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CAPITULO XXI

Pero vamos a ver. MacDougall, el ascensorista de casa de Aspiner, había descrito a la mujer que había llegado con éste al dúplex la noche en que murió, como muy guapa, muy alta y con la tez de un colorido parecido al nuestro. Al cabo de un rato, quien quiera que fuese la mujer, había tomado un taxi y había ordenado al conductor que la llevara al aeropuerto Kennedy; y, según Patrick, a la hora en que había llegado al aeropuerto, sólo habían despegado dos vuelos, uno de ellos en dirección a Costa Rica. Finalmente, Markoff. Mi buen Vladimir me había dicho que el asesino había regresado a San José después de pinchar a Aspiner por el cuello como si hubiera sido una aceituna. Y, bueno, después de todo, el nombre de Paola estaba en la lista de pasajeros enviada por mi hermano desde Nueva York.

Dicho todo lo cual, no había ni una sola razón que pudiera hacer pensar que estos elementos identificaban a Paola como asesina de Aspiner. Ni una sola, salvo que, desde que la había conocido aquella tarde, no había podido quitarme la impresión de que todo coincidía, hasta la imagen física que me había hecho mentalmente de la mujer que había estado en el piso de Malcom Aspiner en Nueva York. Soy un fatalista y, aunque no estoy muy seguro de lo que me impulsó a hacerle la pregunta a Paola, supongo que fue una intuición repentina, el convencimiento de que todo gira en pequeños círculos concéntricos y de que un destino misterioso me había ido conduciendo inexorablemente hasta este momento, desde el día en que John Lawrence me había llamado a casa para que asistiera a la reunión con el bueno de Gardner a la mañana siguiente. Las piezas del rompecabezas iban encajando poco a poco y me parecía que un instinto mágico guiaba mi mano sin yerro.

Pero, hubiera sido mejor no empezar, haber oído la orden de Gardner y haberme levantado de aquella mesa como alma que llevara el diablo. Mucho mejor estar en mi barco rumbo a las Bahamas o al Polo norte, qué sé yo. Lo mío no eran piezas de rompecabezas sino losas de tumbas.

Las cosas son así, sin embargo, y, cualquiera que fuese la razón para hacerlo, yo había lanzado un dardo en la oscuridad y había acertado de lleno con la diana. Y le había dado a Paola un susto de muerte; probablemente, más de mi muerte que de la suya.

No me quedaba más remedio que esperar pacientemente a que Paola decidiera volver.

Me desvestí lentamente y me metí en la cama. Tardé mucho tiempo en dormirme. Me asaltaban imágenes de Marta, recuerdos del olor de su piel, ecos de su risa, sombras de su mirada. Me debí quedar dormido porque me encontré reviviendo con morboso detalle la escena del descubrimiento de su cuerpo sin vida, abandonado en el desierto. Me desperté de golpe, inundado de sudor frío y con la garganta seca. Bebí un vaso de agua y encendí un cigarrillo. Miré la hora en mi reloj: eran las cuatro de la madrugada. No conseguí conciliar nuevamente el sueño.

Poco a poco, con el paso de las horas, se fue despertando la ciudad. Primero, fueron carretas tiradas por mulos; unas llevaban fruta, sobre todo piñas y papayas; otras, chatarra y basura.

Luego, fue algún camión, cambiando estrepitosamente de marcha antes de la curva. Más tarde, empezaron a circular los autobuses y, entre acelerón y acelerón, podían oírse las conversaciones de los pocos peatones que pasaban por debajo de mi ventana. San José es ciudad madrugadora.

Hacía fresco y, en el cielo, no se veía ni una nube. Sola, allá a lo lejos, la imponente mole del Irazú se negaba a cambiar de color y se obstinaba en mostrarme su faz negra y malhumorada.

A las siete de la mañana, no pude aguantar más en la cama y me levanté. Después de afeitarme, me di una larga ducha caliente, me vestí y bajé al comedor a desayunar.

Decidí fumarme el primer pitillo del día en la plazoleta de enfrente del hotel. Salí a la puerta y, con un bostezo, me estiré largamente.

A una veintena de metros, había un coche aparcado. Meneé la cabeza y me dirigí despacio hasta donde estaba. Abrí la portezuela de la derecha y me instalé en el asiento del pasajero. Paola, sentada al volante, miraba al frente; una hostilidad agresiva flotaba en el aire. Suspiré y no dije nada.

