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CAPÍTULO XV

¿Qué era este sur de Cartago? Igual que me ocurría con todo lo demás, el nombre me había saltado a la cara de repente, sin que yo tuviera idea de lo que quería decir.

Por lo menos, iba a averiguar dónde estaba. Bajé al salón. De la biblioteca saqué el enorme atlas del mundo del National Geographic, lo puse encima de la mesa, lo abrí y busqué la doble página de Centroamérica. Qué poco tienen que ver los colores con que se dibujan los mapas con lo que, luego, resulta ser la realidad de los montes y los ríos, de las tonalidades y las sombras. Y, sin embargo, la impresión que queda, la que sorprende cuando es desmentida por la realidad, es la del dibujo de los cartógrafos. Algún día voy a recorrer el mundo haciendo un atlas fotográfico para que la gente pueda viajar y enterarse sin necesidad de moverse de su butaca.

En el atlas del mundo, Costa Rica aparece como el diminuto país que es, pintado de blanco y con los bordes en verde. Más o menos en su centro, está la ciudad de Cartago, firmemente plantada en la falda del volcán Irazú, como a treinta o cuarenta kilómetros al este de la capital, San José. ¿Al sur de Cartago? Poca cosa que le parezca de interés a los técnicos del National Geographic. Apenas una línea, como una cicatriz: la cordillera de Talamanca, que imagino debe ser el espinazo costarricense de la cordillera de los Andes. En lo que a mí respectaba, podía haberse tratado de la serranía de Shanghai; no me decía nada. Punto muerto.

Cerré el atlas y me quedé de pie, mirando al teléfono. Fui hacia él, descolgué el auricular y, durante unos segundos, lo mantuve en la mano, a media distancia entre la mesa y mi oreja. En realidad, no estaba pensando en nada, estaba haciendo acopio de decisión para empezar a dar palos de ciego.

Marqué el número de Pennsylvania Avenue y pedí que me pusieran con el bueno de Gardner. No estaba contento mi jefe y empezó a dar gritos en el mismo momento en que se puso al teléfono.

– ¿Señor Gardner?

– ¡Rodríguez! ¿Dónde diablos han estado ustedes metidos?

– ¿Se refiere usted a Nina y mí?

– ¡Sabe usted muy bien a quién me refiero! No pierda el tiempo con tonterías.

Alcé los ojos al cielo; este hombre era capaz de agotarle la paciencia al santo Job.

– Nos hemos pasado la noche siguiendo a Markoff…

– ¿Y qué?

– Nada. Absolutamente nada. Se ha movido de un sitio para otro, nos ha tenido girando como peonzas, y nada. Yo creo que se trataba de una columna de humo para esconder otra cosa. ¿Algún otro que se estaba moviendo? No lo sé.

– Ya. Habrá que averiguar si hemos detectado alguna otra actividad. ¿Y Nueva York? ¿Qué ha pasado por allí?

– Nada que aclare demasiado lo que está ocurriendo. Anduve husmeando por el piso de Aspiner y, aparte de que sí parece ser el autor del robo de nuestro computador, no acabamos de establecer claramente su conexión con la KGB o la razón de su muerte. -Soy un mentiroso de primera y me debería dar vergüenza.

Gardner dio un gruñido.

– No me parece que estén ustedes avanzando mucho, ¿eh? ¿Qué pasa con los computadores?

– Pues parece que Aspiner Computers produce un ordenador que sería capaz de asimilar la información del de la CÍA… pero ya nos lo imaginábamos.

– ¿Van a investigarlo?

– Sí, señor.

– ¿Qué más han averiguado de nosotros? ¿Del presidente, de Masters y de mí? -¿Una cierta nota de ironía?

– No mucho, señor. Pero había que hacerlo, ¿no?

– Tonterías. -Me hablaba como si estuviera regañando a un niño.-Pero… usted es el que está al frente de este asunto. Usted verá.

– Sí, señor. Señor Gardner, ¿qué es el sur de Cartago? Silencio. El silencio de las grandes ocasiones.

– ¿Cómo dice? -Gardner había puesto un tono de cautela en su voz.

– Nada especial, señor. A medida que vamos avanzando en este asunto, salta, de vez en cuando, un lugar que se encuentra al sur de Cartago. Y no sé qué es o lo que quiere decir.

Silencio. El bueno de Gardner disimula mal.

– No sé a lo que se refiere usted, Rodríguez… Al sur de Cartago. -Le costó un considerable esfuerzo decirlo-. ¿Qué tiene que ver con todo esto? ¿Cartago? ¿Túnez? ¿Qué tiene que ver Túnez en esto?

Un buen trabajo de improvisación. Como mentiroso, estaba, por lo menos, en la misma categoría que yo.

– Túnez, no, señor. Cartago, Costa Rica.

– No sé de qué me está hablando. ¿Qué quiere decir todo esto?

– Eso es lo malo, señor. No sé lo que quiere decir… Pensé que, tal vez, usted supiera si encaja, si tiene algo que ver…

– No, que yo sepa, Rodríguez. Esto del sur de… ¿Cartago?, ¿sale en conexión con qué?

Guardé silencio por un momento, pensando en la respuesta que podía dar.

– Eh… Aparecía en un print-out que he descubierto en casa de Aspiner. No sé. Puede haber sido un print-out perfectamente legítimo, relativo a otra cosa. No sé… algo que tenga que ver con los negocios de Aspiner… Vaya usted a saber.

– ¿Qué decía? -preguntó Gardner secamente.

– ¡Ah! Nada especial. Algo así como que el sur de Cartago empezaba a ser activado, qué sé yo.

