37282.fb2 Al sur de Cartago - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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CAPÍTULO XVII

– Pero, entonces -exclamó Nina -, si es verdad lo que me estás diciendo, este Club del demonio es mucho menos pacífico de lo que cree Perkins. Qué razón tenía.

– ¡Exactamente! No es que el Club quiera que Fulton intervenga en Centroamérica. Es que quiere que los guerrilleros descubran los misiles que hay al sur de Cartago, se apoderen de ellos y que los utilicen. Ríete tú de una intervención militar. Fulton los aniquilaría. No dejaría piedra sobre piedra. Al Club parece haberle entrado la prisa…

– Luego, Markoff tenía razón, amor: la información que te dio de que Aspiner quería que las guerrillas encontraran los misiles concuerda con la que te da Perkins de que el Club quiere controlar a base de destruir…

Staines chasqueó la lengua.

– ¡Su padre! Oye, ¿y a mí que me gusta jugar al póquer y que me dejen en paz?

– ¡Vaya con Markoff! Los rusos saben lo que está pasando. No son tontos, ¿eh?

– No… Y yo que creí que me había contado todas estas cosas por puro cariño personal… -Me rasqué el muslo. El pie me daba latidos que me subían dolorosamente pierna arriba.

– Entonces, ¿quién es el malo de esta película? -preguntó Staines -. ¿Fulton, Masters o Gardner?

Staines siempre acertaba con la pregunta correcta. Es pintoresco ese hombre. Sucio y desgarbado, con la cara afilada y huidiza de un zorro, Staines tiene una mente ágil y ordenada. Un hombrecillo indefinido, que es capaz de pasar inadvertido en un estadio vacío. Un hombrecillo… con una fuerza, una ferocidad, un potencial de violencia que rara vez he visto en asesinos profesionales. Claro que, bien mirado, Staines es un asesino profesional, el mejor de todos.

– ¿Fulton, Masters o Gardner? Y yo qué sé. Cualquiera de los tres, supongo. Ya no estamos hablando de un traidor a la patria. Hablamos de un superpatriota… lo que es peor. Cualquiera de los tres.

– Y ahora, ¿qué vamos a hacer, amor?

– Tú, poner cara de sorpresa y confusión… Staines y yo, irnos a Costa Rica. Es más urgente que paremos aquello que no que descubramos esto. Nos vamos ahora, Larry -le dije, levantándome de mi butaca-. Voy a meter cuatro cosas en una bolsa y nos vamos.

– Bueno -dijo Nina-. Tienes el coche fuera. Os llevo. Primero, a casa de Larry a recoger su cepillo de dientes. ¿Tú te lavas los dientes, amor? Y luego, al aeropuerto. ¿Dónde tienes las llaves, Chris?

– Están encima de la mesita del vestíbulo.

– Os espero en el coche.

Subí a mi habitación, abrí un armario y saqué una bolsa de cuero, el único equipaje que siempre me acompaña. Me asomé a la ventana. Nina, bamboleándose como un pequeño elefante, cruzaba lentamente el jardincillo en dirección al Volkswagen. Metí en la bolsa las cosas que necesitaba; entré en el cuarto de baño y empecé a recoger lo que precisaba para mi aseo personal.

La explosión me retumbó en el pecho, como si me hubieran dado un puñetazo sordo y violento, y se me taponaron los oídos. Recuerdo el ruido de los cristales de las ventanas saltando hechos añicos. Creo que comprendí lo que había pasado en aquel preciso instante. Por un momento, me quedé aturdido, con la cabeza apoyada contra el quicio de la puerta. Al cabo de unos segundos, reaccioné: no podía quedarme allí indefinidamente, por mucho que quisiera no ver lo que había pasado en la calle. Tiré la bolsa de viaje por el hueco de la escalera y, después, más que bajar, me dejé caer por los peldaños. El vestíbulo estaba lleno de cristales rotos y la mesita en la que habían estado las llaves del coche había sido tirada al suelo por la onda expansiva de la bomba; un jarrón de Murano, cuyo soporte era normalmente la mesa, estaba en el suelo, milagrosamente intacto.

Me asomé al exterior. Mi Volkswagen era un montón de chatarra retorcida y humeante. Evidentemente, la bomba lo había levantado en el aire, desplazándolo unos metros y dejándolo caer sobre la nieve del jardincillo.

Eché a correr, medio saltando sobre mi pierna sana. Cuando me acerqué, el coche despedía calor y, de la parte trasera, salían, de vez en cuando, unas tímidas llamas que terminaban de abrasar, supongo, los componentes de plástico y caucho. Olía fuertemente a pintura quemada.

De Nina y de Staines, ni rastro. Levanté la vista y miré hacia la calle. Sobre la calzada había un único zapato negro, de Nina, y un reguero de sangre sobre la nieve sucia y helada de la acera.

Y, finalmente, la vi. Vi a Nina, lo que quedaba de ella, estampada contra el tronco de un árbol. Se me revolvió el estómago. Quise acercarme, pero mis piernas no me obedecieron. Me mareé y la frente se me empapó de sudor frío. Repentinamente, doblado en dos, vomité, con grandes arcadas retorciéndome el pecho en dolorosos espasmos.

A lo lejos, sonó la sirena de un coche de la Policía.

Me volví hacia la casa. En el suelo, pegado a la pared de la derecha, estaba Staines. Se había quedado sentado con las dos manos apoyadas sobre la tierra. Llevaba en la cara una mirada ausente y aturdida. Le cruzaba la mejilla un rasguño sanguinolento.

La sirena sonó más cerca.

Las puertas de algunas casas colindantes empezaron a abrirse y algunos de mis vecinos fueron saliendo tímidamente a la acera. Me acerqué al lugar donde estaba Staines. Cuando hube llegado hasta él, sacudió la cabeza, se tocó la herida de la mejilla con un dedo, puso una mueca de dolor y me miró.

– Carajo -dijo-, conque el Club no necesita matar, ¿eh? -Torció la cabeza y se quedó en silencio, escuchando el ruido de las sirenas -. ¡Vete! Vete ahora mismo -exclamó, apremiantemente-. No pierdas el tiempo. No pienses en nada… Vete… por Dios, Chris, que van a por ti… -Tosió-. ¡Dios! ¡Corre! Yo me encargo de todo… Nos veremos en Costa Rica. -Tosió nuevamente e inclinó la cabeza.

Sin pronunciar palabra, entré en casa y, del vestíbulo, recogí la bolsa de viaje y mi bastón.

Fui al salón, abrí el cajón de mi mesa, saqué la pistola y mi pasaporte y los metí en la bolsa. Levanté la vista y, uno por uno, miré mis cuadros. Noté que algo raro me ocurría en la mejilla. Me pasé la mano por la cara y luego me miré los dedos. Había unas lágrimas en ellos. No me había dado ni cuenta de que estaba llorando.

Salí por la puerta trasera.

Me había puesto en marcha. Y eso era malo.