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CAPITULO XVI

Cuando llegué a casa, ni me molesté en encerrar el coche en el garaje. Estaba tan cansado que, sin encender las luces, subí la escalera, me desnudé y me metí en la cama. Al minuto, estaba durmiendo.

El teléfono sonaba, pero yo no quería dejar de mirar a Marta, que bailaba en el escenario y, en cada pirueta, me sonreía. Abría los labios y pronunciaba mudamente mi nombre. Chris, Chris, Chris.

– ¿Chris?

Di un gruñido.

– ¿Qué?

– Que no me preguntes si estaba durmiendo porque puedo contestar con varias blasfemias… -Bostecé largamente -. ¿Quién diablos es?

– Mazzini.

– Oye, Mazzini, ¿por qué os empeñáis todos en llamarme al alba? Caramba. -Bostecé nuevamente.

– Son las ocho y media, querido. ¿A qué hora te levantas tú normalmente?

– A las diez o las doce. ¡Yo qué sé!… ¿Qué pasa?

– Que voy a ir a Washington esta mañana.

– ¿Por? -Miré a la mesilla, buscando un cigarrillo. No había.

– Perkins da una conferencia sobre Centroamérica y quiero oírla… Has despertado mi curiosidad.

– ¿A qué hora?

– Un almuerzo en el Club de Prensa.

– ¡Hombre! Vamos juntos. Aunque nunca uso coche en Washington, si quieres, te voy a buscar al aeropuerto. ¿A qué hora llegas?

– No tengo ni idea… Aún tengo que pasar por el periódico. No importa, Chris. Nos vemos en el Club a las doce.

– Muy bien. -Colgué. Aparté las sábanas, puse los pies en el suelo y me levanté-. ¡Dennis! -grité y, luego, recordé que Dennis, esa mañana, no me iba a preparar el desayuno. Ni ésa, ni ninguna otra. Apreté los labios. Me puse la bata y bajé a la cocina a hacerme un café.

Con él en la mano, abrí la puerta de casa y recogí el Washington Post. Hacía un día espléndido y frío. Mi Volkswagen, cubierto de escarcha, seguía en la calle, lo que, considerando la afición que tienen algunos washingtonianos a la propiedad ajena, era notable. Cerré la puerta y fui al salón. Me senté al lado del teléfono. Descolgué el auricular y llamé a mi hermano.

– ¿Alguna cosa por Nueva York?

– Nada, Chris. Seguimos intentando entrar en la famosa cámara acorazada de Aspiner, pero no está resultando fácil. No sé lo que estará haciendo la Abuela con sus amigos de ASPCOMP… Ya veremos. De momento, hemos trufado el apartamento de cámaras y micrófonos… -Su voz sonaba preocupada-. Nada de esto es muy legal, Chris, y no me gusta. Entre otras cosas, porque, sin permiso del juez para entrar en el dúplex, nada de lo que descubramos va a poder ser utilizado en el juicio.

– Humm… No nos preocupemos por el juicio, Pat. Aquí no se trata de condenar a Aspiner. Se trata de averiguar qué hay detrás de todo esto. Si encontramos algo, ya vestiremos el santo. -Me dio la sensación de que esta actitud mía no estaba resultando muy constitucional. Me encogí de hombros: nada de lo que yo estaba haciendo era muy constitucional-. ¿Pat? En los próximos días, es posible que no esté muy localizable. No te preocupes. Ya te llamaré yo.

– Cuídate.

También llamé a Nina Mahler.

– ¿Qué tal con nuestro amigo?

– ¿En Annapolis?

– Sí.

– Ya te lo contaré luego. ¿Por qué no os venís Staines y tú más tarde? A las tres o así.

– Muy bien.

Sorprendentemente para ser un sábado, el comedor del Club de Prensa estaba lleno. Estas cosas no pasan más que en los Estados Unidos. Había mucha gente joven, evidentemente, universitarios.

John Mazzini me había reservado un sitio a su lado en la mesa que estaba directamente enfrente del podio desde el que iba a hablar el senador Perkins.

