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CAPITULO XII

Confieso que dormí como un lirón. Sólo me desperté una vez con la nariz completamente tapada. Me soné, me puse unas gotas y ya no me enteré de nada más hasta las diez de la mañana, hora en que abrí los ojos y, sin moverme, hice un repaso mental de todos mis males, antes de tomar decisiones precipitadas: la nariz, tapada, tal vez fraccionalmente menos que el día anterior; la garganta, hecha un basurero, reseca y dolorida; el cuello, humm, rígido y dispuesto a dar la lata; la herida en el cuero cabelludo, bastante bien. Bueno. Nada que justificara la inmovilidad. Imposible quedarme en la cama, que era lo que de verdad me apetecía. Me levanté y abrí la puerta de la habitación.

– ¿Chris? -era la voz de Tina, que llegaba desde abajo-. ¿Qué tal estás? Te preparo un café.

Abrí la ventana y miré hacia la calle. La casa de Pat está en un sector particularmente tranquilo de Brooklyn Heights. Es de los pocos lugares totalmente humanizados de Nueva York. Aunque, en aquel momento, la nieve lo cubría todo, en primavera, con el deshielo, los árboles se esponjan y el pequeño parque que hay en uno de los extremos de la calle se llena de flores y, sobre la hierba, fresca y jugosa, corren los niños, brincan los perros y se pasea la gente, sonriendo amablemente. Todo muy bucólico.

Me di una ducha larga y perezosa. Nada de agua fría al final que me estimulara como un tónico. No estaba yo para proezas.

– ¡Vaya! -dijo Tina, sonriendo-. Nuestro héroe ha amanecido con buena cara. Anoche parecíais dos cadáveres…

– ¿Pat?

– Se ha marchado ya. Tenía que estar a las ocho en la comisaría. Dice que le llames.

– Huele que alimenta. Tina rió.

– Siéntate, anda. Tómate el café, que te frío un par de huevos. ¿Tostadas?

Asentí.

– Ahí tienes el periódico. ¡Ah! Acaba de llamar Nina Mahler.

Descolgué el teléfono y marqué el número de Washington.

– ¿Nina? ¿Qué tal estás?

– Bien, bien… Cuéntame lo de anoche. ¿Qué ha pasado? Le conté pormenorizadamente nuestra visita al piso de Aspiner. Sólo al final, Nina dio un largo silbido. -Caray -dijo y guardó silencio.

– ¿Nina? ¿Estás ahí?

– Sí, sí, amor, estoy aquí. Yo…

– ¿Tienes algo que decirme?

– Eh… Bueno… la verdad es que anoche tuve visita en casa…

Me quedé callado. Pasados algunos segundos, pregunté en voz baja:

– ¿Y qué pasó?

– Nada, nada -se apresuró a contestar Nina-. Yo no estaba. Fue parecido a lo tuyo. Un poco de desorden… no falta nada… Son verdaderos profesionales.

– Entonces… nos están dando un aviso.

– ¿Porqué?

– Si son verdaderos profesionales, y yo también creo que lo son, no hubieran dejado rastro de su paso por esa casa si no hubieran querido que lo supiéramos.

– Ya. Ya lo he pensado, ya… ¿Chris? Otra cosa, amor…

– ¿Qué?

– Markoff se está moviendo. No dije nada por un momento.

– ¿Otra vez? ¿Como en el Midwest?

– Sí.

– ¿Desde cuándo?

– Anoche.

– ¿Quién le está siguiendo?

– Staines.

– ¿Lo sabe Gardner?

– Sí.

– Vuelvo esta noche. -Colgué.

Tina me puso delante un suculento plato de huevos fritos, tostadas y bacon. Me guiñó un ojo.

– Este niño está muy flaco -dijo, imitando la voz de mi madre. Rió y me pellizcó en la mejilla. Estaba guapísima-. Anda, come.

Cogí tenedor y cuchillo y me puse a devorar lo que había en el plato. Después de rebañar hasta la última migaja, me levanté con la taza en la mano, me acerqué al fogón y me serví café. Suspiré, satisfecho, y encendí un pitillo. Estornudé ruidosamente.

Decidí llamar a Dennis. Le había prometido que le contaría cómo iban las cosas. Quería, de paso, averiguar si habíamos tenido más visitas nocturnas.

