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Es una mujer extraordinariamente bella. Tanto que, cuando entró en el bar del Gran Hotel Costa Rica, levantó la cabeza y se detuvo al lado de la barra, las conversaciones se interrumpieron, como si nos hubieran cortado el aliento a todos los presentes, y nuestras miradas convergieron en ella, como atraídas por un imán.
Me hubiera gustado hacer de Paola una descripción menos dramática, menos de novela rosa, pero no se me ocurre otro modo de explicar la impresión que causa a quienes la contemplan por primera vez. El semblante siempre está serio y, sin embargo, dos mínimas y enigmáticas arrugas en las comisuras de los labios sugieren la posibilidad de una sonrisa instantánea y cálida. Casi parece que no se desplaza cuando anda y, sin embargo, la languidez con que mueve las piernas interminablemente largas sugiere que su cuerpo encierra un felino terriblemente rápido y ágil. Parece fría y casi asexuada y, sin embargo, la boca ancha, los hombros atléticos, la curva de los pechos apenas intuida y las caderas firmes y redondas sugieren la posibilidad de una amante apasionada. Su rostro tiene una gran pureza de líneas, desde los ojos grandes y negros hasta la barbilla suave y voluntariosa y la nariz larga y recta. Una mata de pelo color azabache, como el ala de un cuervo, le llega hasta la cintura.
Ésa es la suma total de los lugares comunes que se me ocurren. Qué le voy a hacer.
No se parecía en nada a Marta y me reproché inmediatamente haberle hecho un retrato tan fiel de sensaciones. Me dio la impresión de que estaba traicionando mi recuerdo y sólo me consolé cuando me di cuenta de que acababa de admirar un objeto de arte que no me apetecía en absoluto poseer.
Fijó la vista en mí y, por la inmovilidad de su semblante y el ligero entornar de sus ojos, comprendí que estaba repasando en su mente la descripción que, sin duda, le habían hecho del célebre periodista Rodríguez.
Se acercó a mi mesa y me levanté para saludarla. Es casi tan alta como yo.
– ¿Christopher Rodríguez? -Tenía la voz grave y melodiosa.
– Sí -contesté-. Y usted es Paola Barrientos. -Le tendí la mano y me dio la suya con un apretón seco y breve-. ¿Quiere sentarse?
– Gracias. -Se sentó y cruzó las piernas.
Me dio la impresión de estar en una pecera y de tener a todos los clientes del hotel mirándome con envidia. Nunca me pongo colorado. Nunca. Pues me puse colorado. Lo noté perfectamente. Soy así de tímido. Paola sonrió mínimamente y, tal y como yo lo había previsto, se le iluminó la cara.
– Lo siento -dije-. Es que soy muy tímido, ¿sabe?, y, de repente, me ha pillado de sorpresa tanta expectación… Parece como si estuviéramos en una jaula. -Miré a mi alrededor con irritación.
– Sí… La gente es siempre así. Son medio subnormales. No les haga caso.
– ¿Le apetece tomar algo?
Pidió un jaibolito, que es un trago típico de Costa Rica. Allá no lo beben más que los hombres, pero me da la sensación de que Paola no se arredra ante tales cosas. Cuando trajeron la bebida y comprobé que era algo tan poco exótico como un gran vaso de whisky con agua y mucho hielo, miré a Paola supongo que poniendo cara de incomprensión ante tan pintoresco nombre.
– High ball -dijo-, es un high ball, pero adaptado a nuestra lengua. Aquí comprobará usted que la influencia norteamericana es enorme y que, por pura pereza, se toman del inglés palabras que tienen su perfecto y sencillo equivalente en español… Un bomper es un parachoques, un switchecito es un enchufe y a los vigilantes nocturnos los llaman guachimán. -Separó las manos y torció el gesto.
Tenía los dedos largos y sensibles. Me dio risa todo aquello. -No sé que tenga gracia -añadió severamente-. Los ticos…
– ¿Ticos?