– Johnny, me sorprende que estés dispuesto a almorzar la bazofia que dan aquí.

– La misión divina del periodista es sagrada y pasa por delante de los placeres materiales -sentenció.

– Se te van a quitar los sacralismos en cuanto nos traigan el plato de fiambres.

Y, efectivamente, unas camareras desganadas nos pusieron delante un plato de plástico con unas lonchas de jamón y mortadela, col cruda y ensaladilla de patatas, que no eran el manjar más apetitoso que hubiera visto en mi vida. Absolutamente incomestible. Mazzini dio un gruñido y, con el tenedor de plástico, pinchó una patata y se la llevó a la boca. Puso cara de disgusto.

– El arte culinario americano tiene sus virtudes -dijo solemnemente.

Bebí un sorbo de agua, que es lo único que se sirve en estos almuerzos de trabajo.

En la mesa principal estaban sentados, además de Perkins, el presidente del Club, el tesorero (responsable directo del restaurante de la venerable institución) y algún otro distinguido miembro de la junta de gobierno. Es notorio que el tesorero tiene úlcera de estómago y que nunca prueba la comida. Dios le confunda.

El presidente del Club se levantó y presentó al senador con las frases al uso en este tipo de ocasiones.

– Brillante político, hombre del futuro, crítico de la Administración, la conciencia de Washington… -Perkins sonreía con alguna timidez.

Finalmente, se puso de pie, aceptó los aplausos de la concurrencia con una leve inclinación de cabeza, levantó la vista y nos miró a todos lentamente.

– Agradezco la presencia de tanta gente -empezó diciendo-, aunque no me sorprende porque ¿qué se puede hacer en Washington en un sábado por la mañana? Dormir, ir a tomar un brunch a Georgetown, vagabundear por las calles, jugar al tenis. Todas ellas, actividades antisociales, poco productivas y exponentes del peor egoísmo. -Hubo una carcajada general-. Hablando en serio, agradezco a todos ustedes que hayan venido. Se lo agradezco especialmente a los jóvenes, porque, en un día de descanso, la cuestión centroamericana los inquieta y los atrae lo suficiente como para sacrificar unas horas, con riesgo personal de sus estómagos. -Nuevas risas -. Centroamérica es un volcán -dijo, poniéndose serio-. Es más, todos sabemos que es un volcán, pero el Gobierno del presidente Fulton parece quererlo ignorar en aras de no sé qué intereses privilegiados de los Estados Unidos. -Dio un enérgico golpe en el atril con su dedo índice-. Los Estados Unidos son una enorme nación. El país más rico y más poderoso de la tierra. Como tal, tienen en sus manos la responsabilidad de lo que ocurre en el mundo libre. Mi tesis es que tal responsabilidad exige la defensa de la libertad y del sistema que nos hizo grandes en todo el mundo, y no, y no, su destrucción en aras de nuestra defensa. ¿Quiénes somos, qué derecho nos ha dado Dios de sacrificar al mundo que nos rodea para defender egoístamente lo que tenemos dentro de nuestras fronteras? Más bien debe ocurrir al contrario: si estamos convencidos de que nuestros valores son los mejores, lo que debemos hacer, basados en nuestra convicción de que nada prevalecerá contra nosotros, es extenderlos a donde podamos, para que otros disfruten de lo que tenemos. Mi tesis es que nada desestabilizará a los Estados Unidos y, menos que nada, lo que ocurre en unas pequeñas naciones del istmo centroamericano, porque nada nos amenaza… -Perkins nos miró fijamente a Johnny y a mí y sonrió levemente.

El silencio en la sala era total.

