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Tardé un gran rato en regresar al hotel. Había decidido dar un rodeo y aprovechar el sol de la mañana para pasear y reflexionar un poco sobre todo este asunto.
Me preocupaba verme metido (por instrucciones del director de la CÍA, era cierto) en un problema que desbordaba su cauce y se complicaba mucho más de lo esperado, que ya era bastante. Que los soviéticos intentaban darnos la lata, era lo que había asumido Masters al encargarme de la investigación. Pero que, de repente, nuestros amigos rusos no tuvieran nada que ver con el problema y que fueran los propios norteamericanos los que se dedicaran a robar nuestro, su computador, a estimular la revolución en Centroamérica y a asesinar a su propia gente, rompía todos los esquemas. Se planteaba un problema de traición mucho más sutil que el de venderse al enemigo: se trataba de norteamericanos que se habían puesto más papistas que el papa y que estaban empeñados en enmendarle la plana al mismísimo presidente de los Estados Unidos. Y, ¿dónde terminaba el patriotismo y empezaba la traición? Era cuestión de grado. Lo malo era que yo estaba seguro de que, si preguntaba a cualquiera de nuestros tres sospechosos o, probablemente, a la mayoría de los norteamericanos, todos se inclinarían por la bondad de destruir al enemigo (léase revolucionario centroamericano o piojoso centroamericano), antes que caer en la maldad de colaborar con el oso bolchevique. Era una cuestión de matiz; la opción no era blanco o negro, sino blanco marfil o blanco nieve. Justamente el matiz que atenta contra la esencia maniquea del espionaje. Y yo, venga a colaborar con el oso.
¿No había yo matado en aras del principio de defensa de los Estados Unidos? Pues ellos habían matado con mucha mayor convicción, llevando la defensa de los Estados Unidos a sus últimas consecuencias.
Había un traidor entre los tres. Pero ¿cuál? Y, lo que es más importante, ¿cabía llamarle traidor? ¿No era, más bien, un patriota? Me resultaba terrible pensar que una actuación como la suya podía llegar a contar con la comprensión de los otros dos. Si preguntaba a Masters, a Fulton o al bueno de Gardner cuál sería su opinión en un caso así, estaba convencido de que los tres, en mayor o menor grado, invocarían el principio de que los Estados Unidos está antes que nada. A lo más que llegarían los dos que no eran traidores sería a menear severamente la cabeza y a lamentar que se utilizaran métodos tan violentos. Pero, bueno, dirían, a lo hecho, pecho y no perdamos el tiempo en detalles de escrúpulo.
Y, aparte de mi venganza personal, ¿qué diablos pintaba yo en este tinglado? Absolutamente nada. Estaba empeñado en una lucha solitaria contra todos, contra todos los míos, y me apoyaba, para mayor inri, en la buena voluntad de los rusos. Pues, en un par de semanas, había conseguido labrarme un excelente porvenir.
Andando lentamente, llegué al parque Morazán, una manzana de plantas, zacate y arroyuelos, metida entre calles y rodeada de edificios. Me senté en un banco frente al monumento erigido en honra del libertador Morazán. Como siempre que se trata de un monumento a la lucha por la independencia de una región, se encaramaban al pedestal unas cuantas figuras de bronce, con el semblante tenso por el sacrificio y las privaciones de la guerra, los tendones del cuello y de los hombros visibles y señalados por el esfuerzo, y los cuerpos, poderosos y grandes, con enormes manos lanzando la flecha o empuñando la espada que derrota al malvado enemigo. Todo muy dramático y, probablemente, poco acorde con la realidad. Habría que haber visto a los inditos luchando contra el colonizador, la malaria y los mosquitos.