– … Sí, a los costarricenses nos llaman así… Los ticos somos blandos, perezosos, nos sometemos a la última moda, nos movemos al son que nos tocan otros…
– Hombre, por lo que estoy viendo, más que defectos, eso que me está usted contando es una tremenda virtud: la capacidad de supervivencia. Son ustedes pequeños y débiles y, para sobrevivir, tienen que pactar y transigir… No me parece mal, la verdad.
– Tal vez tenga usted razón, pero a los que somos más jóvenes, a la nueva generación, ese tipo de actitudes nos molesta. Quisiéramos vernos con más espinazo… Oiga -dijo mirándome fijamente-, ¿me permite una pregunta?
– Adelante.
– ¿Usted es que es así o es que tiene mala cara hoy? Pensé contestarle una impertinencia, pero me pareció que me había hecho una pregunta que consideraba perfectamente genuina, sin pizca de sentido del humor, por pura curiosidad. Debía yo de estar guapo aquella tarde.
– Lo cierto es que no mejoro mucho cuando me encuentro bien -contesté, sonriendo -, pero he tenido unos días un tanto ajetreados antes de llegar aquí y supongo que tengo la tez algo verde.
Me había costado bastante trabajo llegar a San José. Habían sido muchas horas de aeropuerto, muchos vuelos, mucho calor y mucho frío.
Hace años, planeé una vía de salida de Washigton que me resultara de absoluta garantía. Nadie la conocía entonces y nadie la conoce ahora. La ideé precisamente para el tipo de contingencia que me había hecho abandonar la capital de los Estados Unidos con la precipitación con que lo había hecho: en peligro, perseguido por enemigos desconocidos que querían desesperadamente conseguir sacarme la piel a tiras y teniendo que moverme deprisa. Para la humanidad entera, en esos momentos Christopher Rodríguez volaba por esos mundos de Dios, habiéndose volatilizado en el aeropuerto de Shannon, República de Irlanda. Costoso y cansado, pero eficaz, ¿no?
Claro que, bien pensado, lo único que había conseguido era llegar a Costa Rica en una sola pieza. No tenía la menor duda de que mi presencia acabaría siendo notada. Con mi tamaño y mi bastón, no suelo pasar inadvertido.
Nunca había estado en Costa Rica. Tres días antes había llegado a bordo de un pequeño bimotor, fletado en Panamá. Sólo me había costado setenta y dos horas localizar a Paola. No está mal para una persona que no conoce el lugar.
Cuando se llega volando, se accede al valle rozando la cresta del Irazú, el volcán sombrío y amenazante, agrisado por la lava y el polvo. Repentinamente, se abre ante los ojos del viajero, no la selva cerrada que se espera, sino el valle rico y casi llano, salpicado de montículos y rodeado por un impresionante anfiteatro de montañas. La luz es deslumbrante y los azules del cielo se componen de centenares de reflejos líquidos, cuya riqueza casi pastosa tiene el calor de una acuarela barroca y recargada. En febrero, el color dominante es el amarillo: no ha llovido aún y la sabana está reseca. Y, sin embargo, a medida que el avión va perdiendo altura y que la tierra cobra fijeza y dimensión, saltan a la vista grandes parches de vegetación tropical. El paisaje, que unas millas antes había sido ocre, tiene, aquí y allá, una densidad verdinegra, casi en sombras: es como una espesa barrera unidimensional de la que apenas si sobresalen algunas copas de árboles y el abanico familiar de alguna palmera. Cuando se está a punto de aterrizar, el cielo, repentinamente descolorido por el calor del mediodía, contrasta con una vegetación que tiene el matiz fotográfico de un claroscuro espeso y sin relieve.