– Bethesda.

– Extensión 2502, por favor.

– Oficina del doctor Keatley, buenos días.

– ¿Está el doctor, señorita?

– El doctor Keatley no ha venido esta mañana. ¿Quiere dejar algún recado?

– Gracias. Sólo diga que le ha llamado Christopher Rodríguez.

– Gracias.

Llamé a casa. No contestaba nadie. En vista de ello, decidí cumplir con mi promesa de ver a John Mazzini, pedirle perdón por mi encerrona del día anterior y almorzar con él. En algún sitio tenía que comer un bocado y, con Johnny, un buen bocado estaba siempre garantizado: en los últimos años, se había puesto como un tonel a base de frecuentar diariamente los mejores restaurantes de cada ciudad a la que los avatares de su profesión le llevaban. Quedamos citados en la Cote Basque, el maravilloso establecimiento francés de la calle 55.

– Y ahora, dime lo que te traes entre manos con el senador Perkins -me ordenó Johnny, alargando la mano y cogiendo el vaso de vodka con tónica que le acababa de traer un camarero-. Oye, tienes un aspecto fatal. ¿Qué te ha pasado?

– Nada, Johnny. Tengo un catarro bestial y, además, resbalé con el hielo y me di una costalada de campeonato.

A Mazzini se le escapó una rápida mirada a mi pie. Cuando volvió a levantar la vista, había en sus ojos una involuntaria expresión de lástima. Pat, sentado a mi lado, dio un bufido; nunca ha sabido disimular.

Había intentado acudir solo a la cita, pero de Patrick ya no había quién se despegara ni con soplete; "este caso es mío, por lo menos tanto como tuyo, y si crees que te voy a perder de vista, vas listo".

– No me traigo nada especial entre manos con Perkins -dije y bebí un sorbo de mi whisky con soda-. Mi entrevista con él tenía un motivo absolutamente genuino: con esto del pie, estoy empezando a pensar seriamente en dejar la fotografía y dedicarme a escribir…

– No me lo creo. Venga, hombre. Tú siempre has despreciado el periodismo literario.

– … De sabios es cambiar, Johnny…

– ¿Y la fotografía deportiva? ¡Venga ya! Tus fotos de ahora tienen tanto drama, tanta emoción como las que hacías antes de… bueno… antes. Oye, oye -añadió, mirándome fijamente-, ¿cómo es que no has ido a la Copa del Mundo de esquí?

– Ya te digo… ¡Si es que no quieres escucharme, hombre! Me gustaría empezar a escribir. De verdad… De repente, ayer por la mañana leí la entrevista de Perkins en el Washington Post, ya sabes, la que ha hecho sobre Centroamérica, diciendo que se va a meter con Fulton y no le va a dejar gastarse el dinero en operaciones de desestabilización. Le tiene mucha manía, ¿eh?

Mazzini dio un gruñido.

– Bueno, pues… por fin, me decidí a intentar escribir algo que me rondaba por la mollera desde hacía tiempo: una serie para ver si puedo desentrañar la madeja de la intervención americana en aquellos países… Así, de pronto… Ya sabes… Pensaba enseñártela cuando la tuviera terminada. -Me estaba metiendo yo solito en un laberinto verbal. Si quieres que te crean, haz que tus mentiras sean muy sencillas. Sonreí-. Y, luego, para convencer a Perkins, no se me ocurrió nada mejor que invocar tu nombre… -Separé las manos con las palmas hacia arriba y me encogí de hombros.

– Chris siempre ha sido muy trolero -dijo mi hermano.

– Muy gracioso -apostillé, mirándole con severidad.

– Además -añadió Pat, que nunca puede callarse a tiempo -, da la casualidad de que el nombre de Perkins aparece cada vez con mayor frecuencia en conexión con una investigación que estoy dirigiendo.

Cerré los ojos.

John Mazzini levantó las cejas.

– ¿Sí?