Puso en marcha el motor y arrancó en dirección al oeste. Pronto salimos de la ciudad y tomamos la autopista del aeropuerto. Paola conducía muy aprisa: tardamos aproximadamente una hora en llegar a Puntarenas, el puerto costarricense del Pacífico. Hacía ya muchísimo calor, pese a lo temprano de la hora. Atravesamos Puntarenas, dejando el muelle a la izquierda y seguimos por una carretera de tierra, levantando una polvareda espantosa. A la izquierda, el mar, muy azul, estaba completamente en calma. A la derecha, íbamos cruzando bosquecillos de palmeras y algún trecho más denso de grandes árboles, entrelazados de lianas y hojarasca; pero la mayor parte de la vegetación eran arbustos y grandes extensiones de hierba pardusca y medio quemada. Durante unos kilómetros, nos alejamos de la costa, adentrándonos en la sabana. Al cabo de media hora, Paola, por fin, redujo la velocidad y, girando a la izquierda, se introdujo por un estrecho camino. Detuvo el automóvil ante una gran cancela de madera y alambre. No había abierto la boca en todo el trayecto. Me miró. Sin pronunciar palabra, me bajé del vehículo, fui hacia el portalón, levanté la anilla que lo mantenía enganchado al poste de madera y lo empujé. Basculó sobre sus goznes silenciosamente y acabó enzarzándose en las matas del otro lado de la alambrada. En vez de ser tierra batida como el resto del camino, la entrada estaba hecha de grandes tubos de hierro, separados veinte o veinticinco centímetros unos de otros. Así se evitaba que se escaparan las vacas.

Me aparté para dejar pasar al automóvil, cerré la cancela y me volví a subir. Ahora, Paola conducía muy despacio; a un lado y a otro del camino, la vegetación era muy densa y apenas si podía distinguirse el interior del bosque. Todo estaba en sombras y la humedad y el calor se habían hecho pegajosos. Una gota de sudor se me deslizó por las costillas.

Tras una revuelta del camino, apareció una amplia extensión de hierba y, detrás, protegida por enormes palmeras y gigantescos arbustos de buganvilla, la casa. Era un bungalow algo rudimentario, con un gran porche cerrado por una fina malla metálica, defensa universal del trópico frente al asalto de mosquitos y otros bichos de mal vivir. Las películas románticas siempre presentan escenas en playas blanquísimas, al pie de cocoteros lujuriantes, pero nunca señalan el calor que hace y los verdaderos elefantes con alas que zumban, provistos de las más aviesas intenciones. Nada es perfecto en este mundo.

Paola detuvo el automóvil frente al porche y se bajó de él. Llevaba toda la espalda empapada en sudor. Sus piernas, que los diminutos pantalones enseñaban generosamente, brillaban de humedad. Se acercó a la casa e, inclinándose, metió la mano por detrás de una de las piedras sobre las que se asentaba el porche. Sacó una llave, subió los escalones y abrió la puerta de rejilla metálica. Introdujo la llave en la puerta del bungalow y desapareció en su interior. Al instante, se oyó el runruneo de los aparatos de aire acondicionado que iba poniendo en marcha. Se asomó al porche y me miró.

– Me voy a dar un chapuzón en el mar. Hace demasiado calor -dijo-. Usted haga lo que quiera. Si quiere bañarse… -Hizo una mueca de indiferencia-. Si no, puede esperarme en el salón. Pero está que arde.

– No tengo traje de baño.

Se encogió de hombros, salió de la casa, bajó los escalones y se dirigió hacia un pequeño camino que había a la izquierda. Volví al coche, saqué mi bastón y, renqueando un poco, seguí a Paola. El camino zigzagueaba por entre palmeras, cayendo en desnivel hacia el mar. Una playa de arena muy blanca, rodeada de vegetación, se abría sobre el agua. Inmóvil y ausente, Paola miraba el horizonte desde la orilla. Estuvo así un largo rato. Finalmente, se sacudió con un escalofrío y, con total sencillez, se quitó la camisa y los pantalones y se quedó desnuda. La sensualidad tremenda de aquel gesto tan absolutamente natural fue para mí como si hubiera recibido un puñetazo en la boca del estómago. Me quedé paralizado, mientras ella entraba en el agua, se daba la vuelta hacia mí y, arqueando la espalda, se lanzaba al mar como un delfín ágil y sinuoso.