A lo lejos, en una cortada que se abre y se pierde sobre la falda de una montaña, crece una vegetación rica, de plantas, de apiñados arbustos, de árboles gigantescos, unidos entre sí por hojarasca y lianas como la trama de una gruesa tela de algodón. Aquí y allá hay un grupo de casas de madera y caña cubiertas por tejados de cinc, pintados de color ladrillo mate. Más allá, entre palmeras y árboles corpulentos, se adivinan otras casas más pulcramente pintadas de blanco, con pequeños jardines delante; sólo los tejados son iguales a los de las casas más pobres y destartaladas.
Pero lo que me dejó maravillado, por todo lo que me recordaba a Puerto Rico, fue la calidad vegetal del colorido increíble y lujuriante de aquellos parches de fronda tropical. Todas las tonalidades imaginables de verde están ahí: desde el triguero y amarillento de algunos arbustos salvajes cuajados de flores hasta el casi índigo de las hojas del cocobolo; desde el tono mate de la hierba hasta los mil matices irisados y jugosos de las lianas y los cauchos. Las enormes hojas de los bananos se mecen suavemente en la brisa del mediodía, mientras que en los cafetales jaspean grises verdinegros. Cascadas de buganvillas rojas, violetas y anaranjadas se desploman por todos sitios. Un espectáculo asombroso de una naturaleza casi descompuesta a fuerza de riqueza.
Por primera vez en meses, sentí que estaba profundamente vivo y, por un instante, no quise acordame de Nina o Dennis.
Hubiera deseado con verdadera angustia tener a Marta a mi lado.
El bimotor se detuvo ante el edificio terminal del aeropuerto. Di un par de palmadas de agradecimiento en el hombro del piloto, y me contestó levantando el pulgar y deseándome suerte. La iba a necesitar. Recogí mi bolsa de cuero y me bajé del avión.
Un policía vestido de uniforme caqui me esperaba al pie de la escalerilla y me pidió que le acompañara. Con un pasaporte yanqui, en Costa Rica se tarda en entrar aproximadamente un minuto y medio. Tomé un taxi y le pedí que me llevara a un hotel céntrico, cualquiera que estuviera bien.
– Ay, don, más céntrico que el Gran Hotel Costa Rica, no lo va a encontrar.
– Pues lléveme allá.
El taxi era un viejo Toyota naranja y destartalado y tardó casi media hora en recorrer los quince kilómetros de autopista que separan al aeropuerto de la ciduad. Observaba al taxista fijamente mientras me explicaba las cosas que íbamos viendo. Me pareció que San José era una ciudad tropical, abierta y fea, como todas las de la región, pero con edificios modernos y, al menos, una ancha avenida, graciosa y llena de luz, bordeada de palmeras y pequeños chalés. Aprendí un montón de cosas inútiles durante el recorrido: que las distancias y las direcciones se dan en varas ("Mi casa, don, está a doscientas cincuenta varas ¿al norte de la pulpería La Luz", ¿qué cosa?, "Pulpería, don, una tienda de comestibles", ah), que la moneda se llama el colón, pero en realidad le dicen peso, y que mi taxista era heredero de una inmensa fortuna, dejada por un virrey del Perú a sus descendientes de la séptima generación, que resultaba ser la suya. No le hice ni caso.
Cuando desembocamos en la plaza en que se encuentra el Gran Hotel Costa Rica, me quedé boquiabierto. El hotel tiene delante un jardincillo y, a su izquierda, hay un bellísimo teatro de piedra y tejadillos de cinc.
– ¿Y eso qué es? -pregunté al taxista.
– Eso, don, es el Teatro Nacional. Lo hicieron calcadito de uno que dicen que hay en Europa y lo pagaron los cafetaleros, regalando cinco centavos por saco vendido de café. Las maderas son de aquí, ¿sabe? -añadió con orgullo-. Como hay mucha, hasta los suelos son de caoba y cocobolo… Los cristales y las lámparas y los mármoles los subieron a lomos de mulo desde Puerto Limón. -Rió.
Le faltaban todos los dientes delanteros.
– ¿De cuándo es?