– Malcolm Aspiner -dijo Patrick, asintiendo-. Cada vez que levanto la esquina de una alfombra, ¡zas!, salta Perkins…

– ¿Sí?… Oye, un momento. ¿Cómo, cada vez que levantas… cada vez que levantas? Esta investigación ha sido cerrada. Yo también leo los periódicos, ¿sabes? Además, la prensa ha dicho que Aspiner murió de un infarto o algo así, pero, aunque me dedico a política internacional, aún conservo contactos con la Policía y con el fiscal del distrito: Hartfield me dijo que le habían asesinado, pero que preferían la versión del infarto para evitar especulaciones en bolsa, crisis financieras… cosas así. Pero, amigo mío, la investigación ha sido oficialmente cerrada. ¿Qué andas tú husmeando? ¿Sabes algo que no sabe John Mazzini, famoso periodista del Times, celoso protector de la comunidad? Habla, habla, que por la boca muere el pez, ¿eh?

Patrick se mordió los labios y se removió inquietamente en su asiento. Chasqueé la lengua.

– Johnny, celoso cuidador de la comunidad -dije festivamente-, te parecerá una fantasía, pero Patrick, que no se ha quedado satisfecho con los motivos que le ha dado el fiscal para interrumpir la investigación, ha decidido seguirla un poco por su cuenta.

– Eso -murmuró mi hermano.

– Vaya, teniente -dijo Mazzini con socarronería -, no me digas que ahora vas a montar un departamento de homicidios por tu cuenta. ¿O es que ya no castigan la insubordinación en la Policía de Nueva York?

– Oye, oye -interrumpí con impaciencia -, ¿cómo nos hemos metido en este lío? Lo de Pat no tiene nada que ver con mi entrevista con Perkins. Pat -añadí, mirándole-, no te dejes confundir por este miserable periodista y no hables más, anda. Johnny, bastante follón tiene éste para que, encima, le saques en los periódicos. Te agracederé que te lo calles, ¿eh?

John se recostó en su asiento, sonriendo. Tomó una tostada finísima y le untó mantequilla parsimoniosamente. Luego, levantó la vista y miró al camarero que nos traía la Bisque de homard que habíamos pedido los tres. Nos colocaron un humeante plato de sopa a cada uno por delante y, mientras el camarero retiraba los aperitivos que habíamos tomado y sustituía los ceniceros, el somelier se acercó con una botella de Pouilly. Fumé en la mano, manteniéndola ligeramente inclinada para que Johnny la inspeccionara. Mazzini hizo un gesto casi imperceptible de asentimiento y el somelier virtió un poco de vino blanco en su copa. Tomó el vaso con la mano derecha, mordisqueó un poco de tostada con mantequilla y probó el vino.

– Humm, buenísimo… Cuidado, Chris, que te quemas con la sopa. Me parece que está demasiado caliente.

Me llevé una cucharada de sopa a la boca. Estaba sensacional. Tenía pequeños trozos de bogavante flotando en el espeso líquido de color rojizo.

– Está buenísima -dije. Parece mentira las cosas que se pueden hacer con un poco de langosta, nata y coñac.

– Muy bien -dijo Johnny-. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, si! Malcom Aspiner. ¿Qué tienes que decirme, Pat?

– Nada. No tengo que decirte nada. Mira, Johnny, si te lo callas ahora, puedes pedirme lo que quieras… más adelante.

– Bueno, no os asustéis, caramba. Lo único que quiero es la exclusiva de lo que obtengas.

Pat asintió solemnemente y yo, riéndome, añadí:

– Seguro que te llevas un artículo sensacional. -No sabía lo cerca que estaba de la realidad.

– ¿Por qué te ríes?

– Hombre, acabará siendo una tontería de faldas y lo único que ocurrirá será que Aspiner, el pilar de la comunidad, terminará quedando a la altura del betún… Nada que haga temblar la nave del Estado.

Segunda plusmarca Rodríguez en errores de ciento ochenta grados. He repasado, una detrás de otra, las tonterías que cometí en esta historia y, realmente, puestas en cadena, darían fácilmente la vuelta al mundo por el ecuador.

– Bueno -dijo Mazzini-. ¿Qué te ha parecido el enemigo público número uno?

– ¿Thomas Perkins? -pregunté. Asintió.

– A mí me gusta. Pero tú le conoces mejor que yo, ¿no?