– Quiero ver ese print-out.

– ¿Por qué?

– ¿Ya usted qué le importa?

– Nada, señor-me apresuré a decir.

– Quiero simplemente ver qué es.

– Muy bien. -Rodríguez, metido en un lío por mentir. ¿De dónde me iba yo a sacar un papel así?

– Venga a visitarme a última hora de hoy. -Colgó.

– Sí, señor -murmuré-. Sí, señor. -No tenía ninguna intención de hacerlo.

Una de mis propiedades más notables es un viejo Volkswagen, un escarabajo color naranja, que guardo en el garaje de casa. Es el único coche que ha sido capaz de resistir mi forma de conducir y que siempre responde con fidelidad a mis esporádicas exigencias. Debe de tener una batería a prueba de bomba; absolutamente eterna. Y es que otro de mis odios es manejar automóviles.

Entré en el garaje, encendí la luz y saludé mudamente al vetusto vehículo. Encima del capó había una caja de cartón que contenía fotografías desechadas, papel de ampliación usado, recortes inútiles y alguna botella de plástico vacía. Recordaba haberla puesto ahí semanas antes, con la vaga intención de meterla en el cubo de la basura. La agarré con ambas manos y la dejé caer en un rincón.

Abrí la puerta del garaje, di algunas palmadas amistosas al Volkswagen, me metí en él, introduje la llave en el contacto y la hice girar. El motor estornudó un par de veces y acabó arrancando con la suavidad algo metálica de estos tanques alemanes. Mientras los alemanes produzcan un solo Volkswagen, seremos incapaces de derrotarlos.

Hacía mucho frío y el sol invernal, que había hecho su primera aparición sobre Washington en semanas, empezaba ya a declinar sobre el horizonte. El atardecer se estaba cerrando y la luz se había vuelto violácea.

Me dirigí hacia Langley lentamente, no porque me apeteciera el paseo, sino porque conduzco despacio y con inmaculada prudencia. Según Nina, lo que me pasa es que conduzco muy mal. Se ve bien que nunca viajó conmigo en mis tiempos de guerrilla en Jordania.

Masters me recibió inmediatamente.

– Siéntese.

Me hubiera gustado adivinar si, detrás del tono impersonal con que se dirigió a mí, había irritación con un patoso que nunca acaba de saber por dónde anda, o resignación con un meticuloso obstinado al que hay que dejar llegar, paso a paso, al objetivo que se ha propuesto.

Le conté, con un poco más de detalle que al bueno de Gardner, lo que había pasado en los últimos días, utilizando las mismas pequeñas correcciones de matiz y estilo. Me estaba convirtiendo rápidamente en un estupendo actor y empezaba a estar seguro de que, de seguir así, no salvaría mi alma de las penas reservadas en el infierno a los mentirosos de pro. Qué se le va a hacer.

– Y, si no estoy equivocado, no nos han descubierto ustedes, a Fulton, a David o a mí, actividades que nos liguen a la KGB…

– No, señor.

Me dirigió una sonrisa. La primera en días.

– No sé si esto aclara o no la situación. A veces me pregunto… Guardó silencio.

– ¿Qué, señor?

– Nada, nada, Christopher. No quiero influir en su investigación.

– ¿Le puedo hacer una pregunta?

– Adelante. -Levantó las cejas.

– ¿Qué es el sur de Cartago?

Desde luego, esas tres palabras provocaban las más extrañas reacciones en la gente. Masters se quedó callado y dejó de sonreír. Se pasó la mano derecha por la mata de pelo blanco y, de repente, el azul de sus ojos se hizo más oscuro, más opaco. Estaba preocupado.

– ¿Qué sur de Cartago? -preguntó por fin con cautela-. No veo qué tiene que ver Túnez con todo esto.

– Sur de Cartago, Costa Rica, señor.

– Ya. ¿Por qué lo pregunta?

– No lo sé muy bien… Me topo con el sur de Cartago cada vez que escarbo un poco en todo este asunto.

– No creo que tenga importancia…

– Eso mismo me dice el señor Gardner, pero… con toda franqueza, señor, empiezo a no creérmelo.

Masters me miró en silencio durante un buen rato. Saqué un paquete de cigarrillos de mi bolsillo, levanté las cejas en señal de petición de permiso para fumar y el director asintió. Luego, hizo repetidos gestos afirmativos con la cabeza y suspiró. Finalmente, tomó la decisión de contármelo. Se le notó en la cara.

– Christopher… -empezó, lentamente-. El sur de Cartago es, en efecto, una operación de la CÍA, pero no creo que deba usted conocerla. Durante veinte años, ha sido el secreto mejor guardado de los Estados Unidos…

– Perdón, señor. No pretendo que me desvele usted secretos de Estado, pero me temo que éste, concretamente, tiene relación con nuestra investigación, es cada vez más esencial a nuestra investigación, a juzgar por las veces que salta a la palestra… Además… no me parece que sea ya un secreto tan celosamente guardado. Aspiner, por lo menos, lo conocía. -Estabas mintiendo Rodríguez y, sin embargo, ni siquiera intuías lo cerca que estabas de la verdad.

– Humm… -suspiró nuevamente-. Tal vez tenga usted razón… Ni qué decir tiene que nada de lo que le voy a contar deberá ser explicado, sugerido… vamos… que no se le debe siquiera mover un músculo de la cara si alguien se lo mienta… ¿eh? -Se puso tremendamente serio y las facciones del semblante se le endurecieron-. Le va en ello la vida, Rodríguez.

Respiré hondo. -Sí, señor.