– No quiero insistir ahora en las razones de lo que está ocurriendo en Nicaragua, en El Salvador, en Honduras, en Guatemala. Son de todos conocidas. Todos los que están aquí hoy saben bien lo que dio origen a los movimientos revolucionarios que asolan a aquellos pequeños países. Todos saben de la responsabilidad de los Estados Unidos. Son errores del pasado y no vamos a insistir en ellos. Pero Washington tiene una responsabilidad histórica: reconocer que es legítima la lucha de aquellos pueblos contra la opresión y la pobreza y ayudarlos a salir del pozo en que se hunden. Con generosidad, con entrega y con visión de futuro. -Perkins se metió la mano en el bolsillo y su tono se hizo más coloquial-. Hace apenas veinticuatro horas, el secretario de Estado, el de Defensa, el director de la CÍA y el consejero de Seguridad Nacional han hecho pública una declaración en la que aseguran que los Estados Unidos no planean invadir Centroamérica, ni ahora ni nunca. Humm… Nos aseguran que lo único que ocurre es que las obligaciones de los Estados Unidos al amparo del Tratado de Río, del Tratado que regula el status del canal de Panamá y de otros planes de contingencia militar para situaciones catastróficas, asistencia humanitaria o evacuaciones de emergencia, les fuerzan a mantener o actualizar tales planes militares… Nos aseguran que nunca han tenido intención de utilizar a nuestro ejército para invadir país alguno de aquella región. La declaración negaba que existieran planes -tomó un papel que tenía delante y leyó-: "… de actuación militar estadounidense en América Central. Todas las actividades de los Estados Unidos", nos dicen -levantó la mirada-,"han sido explicadas con detalle a los comités competentes del Congreso, de acuerdo con la ley." -Dejó el papel a un lado-.Muy bien. Este notable comunicado hace fe de lo dolorosamente inadecuado de la política del presidente Fulton con respecto a Centroamérica. Los Estados Unidos no invadirán -sonrió-. En vista de que existe la sospecha generalizada de que eso es precisamente lo que tiene intención de hacer el presidente, este compromiso de no intervención por parte de las cuatro personalidades citadas resulta extremadamente importante. Es exactamente lo que hemos venido exigiendo del presidente Fulton… Muchos de nosotros, sin embargo, aún sospechamos que lo único que ha hecho la Administración en este caso es apagar el incendio de un día en particular. Acallar el escándalo cotidiano y nada más. Muchos de nosotros sospechamos que nuestros cuatro amigos se dedican a hacer juegos de palabras: puede que los Estados Unidos no estén planeando una invasión, pero ¿no será más bien que están preparándose para provocarla? ¿Para ser provocados? ¿No será eso lo que hay detrás del establecimiento de bases y la realización de maniobras (¡previstas hasta 1989!) en Honduras? ¿No será eso lo que hay detrás de la creciente actividad militar en El Salvador? ¿Detrás de los sabotajes en Nicaragua?

Johnny seguía las palabras de Perkins intensamente. Saqué un cigarrillo y lo encendí. El estudiante que estaba a mi derecha me miró con irritación. Los de la liga antitabaco se están poniendo insoportables.

– Si lo que se está preparando -continuó Perkins-es una invasión a gran escala, entonces nuestros cuatro políticos y su jefe, ¿eh?, su jefe, son unos cínicos y deben ser condenados por ello. Pero creo que éste es un veredicto prematuro. Creo que los cinco son sinceros cuando nos anuncian su moderación. Incluso aceptando que les gustaría intimidar a los sandinistas y a las guerrillas salvadoreñas, es preciso suponer que se dan cuenta de que una invasión de los Estados Unidos sería costosa militarmente, provocaría una nueva división en nuestro país (como la que hubo durante la guerra del Vietnam) y dañaría la imagen, la influencia y el prestigio norteamericanos en el mundo. También comprometería las posibilidades que el señor Fulton tiene de ser reelegido. Por consiguiente, nos aseguran que no invadirán. Lo hacen vigorosamente y uno sospecha que, así, piensan que tranquilizarán al Congreso y le convencerán de que vote en favor de prestar a sus amigos latinos la ayuda que les permita librar sus propias batallas… Bueno… Ésa es la explicación que nos dan los altos cargos de la Administración Fulton, mientras que el presidente nos asegura que, aunque no tiene planes de invadir Centroamérica, un presidente nunca debe decir nunca. El señor Fulton quiere calmar al Congreso, pero al mismo tiempo quiere evitar que se tranquilicen los marxistas latinoamericanos.