Levanté la vista y, allá al fondo, se alzaba la gigantesca y amenazante mole del volcán Irazú, ensombrecida por el contraste con el azul limpísimo del cielo. Un volcán que solamente está dormido y que, de vez en cuando, se despierta retumbando el sueño de los costarricenses y gruñendo como un gran mastín inofensivo. Después de muchos dolores de parto, alumbra una lluvia de fuegos artificiales y suelta polvo. El polvo flota y, empujado por la brisa, acaba cayendo sobre los jardines capitalinos, sobre las casas, sobre los automóviles, y se mete por todas partes. La última vez que el Irazú soltó su polvareda, la cosa duró dos años y empezó el día en que Kennedy visitaba oficialmente el país. "Pucha, la gente creía que era caspa", me contó después Antonio, el dueño de la Soda Palace, riendo estentóreamente.
Decidí que esa tarde haría un poco de turismo y subiría al Irazú. Pero, el hombre propone y Dios dispone. No subí al Irazú en aquella ocasión.
Regresé al hotel. Pedí mi llave y subí a la habitación. Nada más entrar en ella y echar un vistazo, me di cuenta de que alguien había estado registrándola. Sólo un fotógrado profesional, después de muchos años de utilizarlo, sabe cómo se colocan en su estuche los cuerpos de las cámaras, las lentes, los filtros y las películas sin exponer. Por más que muy ligeramente, el orden de mi estuche había quedado alterado. Vaya. El señor Lewinston era definitivamente muy curioso.
Apreté los labios y, metiendo la mano en el bolsillo de mi pantalón, saqué la pistola y la miré. Por lo menos, la escondería un poco, pensé. Así, tal vez, conseguiría dificultar su localización por la siniestra legión parroquial de mi buen amigo Danilo. Abrí mi bolsa de viaje y extraje de ella otra, más pequeña, de plástico. Del cuarto de baño, cogí un rollo de esparadrapo, metí la pistola en la bolsa y la precinté herméticamente con él. Levanté la tapa de la cisterna del lavabo y deposité la bolsa en el agua. Un truco conocido, pero generalmente eficaz.
Volví al dormitorio y levanté el auricular del teléfono. Pedí que subiera Rene el botones y que, luego, me pusieran con Nueva York, con la comisaría de distrito en que trabajaba mi hermano.
Al instante, sonaron unos discretos golpes en la puerta. La abrí y allí estaba Rene, sonriendo anchamente.
– Sí, señor.
– Hombre, Rene, me dicen que te tengo que entregar un sobre.
– Sí, señor.
– Espera un momento. Pasa, anda.
Entró en el vestíbulo de mi habitación y cerró la puerta. Llevaba justo mil dólares en el bolsillo, pero si Lewinston había pensado que los iba a sacar en la mugrienta casa en la que había ocurrido nuestra interesante conversación, iba listo. No estoy loco. C. Rodríguez seguía siendo un buen juez de caracteres; había apostado a que ésa sería la cantidad que me costaría la gestión de mi amigo Danilo. El resto del dinero estaba guardado en la caja de seguridad del hotel.
Dándome la vuelta, entorné la puerta del pequeño vestíbulo de mi habitación, dejando a Rene de pie en el reducido espacio. Fui hacia la mesa que había frente a la ventana, abrí un cajón y saqué un sobre. Me metí la mano en el bolsillo, extraje los mil dólares y los introduje en el sobre. Lo cerré y volví hacia donde estaba Rene.
– Toma -dije, abriendo la puerta semicerrada.
– Sí, señor… ¿Qué tal le fue?
– Bien, hombre. Creo que he conseguido lo que quería. Gracias, Rene.
– Para servirle. Con mucho gusto… ¿Señor?
– ¿Qué hay?
– Este… Ándese con cuidado, señor. Esta gente no es muy buena.
– Me andaré con cuidado.
Sonrió, abrió la puerta del pasillo, salió al vestíbulo y la cerró cuidadosamente.
El teléfono empezó a sonar. Me tumbé en la cama y descolgué el auricular.
– Sí.
– Su llamado a Nueva York, señor…
Hubo una serie de clics y, luego, ruido de estática y alguna conversación cruzada en la lejanía.