Masters cogió un lápiz y empezó a juguetear con él, dándole vueltas en una mano.

– En 1961, en abril de 1961 para ser más exactos, una fuerza combinada de guerrilleros cubanos exiliados y de agentes de la CÍA efectuó un desembarco en un lugar conocido como bahía Cochinos en Cuba. Desde que Fidel Castro había tomado el poder el primero de enero de 1959, su paulatina conversión al marxismo, con la creciente influencia del partido comunista cubano, le había costado a los Estados Unidos muchos millones de dólares… Millones de dólares en expropiaciones, en negocios perdidos… Nuestra paciencia se agotaba rápidamente. Por otra parte -Masters se recostó en su asiento-, en lo que a nosotros y a muchos cubanos que le habían apoyado, respectaba, Fidel había traicionado las ideas que habían hecho que la burguesía cubana se pusiera de su parte a última hora. Fidel Castro, en otras palabras, había transformado la lucha anti-Batista que le había dado la victoria, en una revolución marxista…

– No es que los Estados Unidos fueran precisamente pacientes con él -interrumpí.

Masters levantó una mano y dijo secamente:

– Los motivos y responsabilidades de los Estados Unidos no están siendo discutidos ahora, Christopher. Esto no es una clase de teórica en la Universidad de Harvard, sino un relato pragmático de acontecimientos. -Me miró severamente, se puso de pie y empezó a pasear por el despacho; iba hasta la ventana, miraba brevemente hacia los jardines de Langley, se daba la vuelta y volvía hasta donde yo estaba sentado. Y vuelta a empezar. Ablandó el tono de su voz y prosiguió-: Una gran parte de la clase media que apoyaba mayoritariamente a Fidel, la que había sido más furibundamente anti-Batista, se marchó desengañada de Cuba y empezó a establecerse en Miami. -Me pareció superfluo explicarle que yo también conocía la historia -. Poco a poco, aquellos cubanos fueron organizándose, fueron montando unidades de combate. Para ello contaron con el apoyo logístico y material de la CÍA. Pudo ser un error. No lo discuto. Pero eso fue lo que sucedió.

Me dio la impresión de que Masters no estaba muy de acuerdo con estas actividades de su agencia, pero, cuando lo dijo, me estaba dando la espalda y no pude verle la expresión de la cara. Giró en redondo y, acercándose a mí, continuó:

– Cuando se consideró que aquella fuerza de desembarco estaba preparada, la Junta de Jefes de Estado Mayor convenció a Jack Kennedy de que un asalto a Cuba contaría con el apoyo inmediato de la población y provocaría la caída de Castro. Había informaciones suministradas por nuestros agentes en la isla que parecían confirmar esta probabilidad. -Torció el gesto-. El presidente dio su visto bueno, el desembarco se efectuó y fue un absoluto fracaso: la mayoría de los asaltantes murió o fue hecha prisionera. Usted recordará el escándalo que se produjo. Kennedy asumió toda la responsabilidad y, si no estoy equivocado, se juró nunca más hacer caso de lo que dijera su Junta de Jefes de Estado Mayor. Pero, amigo mío, el desastre de bahía Cochinos envalentonó a Castro y, lo que es peor, a Kruschev. La URSS ayudaba crecientemente a Cuba y, con ello, empezó a armarla de tal manera que el Gobierno de Washington se preocupó seriamente. Dejemos a un lado -añadió sonriendo sarcásticamente-los distintos y pintorescos esfuerzos que se hicieron para asesinar a Castro: la mafia, la CÍA, los vietnamitas -agitó la mano izquierda-, qué sé yo… El hecho es que, de repente, se comprobó que Kruschev estaba instalando misiles en Cuba y que los misiles apuntaban a territorio norteamericano. Fue la gota que colmó el vaso y el presidente Kennedy mandó un ultimátum a la URSS. Octubre del 62… Incluso si mi trabajo no me lo recordara a diario, tendría el incidente grabado en mi memoria porque entonces me pareció que nos habíamos vuelto locos todos. Durante quince días estuvimos al borde de la guerra nuclear. Pero Kruschev se arrugó y todo pasó.

Se quedó callado, mirando por la ventana, y yo, aprovechando la circunstancia de que no me veía, encendí un cigarrillo.

– La CÍA mandaba mucho en aquel entonces -continuó Masters con un deje de tristeza en la voz-. Sí, señor -añadió suspirando. Me pregunté si el suspiro era añoranza o preocupación -. La CÍA no creyó que todo hubiera pasado. Tal vez hizo bien… Un año más tarde moría Kennedy en Dallas. Nunca se ha aclarado el misterio, pero la teoría que más firmemente barajó nuestra agencia fue que se trató de una represalia de Castro o de la Unión Soviética por los intentos de asesinato contra Fidel… Se lo creyeron en serio, Christopher…

– ¿Y usted qué cree?

– Mi opinión vale de poco, pero si quiere oírla… Creo que al presidente le mataron un par de locos histéricos, megalománicos y sedientos de sangre… Creo que no hubo conspiración. Éste es un país violento, Christopher, un país violento… En fin… El hecho es que se decidió…, el presidente Johnson decidió prepararse seriamente para cualquier amenaza que pudiera venir desde Cuba. Había… mucha histeria. Empezábamos a meternos cada vez más en Vietnam, y Centroamérica era un bastión americano con un solo grano de pus: Cuba. Había que prepararse para cualquier eventualidad. Lyndon Johnson decidió hacer lo que había hecho Kruschev, sólo que al revés: plantar misiles apuntando hacia Cuba.