– Ay, 1898… me parece. Dicen que lo estrenó don Jacinto Benavente, que vino por aquí de cómico. -No me pareció oportuno señalarle que no sabía quién era Jacinto Benavente. Yo, de teatro español, sé bastante poco.
Se detuvo ante la puerta del hotel. Le miré especulativamente durante unos segundos más y decidí que no era mi hombre: hablaba demasiado. Le pagué y le dejé una generosa propina, tanta, que el hombre se bajó a abrirme la puerta.
No tuve dificultad en conseguir una habitación grande y cómoda, con un ventanal que daba a la plazoleta. El botones que se empeñó en subirme la bolsa a la habitación era un muchacho joven, pequeñito y con aire despierto. Me abrió la puerta de la habitación y le dije:
– Espera un momento.
Me rebusqué en los bolsillos, saqué un billete de veinte dólares y se lo di. Me miró. Tenía los ojos pillos y la expresión experimentada de alguien mucho mayor.
Se quedó de pie, sin decir nada. Una persona a la que regalan veinte dólares por nada y se queda quieta y sin pronunciar palabra, es una persona más lista que un rayo, porque sabe que hay algo más.
Me di la vuelta y fui hacia la ventana.
– En todas las ciudades del mundo -dije-, y especialmente en las pequeñas, existe siempre una gente que lo sabe todo. Saben a quién ha detenido la Policía, dónde se encuentran cosas de contrabando, quién puede conseguir una pistola. Saben a quién hay que sobornar para obtener algo que es imposible de conseguir, saben por dónde llega la droga, quién la controla, saben quiénes son los espías… -El botones seguía sin decir nada. Giré la cabeza y levanté una ceja -. ¿Sabes lo que quiero decir?
– Sí, señor.
– Pues quiero hablar con él.
– Sí, señor. -Sonrió.
Tenía la tez oscura y los dientes blanquísimos.
– Te daré cien dólares más.
– Sí, señor. Que tenga una estancia feliz en Costa Rica, señor. Cerró cuidadosamente la puerta.
Me desnudé y me di una larga ducha. Luego me puse una camisa limpia y unos pantalones de gabardina y bajé a la calle.
Inmediatamente, me encontré sumergido en un mundo que conocía bien porque era el mismo de San Juan: la gente apiñada en las aceras; los vendedores ambulantes ofreciendo su mercancía a gritos, pina y coco y garrapiñadas; las mujeres, vestidas con la ropa más estrafalaria imaginable; las niñas, con minifalda recogida con un imperdible debajo del trasero para que se les marcara más el movimiento ondulante de las caderas; un par de indios tumbados en la hierba de una plaza, dormitando. Me detuve ante un puesto callejero y tomé un café recién colado. Estaba buenísimo. Deambulando lentamente, me encontré ante el mercado central. No pude resistir la tentación: entré y me asaltaron todos los olores de mi niñez; a plátano y banana, a guava y a aguacate, a papaya y a zapote. Aquí, una tienda de especias; más allá, un puesto de limas y naranjas verdes. Y en toda esa mezcla de sensaciones, agudas en un sitio, demasiado perfumadas en otro, flotaba, como un catalizador, un ambiente espeso y fuerte, húmedo y polvoriento. Salí del mercado sonriendo como un tonto.
Tardé un par de horas en volver al hotel. Entré en el bar, casi desierto a esa hora, y pedí un sandwich de jamón, "chancho", me dijo el camarero, y una Coca-Cola.
Subí a mi habitación y, a los dos minutos, sonaron discretamente unos golpecitos en la puerta. Abrí y allí estaba mi botones, sonriendo abiertamente.
– Buenas tardes, señor. Debe usted ir a la Soda Palace y sentarse…
– ¿Ahora?
Dudó.
– No. Ahora no. Mañana en la mañana, mejor. Va usted a esperar mucho… Mejor, no les muestra impaciencia, ¿no?
Me metí la mano en el bolsillo, saqué cien dólares y se los di. Sonrió nuevamente.
– Si quiere algo de mí, me llama. Soy Rene.