– Aló?
– Homicidios.
– Aló? ¿Me podría poner con el teniente Rodríguez, por favor?
– Momento.
– Rodríguez. -La misma voz seca y competente de siempre.
– ¿Pat?
– ¡Chris! ¡Pero, hombre de Dios, hombre! ¡Me has tenido sobre ascuas! ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde carajo estás?
– Lejos. No te preocupes, hombre… Estoy bien.
– ¿Bien? Tienes a Tina llorando desde hace días y a mí con…
– Ni lo pienses, Pat. Ya te dije que no…
– Ya sé, ya sé. Pero, caramba, escoges unos métodos para desaparecer que ni Houdini. Aquí hay un follón armado que bueno… ¿Estás bien?
– Sí -repetí, pacientemente-. No te preocupes por mí. Tengo más vidas que un gato. -Lo cierto era que se me estaban empezando a agotar-. Cuéntame de allá.
– Diana. ¿Me oyes? Diana. -Aunque le sabía encerrado en su despacho, oí que bajaba un poco la voz-: ¿Has oído hablar de Nick Lattimer?
– Claro, Lattimer and Lattimer. ¿Quién no? El primer banco de depósito del mundo… ¿Y qué?
– La Abuela es un genio. Tenemos registrado a Lattimer en vídeo, de frente, de perfil, de cerca, de lejos, de pie y sentado. Tenemos su voz y tenemos la clave para abrir la cámara acorazada del dúplex. ¿Me entiendes? El dúplex…
– Te entiendo muy bien… ¿Y qué más? -pregunté excitadamente.
– Bueno, pues fue antes de ayer. MacDougall le abrió la puerta, y Lattimer entró, hizo todas las operaciones necesarias y, ¿sabes lo que se corrió como si fuera el sésamo? -Río.
– No. ¿Qué?
– ¡La chimenea! Con fuego y todo. ¡Qué bárbaros! -exclamó con entusiasmo-. Desde la pared del comedor, tenemos filmado el hueco por el que se entra a la cámara acorazada y, al fondo, se ve una consola de esas de computador, ¿sabes? Lattimer estuvo un rato sentado frente a ella, leyendo unas cosas y luego se marchó.
– Vaya con el Club, ¿eh? Vaya con el Club. Lattimer. Otro pilar de la comunidad.
– Sí, señor. ¿Qué hacemos ahora? Porque yo no le puedo detener y si le pido por favor que me abra la puerta…
– ¡Ni se te ocurra! No hagas absolutamente nada hasta que yo vuelva, ¿entendido? Ten cuidado, Pat, que estos tíos son peores que la mafia.
– No te preocupes, hombre. No haré nada más hasta que vuelvas. Oye… -Dudó un poco-… Esto… siento lo de Nina, ¿sabes?
– Ya… Hasta pronto. ¡Oye! Espera, no cuelgues. ¿Tienes a mano la lista de pasajeros que volaron a Costa Rica la noche en que mataron a Aspiner?
– Claro.
– Por favor, mándamela al Gran Hotel Costa Rica por télex. -Al diablo con las precauciones -. Es urgente. ¡Ah!, y llama a Johnny Mazzini y dile que te he llamado y que estoy bien… Dale un beso a Tina, ¿eh?
– Ciao… Cuídate, ¿eh? -Colgó.
Me dolía el pie y, sorprendentemente, la herida casi cicatrizada del cuero cabelludo me latía sin cesar. Debía ser el cansancio. Tenía hambre. Llamé al servicio de habitaciones y pedí que me trajeran un Club sandwich y un vodka con tónica.
Tres minutos después, llamaron a la puerta. "Caray -pensé -, qué rapidez."
Abrí la puerta. En el pasillo no había un camarero con una bandeja. Había dos policías de uniforme.
– ¿Señor Christopher Rodríguez?
– Sí, soy yo. ¿Qué desean?