Me enderecé de golpe en mi silla. Se me habían puesto los pelos de punta.

– En realidad -prosiguió con voz cansada-, apuntando a Cuba es un eufemismo por misiles apuntando a toda Centroamérica… Se buscó cuidadosamente un emplazamiento seguro, que estuviera fuera del territorio de los Estados Unidos.

– ¿Por qué fuera del territorio de los Estados Unidos?

– Eso me pregunto yo también. En su momento, se argüyó que, así, nadie podría acusar a los Estados Unidos de hacer el matón… Sí… no me mire así. Ya le he dicho que estaban todos histéricos. Yo creo que, en realidad, querían tener a todo el mundo metido en el ajo, aunque fuera involuntariamente, para no correr solos con la responsabilidad. Es más que probable que el genio al que se le ocurrió la idea pensara que, colocando los misiles fuera de los Estados Unidos, si había que dispararlos, podríamos echarle la culpa a otro. El caso es que se escogió el lugar de emplazamiento con mucho cuidado, sopesando las probabilidades de que el país que resultara elegido llegara a sufrir una revolución. No, si visión tenían -dijo, sonriendo con cierta amargura. -Nicaragua, El Salvador y Honduras fueron descartadas. Guatemala fue un firme candidato durante tiempo, pero la lucha de guerrillas lo hacía peligroso. Panamá, por el canal, no podía ser…

– … Y se decidió que fuera Costa Rica.

– Y se decidió que fuera Costa Rica. Un país tranquilo, sin grandes problemas políticos, sin guerrilla, sin ánimo revolucionario… ¿Qué quiere que le diga? Había un lugar ideal, aislado, en alto, en la cordillera de Talamanca… Abrió los brazos y, simultáneamente, dijimos:

– Al sur de Cartago.

Nos quedamos en silencio. Finalmente, me puse de pie y me acerqué a la ventana, parándome al lado de Masters.

– Señor Masters. ¿Los costarricenses saben todo esto? ¿Se contó con ellos?

– Eso es lo malo, Christopher. No lo saben, no. No tienen ni idea de que están, literalmente, sentados encima de una bomba.

Di un largo silbido. Hacía horas que no daba largos silbidos.

– Pero, señor, toda Centroamérica puede saltar por los aires el día menos pensado. La misma Costa Rica. Los nicaragüenses están al lado, utilizan, unos u otros, qué más da, territorio costarricense para moverse, reagruparse, insultarse… Hace un par de días, leí un artículo en el Post en el que se hablaba de movimientos guerrilleros embrionarios en Costa Rica. ¡Dios del cielo! ¿Y no se les ha dicho nada? -Masters hizo un gesto negativo con la cabeza-. ¿Cómo es posible que se monte una serie de silos y se metan misiles en un país tan pequeño como aquél, sin que se entere su propio Gobierno?

– Le voy a poner un ejemplo: hace poco, una avioneta salió de Puerto Limón, en el Caribe, en dirección a San José. Es un vuelo de menos de quince minutos y se hace en línea recta. Hubo una tormenta y el avión presumiblemente cayó. No se ha vuelto a saber de él. Aún lo están buscando… En la selva, amigo mío, no hay quien encuentre ni un Jumbo… Con buenos medios técnicos, puede montarse un emplazamiento de misiles sin que se entere nadie. Es así de sencillo.

– ¡Dios del cielo!

– Me enteré de todo esto el día en que me senté en aquel despacho -dijo, señalando su mesa con la barbilla-. Desde entonces no duermo muy bien.

– Con todo respeto, esos misiles hay que quitarlos de ahí, señor.

Asintió solemnemente.

– Hay que quitarlos de ahí -dijo-. Estamos todos de acuerdo, Christopher. ¿Y cómo se hace? Con el lío que hay armado allá, con los movimientos guerrilleros, con el cuidado con que se sigue la llegada de técnicos americanos a cualquiera de aquellos países, ¿cómo se hace? Llevamos meses pidiendo a los costarricenses que nos dejen enviarles una misión técnica de asistencia, pero ellos saben lo que quiere decir asesores y se resisten. Les decimos que les vamos a ayudar a reforzar sus defensas en la frontera con Nicaragua, que les vamos a desarrollar lo que quieran. Pero se resisten…

– Es horroroso, señor.

– Humm. Me da pena sacar esos misiles de ahí -dijo pensativamente.

Le miré con sorpresa: me había estado equivocando con Masters. Hasta había estado a punto de contarle que la KGB no tenía nada que ver con todo este asunto. Me mordí los labios. A este hombre no le espantaba el hecho en sí de que el Gobierno tuviera ahora misiles en donde nadie le mandaba; le molestaba e irritaba que hubiera estado tan loco como para plantarlos en un momento de histeria y con riesgo de que el mundo se enterara. Le molestaba el posible escándalo, no la posible utilización. Este hombre estaba dispuesto a usarlos cuando le conviniera.

– Pero no hay más remedio que sacarlos, antes de que los descubra un grupo guerrillero -añadió, y volvió repentinamente la cabeza hacia mí y me miró con intensidad -. Que Aspiner supiera lo que hay al sur de Cartago es gravísimo, porque también lo sabe la KGB.

– ¿Qué podemos hacer?

– Nuestra gente de allá tiene vigilados a los grupos guerrilleros y, además, ningún agente de la KGB se mueve sin que lo sepamos. En cuanto podamos, meteremos allá a un grupo de técnicos, sin que se entere nadie, ¿eh?, y lo desmontaremos todo… Es esencial que usted descubra al traidor, Christopher. No podemos permitir que cosas así ocurran nunca más.

