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El ventanal que daba al jardín estaba abierto y, en la luz algo amarillenta de las velas del porche, el decorado tenía un regusto antiguo, como efectivamente había dicho Paola, de fotografía rancia. El césped se perdía en la penumbra y una mata de buganvilla violeta caía de la tapia lejana, casi fosforescente en la oscuridad, como si hubiera acumulado los últimos rayos del sol poniente. En la terraza había una gran mesa redonda y baja y, a su alrededor, una docena de cómodas tumbonas, tapizadas en chinz de vivos colores.
Hasta Paola se había vestido a la vieja moda tradicional del trópico, con una falda amplia, estampada con grandes flores, y una blusa blanquísima adornada con vainicas. Los hombros y el escote, desnudos en la noche, tenían el brillo de la caoba, y su gran mata de pelo le enmarcaba el semblante. Una sonrisa fija y algo impersonal la mantuvo fríamente distante durante toda la velada.
Al principio, su padre, un hombre pequeño, amable y lleno de gracia malévola, se había sorprendido de su presencia en la cena, a la que parecía asistir excepcionalmente. Paola la explicó señalándome y sugiriendo que yo necesitaba entrar en contacto con la vida del país. Qué mejor que empezar con una comida a la que asistirían las "fuerzas vivas".
Si he de decirlo con franqueza, me ocurrió una cosa peculiar en aquella cena: en ningún momento me sentí partícipe de ella y, a la larga, me acabé aburriendo sobremanera. Y no es que los comensales fueran cualquier cosa. Estaban presentes dos catedráticos, un director de periódico, el presidente de la República, el de la Academia de la Lengua, un médico humanista y dos diputados, amén del dueño de la casa que, por lo que pude colegir, era bastante conocido localmente como novelista y escritor de artículos. Había mucho talento sentado en aquel porche. Y, sin embargo, daban la impresión de ser una tertulia incambiada a lo largo de años, cerrada a las innovaciones y más preocupada por mantener un estilo literario chispeante que por discutir en profundidad de los temas. Puede que esté siendo injusto y que ignore deliberadamente que aquella gente había acudido a la casa de los Barrientos a descansar, a charlar inconsecuentemente entre amigos. Pero confieso que me irritó, porque esperaba más de la reunión.
Tuve la impresión, mirando a la cara impávida de Paola, de que los chistes y bromas eran repetición hasta la saciedad de un ingenio exhibido durante décadas. Me pareció que se producía una doble traición al espectador, en este caso C. Rodríguez: por una parte, se utilizaban clichés que eran un estereotipo de la realidad; por otra, aquellas píldoras de sapiencia eran pronunciadas en un tono lo suficientemente ligero como para sugerir que allí se estaban diciendo verdades profundas que luego eran disfrazadas en aras de la sencillez con que se manifiestan los grandes hombres, cuando, en realidad, no eran disfraz de nada. Todos ellos acababan dando la sensación de que se habían quedado encasillados en maravillosos tiempos pasados en los que nada estaba en peligro. Debo estar siendo injusto, precisamente yo, que debería sentirme atraído por la interpretación bucólica de la vida; pero llegaba a Costa Rica con demasiada carga emocional y nerviosa como para poderme deleitar con una exhibición de diletantismo.
Durante un solo momento, pronto evaporado, se trató con un poco más de seriedad de la situación centroamericana. El presidente, que no es ningún tonto, olvidó la sonrisa y bajó el tono de voz para hablar cansadamente de las presiones que estaba recibiendo de parte de los Estados Unidos para que los autorizaran a enviar técnicos y asesores, que pudieran ayudar a Costa Rica a hacer frente a las amenazas revolucionarias del norte.
– ¿Y cómo voy a ignorarlas, pucha? Tan pronto les digo que sí como que tenemos que esperar un tiempito, ve, y, mira, se me acaban los argumentos…
– Lo que tenes que hacer -dijo fogosamente el director de periódico-es contarles que nuestra independencia es buena propaganda para ellos y que se dejen de asesores y manden más plata.
– No podemos seguir viviendo de la plata de los demás, Beto. Y hablaban y sufrían por problemas menores, sin conocer la verdadera amenaza que pendía sobre sus cabezas: unos misiles atómicos instalados sin su conocimiento, justo debajo de sus camas. Al sur de Cartago, Dios del cielo. A cuarenta kilómetros de donde estábamos. Miré a Paola, que, por una vez, seguía atentamente cuanto se decía.
– Tómese un jaibol, don -me dijo Barrientos, sonriendo-. Paola, servíselo vos.
Paola se levantó y fue hacia la mesa del bar.
– Pucha, cómo creciste, niña -le dijo admirativamente el presidente Cañas.