– Nos gustaría que nos acompañara a la Dirección Nacional de Seguridad, por favor.
– ¿Por qué?
– Una mera formalidad, señor.
Pese a mi decisión de no hacerlo, había infravalorado a mi buen amigo Danilo Lewinston, modelo de cristianos. Mal hecho. Rodríguez.
– Del aeropuerto nos dicen que ingresó usted al país en condiciones… irregulares.
– ¿Irregulares? ¡Pero si mi pasaporte fue visado por la policía!
– Sí, señor -dijo pacientemente el oficial que había estado hablando, un caballero de enorme bigote, que lucía en la bocamanga las dos estrellas de teniente. Llevaba el pantalón bajo, descansando en las caderas, y en su estómago no había un átomo de grasa. Un tipo sólido-. Precisamente es lo que queremos aclarar. Si usted hace el favor de acompañarnos… -El tono levemente más seco.
Las autoridades de Policía, cuando no son hermanos míos, me producen erisipela.
– Muy bien. Un momento… Voy a recoger mi pasaporte. En el ascensor, Rene el botones miraba impasiblemente al frente. Sólo cuando llegamos a la planta baja, volvió la cabeza hacia mí e hizo un rápido gesto de complicidad para tranquilizarme.
La Dirección Nacional de Seguridad es el pomposo nombre dado a un pequeño chalé que hay a las afueras de San José, en uno de los extremos de lo que llaman la Sabana. La Sabana es un gran parque colocado, como la panza de una gota de agua, en el confín oeste de la capital. Lo rodean grandes avenidas bordeadas de casas elegantes y blancas. Todo muy apacible y alegre. Todo, menos el chalé de la Dirección Nacional de Seguridad, que es como la oficina de la policía secreta de cualquier país tercermundista: siniestra, sucia y destartalada. El vestíbulo de entrada es una habitación rectangular, con baldosa verdinegra en el suelo y pintura verde, desconchada y sucia, en las paredes. Unos bancos extremadamente incómodos, doy fe de ello, adosados a las paredes, sirven de lugar de paciente espera.
Entraban y salían montones de personas, unas de uniforme y otras de paisano, que se movían, atravesando el vestíbulo, con la indiferencia típica del policía hacia los desechos humanos sentados en los bancos. Un guardia de uniforme, desganadamente apoyado contra la puerta de entrada, vigilaba sin vigilar, fumando cigarrillos que pedía prestados a los compañeros que le pasaban por delante. Una enorme pistola le pendía del cinto.
Durante una hora, nadie me dirigió la palabra. Compartía el banco con dos hombres de media edad, ambos pobres y mal vestidos. Olían poderosamente a sudor. Uno, el más cercano a mí, tenía el aire asustado y nervioso del inocente; fumaba sin cesar y retorcía entre sus manos un viejo sombrero de paja. De vez en cuando, suspiraba profundamente. El otro, sentado en el extremo, ponía una cara de suficiencia paciente y casi ofendida en su inocencia; un semblante que delata indefectiblemente al culpable.
– ¿Señor Rodríguez?
– Levanté una mano.
Un oficial joven y bien vestido había aparecido en el umbral de una puerta de cristales y miraba curiosamente en dirección a mí.
– ¿Quiere venir?
Entré en el pequeño despacho. Los únicos muebles eran una mesa de madera, detrás de la que había un sillón forrado de plástico gris, y dos sillas algo destartaladas.
– ¿Quiere sentarse?
Le entregué mi pasaporte antes de que me lo pidiera.
– Aquí hay algo que no entendemos. Usted ha ingresado al país utilizando un método poco usual… En vez de llegar por línea regular, ha venido en una avioneta fletada desde Panamá…
– No veo lo que eso tiene de anormal… Cuando trabajo para mi periódico, viajo de la forma que me parece más rápida y cómoda.
– Sí, pero nos parece un dispendio innecesario: había dos vuelos regulares a la misma hora.