Era de noche cuando salí de Langley. Los momentos melancólicos, los instantes de reflexión, mi pesimismo ocasional, me requieren contacto con el mar. Recorrí en mi viejo Volkswagen la distancia entre Washington y Annapolis en algo menos de media hora. Annapolis es un pequeño pueblo costero, apacible y quieto, poblado de casas de madera y viejos sauces; en las afueras, está la Academia de Marina y un antiguo club marítimo tiene reservada la cabecera de la ensenada para sus vetustos locales de madera. Uno de los pueblos más elegantes de los Estados Unidos.

Cuando llegué, casi no circulaba nadie por las calles. La bahía de Chesapeake era una masa negra de agua, más intuida que vista. En la lontananza, se divisaban las luces del gran puente sobre el río Severn y, de vez en cuando, las luces de posición de buques de considerables proporciones deslizándose hacia mar abierta por el canal de navegación. Enfrente, en línea recta, muy a lo lejos, del otro lado de la bahía, una sugerencia temblorosa y apenas visible de bombillas y focos indicaba el emplazamiento del pueblecito de Cambridge.

Apagué el motor delante del caserón del club. Me bajé del coche. Detrás de mí, en la dársena, podía oírse el ruido del agua golpeando suavemente contra los cascos de los escasos veleros que no habían sido izados a seco.

Hacía mucho frío, pero el viento estaba en calma y la noche estrellada. Me acerqué al borde del malecón. A una treintena de metros, meciéndose perezosamente en el agua, había un espléndido Nautor Swan, impecablemente blanco en la oscuridad.

El Swan, un velero que construyen unos cuantos perfeccionistas en Finlandia, es un barco poco conocido en los Estados Unidos. Hay tres o cuatro en América. El mío es uno de ellos. Sus once metros y medio de eslora están amorosamente diseñados, precisamente para lo que debe hacer un Swan: correr en regatas y cruzar el océano, si se le antoja. Parece una bayoneta; potente más que bello, con la popa cortada en ángulo agudo, surca el agua con decisión y enorme fuerza. Todo está diseñado para la velocidad, desde la bañera muy poco profunda hasta la cabina que apenas sobresale del puente, afilándose hacia la proa, como un cuchillo. Tres años antes, Marta y yo se lo habíamos comprado a un millonario extravagante que lo tenía en las Bahamas y nunca lo usaba. Habíamos pensado cruzar el Atlántico. Nunca llegamos a emprender la travesía.

Me dio un escalofrío y me aparté del borde del malecón. Crucé despacio el aparcamiento y, frotándome las manos para restablecer la circulación, empujé la puerta del bar y entré. Al fondo del salón, una enorme chimenea, en la que ardían grandes troncos, daba calor y luz vibrante a los pocos clientes que había a aquella hora. A mi izquierda estaba la larga barra de caoba, oscurecida por años de amorosos cuidados. Los adornos de cobre brillaban de puro limpios y bruñidos.

El barman me levantó la vista del vaso que estaba secando cuidadosamente.

– Buenas tardes -dije.

Me saludó con una inclinación de cabeza. Me acerqué a él.

– ¿Qué va a ser?

– Whisky con soda.

Me lo sirvió silenciosamente, le pagué dejando el dinero encima de la barra, cogí mi vaso y me dirigí lentamente hacia una mesa que estaba un poco apartada, al lado de una de las ventanas.

– Buenas noches -dije.

– Buenas noches, señor Rodríguez -me contestó Markoff. Tenía puesto un grueso jersey de lana verde y, en los pies, llevaba unas grandes botas de goma. Me senté en la silla que quedaba libre.

– ¿Qué tal tripulante es usted?

– Soy de Leningrado -afirmó con orgullo, como si todo quedara dicho-. En mi juventud hice muchas regatas. En una ocasión me seleccionaron para el equipo olímpico… Pero no llegué a ir a las olimpiadas -añadió con un poco de tristeza -. Y usted, ¿qué tal lo hace? Su afición a la vela es una de las facetas menos conocidas de su personalidad.

– Soy de Puerto Rico… Pero eso no quiere decir nada. -Sonreí-. Cuando se pasa la infancia en un bohío, no queda mucho tiempo para hacer vela… No, el mío es un típico caso de vocación tardía. Tuve mi primer bote, un cascarón, a los veintiocho años. Compré… compramos el Marta hace apenas tres. -Me quedé pensativo-. Últimamente lo he usado poco.

Rió.

– Diversifica usted demasiado sus actividades, gaspadin Rodríguez… Quíteme una curiosidad. ¿Cómo un hombre como usted, un liberal, una persona sensata, está metido en una actividad como la suya?

Levanté vivamente la cabeza. Hizo un gesto con la mano y sonrió, quitando hierro a la pregunta.

– ¿Y usted, señor Markoff? ¿Cómo es que se dedica a esto? Antes de contestar, atrajo con un gesto de la mano la atención del barman y le pidió una botella de whisky.

– Nosotros matizamos menos a la hora de defender los intereses de la patria, pequeño hermano mío. ¿Cómo le diría yo? Una sola línea ideológica, una sola línea de defensa. Los espías soviéticos defendemos una sola opción porque creemos ciegamente en ella. Pensé que a los norteamericanos les pasaba lo mismo y resulta que usted es distinto. En la Unión Soviética, usted no sería un agente de la KGB, Christopher. Hoy somos hermanos y le puedo llamar Christopher… Perdóneme la impertinencia, pero a usted hay muchas cosas de la actuación de sus autoridades que no le gustan. No quiero ofenderle o entristecerle hablando del doctor Keatley, pero a través de él le conozco bien… No se lo tome a mal, se lo suplico. -Cogió la botella que acababa de traernos el camarero y llenó nuestras copas hasta el borde-. Brindaré en alemán y así nos quedaremos a medio camino: prost. -Levantó el vaso y se lo bebió de un trago.