Si las miradas heladas pudieran matar, nos hubiéramos quedado sin presidente de la República en ese mismo momento. Pero el presidente, un hombre alto y enjuto, tiene la piel de rinoceronte. No hizo caso, se volvió hacia los demás y dijo:
– ¿Sabes la última, Beto? Armé una carajera que ya no sé cómo parar. Hace un par de meses -se inclinó hacia adelante y colocó los codos sobre las rodillas -, se me ocurrió contarle a Oswaldo Madriz, y ya sabéis cómo es de correveidile, que yo era el heredero por séptima generación de la fortuna de un virrey del Perú. Abrió mucho los ojos el hijoeputa. -Todos rieron y el dueño de la casa se levantó a servirse un vaso de whisky; se acercó a la mesa sin dejar de mirar al presidente-. Bien. Le expliqué que yo, que soy de cuna noble y extremeña…
– ¿Vos? -interrumpió uno de los catedráticos-. Pesebre guanacasteco y medio indio, es lo que llevas en la sangre…
– …Déjame, Luis, no me interrumpas… Yo, que tengo la cuna que queda dicha, tuve un antepasado que fue virrey del Perú a principios del siglo xviii. El ilustre prócer, le expliqué a Oswaldo, había amasado una considerable fortuna en plata, oro y joyas. Pero su más preciado tesoro no era aquella fortuna, sino su hija de dieciséis años, doña Dolores, rubia y esbelta, con la tez de porcelana. Virtuosa y amante del hogar, doña Dolores era una niña inocente y pura. Pero, hete aquí que, un maldito día, se presentó en el palacio virreinal un indio pelón y miserable, patizambo y agujero, lleno de malas artes, y enamoró a la dulce Dolores. Una noche fatídica, la raptó y se la llevó al Machu Pichu. El virrey, loco de dolor y de furia, montó una expedición de busca y castigo y, tras meses de persecución y batalla, encontró a la niña de sus ojos… casada y con un rorro renegrido y chaparro en brazos. Si no es porque le detuvo su lugarteniente, la hubiera atravesado allí mismo con su espada. Lleno de tristeza y pesadumbre, el virrey regresó a Lima y decretó que su descendencia no heredaría el tesoro en plata, oro y joyas, hasta que no se le hubiera purificado la sangre. Es conocido el principio científico, le dije a Oswaldo, que es más bruto que un hato de bueyes, es conocido el principio de que la sangre se renueva cada siete generaciones; por ello, el virrey redactó solemne testamento, estableciendo que el tesoro debería ser entregado a quienes demostraran pertenecer, por línea directa, a su séptima generación. Envió el testamento a la Casa de Contratación de Sevilla y el tesoro, un enorme y pesado baúl, fue depositado en manos y custodia del Gran Maestre de la Soberana Orden de Malta, tras un arriesgado viaje a lomo de mulo por la China continental, que por entonces andaba mucho corsario inglés, hijo de mala madre, suelto por el Caribe y no podía fiarse uno de las rutas establecidas. Todos los contertulios seguían el relato del presidente, con la sonrisa anticipada de la hilaridad que les iba a producir el final de la historia.
– ¿Sabéis lo que hizo Madriz? Repentinamente, se me descubrió un parentesco conmigo y ha escrito a Malta y Sevilla para reclamar la herencia. -Hubo una carcajada general. El presidente levantó una mano-. No acaba ahí la historia: como Oswaldo es incapaz de cerrar la boca, lo ha ido contando por ahí y me han salido más primos que pulgas a un perro… Por lo menos, tengo asegurados los votantes para la próxima… El hijoeputa. -Se dio una palmada en el muslo, mientras los demás reían a mandíbula batiente y el director del periódico se secaba las lágrimas.
Tal vez estuviera siendo injusto, pero me hizo poca gracia. Paola me miró e hizo un gesto con la cabeza. Asentí.
– Papá, Christopher… el señor Rodríguez tiene mucho que hacer mañana y va a tener que madrugar. Creo que será mejor que le lleve al hotel.
Nos levantamos los dos.
– Que tenga buena suerte, don -dijo Barrientes -. Y no trabaje demasiado.
– Muchas gracias por la cena -contesté, ceremoniosamente. Me acerqué al presidente-. Buenas noches, señor presidente. ¡No, por Dios! No se levante. Me voy sin molestar a nadie. Adiós a todos.
– Buenas noches -contestaron a coro. Era buena gente.
– ¿Ve lo que quería decir? -me preguntó Paola cuando estábamos en el coche. Conduce aprisa y magníficamente-. Viven en otra época.
– Humm… No me parece que el presidente sea un inconsciente, ¿eh?
– Bueno… Tal vez, no. Pero se deja arrastrar por esa pandilla de locos, que operan como si aún estuvieran en el siglo xix.
– De acuerdo -dije, apretando mi pie derecho contra el suelo del coche, en un vano intento de frenar en una curva que Paola había tomado a gran velocidad-. Ya tengo mi primera fotografía. -Encendí un cigarrillo-. ¿Cuándo voy a tener la segunda?
Dudó un momento, antes de contestar:
– No le entiendo.
– Quiero decir que usted me ha enseñado cómo viven los antiguos del lugar. Ahora quiero saber cómo viven los jóvenes, los que saben el peligro que se avecina, los que sufren y se rebelan contra las injusticias, contra los sueños pasados de moda…
– Tal vez se lo pueda explicar yo.