Sin apartar la vista de donde ella nadaba con movimientos gráciles y llenos de fuerza, me desnudé. Por primera vez en meses, me pareció que mi maltrecho pie no sólo era un irritante impedimento, sino que, además, era una visión obscena y deforme. El agua estaba fresca y me puse a nadar vigorosamente mar adentró; al cabo de un rato, me detuve y me volví hacia la orilla. Paola salía en ese momento del agua y, en la distancia, su cuerpo perfecto y armonioso, las largas piernas tostadas, los pechos firmes y pequeños y la larga mata de pelo negro componían, sobre el contraste de la arena blanca, un cuadro de sorprendente belleza. Recogió su ropa y, sin volverse, empezó a andar por el camino hacia la casa.

Permanecí en el agua mucho tiempo, nadando y buceando y haciendo un esfuerzo por que la memoria me trajera imágenes de Puerto Rico, de días interminables pasados en la playa de San Juan con Pat y la golfería del barrio. Espiábamos a las turistas americanas y nos gastábamos bromas en voz alta, para que nos oyeran y se decidieran a vencer nuestra timidez. Era yo muy precoz.

Paola me esperaba en el salón del bungalow, cuya temperatura era ahora muy soportable. Se había puesto un bikini y, sentada en una enorme butaca, bebía un gran vaso de un líquido lechoso, lleno de hielo. O habían dejado la nevera enchufada la última vez que habían estado en la casa, o les funcionaba muy bien. Señalé una jarra que había encima de la mesa y, por primera vez, sonrió.

– Agua de pipa con ginebra. Está rica.

– ¿Agua de qué?

– De pipa. De coco.

Fui hacia la mesa y me serví un vaso del brebaje. Estaba buenísimo y, probablemente, emborrachaba sin sentir.

– Markoff dice que es usted un gran bebedor.

– Markoff miente: acabé debajo de la mesa. ¿Cuándo habló con él?

– Anoche, al volver a casa. ¿Cómo supo usted que había matado a Aspiner?

– Métodos secretos. Escuela americana.

Se puso muy seria con lo que, indudablemente, era el recuerdo de la noche anterior.

– Siento lo de anoche -dije.

Levantó bruscamente la cabeza; en la boca tenía un gesto amargo y la expresión de sus ojos era heladora. Se encogió de hombros.

– Es su problema -contestó.

– Ya lo sé. Pero quiero que sepa que no fue un truco.

– ¿No? -Rió-. No me lo creo. Estuvo usted muy convincente.

En sus palabras sonaba una ironía furiosa y herida. Vaya. La comprendí bien: Paola había permitido que mi tragedia personal la afectara, se había ablandado y, cuando más vulnerable estaba, yo había aprovechado la apertura para clavarle un cuchillo. C. Rodríguez, tan delicado como siempre.

– Lo siento. -Tuve un impulso casi irresistible de acariciarle la cara e, incluso, me incliné hacia adelante. Me miró fríamente y me detuve-. ¿Qué le dijo Markoff?

– Que era usted un hombre confuso y confundido y que había que aprovechar la irritación que usted siente ahora hacia sus amos.

– Tonterías. Ni estoy confundido ni me irritan mis amos… más que de costumbre. Markoff dice tonterías.

– ¿Cómo supo que yo había matado a Aspiner? -repitió-. Porque Markoff no se lo dijo. Se rió bastante cuando le conté lo rápidamente que me había encontrado…

– Bah… eso fue fácil. Costa Rica es un país muy pequeño.

– Bebí un sorbo del brebaje-. En cuanto a lo otro, a por qué sé que mató a Aspiner… yo qué sé… intuición… algo así. Además, el portero de la casa de Aspiner la describió a usted muy bien.

– Me incliné hacia adelante y la miré de hito en hito-. ¿Qué hacemos ahora?

Alargó una pierna e hizo descansar el pie encima de la mesa. Lo tenía fino y estrecho, con largos dedos y el tobillo delicado.

– ¿A qué ha venido usted?

– ¿No se lo dijo Markoff?

– No.

– Pero, se lo imagina.

– Sí. Ha venido a impedir que las guerrillas encuentren los misiles y se adueñen de ellos.

– Exactamente. Necesito su ayuda.

– ¿Para qué? Ustedes, los de la CÍA, con su poder y su prepotencia, se bastan y se sobran para acabar con las guerrillas, con los misiles y con Costa Rica. -Me miró con sorna.