Perkins bebió agua del vaso que tenía delante y torció el gesto.

– Está malísima -dijo, dirigiéndose al presidente del Club de Prensa-, y me convence una vez más de que el agua nunca debe traspasar el umbral de los dientes.

Carcajada general. Adoración en los presentes. No creo que Perkins tenga dificultades en obtener el voto de su auditorio de aquel día.

– Este nuevo comunicado, sin embargo, no hace más que resaltar su dilema. En parte por su propia rigidez y en parte por la de sus adversarios, la Administración Fulton ha venido aplicando una política basada sustancialmente en el uso de la fuerza y de la coacción. Al retirar la amenaza de invasión, el presidente torpedea su propia política. -Perkins separó las manos, con las palmas hacia arriba y levantó las cejas -. Suspender la amenaza sólo tiene sentido si, simultáneamente, se abre la vía de la negociación… cosa que la Administración aún no ha hecho. Si eso no ocurre, los enemigos de Fulton pensarán que les ha guiñado un ojo y que, si son pacientes, es posible que los Estados Unidos acaben marchándose de Centroamérica. Pues no… Me parece casi imposible imaginar que un conservador como Fulton esté dispuesto a hacer caso omiso de lo que ha sido la sustancia de la política norteamericana desde el término de la guerra mundial y a aceptar que una parte de América Central sea abandonada a manos de unos revolucionarios armados, de ideología marxista y claramente vinculados a la Unión Soviética. A mí, si fuera presidente -hubo una algarabía de gritos y aplausos -, no me importaría -dijo Perkins, levantando una mano para pedir que se restableciera el silencio; no sonrió-. Pero, para Fulton, es absolutamente impensable, ¿no? Me pregunto, por consiguiente, cómo va a impedir que ocurra una cosa así, si, al tiempo que se compromete a no intervenir militarmente, no abre la vía a una solución negociada. Me parece que la alternativa que se reserva, la estrecha alternativa que se reserva, es continuar aplicando la política que le ha llevado a su confusión actual. Uno de los resultados de esa política es la crisis aguda en que se encuentra el programa de ayuda… Y he aquí el problema en que se ha metido el señor Fulton, al dejar que sean el Pentágono y la CÍA los que hacen su política centroamericana. El peligro no es que estas dos instituciones quieran forzar a los Estados Unidos a meterse en una guerra. El peligro, amigos míos, es que el secretario de Defensa y el director de la CÍA no dejen al presidente Fulton otro medio de impedir la pérdida, y digo pérdida entre comillas, de El Salvador, por ejemplo, que la invasión militar. La intención de Fulton es ser fuerte; su control del dilema es débil. Centroamérica está desgarrada y él la está desgarrando aún más.

Perkins guardó silencio. Luego, abrió las manos.

– ¿Qué quieren que les diga? Puedo utilizar un símil que está muy gastado, pero que me parece pertinente: en Centroamérica podemos establecer la paz de los cementerios. No se alzaría ninguna voz, no habría problemas, el istmo quedaría arrasado. No quiero hablar de lo que nos costaría conseguirlo. Sólo quiero decir que la historia nos juzgaría severamente y que recaerían sobre nuestras cabezas las responsabilidades de una destrucción incontable. Los romanos fueron conocidos porque, en un momento grave del mundo, extendieron a todos los confines de la geografía conocida una civilización nueva y sensata, basada en el derecho y en el arte, en la cultura y en el bienestar. Fue lo que se conoció con el nombre de pax romana. Con toda franqueza, preferiría que los Estados Unidos promovieran una pax americana de este estilo y que no se nos recordara por haber practicado una pax americana de muerte y desolación.