Le miré en silencio y luego levanté a mi vez la copa y la apuré de golpe. El whisky me abrasó el esófago y se me saltaron las lágrimas.

– Nasdarovie -contesté.

Markoff sonrió.

– Vladimir… usted es un hombre inteligente. Usted vive aquí, en una sociedad que tiene muchos defectos, pero que es libre, que da opciones. No me diga que prefiere la suya, porque no me lo creo.

– No vamos a tener ahora una discusión ideológica, pero le aseguro que creo firmemente en nuestro sistema, Christopher… Firmemente. No soy tan tonto que no vea los defectos que tiene, la incomodidad, las dificultades de la vida en mi patria. ¡Claro que sí! Pero no lo compare usted con el suyo. Compárelo con el mío de hace sesenta años…

– Tal vez nuestra ventaja es precisamente que un hombre como yo puede ser agente de la CÍA y nunca agente de la KGB…

– Tal vez, un hombre como usted acabará loco o colocando bombas, ¿eh?

– Tal vez. ¿Usted nunca tiene dudas?

– Desde luego. -Llenó nuestras copas nuevamente -. Pero soy muy nacionalista, ¿sabe? -Dio un pequeño sorbo al licor y miró hacia el techo-. Allá tengo a mi familia, una pequeña dacha en las afueras de Leningrado. A mí me gustan las salchichas y los blinis… prefiero el vodka al vino… prefiero el canto triste y melancólico del Don… -Sacudió la cabeza-. Estoy un poco anticuado… ¿Que los campesinos engañan al Estado con sus cosechas o con la gasolina que usan en sus tractores? Desde luego. ¿Y quién no lo hace? ¿No engañaría usted al fisco norteamericano si pudiera? Cada uno con su sistema…

– Y Di… Dios en el de todos. -Me había patinado un poco la lengua. El whisky estaba haciendo efecto. Miré a Markoff de hito en hito; estaba imperturbable, como si hubiera bebido agua-. ¿Y Dennis? ¿Qué me dice de Dennis? -Me noté algo belicoso.

Suspiró.

– ¿Dennis? Dennis Keatley será profundamente infeliz en la Unión Soviética… Es el precio que se paga. -Abrió las manos-. Hábleme de navegación. Dígame lo que prefiere. ¿Un paseo al sol o un viento huracanado hinchando la génova, poniéndole en peligro, obligándole a colocar rizos en el último minuto posible para que no se le rompa el palo?

Se estaba poniendo positivamente lírico. A lo mejor era su forma de emborracharse.

– Fuerza nueve, Via… Vladimir, fu… fuerza nueve -asentí solemnemente.

– ¿Existe algo más bello que un spinnaker flotando como un balón?

– El pecho de una mujer -dije vigorosamente.

– Sí, pero el spinnaker es más grande.

Llenamos nuestros vasos y volvimos a brindar solemnemente. Se me ocurrió que, muchos años antes, había visto una película en la que un americano era invitado a beber en Moscú por cinco o seis oficiales soviéticos; cada vaso era una ocasión de brindis por un héroe de la Unión Soviética. El último brindis, antes de caer borrachos, había sido por Vladimir Ilich Popoff, descubridor de la patata. Estuve a punto de brindar por Vladimir Ilich Popoff, pero en el último instante me dio la risa y me callé.

– ¿Por qué nos peleamos, Christopher? Siempre peleando…

– ¿Por qué quiere usted matar a Gardner? Se puso serio.

– Eso es distinto. Gardner no respetó las reglas del juego.

– A veces me pregunto si eso es lo que es todo este asunto: un juego.

– ¿Por qué no? Todo es un juego, si considera usted dónde vamos a estar dentro de cincuenta años.

– Cuando éramos pequeños, en Puerto Rico, mi hermano y yo, sí que todo era un juego. No estudiábamos nada, siempre hacíamos novillos… Yo creo que sólo nos obligaron a tomarnos el colegio en serio cuando llegamos a Nueva York.

– ¿Pasaron hambre?

– Hambre, hambre en el trópico se pasa poca. Se come mucha mierda, se está infraalimentado, pero hambre… Había turistas, gente rica, qué sé yo. Una temporada, nos dio por limpiar zapatos. Mi hermano Patrick, que siempre ha sido muy habilidoso con las manos, construyó una caja de madera y yo, que era el más sinvergüenza de los dos, robé unos cepillos y unas latas de betún… Llegamos a tener un negocio bastante floreciente, pero invertíamos las ganancias en pequeños lujos, más que en comida. Alguna vez comprábamos una hamburguesa… -meneé la cabeza-. ¡Qué va! Robábamos maní y bananas en el mercado. íbamos al cine a soñar con las aventuras de Gary Cooper… ¿Y usted? ¿Pasó hambre?

– Mucha. Hambre y frío. Estuve en Leningrado durante todo el sitio de la ciudad. Novecientos días… Los alemanes estaban empeñados en arrasarla. -Sirvió whisky en las copas -. Seiscientas mil personas murieron de hambre, Christopher. ¿Sabe usted lo que comíamos? Un par de lonchas de pan candeal al día y agua. Yo tenía derecho a un poco más porque contribuía al esfuerzo de la guerra… ¿Sabe usted que mi padre se comió una vez un trozo de su cinturón, hervido en agua? -Apretó los labios-. Murió…

– Debía usted ser muy niño. Asintió.