– Con la pequeña diferencia de que nosotros los de la CÍA, en este caso, yo, el de la CÍA, no podemos andar dando mucho escándalo… ¿Hablamos en serio?

Asintió.

– Bien. Yo no puedo utilizar el poderío de la CÍA, primero, porque el Gobierno de Costa Rica no sabe lo que está enterrado en Talamanca, al sur de Cartago. Por cierto, ¿ha estado usted allí?

– No.

– … Segundo, porque no sé quién de la CÍA quiere que evitemos la tragedia y quién quiere que se arme la marimorena. Tercero, porque el Club… -La miré inquisitivamente, para ver si había oído hablar del Club; asintió nuevamente con la cabeza-… El Club es un cáncer que hay que eliminar y no quiero levantar liebres innecesarias. Y lo haría, si anduviera pregonando a los cuatro vientos lo que quiero hacer.

– ¿Ha oído usted hablar del comandante Ernesto?

– No. ¿Quién es?

– El comandante Ernesto es el jefe de las guerrillas en Costa Rica. Lleva un año organizándolas. Un verdadero genio. Hace un año tomó a un grupo de estudiantes y de campesinos medio chiflados, de ideología incierta e insegura y, desde entonces, los ha organizado, les ha enseñado a combatir, a sacrificarse.

– ¿Cuántos son?

– Unos noventa, pero cada día se suman más… Por ahora, no los utiliza más que en acciones de frontera, en el norte, cerca de Nicaragua… Asaltos a la gente de ARDE… cosas así. Pronto empezarán aquí y creo que intentarán estrenarse con un golpe espectacular…

– ¿Como capturar los misiles norteamericanos?

Hizo una afirmación con la cabeza.

– Como capturar los misiles norteamericanos… y -sonrió-hacerle chantaje a los Estados Unidos.

– ¿Qué? ¡Santo cielo! Ese hombre está loco. ¿No se da cuenta de lo que puede ocurrir en cuanto se enteren en Washington de que tiene los misiles?

Ladeó la cabeza e hizo una mueca mitad de resignación y mitad de indiferencia. Se levantó sin esfuerzo aparente y se dirigió hacia una puerta, detrás de la cual vi que estaba la cocina. Me incliné hacia adelante para seguirla con la mirada; igual que me ocurría con Marta, me fascinaba la parte baja de su espalda, arqueada y perfecta, con los músculos tensándose suavemente debajo de la piel y dos hoyuelos, perfectamente visibles por encima de la parte baja del bikini. Abrió la nevera y el reflejo de la luz le dio en el estómago.

– ¿Quiere comer algo?

– No, gracias.

Sacó dos rajas de melón y volvió hacia el salón con una en cada mano. Se sentó y dio un gran bocado a la que llevaba en la derecha.

– ¿No sabe el comandante Ernesto que Washington le pulverizará en dos minutos?

– No creo que le importe demasiado la probabilidad de que eso ocurra. -Sonrió -. Todo sea por la revolución. -Se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Y usted, ¿qué piensa?

Se puso inmediatamente en guardia.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que qué opina de todo esto, que cuál es su ideología.

– Bueno… Ya lo sabe usted. Yo soy -se enderezó algo solemnemente-comunista.

Como suele ocurrir, me pareció una declaración algo tonta.

– Entonces, las locuras del comandante Ernesto le vienen bien, ¿no? Ustedes, los comunistas, quieren la revolución y, con este hombre, van a tener ración doble.

– No diga tonterías… Queremos la revolución para corregir injusticias y para mejorar las condiciones de vida del pueblo, no para que vengan los gringos y nos arrasen el país. No diga tonterías -repitió severamente.

Vaya. No contesté. Saqué un cigarrillo, me lo puse en la boca y lo encendí.

– ¿Me da uno?

– Uy, perdón. No sabía que fumara. -Le ofrecí un cigarrillo y se lo encendí.

Paola cerró los ojos y exhaló una gran nube de humo por la nariz.

– Mmm… Está buenísimo. Dejé de fumar hace tres meses. Pero no podía más. Viéndole, además, encendiendo uno detrás de otro… no puede una resistir la tentación.

– ¿Le conoce usted bien?

– ¿A quién?

– Al comandante Ernesto.

Me miró seriamente y apretó los labios.

– Sí.

No dije nada. Esperó un momento y, luego, añadió con total frialdad:

– Es mi amante.

– Caray. -Di un largo silbido. Se encogió de hombros.