Hubo una salva de aplausos. El senador volvió a alzar la mano derecha, pidiendo silencio. Cuando se restableció, Perkins continuó:

– Me sería fácil ahora hacer demagogia. Me sería fácil emplazar al presidente Fulton a que iniciara una política con visión de futuro, una nueva frontera, el restablecimiento de una generosidad que fue la virtud principal de nuestro pueblo, la que hizo de esta nación lo que hoy es. Me sería fácil decirle que le reto a que lo haga porque, si no, nuestro pueblo acabará derrotándole y eligiendo a un nuevo presidente con más imaginación y voluntad de paz. -Sonrió-. Pero no lo voy a hacer, porque es sencillo hablar desde aquí y considerablemente más difícil actuar desde detrás de la mesa del despacho oval. Si algún día lo ocupo… -Hubo un pandemónium de gritos y silbidos. Perkins esperó un momento -… Si algún día lo ocupo, le enseñaré que se puede hacer. Pero, mientras tanto, conociendo las dificultades y las limitaciones, conociendo los condicionamientos económicos y sociales, las complejidades militares e ideológicas, le pido solamente una cosa: le pido que diga a nuestros amigos centroamericanos que está dispuesto a negociar y que lo haga, que compruebe si no es más fácil una solución regional para un problema que es regional, Centroamérica para los centroamericanos, que una solución asentada en la falsa premisa de que todo es un enfrentamiento entre amigos y enemigos, entre Este y Oeste. Muchas gracias.

Una ovación estruendosa acogió sus últimas palabras. Perkins, sonriendo, se sentó y nos volvió a hacer una leve inclinación de cabeza a Johnny y a mí. Los dos aplaudíamos como locos, menos por el entusiasmo que nos había producido su discurso que por el temor a que una frialdad por nuestra parte desatara la furia del resto del auditorio.

Cuando se levantó la sesión, Johnny y yo nos acercamos a Perkins y, en medio del tumulto, pudimos decirle que le esperábamos a comer algo sensato en el restaurante 1776, en Georgetown. Sonrió, asintió y, con cara de resignación, siguió atendiendo a cuantos se agolpaban a su alrededor.

Una hora más tarde, estábamos los tres cómodamente sentados frente a suculentos platos de carne, bebiendo un excelente vino.

– Estas cosas sirven de poco -dijo Perkins -, pero, por lo menos, le refrescan a uno la memoria y le recuerdan que hay, ahí fuera, una juventud sana y vibrante. Bueno… en algo tengo que invertir mis sábados por la mañana. ¿Y qué dice la prensa?

– Poca cosa, Tom -contestó Johnny -. Dicen que somos poderosos, pero lo cierto es que, cada día que pasa, me da la impresión de que es menor nuestra fuerza para cambiar el curso de los acontecimientos…

– Os cargasteis a Nixon.

– ¡Qué va! Sacamos a la luz los trapos sucios, que hicieron que a los que de verdad mandan les fuera imposible no echarle. Es muy distinto.

– Tom -dije -, ¿le puedo hacer una pregunta?

– Huy, esos prolegómenos me dan mucho miedo. Pero… adelante.

– Hace tres o cuatro días, cuando le entrevisté, al final de nuestra charla… no sé si lo recuerda, habló usted de un Club.

Le vi ponerse en guardia. Asintió.

– ¿Qué es ese Club? Johnny me miró con sorpresa.

– Ya hablamos de eso el otro día, ¿no?

– Sí, Johnny. Pero me interesa que el senador me cuente algo más, porque sabe algo más.

– ¿Y por qué le interesa a usted que le cuente algo más sobre el Club, Chris?

– No sé, a lo mejor estoy confundido… pero, a medida que profundizo en el tema de Centroamérica, me da más la impresión de que el Club tiene algo que ver con nuestra política allá, con las cosas que ocurren… -Me mordí el labio inferior-. No sé -murmuré.

Perkins miró discretamente a su alrededor. Nuestra mesa estaba en un rincón del restaurante y las inmediatamente adyacentes estaban vacías. Bajó la voz.

– El Club, ¿eh?… No me sorprendería… Mire, Chris, le voy a contar mi teoría sólo porque Johnny Mazzini está aquí y le avala… Estas cosas no se cuentan a la ligera. No me sorprendería… -se quedó un momento pensativo, me miró y siguió hablando-… que, efectivamente, el Club tuviera algo que ver con Centroamérica. No me sorprendería nada.

