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CAPITULO XIII

Abrí los ojos. Dennis conducía el Land-Rover a toda velocidad por la pista del desierto. Llevaba las manos crispadas sobre el volante y miraba fijamente al frente. A mí, me había instalado, no sé cómo, en el asiento de atrás, con las piernas extendidas. Me miré el pie. Lo tenía envuelto en una venda y por la parte delantera asomaba un poco de algodón manchado de sangre. No me dolía y supuse que aún no se me había pasado el efecto de la morfina.

– Más deprisa -dije, pero Dennis no me oyó. Yo tenía la garganta seca y me notaba la lengua pastosa. El Land-Rover daba grandes saltos por encima de matorrales y piedras y, a su paso, levantaba una tremenda polvareda. El sol lucía implacable en el cielo y, en cada salto del vehículo, me cegaban sus rayos restallando oblicuamente sobre la ventanilla.

Tragué saliva. Por lo menos, hice el gesto de tragar saliva. Extendí la mano derecha y me agarré al respaldo del asiento delantero. Por el rabillo del ojo, Dennis vio mi mano y volvió la cabeza para mirarme. Sonrió.

– Más deprisa -repetí.

– ¿Qué tal estás? -Volvió a mirar a la pista.

Me encogí de hombros, pero no vio el gesto de indiferencia porque en aquella coctelera no había quien distinguiera un movimiento de otro.

– Bah -dije-. Más deprisa. Dennis echó la cabeza hacia atrás.

– ¿Qué?

Hice un gesto con la mano, como si quisiera impulsarle hacia adelante.

– Que vayas más deprisa, hombre.

– Ah. Voy todo lo deprisa que puedo, Chris -contestó, gritando para hacerse oír. Me incorporé un poco.

– ¿Tú crees que le alcanzaremos?

– No sé. Nos lleva mucha delantera y su jeep corre más que este cacharro. -Guardó silencio por un momento -. La verdad es que sabemos a dónde va, ¿eh?, al Coral Beach a cazar a Larry Staines… ¿eh? Y no sabe que le vamos siguiendo.

Estaba mareado y me dolía la cabeza. Pensaba solamente en Marta, prisionera de Pedro, viajando con él en dirección a Aqaba, y recordaba su última mirada, el mensaje que había en sus ojos: "Le mataré, Chris, le mataré." Y pedía al cielo que no lo intentara, que ni siquiera se le ocurriera hacer un gesto de amenaza. Era como imaginar al más delicado gorrión amenazando a un tigre. Marta estaba hecha para reír y bailar y amar, y Pedro sólo era una máquina de provocar muerte. Dios santo, hacía apenas una hora, con un simple y despectivo gesto, sin darle importancia, había cortado cuatro dedos de mi pie de un liviano machetazo. ¿Qué no haría con Marta? Le rompería los huesos sin esforzarse. Más deprisa, Dennis, por Dios, más deprisa.

Repentinamente, Dennis dio un frenazo. El coche derrapó violentamente y, finalmente, se detuvo. Me había caído al suelo, entre los dos asientos.

– ¿Qué pasa? -Intenté incorporarme.

Dennis seguía inmóvil, detrás del volante. Dio un gemido y echó la cabeza hacia atrás.

– ¡Oh, no! ¡No, por Dios! -exclamó. Abrió la portezuela del Land-Rover y se bajó.

Desde el suelo del coche, yo no veía más que la parte superior de su espalda y la cabeza, que ahora tenía inclinada, como abrumada por un peso insoportable. Muy lentamente, se dio la vuelta y me miró. Fue la segunda y última vez que le he visto llorar en mi vida; unos lagrimones enormes le corrían por las mejillas, dejando dos rastros terrosos en el semblante cubierto de polvo.

Recuerdo haber comprendido perfectamente en aquel momento lo que Dennis había visto y por lo que había detenido el coche y me recuerdo, como si fuera ahora, dando un grito largo y desgarrado, como el de un animal salvaje y herido. Nunca creí que pudiera sentirse tanta desesperanza; nunca creí que un dolor pudiera calar tan hondo, pudiera literalmente retorcer los intestinos, bloquear los músculos en un espasmo interminable.

Me veo aún doblando los brazos sobre mi estómago y vomitando inconteniblemente sobre mi hombro derecho.

Sin decir una palabra, Dennis abrió la portezuela de atrás y alargó la mano. Con un tremendo esfuerzo, extendí mi brazo izquierdo y Dennis tiró de mí.

Cerré los ojos y dejé que me ayudara a ponerme de pie. Me apoyé contra el Land-Rover. No quería mirar, sabía que no quería mirar y, sin embargo, abrí los ojos y miré.