– Tal vez. Dígame. ¿Qué hace usted en la vida?
– Trabajo en un bufete que hace un poco de todo: defensa laboral, asesoramiento social, análisis económico… un poco de todo. Nuestros clientes son, sobre todo, gente humilde. Cuando podemos, no les cobramos.
– ¿Qué es usted? Quiero decir qué profesión tiene.
– Estudié economía en Yale…
Di un silbido. Machista que es uno. -Caray. Estoy impresionado.
– Humm. Clase del 80… Mi padre es rico y pudo permitirse el lujo de mandarme allá y pagarme la carrera. Lo menos que puedo hacer ahora es compensar a mi país por lo que me dio…
– Será a su padre, ¿no?
– No. A mi país. Mi padre es rico gracias a lo que le da este país, gracias a lo que obtiene de él.
– Ya. Habría que discutirlo. Cuando pienso en lo que me costó sacarle a mi país lo que me ha acabado dando, no tengo ninguna gana de devolverle nada… de compensarle por nada.
– Hábleme de usted.
Nos habíamos detenido en un semáforo y Paola se había vuelto a mirarme. Los ojos le brillaban en la oscuridad.
– Bueno… No hay mucho que decir. Nací en San Juan de Puerto Rico hace treinta y cinco años. Nuestro padre murió al poco de nacer yo, como consecuencia de unas viejas heridas recibidas en la guerra mundial. Mi hermano y yo tuvimos una infancia más o menos miserable, como las que se suele tener en estos casos. Cuando tenía once años, mi madre nos llevó a Nueva York porque un hermano suyo, que trabajaba allí, la convenció… Y poco más. Siempre me gustó hacer fotos. Tuve suerte y… bah, pude ir a la universidad y, después, libre como un pájaro, agarré mi cámara y me fui por ahí.
Arrancó en silencio y no volvió a abrir la boca hasta que detuvo el coche en la puerta del hotel. No me había preguntado lo que me pasaba en el pie.
– Hace una noche espléndida -dije-. ¿Le apetece que nos sentemos en ese banco -con el dedo señalé un banco de madera que había en el jardincillo de delante del hotel-y charlemos un poco más?
Se encogió de hombros.
– Si quiere…
Salimos del automóvil y fuimos andando despacio hasta el banco.
– ¿Está usted casado?
No contesté inmediatamente. Paola me miró y me dio la sensación de que le hubiera gustado que la tragara la tierra.
– No quería decir eso… Quiero decir… que no lo tome como suena. Es simple curiosidad. Qué sé yo, por ver cómo es usted. -Me pareció que estaba siendo sincera. Había dicho la última frase con sequedad, con total indiferencia. Creo que me molestó. Por pura vanidad masculina, me molestó. Y, entonces, cometí una de mis tonterías: decidí contárselo para intentar impresionarla.
– Estuve casado. Mi mujer murió en un accidente. Como si le hubiera contado que me gustaba la lechuga.
– Lo siento.
– Bah, son cosas que pasan. -Y me dio un vuelco el corazón.
– No diga eso. Eso no se dice así.
Se me deshizo la garganta.
– Es mentira -dije-. No son cosas que pasan. ¡Dios! -De repente, alargué la mano y le agarré la muñeca. Intentó retirar el brazo, pero no la dejé. Y, como un torrente incontenible, le conté todo. Le hablé del wadi Ramm, de Pedro, de la muerte de Marta, de mi venganza… todo. Un resto de sensatez me impidió contarle el porqué, la verdadera razón de la muerte. Mientras hablaba, notaba que me iba subiendo por la garganta un enorme sollozo. Finalmente, me callé y agaché la cabeza. Paola ya no intentó retirar su brazo.
– Lo siento -dijo. Y esta vez era de verdad -. Lo siento mucho.
– No me haga caso. Nunca hablo de esto. Lo siento. Nunca bajo la guardia.
– ¿Quiere que demos un paseo?
Le solté el brazo y asentí en silencio. Nos levantamos y nos pusimos a andar hacia el teatro. Ninguno de los dos quería hablar.
Y así estuvimos durante largo rato, deambulando por las calles desiertas y calladas. Eran casi las dos de la madrugada cuando volvimos al hotel.
– Olvídelo, olvídelo todo -dije salvajemente. Me miró sin decir nada-. No, la verdad es que no quiero que lo olvide. Quiero que me perdone. Por mí y por Marta. Y quiero darle las gracias. Es usted una buena compañera de silencio. -Sonreí débilmente. No quería decir lo que venía a continuación, pero no tenía más remedio-: Dígame una cosa, Paola. ¿Por qué mató usted a Malcom Aspiner?
Abrió mucho los ojos y se puso pálida. Se dio la vuelta, fue hacia su coche, se metió en él, puso en marcha el motor y arrancó con un violento chirrido de ruedas.
Vaya manera de darle las gracias.