– ¿Porqué?

– Vamos a ver. El Club reúne a los veintisiete hombres más ricos del país. Eso, en sí, no es particularmente grave. Igual que se reúnen los miembros de una profesión, los compañeros de una facultad, los que hacen regatas… No es malo. El problema surge cuando se tienen que poner a defender sus intereses. Toda asociación defiende sus intereses. Es normal. Sin embargo, los medios de que disponen las sociedades normales son limitados y topan con los intereses contrapuestos de otros grupos y todos se controlan entre sí. En el caso del Club, ¿qué otros intereses contrapuestos pueden llegar a limitar su actuación? Ninguno. ¿De qué medios disponen para defenderse? De todos. De absolutamente todos. Qué tentación, ¿eh? Ni siquiera necesitan aparecer en público, dar golpes de Estado, asesinar o hacer barbaridades. Conque cualquiera de los miembros del Club tome una decisión en su respectiva área de actividad, el mundo entero tiembla. Tienen el poder suficiente para subir o bajar los tipos de interés, concurrir o no a préstamos sindicados a países, aumentar o disminuir la producción de sus industrias, estimular o interrumpir la investigación tecnológica… No hacen nada ilegal.

– Pero moralmente…

– No estamos hablando de moral, Chris, estamos hablando de capitalismo. De hecho, ¿eh?, de hecho, son tan poderosos que sus intereses son los intereses de los Estados Unidos. ¿Se da usted cuenta? Supongo que, un día, hubo algo que les molestó o que les fue perjudicial. Decidieron defenderse y comprobaron lo fácil que les resultaba. De ahí a tomar decisiones que afectan al mundo entero, no hay más que un paso. Y otro, a tomar decisiones por capricho o por juego.

– Me está usted diciendo, Tom, que no hay modo de luchar contra ellos.

– Con sus mismas armas, no. ¡Claro que no! Tienen, además, la ventaja en este momento concreto de que la Casa Blanca está de su parte. La única forma de combatirlos sería políticamente. Pero ni siquiera así… Que, por una de esas increíbles cosas de nuestra democracia, resulte elegido a la presidencia del país un enemigo del Club. ¿Es posible? ¿Podría hacer algo? El tiempo lo dirá… Y aun así, me pregunto…

– ¿Y Centroamérica?

– Ahora mismo voy. La gente del Club es gente patriótica, americanos de pura cepa. Para ellos, Dios es norteamericano. Nada de lo que hay alrededor importa un pimiento. Los Estados Unidos antes que nada. Eso, en sí, tampoco es malo. -Sacudió la cabeza -. Sólo lo es cuando la preterición de los otros implica su destrucción…

– ¿Cómo dices? -interrumpió Mazzini. Se había quedado con la copa de vino a medio camino entre el mantel y la boca.

– Así es. Tal vez nosotros no podamos o no queramos entenderlo, pero así es.

Me incliné hacia adelante.

– ¿Tiene usted la certeza de que intenten hacer algo así?

– No. Claro que no. Lo que les voy a decir ahora es pura especulación, pero, bueno… -Suspiró y guardó silencio. Luego pareció decidirse. Asintió -. Esos caballeros son maltusianos. Creen que los recursos del mundo son limitados y que se están agotando. Creen que lo único que vale la pena salvar son los Estados Unidos. Y, si en el penoso proceso de salvamento, caen otros, qué se le va a hacer… Yo diría más -añadió, como si la idea no le pareciera demencial-… estarían dispuestos a acelerar la destrucción de otros, si ello asegura la supervivencia de los Estados Unidos, o incluso el simple provecho de su economía.

Johnny y yo nos habíamos quedado sin habla. Si un hombre como Perkins, que no daba la impresión de ser un fantasioso, podía imaginar cosas así, la realidad probablemente superaba a la fantasía. Nos miró y levantó las cejas, como si la expresión de nuestros semblantes le causara sorpresa.