Verdaderamente kafkiano: la Policía local preocupándose por las finanzas del New York Times.
– Bueno… -me encogí de hombros -, tenía mi viaje organizado desde antes de salir de Nueva York.
El oficial abrió mi pasaporte y, como cualquier policía del mundo, se puso a pasarle las hojas distraídamente, buscando en ellas algo que nunca encuentran. Me gustaría saber lo que es. Levanto la vista.
– Sí, pero, luego de ingresar al país, se pasa usted dos días sin hacer nada, sentado en la Soda Palace… ¿Por qué?
– Vamos a ver. Yo no le enseño a usted cómo debe hacer su trabajo… Cuando viajo a un país por primera vez, para hacer un reportaje sobre él, me gusta empezar por entender el ambiente, por husmear los olores y las idas y venidas de la gente. Me siento y miro. ¿Qué le parece? -Fin de la discusión.
Probablemente, habían decidido expulsarme del país, pero no sabían muy bien por qué, ni cuáles argumentos utilizar. Los costarricenses son civilizados y poco arbitrarios.
– ¿Para qué periódico trabaja usted?
– El New York Times.
Aquello le impresionó. Se mordió los labios. Un hombre de paisano se asomó a la puerta.
– Oswaldo, vení un momento…
El oficial se levantó de detrás de la mesa, la rodeó y, pidiendome perdón, salió del despacho. Estuvo ausente quince minutos, al cabo de los caules, regresó, acompañado por un joven bien vestido y con el semblante inteligente. Llevaba unas gafas de montura de concha. Se dirigió directamente a mí.
– Me llamo Julián Benítez y soy el director de La Nación. -Sonrió y me tendió la mano.
– No sabe usted lo que me gusta verle -le contesté, levantándome.
Nos estrechamos las manos.
– Ha habido una confusión -dijo el oficial -. El señor Benítez está dispuesto a garantizar su presencia en el país y, en ese caso, nada tenemos que decir. Puede usted marcharse cuando quiera.
– Muchas gracias. ¿Me devuelve usted mi pasaporte?
Se apresuró a entregármelo. Me pareció adivinar una expresión de alivio en su rostro. Un policía honrado. Salimos a la calle. Benítez me sonrió.
– No voy a criticarle sus métodos de iniciar una investigación para un reportaje… Pero aquí hay mucha gente poco fiable y debe andarse con ojo.
– Gracias. No olvidaré su consejo. ¿Cómo se enteró de mi situación?
– Rene es buen chico… muy despierto. Quiere trabajar para mí…
– Pues, en lo que a mí concierne, debe usted darle el Pulitzer… Me parece que me ha sacado de un buen lío.
– No, hombre. Tampoco hay que exagerar. Nunca ocurre nada grave en Costa Rica. Éste es un país amable y sencillo, señor Rodríguez. Cuando hable de nosotros en su periódico, no lo olvide, ¿eh?
– No lo olvidaré… ¿Quiere tomarse una copa conmigo?
– ¿Por qué no? Vamos. Yo le llevaré al hotel.
En el bar del hotel, nos sentamos ante una mesa un poco apartada. Volví a pedir el Club sandwich y el vodka con tónica que me habían sido escamoteados por la policía y Benítez quiso tomarse un coñac.
– ¿Qué quiere usted escribir, Christopher?
– Quiero escribir una serie de artículos para mi periódico en la que se analicen las causas de la actual situación en Centroamérica, las consecuencias previsibles de lo que ocurre y la influencia que tiene la presencia de los Estados Unidos en la región.
– Casi nada. -Sonrió.
– ¿Cómo es Costa Rica, Julián?