– Trece años… -Rió-. ¿Sabe usted lo que hacíamos? Los alemanes bombardeaban todos los días y, como nuestras casas eran sobre todo de madera, ardían como la yesca. Nos tiraban bombas incendiarias. Los niños nos paseábamos por los tejados con tenazas o pinzas grandes o palas… lo que hubiera a mano, y, cuando caía una bomba, corríamos a cogerla y la tirábamos a la calle… Mi padre era carpintero. -Se bebió la copa de un trago; este hombre no tenía fondo -. Entre todos taparon los grandes palacios y los museos y las iglesias con lonas. Luego fueron y construyeron maquetas fuera de la ciudad. Los alemanes las bombardeaban, creyendo que eran de verdad… Los engañamos como a chinos.

– ¿Puede un golfillo de Leningrado trasladarse a Moscú con su familia, luchar, ganar una máquina de fotografía en una partida de póquer, matricularse en la universidad, triunfar sin la ayuda de nadie y acabar pudiendo comprarse un barco de vela como el mío?

– No puede, no… ¿Qué le pasa al golfillo, en Estados Unidos, si no triunfa?

– Come mierda.

– Pues en la Unión Soviética le costará más descollar, pero si fracasa, comerá salchichas, salmón y, de vez en cuando, caviar. Christopher, Christopher, estamos hablando de sistemas diferentes… Estoy cansado -añadió, repentinamente.

La botella de whisky estaba vacía.

– Y yo borracho. Duerma el espía rojo en el barco plutócrata del espía imperialista.

Nos levantamos con el exagerado cuidado de los que no están muy seguros de su estabilidad. Markoff pagó la cuenta y salimos a la calle. El frío era tremendo, pero, con la clase de calefacción interior que llevábamos a cuestas, no lo notamos demasiado.

El marinero del club había dejado un bote con motor fuera borda atado al muelle. Nos montamos en él y, mientras yo tiraba de la cuerda del arranque, Markoff soltó la amarra y se sentó pesadamente. Me pareció que el bote oscilaba peligrosamente, pero acabó enderezándose y, dos minutos después, acostamos el Marta. No recuerdo bien cómo nos subimos a la cubierta, ni tengo memoria clara de haber bajado al camarote. Por un instante me venció el alcohol. Luego, me acuerdo de que, de uno de los compartimientos estancos que había en el camarote, saqué cuatro mantas y dos sacos térmicos de dormir. Nos tumbamos en las banquetas y, después de meternos en los sacos, nos cubrimos con las mantas.

Con una voz profunda de bajo, Markoff se puso a cantar suavemente una melodía triste y melancólica, una de sus canciones del Don. Lo último que recuerdo es que pensé que, probablemente, no íbamos a pasar frío.

Me desperté con resaca. Las sienes me latían y tenía la boca pastosa. En cubierta, Markoff tarareaba con vigor la misma melodía que había estado cantando antes de dormirse. Aparté las mantas, salí de mi saco de dormir y me puse a buscar ropa caliente con verdadero frenesí. Cada vez que respiraba, una cortina de vaho quedaba suspendida en el aire frío del camarote. Juro que, a pesar de todo, me desnudé. A toda velocidad me volví a vestir con la ropa más gruesa que encontré.

Cuando salí a la bañera, Markoff, de espaldas a mí, contemplaba la bahía. Hacía un día espléndido.

Se volvió. Llevaba la misma indumentaria de la noche anterior y, en la mano izquierda, sostenía una manzana mordisqueada. Se había estado limpiando los dientes con un palillo. Lo pinchó en la manzana y la tiró al mar. Tenía el pelo revuelto y la sonrisa alegre.

– ¡Ah, pequeño hermano mío! Hace un tiempo magnífico. Hay buena brisa y vamos a navegar.

– Vladimir… -sacudí la cabeza-. No se puede estar de tan buen humor por la mañana.

Rió estentóreamente. Volví a bajar al camarote y me puse a preparar café. El marinero del club había comprado las provisiones que yo le había encargado y había llenado el depósito de gasoil. Cuando volví a cubierta con un tazón de café humeante en cada mano, Markoff ya había pasado los cabos por las poleas y tenía los sacos de la génova y de la mayor a proa.

– ¡Eh! -le dije, levantando un tazón.

Me miró, sonrió y, poniéndose de pie, vino hacia mí.

Markoff es un excelente tripulante, tanto, que parecía que habíamos navegado juntos toda nuestra vida. Sin hablar, soltando sólo una carcajada de vez en cuando, realizó impecablemente cuanta maniobra fue necesaria en el segundo preciso, sin que yo dijera nada. Por ejemplo, cuando el viento de la bahía nos pegó de pleno, casi a rachas huracanadas, haciendo que la velocidad del Swan saltara de golpe a diez nudos, Markoff puso los rizos a la mayor sin siquiera consultarme. Unas millas más allá, la mar se volvió menos traidora y, al irle yo a dar una instrucción para que no perdiéramos velocidad, izó el jib. Puntual y preciso en cada momento.

Sentado o de pie detrás de la gran rueda del timón de aluminio, disfruté como hacía tiempo que no disfrutaba. Tuve nuevamente la sensación hilarante de estar flotando sobre un poderoso caballo, que arriesgaba la caída o el vuelco, pero que respondía instantánea y dócilmente a mis órdenes.

Un día maravilloso.