– Sí. Sí que le conozco bien, sí. Thomas Perkins -recitó-, Tom para los amigos… Californiano, rico, poderoso. Un play-boy; le encantan las señoras… y ¿a quién no, eh? Trigo absolutamente limpio… Honrado… ¿qué más se me ocurre?… Apostaría a que no llega a presidente de los Estados Unidos, por mucho que le guste la idea. Es… demasiado ingenuo para eso. Los cuentos de hadas no suelen tener un final feliz en este país. Qué sé yo. Es demasiado transparente…

– Un hombre perfecto, ¿eh? Y ahora, dime si tiene alguna conexión con la KGB.

Johnny me miró con incredulidad y soltó una carcajada.

– ¿KGB? ¡Vamos, hombre! No te lo crees ni tú… Eso es imposible. ¿Controvertido? Ciertamente. No es el amigo más íntimo que tiene Fulton. Pero, de ahí a que sea un espía soviético, va un trecho considerable. No hombre, no.

Supongo que hubiera sido más lógico recabar toda esa información de Nina, pero lo que me interesaba no era tener el reflejo de un cálculo de probabilidades emanado de un servicio cuya misión es sospechar de todo el mundo, sino el sentimiento instintivo de un lobo del periodismo que rara vez se había equivocado al enjuiciar a una persona. Que yo supiera.

– ¿Por qué lo preguntas? -me dijo.

– Hombre, Johnny, qué quieres que te diga. Un personaje así, que está en desacuerdo con prácticamente la totalidad de la política norteamericana, que combate cada una de las acciones de Washington, sería un candidato ideal para Moscú, ¿no?

– No, Chris. No seas ingenuo. Oye, ¿cuánto hace que no hablas con algún norteamericanito de a pie? Por ejemplo, yo estoy absolutamente de acuerdo con todos los planteamientos de Perkins y soy más americano que tú. El Times estaría dispuesto a promocionarle -añadió fervorosamente-. Pero, con toda nuestra fuerza, somos incapaces de hacer que cambie la opinión pública. Le vamos a apoyar en cada ocasión que se presente… pero… -hizo un gesto de impotencia. Se quedó callado y, luego, me miró con cierta sospecha-. Oye, Chris, te has vuelto muy carca últimamente.

– No hombre, no. Lo que me ocurre es que me gusta saber por dónde piso.

¿Cómo podría explicarle a mi viejo amigo que me pagaban por sospechar de todo el mundo? ¿Por ver espías comunistas hasta debajo de las piedras del monumento al pollo frito del coronel Sanders? Había tenido demasiado contacto con los Markoff de este mundo. Sacudí la cabeza con irritación.

Terminamos la bisque en silencio y, mientras nos cambiaban los platos, levanté la vista.

– Oye, Johnny, ¿qué es el Club?

– ¿El Club? ¿Qué Club? -Me miró con sorpresa.

– No sé… El club. Yo qué sé. Perkins aludió a él.

Se quedó pensativo. Después, levantó lentamente la cabeza y se humedeció los labios con la punta de la lengua. Patrick miraba alternativamente a uno y a otro, siguiendo silenciosamente la conversación sin perder detalle; seguro que estaba analizando cada palabra para ver si algo de lo que decíamos podía servirle para desentrañar el misterio de la muerte de Aspiner. De vez en cuando, llevaba la copa a sus labios y bebía un poco de vino.

Dimos tiempo a que nos sirvieran el segundo plato y a que se repitiera el complicado ritual de la cata del vino, esta vez con un Burdeos que estaba colosal. De seguir así, me iba a costar trabajo levantarme de mi silla cuando terminara el almuerzo.

– Ya sé por dónde vas -dijo, finalmente, Johnny, apurando su primer vaso de vino tinto. Se secó los labios con la servilleta.

– Pues yo, no -dije.

– No me interrumpas, hombre. Nadie sabe muy bien si es una organización formal, ni cuáles son las reglas por las que se rige. Nadie será capaz de suministrarte la lista completa de sus socios, pero, en fin… Supongo que le llaman el Club, porque debe serlo por excelencia. ¿Qué es un club, Chris?

– Hombre, más o menos, el diccionario lo define como una asociación de personas, unidas por un interés común, que se reúne periódicamente para llevar a cabo actividades conjuntas.