– OK, Rene. Si necesito algo, no dudaré ni un momento en llamarte.
– Buenas noches, señor. -Dudó un momento. Luego, preguntó-: ¿Necesita alguna cosa para esta noche?
– No, gracias. Esta noche voy a dormir.
A las ocho de la mañana del día siguiente empezó mi espera en la Soda Palace, un enorme bar que hace esquina a la avenida Segunda y la calle 6 y que mira hacia la catedral. No tiene ni puertas ni ventanas: todo está abierto a la calle y no se sabe dónde termina la acera y dónde empieza el restaurante. Al fondo, una larga barra cruza el establecimiento de parte a parte. Al principio, me miraban con sorpresa, viéndome pasar tantas horas sin moverme, sentado en una mesa de la esquina, leyendo el periódico y, luego, un libro. Pero, como pedía regularmente cosas que beber o que comer y las pagaba religiosamente, me acabaron dejando en paz.
En el día y medio que, entre unas cosas y otras, permanecí allí, pude darme cuenta de que el dueño de la Soda Palace tenía montada una organización que funcionaba como una maquinaria bien engrasada y que ingresaba dinero a espuertas. Un gran cartel rezaba: "Soda Palace, paellas, mariscos, bodas, banquetes, se sirve a domicilio. Hay churros." Abierta las veinticuatro horas del día, acudían a ella tipos muy distintos de la vida costarricense, pero separados en compartimentos estancos, de forma casi ritual: señoras de misa y desayuno, comerciantes de café, vendedores de mercado y mercadillo, quinceañeras descaradas esperando la hora del cine o al medio novio, intelectuales de tertulia (lo que, por el respeto con que se les trataba, parecían ministros del Gobierno), trasnochadores, prostitutas a la caza de lo que saltara e insomnes irredentos. Sobre todo este guirigay continuo, presidía, como un rey alborotador y amable, un gran andaluz de pelo rizado y nariz enorme, al que la gente llamaba Antonio. Con la risa pronta y el humor vivo, se paseaba por entre las mesas dando palmas y cantando; pero, detrás de la fachada reidora y alegre, no se le escapaba un detalle, no se le iba una conversación. Estuve mirándole con admiración durante horas. Y él, a mí. Pero, evidentemente, había decidido esperar a ver lo que yo hacía, antes de abordarme. Un genio. Hasta los camareros habían sido cuidadosamente seleccionados para cada turno: viejos de marcha cansina para las señoras y los comerciantes, mestizos para los vendedores, chavales recortados e insolentes para las niñas quinceañeras, hombres de media edad para los intelectuales y los ministros y jóvenes groseros y mal encarados, de humor zafio y vivo, para los trasnochadores, las prostitutas y los insomnes.
De vez en cuando, seguro de que estaba siendo observado, me levantaba y me daba un paseo por la plaza o por una de las calles, mirando escaparates y comprando cigarrillos. Hacia las once de la noche del primer día volví al hotel, subí directamente a mi habitación y me metí en la cama.
A las nueve de la mañana siguiente, estaba puntualmente sentado frente a mi mesa en la Soda Palace. Pedí un zumo de naranja, un café y una tostada. Como siguiera a este ritmo muchos días, me iba a poner como un tonel. En la mesa de al lado, había un hombre desayunando y leyendo el periódico. Me incliné hacia él.
– Perdone, ¿me podría usted pasar el azucarero?
– Cómo no -contestó Staines -. Tome -añadió y me lo entregó.
– El café aquí es excelente.
– Buenísimo, sí, señor -me contestó, sonriendo amablemente. La herida de la mejilla estaba cicatrizando-. Han arreglado los cristales de tu casa y he puesto tus cuadros en lugar seguro…
– ¿Mucho follón?
– Mucho. -Sonrió nuevamente. Me serví azúcar.
– ¿Quién fue?
– Humm. Huele a CÍA que apesta. Tiene todas las trazas…
– Gracias -dije, devolviendo el azucarero.