Marta estaba en el suelo, de costado, casi en posición fetal, cubierta de polvo. Quise echar a andar y me falló la pierna derecha. Caí a la arena; un pie de Marta quedaba a apenas un metro de donde yo estaba. Me arrastré como pude hasta ella y, con enorme ternura, toda la ternura que me quedaba en el alma, le pasé un brazo por detrás de la nuca e hice girar su cara hacia mí. Tenía los ojos cerrados y la expresión pacífica de quien duerme un sueño apacible y amante. Le rocé la frente con los dedos para quitarle el polvo y soplé delicadamente sobre sus ojos; sus pestañas se movieron con el aire.

– ¿Está muerta, Dennis? Dime, ¿está muerta?

Dennis debió de ponerse en cuclillas, porque noté su mano apoyada en mi hombro. Luego, me ayudó a poner a Marta de espaldas. La herida que la había matado era un pequeño orificio a la altura del pecho izquierdo. Nada más. Pedro ni siquiera había necesitado violencia. Probablemente, sólo un disparo, displicentemente hecho para combatir a un gorrión amenazante.

Me quedé sentado, con la cabeza de Marta apoyada en mi regazo, mirándole los rasgos delicados del semblante, esculpidos suavemente, como los de una madonna de Andrea del Sarto. Mucho tiempo después, levanté la cara y miré a Dennis, que estaba arrodillado detrás de mí. Entonces, con un sollozo, abrió los brazos y me recogió en ellos, meciéndome, meciéndonos a Marta y a mí, como si fuéramos niños.

No sé cuántas horas pasamos así, ni cómo consiguió arrancarme a Marta de los brazos. Sólo sé que, habiendo contemplado mi dolor descarnado y abierto, mi desgarro de animal primario, los asumió generosamente. Sólo sé que estoy vivo gracias a él y que, después, durante infinitos días, fue mi único vínculo con una vida que ya no me apetecía vivir, pero en la que permanecía con el solo objeto de vengarme de Pedro.

Miré a Dennis alejarse por el pasillo del hotel Regency de Baltimore y no pude ni abrir la boca. Apoyé la frente contra el quicio de la puerta, incapaz de razonar o de pensar en otra cosa que no fuera un sentimiento abismal de vergüenza, de rabia y de tristeza combinadas. Si sólo hubiera sentido desencanto, creo que le habría matado allí mismo. Pero había mucho más: había traición compartida, yo era tan traidor como él, yo era el verdadero topo de toda esta historia. Yo, el genio Rodríguez. Era como si yo hubiera hablado personalmente con Markoff y le hubiera contado todos nuestros secretos. Y lo que más me enfurecía era que Dennis había podido traicionarnos solamente, porque, a base de recomponer mi alma, había llegado a conocerla mejor que yo, había hecho superflua la barrera de los secretos. Yo, que me había protegido tan bien de su homosexualidad, había hecho de él algo más íntimo que un amante. Bien, Rodríguez, bien.

Me volví y me apoyé contra la puerta. Nina no se había movido. Me miraba, pálida y angustiada y, cuando nuestros ojos se encontraron por fin, vi que su semblante se descomponía de miedo. Nina me tuvo miedo en aquel momento. Me horroriza pensar en la cara que debí poner.

Me metí las manos en los bolsillos. Carraspeé y, cuando me disponía a hablar sin saber realmente qué decir, me salvó el transmisor de Staines que llamaba desde el cuarto ropero:

– Sale Markoff.

– OK. Vente para acá.

Esperé unos segundos, me di nuevamente la vuelta, agarré la empuñadura de la puerta y conté despacio hasta cinco. Poco faltó para que me hubiera equivocado: Markoff estaba ya delante de los ascensores y acababa de apretar el botón de llamada.

– Señor Markoff -dije.

Se volvió con un sobresalto y se quedó inmóvil, paralizado por la sorpresa. En ese momento, se le acercó Staines con un revólver en la mano. Hay que reconocerle a Markoff su capacidad de recuperación.

– ¡Qué dramático! -exclamó suavemente-. Señor Rodríguez. ¡Ah! Señorita Mahler. No la imaginaba a usted saliendo al campo de batalla.

– Venga aquí -dije secamente.

Mi expresión no debía ser de cordialidad extrema, porque Markoff obedeció inmediatamente. La puerta del ascensor se abrió y el ascensorista asomó la cabeza. Cuando vio a Staines con la pistola en la mano, se le pusieron los ojos despavoridos, cerró la cancela y desapareció.

– Larry, ocúpate de eso -le dije a Staines señalando el ascensor con la barbilla.

Me aparté para que Markoff entrara en la habitación y cerré la puerta. Se acercó a un silloncito, me miró levantando las cejas y se sentó.

– ¿Cómo me han pillado moviéndome? -preguntó. Puse cara de enigma y no contesté.

