y, luego, se volvió hacia mí.

– Por ejemplo -dijo-, habría que hablar un poquito con los que instalaron el sistema. Los chicos de Aspiner Securities. Conozco a un par de ellos y les puedo preguntar. ¿Qué te parece, Pat?

– Me parece -contestó mi hermano sin volverse-que si los chicos a los que conoces han hecho un trabajo para su patrón y les va en ello el empleo, no te van a contar ni el color de la hierba.

– Hombre, se puede intentar… Sonó el teléfono.

Pat se volvió de golpe y frunció el ceño. Miró la hora en su reloj. Murmuró:

– La una de la madrugada. ¿Quién diablos…?

– ¿Vas a contestar? -pregunté.

Los tres nos habíamos quedado absolutamente inmóviles. El teléfono seguía sonando.

– ¿Pat?

Hizo un gesto negativo con la cabeza. Finalmente, como seguía sonando, se encogió de hombros, dio dos zancadas hasta la mesa en la que estaba el aparato, nos miró brevemente y levantó el auricular. No hay nada más imperativo que un teléfono sonando.

– Sí -dijo con poca convicción. Al cabo de un momento, muy lentamente, bajó el auricular y lo colocó nuevamente en su sitio-. Han colgado -dijo-. Vamonos de aquí.