– De nada -contestó y se enfrascó nuevamente en la lectura del periódico.
Al poco rato, se acercó un chico joven, un adolescente menudo y flaco. Llevaba una gran caja de madera agarrada por un poyete en forma de suela de zapato. Le había visto rondando por la Soda tres o cuatro veces.
– ¿Limpia? -preguntó a Staines, que hizo un gesto negativo con la cabeza-. ¿Limpia? -repitió, mirándome.
Asentí.
Se instaló delante de mí en cuclillas, dio un golpe con la mano en el poyete y coloqué mi pie derecho sobre él. Me limpió los zapatos amorosamente y me los dejó como un espejo. Cuando hubo terminado, me dio un pequeño empujón en el zapato izquierdo y dijo:
– Son treinta pesos.
Le pagué y, en mi mano, quedó un diminuto papel doblado en dos. Dejé que se levantara y saliera de la Soda. Luego, desdoblé el papel; escrito en mayúsculas algo infantiles ponía "Sígame."
Pagué mi desayuno, me puse de pie y salí del bar. El limpiabotas esperaba un poco más allá, andando lentamente hacia la catedral. Esperé a que cambiara el semáforo y se detuviera el chorro de automóviles y destartalados autobuses y crucé de acera.
Estuvimos andando algo más de media hora, en dirección al sur. Lentamente, cruzamos calles y avenidas, hasta que el tráfico se hizo menos intenso y, entre casa y casa, empezó a aparecer algún solar, algún descampado, algún sembrado de cafetales. No muy lejos, se veía la sabana abierta y, al fondo, un monte escarpado, azul oscuro en el contraluz de la mañana.
Finalmente, el limpiabotas se detuvo frente a una pequeña casa de madera y la señaló con la barbilla. Se puso a andar nuevamente y, torciendo la siguiente esquina, desapareció.
Me aproximé a la casa. La puerta estaba entornada, y el interior, en penumbra. Con la contera del bastón empujé la puerta un poco más y entré. La habitación era pequeña y, en su centro, había una mesa redonda de madera. Sentado ante ella, un hombre gigantescamente gordo se limpiaba la calva con un mugriento pañuelo de seda. Con los ojos entreabiertos, me miraba con fijeza, y su boca, redonda y húmeda, hacía pequeños pucheros. La mano que sostenía el pañuelo estaba cargada de anillos de oro; uno de ellos era un solitario con un enorme brillante engarzado.
– Buenos días, señor Rodríguez -dijo con voz meliflua, casi femenina.
Nunca había visto a un eunuco, pero me pareció que debían hablar así.
– Pase, pase, por favor.
Di dos pasos hacia la mesa, separé una silla y me senté en ella.
– Tenía usted mucho empeño en verme, señor Rodríguez. Pues ya me ha encontrado.
Todo era un poco teatral. Este montón de grasa debía haber visto Casablanca muchas veces y daba la impresión de estarse sintiendo como un héroe de película. Emitió un extraño sonido, medio hipo, medio tos. Indudablemente, su forma de reír.
– En realidad, le he encontrado yo -dijo.
No estuve muy seguro de cuánto tiempo iba a poder aguantarle sin propinarle una torta. Yo, Bogart.
Silencio.
– Soy Danilo Lewinston, para servirle -dijo, un poco más secamente.
Le miré a los ojos; los tenía acuosos y huidizos. Este hombre era peligroso y decidí no infravalorarle. Se pasó el pañuelo por la calva.
– Vamos a ponernos de acuerdo, señor Lewinston. Usted tiene un precio y yo, probablemente, voy a poder pagárselo. -No le gustó que se lo dijera. Mal empezábamos-. Sin embargo, ese precio tiene que incluir la garantía de su discreción…
– Soy un hombre modesto, señor Rodríguez… extremadamente modesto. Vivo sin ambiciones con lo que tengo y no necesito más. Sólo aspiro a la satisfacción de hacer favores a los amigos o a las personas que me interesan. ¿Es usted persona que me interese? -Agitó la mano del pañuelo y el brillante de su solitario emitió un vivo fulgor.