– Pues, chico, personas con un interés tan común como ése, hay pocas. Se dice que el Club reúne en Nueva York a los veinte o veinticinco hombres más ricos del país. Banqueros, industriales, millonarios del petróleo… ¿Te imaginas? El par de docenas de hombres más ricos del mundo… ¡Hombre! -añadió, señalando a Pat-, Aspiner era uno de sus miembros más conspicuos. Hasta se rumorea que era el presidente…

– ¡Caray, tú! -exclamó Patrick-. Entonces… entonces, no me sorprende que, si les da la gana, puedan interrumpir una investigación policial sobre la muerte de uno de ellos.

– Exactamente, Pat. Lo que, desde luego, tienen, por simple suma de millones de dólares, es una fuerza enorme. Ríete tú de cualquier monopolio del poder. Supongo que, si el Club habla, hasta el presidente de los Estados Unidos escucha.

– Espera un momento -interrumpió Pat-, que digo cosas y ni siquiera me presto atención. Vamos a ver. Si el fiscal del distrito Hartfield decide interrumpir una investigación sobre la muerte de un digno miembro de la comunidad, sabiendo que se trata de un asesinato, digo yo que la presión que se ha ejercido sobre él debe haber sido fenomenal. Porque Hartfield podrá ser un imbécil pomposo, un culo cuadrado, pero lo que, desde luego, no es, es un corrompido.

– ¿Estáis seguros de que se trata de un asesinato?

– Sí, desde luego… Hasta tenemos un sospechoso…

– ¿Cómo? ¿Detenido?

– ¡Qué va! Ya me gustaría… Mazzini le miraba con atención.

– Oye, me parece que este asunto empieza a ser más serio que los tiquismiquis de un escrupuloso teniente de homicidios.

– ¿Monopolio de poder? -dije-. Ríete tú de la mafia, si esto que estamos hablando es verdad.

Los tres nos miramos en silencio. Johnny empujó su plato hacia adelante, se recostó en su asiento e, hinchando los carrillos, exhaló largamente.

– Carajo -dijo, por fin -, si se me permite la expresión.

Nina Mahler me estaba esperando en el aeropuerto de Washington. Acababan de dar las seis de la tarde y ya era noche cerrada.

Nina nunca iba a esperar a nadie, si se exceptúa el día en que volví del Oriente Medio sin Marta.

Debí poner cara de sorpresa ante tamaña generosidad.

– ¿Qué pasa?

Apretó los labios y me miró con la cabeza ladeada. Llevaba un espantoso traje verde asomándole por debajo de un viejo abrigo de pieles. Ni un atisbo de la malicia socarrona tan suya.

– Vamos, anda.

Bueno, si no me iba a contar lo que pasaba, no sería yo quien se lo preguntara. Ya me enteraría a su debido tiempo. Odio las puestas en escena melodramáticas.

Nos montamos en un automóvil que nos esperaba aparcado frente a la salida de la terminal. Era un coche del Centro y lo conducía un chófer silencioso y eficaz. Arrancamos inmediatamente, pero, en vez de dirigirnos hacia Washington, tomamos la autopista de Baltimore.

Puse un gesto de resignación cristiana y me arrellané en mi asiento. Encendí un cigarrillo y me puse a silbar la primera melodía que se me pasó por la cabeza. Si Nina creía que me iba a impacientar, estaba lista.

Al cabo de diez minutos de rodar en silencio, no pude más.

– Nina, ¿qué diablos pasa? Silencio.

– Bueno, por lo menos, dime a dónde vamos.

– Baltimore. Hotel Regency.

Y la luz penetró finalmente en mi obtuso cerebro.

– Markoff -dije.

– Markoff.

– ¿Ha pasado algo nuevo o qué?

Silencio. Nina se inclinó hacia mi lado y, con el índice, dio dos golpes en la guantera del asiento de atrás. Suspiré pacientemente, irritado con tanto drama. Alargué la mano y abrí la guantera. Delante de mí, reluciendo con el brillo opaco del metal bien engrasado, había un enorme revólver.

– Vaya, hombre. ¿Y este melodrama?

– Cógelo.

Lo cogí y me lo metí en el bolsillo de la cazadora.

Markoff debía estar acorralado. Y Markoff acorralado, es un bicho peligroso. De lo contrario, no podía entenderse tanta precaución. Se me ocurrió que, posiblemente, al bueno de Vladimir le habían pillado con los pantalones en los tobillos, sin protección y haciendo algo horrible, algo que rompía todos los pactos entre caballeros. Me encogí de hombros, intentando aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir.