– ¿Qué quiere que le diga? ¿Sabe usted cómo nació mi país? La concesión de su independencia le fue comunicada por telegrama, desde Guatemala, a lomo de mulo. Y, cuando se enteraron los ticos de la noticia, se pasaron años intentando que la Corona española les readmitiera en su seno. No tenían ganas de luchar y los asustaba estar solos. Somos una nación de campesinos pacíficos. No queremos molestar a nadie y queremos que nos dejen en paz, pero no solos. Eso es Costa Rica…
– Una nación pacífica…
– … Mire… Esto que le voy a decir son clichés, pero me parece que son útiles para entendernos. Creo que somos el único país que ha hecho una revolución para derrocar un sistema comunista; fue en 1948… un sistema comunista democráticamente elegido… Bueno, el único, no. Pero lo que sí es único es que, una vez eliminado el sistema, el triunfador de la revolución aquella se retiró voluntariamente y convocó elecciones… ¿Qué le parece? Somos el único país americano que tiene abolido constitucionalmente al ejército… ¿Qué le parece? Somos el único país latinoamericano sin analfabetismo. La tirada de mi periódico es, proporcionalmente, la más grande del mundo… Y… -sacudió la cabeza resignadamente-somos el país con la deuda per cápita más alta del mundo… ¿Qué le parece?
– Caray. Efectivamente, con unos cuantos clichés está todo dicho…Dígame Julián, ¿cómo aciertan ustedes a sobrevivir estando rodeados, como están, por países en ebullición?
Bebió un largo sorbo de coñac.
– Vamos a ver -dijo, limpiándose la boca con la mano-. Por una parte, éste siempre ha sido un país moderadamente próspero, con una clase media sólida y, aunque dé vergüenza decirlo, sin mestizaje… Aquí no hay indios. El café, las vacas, el banano, siempre han sido suficientes para dar de comer a todos. No hay estrepitosas diferencias de nivel económico. No hay tiranía. No hay oligarcas… una familia, como en Nicaragua, o catorce, como en El Salvador… Eso nos ha dado paz hacia dentro. Un panorama así tenía que resultar atractivo para los Estados Unidos. A los gringos les interesa mantenernos así. Y eso ha sido, al mismo tiempo, nuestra salud y nuestra perdición. Tenemos muchos problemas, Christopher. Somos una tentación para cualquiera. Los propios norteamericanos quieren utilizarnos para atacar a los nicaragüenses, a los panameños… -Abrió las manos. Miró la hora en su reloj -. ¡Santo cielo! Las cinco y media. Tengo que ir a hacer mi periódico de mañana. Sabe donde me tiene, ¿eh? Si necesita algo…
– Desde luego… Julián. Me miró, alzando las cejas.
– Gracias. Sonrió.
– Por nada, hombre, por nada. -Se levantó y se alejó apresuradamente.
Apuré mi copa, firmé la nota, me levanté y me dirigí hacia el ascensor. Rene sonrió alegremente. No dije nada. Sólo cuando llegamos a mi piso, salí al pasillo, me volví y le espeté:
– Rene.
– ¿Sí, señor?
– Tus amigos son unos pillos.
Bajó la vista.
– Dile a Danilo Lewinston que tiene un contrato conmigo. Yo he pagado mi parte… Dile que si él no cumple con la suya… Pregúntale si sabe lo que quiere decir que un hombre armado empiece a moverse… Seguro que lo sabe… Pues dile que si no cumple con lo prometido, Christopher Rodríguez empezará a moverse. ¿Eh?
Rene abrió mucho los ojos.
– Sí, señor -contestó con voz asustada.
– Y, Rene, gracias por avisar a Benítez. Eres un buen chico.
– Sí, señor. ¡Ah, señor! -añadió-, llegó esto para usted por télex. -Y me entregó un largo papel lleno de nombres: la lista de pasajeros que me mandaba Pat.
– Gracias, Rene.
Una hora después, una llamada anónima me citaba en el bar del hotel a las siete de esa tarde. Me encontraría con Paola Barrientos. Ella podría contestar a mis preguntas.
– ¿Qué es lo que usted quiere de mí? -preguntó Paola, descruzando las piernas e inclinándose hacia adelante.
Durante un momento, la miré en silencio.