– No lo sé.
– Pues, entonces -dijo con voz suavísima -, va a tener usted que demostrármelo. Me va a tener usted que contar quién es y qué es lo que quiere. Y, luego, decidiremos si es usted merecedor de mi ayuda.
Jaque mate. Christopher Rodríguez acorralado.
Lewinston rió nuevamente y, muy despacio, levantó la mano que había tenido escondida hasta entonces. En ella sujetaba un enorme revólver.
– Ya ve usted lo que son las cosas, amigo mío… Usted no lo cree, pero tengo un genuino deseo de convertirme en su amigo y valedor.
La mano que sujetaba la pistola estaba absolutamente inmóvil; la tenía apoyada contra la mesa y el cañón de aquel monstruo me apuntaba directamente al estómago. Nada de puntería olímpica; este hombre encañonaba al bulto. Una bala de aquéllas era capaz de abrirme en canal aunque me diera en la muñeca.
Suspiré.
– Es usted un desconfiado. Por supuesto que necesito su ayuda. Por eso le he buscado y por eso estoy aquí.
– Mi querido amigo. Yo ayudo a mucha gente. -Inclinó la cabeza y se secó el sudor de la calva-. ¿Con quién hablaba usted en la Soda Palace?
– ¿Cómo dice?
– Le pregunto que quién era su interlocutor en el bar en el que estaba usted esta mañana.
– ¡Ah! ¿Uno que estaba en la mesa de al lado? -Asintió-. Ah, no tengo ni idea… Un americano al que pedí que me pasara el azucarero. No le había visto antes en mi vida.
– Pero estuvieron ustedes hablando…
– Bueno… unas frases sobre el tiempo y cosas así. Asintió nuevamente e hizo un pequeño puchero con los labios. Era un mohín absolutamente obsceno.
– Humm… Christopher Rodríguez. ¿A qué se dedica usted?
– Soy periodista.
– Periodista, ¿eh? ¿Y qué puede querer un periodista americano en Costa Rica? -Rió y noté que, cuando lo hacía, su estómago se agitaba en pequeñas ondas de grasa -. Quiero decir, amigo mío, ¿qué puede querer un periodista americano que requiera la intervención amistosa de Danilo Lewinston?
Se secó una vez más la calva y, a continuación, se pasó el pañuelo por la cara. Producía verdadera repugnancia. Si hubiera estado escribiendo una novela, no habría podido escoger un estereotipo más representativo del malvado del trópico.
– Me propongo escribir una serie de artículos para el New York Times sobre Centroamérica. Cómo está la situación, cuál es el futuro de estos países, cuáles son los movimientos guerrilleros… Todas esas cosas. Y he pensado que, empezando por Costa Rica, me será útil entrar en contacto con las formaciones guerrilleras…
– ¿Sí? -preguntó Lewinston suavemente.
– … Sí. Todos sabemos en Estados Unidos que en Costa Rica empieza a haber algún grupo guerrillero autónomo, probablemente ayudado por los sandinistas. Quisiera encontrarlos y hablar con ellos. Ver lo que quieren, cómo pretenden conseguirlo…
– ¿Por qué piensa usted que puedo ayudarle? ¿Los guerrilleros ticos? Yo soy un hombre respetuoso con la ley…
Si él respetaba la ley, yo era arzobispo de Nankín. -… y no tengo tratos con la guerrilla.
– No digo que los tenga, pero estoy seguro de que sabe quiénes son, dónde están y cómo se puede entrar en contacto con ellos.
– Tal vez, tal vez. Pero, ¿por qué debería hacerlo?
– Bueno… posiblemente para obtener una asistencia a su maltrecha economía… ¿no?
Rió con renovado entusiasmo.
– Si yo supiera quiénes son y dónde están los guerrilleros costarricenses, probablemente se lo contaría a la Policía de mi país, ¿no?