Cuando, finalmente, el coche dobló la esquina de la calle en que está el hotel Regency de Baltimore, dije:

– No se detenga. Siga un poco y dé la vuelta a la manzana. El chófer hizo lo que se le ordenaba.

– ¿Por qué? -preguntó Nina.

– ¿Dónde está la protección de Markoff?

– No se la ha traído.

– No se mueve nunca sin su equipo, Nina.

– Esta vez, sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Empezó hace veinticuatro horas… Un día entero lleva confundiendo pistas, amor.

– Markoff moviéndose sin su equipo -dije, pensativamente-. ¿Sabes lo que eso quiere decir, Nina?

Asintió.

– La condición, ¿verdad? Para guardar el secreto, debe asistir a la entrevista solo.

Nina volvió a asentir.

– Un topo… se está entrevistando con el topo. Dios del cielo.

Silencio.

– ¿Quién es, Nina? Silencio.

– ¿Y Staines?

– ¿Puedes creer que le vio por casualidad? -El automóvil pasó por delante de la puerta del hotel sin detenerse -. En la estación municipal de autobuses, amor. Dime, Chris, ¿cuál es el tic más característico de Markoff? ¿Qué es lo que más le gusta hacer?

Me lo pensé un momento.

– Comer manzanas -dije, por fin, mientras miraba atentamente por la ventanilla.

– ¿Y qué hace con ellas?

– Cuando ha terminado de comerse una manzana, se limpia los dientes con un palillo, lo pincha en el corazón de la manzana y tira corazón y palillo a la primera papelera que ve.

– No te lo vas a creer, amor. Staines estaba en la estación municipal de autobuses a la hora en que Markoff empezó a moverse. Había entrado a tomarse un café, por pura casualidad. Compró un periódico de la tarde y se lo leyó en la cantina. Terminó su café, se acercó a la papelera y tiró el periódico. ¿Sabes lo que había en la papelera?

– Una manzana atravesada por un palillo.

– Una casualidad entre un millón.

– Una casualidad entre un millón, sí señora. ¡Qué barbaridad!

– Es la primera vez que le pillamos. -Suspiró-. ¿Cómo entramos en el hotel?

– La verdad, Nina, es que no somos una pareja que pase precisamente desapercibida en los vestíbulos de los hoteles. -Reí-. ¿Dónde está Staines?

– Décimo piso, enfrente de la habitación 1035, que es la de Markoff.

– OK. No tiene remedio. No he visto a ninguno de los chicos de Markoff en las posiciones que ocupan habitualmente. Es verdad que, esta vez, está solo. Vamos. La próxima vez que pase por delante de la entrada -le dije al conductor-, deténgase, que nos bajamos.

Nina no había sonreído ni una sola vez. No sonrió ahora. No dijo nada más. Me sentí vagamente inquieto.

Enfrente de la habitación 1035 del hotel Regency de Baltimore hay un cuarto ropero, de esos en los que las camareras guardan las escobas y los trapos, la lencería y las toallas. Staines estaba sentado encima de un cubo, sin moverse, esperando pacientemente. Era un hombre paciente, Staines. Tenía los ojos enrojecidos y la barba crecida.

Cuando nos vio llegar, abrió la puerta, salió al pasillo rápidamente y nos dijo en voz baja:

– Tenemos la habitación de la esquina, la 1002. No se ve desde aquí. -Me entregó la llave, mirándome fijamente; no dijo nada. Se volvió hacia Nina -. ¿Walkie-talkies?

Nina abrió su enorme bolso y sacó un pequeño transmisor. Se lo entregó a Staines sin pronunciar palabra, y a mí me dio el otro.

Estuvimos dos horas esperando en la habitación 1002. Dos horas. No se me van a olvidar fácilmente. Dos horas esperando en silencio, porque Nina no pronunció una sola palabra. Sólo, de vez en cuando, se humedecía un dedo, se lo olía y, después, se lo frotaba contra la mano contraria.

Finalmente, el aparato de radio carraspeó y se oyó la voz de Staines, metálica y distante.

– Ya.

Me acerqué a la puerta de la habitación y la abrí sigilosamente, apenas una rendija.

Unos segundos después, camino de los ascensores, pasó Dennis.

El doctor Dennis Keatley.