Cuando volvimos a Annapolis de anochecida, no habíamos comido, no habíamos bebido, estábamos empapados en sudor. Me dolían las manos y estaba muerto de cansancio. Me sentía el rey del mundo.

Nos dimos una larga ducha caliente en el club y, vestidos nuevamente con ropa de ciudad, subimos al restaurante, en donde procedimos a dar buena cuenta de una enorme cena, o merienda, o almuerzo, o lo que fuera. Langosta asada a la brasa, un gigantesco filete, patatas fritas, ensalada, café, pan, queso, fruta. Lo nuestro parecía un menú completo, la carta entera de la casa.

Al final de la cena, encendí mi primer cigarrillo del día. Me supo a gloria y me di cuenta de que se me había pasado totalmente el catarro.

– Vladimir -dije, mirándole con seriedad. Markoff levantó la vista y de sus ojos desapareció la jovialidad -. Ustedes no han tenido nada que ver con el robo del computador…

– No -contestó haciendo gestos negativos con la cabeza.-Ya se lo dije. -Sonrió-. Y lo lamento… Pero… nada es perfecto en el mundo.

– ¿Qué tienen ustedes que ver con el sur de Cartago? Bajó los ojos y, con el dedo índice, se dedicó a empujar las migas de pan que había encima del mantel, amontonándolas delante de su taza de café.

– Un poco más… Un poco más, Christopher.

– ¿Puede usted quitarme la curiosidad? ¿Por qué me está ayudando?

– Porque este asunto nos preocupa y nosotros no podemos resolverlo. No nos podemos meter…

– ¿Por qué?

– Las reglas del juego, amigo mío, las reglas del juego. Tal como yo lo veo, es un problema interno de los Estados Unidos. Sería una falta inexcusable de etiqueta meternos en camisa de once varas… También preferimos que los trapos sucios sean lavados en la casa de cada cual.

– Humm. Y, si nos damos la bofetada, prefieren que nos la demos solitos.

– Exactamente.

– ¿Qué es lo que saben del sur de Cartago?

– Vamos a ver, Christopher. -Me miró directamente a los ojos -. Sabemos lo que hay en el sur de Cartago. Eso, ya de por sí, nos asusta. Pero no queremos levantar la liebre. Hay demasiada gente involucrada en el asunto y preferiríamos que los misiles no cayeran en manos insconscientes que pudieran llegar a hacer mal uso de ellos.

Levanté las cejas con sorpresa.

– ¿Se refiere usted a las guerrillas? Markoff asintió solemnemente.

– Lo cierto es que nos gustaría ver que la CÍA se lleva los misiles de donde están. ¿No podrían ustedes dejarse convencer?

– No lo sé, Vladimir.

– Ya. Si le consuela, no sabemos el lugar exacto de emplazamiento. En cambio, sabemos que Malcom Aspiner conocía el dato y suponemos que ése es el mejor botín que ha producido el robo de la memoria del computador de la CÍA.

– Un momento, un momento. ¿Cómo saben que Aspiner conocía el dato?

– No se lo puedo decir. Sí le puedo decir, en cambio, por qué le mataron.

– ¿Y quién fue?

– ¡Ah! Ése es un secreto que me guardaré. Había que intentarlo, ¿no?

– ¿Por qué lo mataron?

– Aspiner, un patriota norteamericano donde los hubiera, tenía una extraña obsesión, Christopher: quería a toda costa que las guerrillas costarricenses se enteraran de dónde están los misiles y que se apoderaran de ellos. Tuvimos que impedirlo. ¿Se imagina usted lo que pueden hacer unos cuantos jóvenes entusiastas y revolucionarios con unos cuantos misiles de cabeza atómica entre las manos? No, no. Imposible. El único modo de impedirlo era matando a Aspiner antes de que pudiera comunicar el dato a sus agentes en Costa Rica. Lo malo… -Se quedó callado.

– ¿Lo malo?

– Bueno, lo malo es que estamos bastante seguros de que tuvo tiempo de comunicarlo… Eh… quien le mató pecó de excesivo celo y no nos contó el problema hasta que, con Aspiner muerto, hubo regresado a Costa Rica. Complicado y preocupante, ¿no?

– ¿No les vendría bien que se armara un lío tremendo en Centroamérica? ¿No hubiera sido mejor para el Kremlin dejar que los guerrilleros se apoderaran de los misiles?

– ¿Y permitir una desestabilización del mundo occidental? Por Dios, no diga tonterías -contestó con irritación-. No, hombre, no. Tenemos una paz precaria, pero es una paz. No nos metemos en la zona de influencia de los Estados Unidos… Además, ¿se imagina usted un misil destruyendo Miami? ¿Cuánto tiempo tardaría Washington en destruir Leningrado?

– ¿Y Cuba?

– Hombre, algo hay que molestar, ¿no? -Sonrió-. ¿Por qué hizo Aspiner lo que hizo? ¿Actuó solo? ¿Se trata de una conspiración de mayores proporciones? Tiene usted que averiguarlo. -En su voz había de pronto un tono de urgencia-. Pero no creo que disponga de mucho tiempo. Hágalo, Christopher, y dése prisa.

– ¡Vaya historia! -le dije, y me quedé pensativo.

– Una cosa más: está usted en peligro. Tenga cuidado y muévase en la sombra, porque me parece que tiene usted muchos enemigos.

Más tarde, en el aparcamiento, antes de dirigirnos cada uno a nuestro coche respectivo, le miré, le tendí la mano y dije:

– Buenas noches, señor Markoff.

Markoff me cogió la mano entre las suyas y me dio un apretón firme y seco.

– Buenas noches, señor Rodríguez. La tregua había terminado.