– Pero, vamos a ver -dijo-, ¿qué es lo que tienen los países centroamericanos que nosotros queramos obtener?

– Materias primas -contesté.

– Humm -asintió-. ¿Qué más?

– Bocas hambrientas -dijo Johnny.

– Sí, señores. Exactamente: materias primas y bocas hambrientas. ¿Qué mayor interés pueden tener los Estados Unidos que conseguir materias primas baratas? ¿Qué más pueden querer que poblaciones esclavizadas y muertas de hambre? Un estómago quejoso es el mejor antídoto contra una cabeza que piensa. Por tanto, el silogismo es extremadamente fácil: si queremos materias primas baratas, procedentes de zonas que no causen quebraderos de cabeza, destruyamos sus economías, deshagamos sus medios de comunicación, inutilicemos sus universidades y sus hospitales, descabecemos a los líderes… Estoy firmemente convencido de que el Club no quiere que el presidente Fulton negocie en Centroamérica; quiere que la invada y que la destruya. Y no estoy muy seguro de que el presidente no esté de acuerdo… Y eso no es más que el principio. Una vez dominado el istmo, se puede pasar a Colombia, esmeraldas y cocaína, Venezuela, petróleo, Brasil, minerales y madera, Argentina, cereales y carne… ¿Algo más?

– ¡Pero es la peor megalomanía posible!

– Es más que megalomanía. Es locura de camisa de fuerza, amigos míos.

– Pero, ¿no se dan cuenta de que es imposible? ¿De que el suyo es un sueño irrealizable? -preguntó Johnny.

– ¿Es tan imposible? El Club es Dios, amigos míos. -Pegó con el índice en el mantel-. Tiene el brazo largo, la memoria perenne. Los millonarios son heredados por sus hijos, que son millonarios. Disponen de todo el tiempo que necesiten. La práctica les ha demostrado que son invencibles y que, sin dar la cara, con un poco de paciencia, cada una de sus operaciones se salda con un éxito resonante. ¿Cuál es la deuda pública de Argentina? Cuarenta mil millones de dólares. ¿Cuál es la deuda pública de Venezuela, de Brasil, de México? Ahí tienen una operación del Club. El precio del café y del estaño y del azúcar ha caído en picado en los últimos años. Otra operación del Club…

– ¿Le consta?

– No. Pero casa con la fuerza del Club, con su paciencia y con su sigilo. Los miembros del Club podrán estar locos, pero no olviden ustedes que son brillantes financieros, superhombres de la industria. Con esa cantidad de poder, ¿quién no se volvería loco?

– Tom… -Me miró como si volviera de un sueño-. ¿Qué quería Aspiner de usted?

– ¡Ah, Aspiner! Malcom Aspiner. El presidente del Club. El peor de todos, el más inteligente. El que lo había conseguido todo en la vida y arriesgaba por el puro placer de arriesgar. Un esteta del peligro. Un hombre admirable en muchos sentidos… ¿Qué quería de mí? Sencillo: que dejara de dar la lata. Que me vendiera a ellos. Y es que, ¿comprenden?, no me iban a matar. Hubiera sido lo sencillo, pero no necesitan matar. Una vez se equivocaron: mataron a Kennedy y casi los pillaron. Ya no matan. Ahora quieren controlar. Y Aspiner podía permitirse el lujo de jugar a todas las bandas. Si yo hubiera querido, hubiera dispuesto de todo el dinero necesario para ser presidente. Aspiner quería tener un aliado en la Casa Blanca el día en que se fuera Fulton. -Sonrió-. Sólo que yo no me dejaba. Por eso, no creo que vaya a ser presidente de los Estados Unidos nunca…

– ¡Pero a esa gente hay que pararla! -exclamó Mazzini.

– ¿Pararla? Combatirla todavía; combatirla por decencia. Pero ¿pararla? Amigo mío -le dijo Perkins, mirándole compasivamente-, eso es imposible… ¿No ves que ellos son los Estados Unidos? Destruyelos y destruirás a los Estados Unidos.