– ¿Sí? Yo creo más bien que no se lo contaría, porque le iría en ello la vida.
Se puso repentinamente muy serio. La pistola se enderezó un poco más y vi que apuntaba directamente a mi corazón.
– ¿La vida, señor Rodríguez? Danilo Lewinston nunca se juega la vida. Soy una persona demasiado importante para eso. -Hizo un exagerado mohín con los labios y se secó la saliva con el pañuelo.
Levanté prudentemente una mano.
– No estoy intentando insultarle. Estoy intentando decirle que creo que es usted la persona mejor informada de este país.
Eso le gustó. La pistola se relajó fraccionalmente. Tampoco era para dar saltos de alegría: dejó de apuntarme el corazón y volvió a encañonar el estómago.
– Tal vez -repitió -, tal vez. En el caso de que decidiera ayudarle, señor Rodríguez. -Se quedó pensativo un momento.
Le encantaba el suspense -… En caso de que decidiera ayudarle, ¿qué podría hacer por mí? -insistió.
– Bueno… estoy en sus manos. Usted dirá.
– Humm. Puede que más adelante podamos hablar de una relación fructífera y continuada. Me parece usted un hombre de muchos recursos, amigo mío. Y tal vez valga la pena aprovecharlos. De momento… efectivamente, creo que no sería excesivamente impertinente pedirle, en efecto -rió alegremente; la alegría de este hombre cortaba el apetito al más hambriento-… una modesta contribución a…
– … ¿A la causa diocesana, a las obras de caridad de Danilo Lewinston?
Aplaudió blandamente. La mano del pañuelo con la mano de la pistola. Cerré los ojos.
– ¿Podría usted aplaudir en otra dirección, por favor?
Rió más aún y se le saltaron unas lágrimas, que se secó inmediatamente con el pañuelo. Su estómago era una verdadera sinfonía acuática. Y, en medio de las risas y de los hipos, con la voz atragantada por la jocosidad, preguntó:
– ¿Mil dólares?
– Bueno… Paga mi periódico… De acuerdo. Mil dólares. No los llevo encima. -Me encogí de hombros.
– Ah. ¡No importa! Amigo mío, las relaciones amistosas que establezco están basadas en la confianza mutua. Yo me fío de usted. Mire, ¿ve? -Levantó el revólver y se lo guardó en uno de los bolsillos de su mugrienta chaqueta.
Cuando el arma hubo desaparecido, moví lentamente mi mano izquierda, la que tenía debajo de la mesa, y también me guardé mi pistola en el bolsillo del pantalón. Lo hice lo más discretamente posible; no quería ofender a nadie.
– Deje el dinero en un sobre -continuó mi amigo Danilo-, y entregúeselo al botones del hotel. Él me lo hará llegar…
– Muy bien. ¿Cuándo tendré noticias suyas? Abrió los brazos.
– Amigo mío, lo que usted me pide no es sencillo e implica un gran riesgo para mí… Tomara algún tiempo. Pero no se preocupe. Tendrá noticias mías a la mayor brevedad posible.
Decidí hacerle ver que yo no era tan tonto como parecía.
– Amigo Danilo, usted me ofende…
Levantó las cejas y me miró con sorpresa.
– Me asegura que se fía de mí y tiene al joven limpiabotas detrás de la puerta, apuntándome con un arma. -Chasqueé la lengua varias veces -. Me hace usted pensar que, si hubiera llevado el dinero encima, mi vida habría estado en peligro. Y eso es muy malo para mi úlcera de estómago.
Debajo de los interminables pliegues de sus párpados, sus ojos me miraron especulativamente. Poniéndose las manos a la altura del voluminoso pecho, hizo pequeños gestos negativos, con el pañuelo agitándose como el pompón de una corista.
– No, no, no… Es, ¿cómo le diría yo?, una forma de reaseguro, ¿verdad? -Y rió de nuevo.