– Ah, claro, no me lo van a decir. Los métodos son los métodos. En otras circunstancias, me hubiera acabado enterando. -Una clara alusión a que Dennis se lo hubiera contado; levantó una mano-: Dicho sea sin intención de ofender… ¿Qué van a hacer conmigo?

– Lo siento, señor Markoff -dijo Nina, con voz cansada-, pero me temo que le vamos a tener que retener de una manera más o menos permanente.

A Markoff se le saltó un pequeño tic en la mejilla. Tenía miedo.

– Son las reglas del juego -dijo resignadamente.

– Usted y Keatley han estado hablando durante varias horas. No podemos permitir que explique usted a sus amos el estado en que están nuestras investigaciones…

– ¿En relación con la fuga de su computador? -Hizo una mueca -. En realidad, todo este asunto es puramente anecdótico, porque…

Sonaron unos discretos golpes en la puerta de la habitación. Era Staines que volvía. Sin mirar, extendí la mano hacia atrás e hice girar el picaporte. Grave error. Vi que Nina abría mucho los ojos. Me di la vuelta. Era efectivamente Staines que volvía, pero, detrás de él, había cuatro ciudadanos de la URSS como armarios. Un diez a Rodríguez por cómo detecta a los guardaespaldas.

Retrocedí hacia el centro de la habitación. Uno de los soviéticos tenía un arma en la mano. Hizo un gesto con ella y levanté los brazos.

Markoff se puso de pie. En su cara había una expresión de sorpresa.

– Creí que se movía usted solo -dije-. La garantía del topo y todas esas cosas… -Era evidente que él también pensaba que se había movido solo. Su propio servicio era responsable de una grave falta de etiqueta: le habían seguido y habían roto la inviolabilidad del topo. Mala cosa-. Las reglas del juego, señor Markoff…

– Lo lamento -me dijo con cierta irritación -. Me temo, sin embargo, que la presencia de mis colegas en esta circunstancia es más alivio que carga. -Habló secamente en ruso y uno de sus espías abandonó inmediatamente la habitación -. Tengo que proteger al doctor Keatley, ¿no es cierto? Les voy a tener que retener hasta que nos hayamos asegurado de que está a salvo. -Sonrió-. Algo menos permanente que lo que ustedes tenían previsto para mí, ¿verdad? -Sacó una manzana de su abultado bolsillo y le dio un mordisco.

– ¿Puedo bajar las manos? -pregunté; me temblaban, mitad por cansancio y mitad por rabia.

– Naturalmente. Pero, antes, permítame que le despoje de esa horrible pistola que lleva usted en el bolsillo.

El muy hijo de su madre se estaba divirtiendo. Se acercó a mí y me quitó el arma. Nina dio un bufido; seguro que pensaba que estábamos en una película del Oeste y que yo iba a sacar mi revólver y armar una ensalada de tiros, saliendo victorioso del trance. La miré con pena.

– Siéntate, Nina.

Staines ya se había instalado en un sofá, sin decir palabra, como si todo el incidente no fuera con él.

Markoff se puso serio. Me miró y me pareció que había cierta simpatía en la expresión de sus ojos. Levantó una ceja, le dio otro mordisco a la manzana y me dijo:

– El doctor Keatley ha sido agente soviético desde mucho antes de que usted le conociera en el Líbano con Pedro Ortega. Desde 1957, para ser exactos… Le digo esto por evidentes razones y porque ya no tiene importancia. No creo que pueda volver a trabajar para nosotros en un país occidental. Ustedes verán si quieren hacer de su defección un escándalo… Por lo que a nosotros toca, preferiríamos que todo quedara en el mayor de los secretos. -Dio tres rápidos mordiscos a su manzana y, manteniéndola en la mano izquierda, se sacó un palillo del bolsillo y empezó a limpiarse los dientes.

– ¿Sabe usted dónde está Pedro Ortega? -pregunté. Pinchó el palillo en la manzana, la dejó en un cenicero y luego hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No, no lo sé, no… Tuvimos al doctor Keatley con él por razones similares a las de ustedes. -Separó las manos -. Ya ve usted, señor Rodríguez, los extremos se tocan… Y ahora, si me lo permiten, les voy a dejar. Tengo muchas cosas que hacer. -Se dirigió hacia la puerta, puso la mano en el pomo y volvió la cabeza hacia mí-. Se quedarán ustedes aquí, en compañía de mis colaboradores, hasta que yo llame mañana por la mañana. Pónganse cómodos. -Abrió la puerta -. ¡Ah! Una cosa más, señor Rodríguez. Si le consuela saberlo, nosotros no tenemos nada que ver con la fuga de su computador… Absolutamente nada que ver.