– No estoy muy seguro -dije, por fin-. Me da la impresión de que, a lo mejor, me puede usted ayudar a entrar en contacto con alguna de la gente a la que quiero entrevistar para mi serie de artículos.
– ¿Qué quiere usted decir? -replicó secamente.
– Mire, Paola, ¿puedo llamarla Paola? -No cambió la expresión de su rostro-. Mire. No nos engañemos. Danilo Lewinston -torció el gesto y puso cara de repugnancia-me ha puesto en contacto con usted con un propósito específico: el de poder hablar con los guerrilleros que andan sueltos por ahí…
– La gente como Lewinston, señor Rodríguez, es la que da mal nombre a este país. Habría que aplastarla como a cucarachas. -Apoyó el pulgar encima de la mesa y lo hizo girar. Le dio un escalofrío.
– Será -contesté-, pero ha resultado bastante eficaz a la hora de que usted se entreviste conmigo.
– No sé lo que quiere usted decir… ¿Guerrilleros? No conozco a ninguno. Algún rumor hay de que circulan por la selva algunas bandas, pero creo, más bien, que se trata de nicaragüenses…
– ¿Por qué ha venido entonces?
– Me ha interesado conocerle. ¿Un periodista del New York Times? Siempre es útil. Mire usted, señor Rodríguez, el que yo ignore si hay guerrilleros, o dónde están, no quiere decir que no esté de acuerdo con su concepto. Si hay guerrilleros, desde luego defienden unas ideas con las que estoy de acuerdo. No le voy a hacer grandes discursos demagógicos -agitó una mano despectivamente-, pero a este país le hace falta un revulsivo. Alguien tiene que ponerlo en pie… Si no, un día, nos encontraremos con que ya no tenemos país o con que se pudre, de la misma forma que están podridos nuestros políticos, nuestras instituciones. Que usted escriba sobre eso, nos vendrá estupendamente. Sería incluso mejor que el New York Times llegara a publicar en portada dos fotografías suyas.
Levanté las cejas con sorpresa. Paola no me estaba mirando y no se dio cuenta de mi gesto. Había investigado quién era yo, ¿eh? Vaya, vaya.
– Una, amarillenta y pasada de moda, inmortalizando a mi padre y a sus amigos; otra, vibrante y moderna, recogiendo la estampa de unos estudiantes con las manos enlazadas con alguno de los míseros desechos humanos que circulan por ahí… Ésa sería su historia, señor Rodríguez. -Levantó la mirada y sonrió. Cuando sonreía, se le arrugaban las comisuras de los labios y los párpados y la expresión se le tornaba terriblemente femenina.
– Me parece que sabe usted de mí bastante más de lo que parece -dije en voz baja-. ¿Quién le ha dicho que soy fotógrafo?
Se puso inmediatamente colorada y confieso que me dio un apuro tremendo. Desvié los ojos y cogí mi vaso de whisky. Carraspeó.
– Bueno… Christopher Rodríguez es un personaje famoso. -Y, con una franqueza que desarmaba, añadió-: Tenía gran curiosidad por conocerle.
Solté una carcajada.
– Muy bien… Hablemos de Costa Rica, entonces, y veamos cómo me pinta usted esas dos fotografías que tengo que hacer.
– Voy a hacer algo mejor. Esta noche vamos a cenar a mi casa. Mis padres dan una cena… -Se interrumpió y me miró -. ¡Oh, sí! Vivo con mis padres, ¿sabe?… La casa es grande y tengo mi propio apartamento en ella.
Me dio la impresión de que se estaba justificando.
– ¿Sí?
– Bueno, pues, dan una cena para sus amigos. Académicos, periodistas, políticos…, hasta el presidente de la República. Le voy a llevar y, así, podrá ver con sus propios ojos lo que le digo. Luego, hablaremos de lo demás. -Se levantó-. Pasaré a buscarle a las nueve. No hace falta que se ponga corbata.
Menos mal, porque no había traído.