– De alguna manera había que controlarle y averiguar sus intenciones y sus planes.

– Me parece que es como echar perlas a los cerdos… dicho sea con absoluto respeto hacia el comandante, que es probablemente un Adonis.

– No. No lo es, no. -Sonrió-. De todas formas, gracias por el cumplido. -Dejó caer la ceniza del cigarrillo sobre el suelo; levantó la mirada y, sin afectación alguna, añadió-: Durante toda mi vida adulta, he sido una mujer terriblemente… Me gusta mi cuerpo… me encanta disfrutar con él.

Confieso que, al viejo machista Rodríguez, declaraciones así le escandalizan bastante.

– … La parte más difícil de mi trabajo es sacrificar mi cuerpo cuando no quiero ni me apetece… -Sacudió la cabeza-. No, la verdad es que no es cierto… Creo que es más difícil engañar a alguien, mentirle, por mucho que la mentira sea por una buena causa. -Se quedó pensativa por un momento -. El comandante Ernesto -dijo, por fin-es un hombre inteligente y un absoluto fanático… Verdaderamente peligroso. A veces, me da miedo.

– Por lo que deduzco, a usted no le gusta demasiado, ¿eh? No es, ¿cómo diría yo?, la persona con quien se iría a París a tener una romántica aventura.

– No. La verdad es que no. -Sonrió.

– Pues, entonces, o es muy tonto o es un fatuo. Porque de esas cosas, de que la mujer con que se está le aborrece a uno, se da uno cuenta en seguida, creo yo.

– No es tonto. Tal vez, un poco fatuo.

– Usted ha debido pararle hace tiempo -dije con cierta frialdad -. Usted sabe bien que ese hombre es un peligro público para todos… especialmente para la causa que usted defiende. -Bajó los ojos-. ¿Por qué no le ha matado? -Vaya cosas pregunto.

Dudó antes de contestar.

– Bueno… En primer lugar, no es fácil sorprenderle. Siempre está alerta. Yo creo que duerme con un ojo siempre abierto. Y, después, bueno… la verdad es que no nos viene mal su capacidad de organización y… y… el dinero y la ayuda que recibe.

¿Qué pensaba esta mujer del comandante? Yo creo que le fascinaba.

– ¿De quién?

– Gadafi.

– ¡Vaya, hombre! Ya me parecía a mí… -Hice una mueca de irritación y me rasqué la cabeza-. Paola, creo que están ustedes jugando con fuego. Y el que juega con fuego, acaba quemándose.

– Hay que aceptar los riesgos.

– Humm. Cuénteme lo que pasó. ¿Por qué fue usted a Nueva York a matar a Aspiner?

Se removió en su asiento.

– Descubrí un mensaje de Aspiner al comandante Ernesto…

– ¿Qué?

– Sí.

– ¿Me está usted diciendo que el agente de Aspiner aquí es el comandante Ernesto?

– Sí. Parece increíble, ¿verdad?

– El mundo se ha vuelto loco. El capitalista colaborando con el guerrillero… Todos locos.

– Bueno, cada cual atiende a sus intereses. Era una alianza temporal y puramente estratégica. -Sonrió.

– Pues esto acaba como el rosario de la aurora… y nosotros, de paso. Bien, santo cielo, bien… pues descubrió usted un mensaje de Aspiner a nuestro amigo el comandante. ¿Y?

– Le decía que estaba a punto de descubrir el emplazamiento exacto de los misiles…

– ¿Cómo es eso? -interrumpí -. O tenía el emplazamiento o no sabía siquiera que existían los misiles. Si tenía capacidad de acceder al computador de la CÍA, podía encontrar el dato inmediatamente.

– Por lo que deduzco, alguien le debió hablar de los misiles sin darle mayores precisiones y Aspiner decidió, entonces, buscarlas en el computador. No es fácil rebuscar en esa memoria; hay que saber lo que se busca… El caso es que, esa misma noche, el comandante me contó lo que pensaba hacer y…

– Pero, perdone que le interrumpa, ¿no sabía cuáles eran las intenciones de Aspiner?

– Oh, sí. Le daba mucha risa. Siempre dice que les va a enseñar a jugar al juego de la guerra. Sabe bien que el Club quiere provocar la revolución para que intervengan los Estados Unidos. Ya le digo que está loco. Pero no es un imbécil. No quiere disparar los misiles. Sólo quiere que apunten a los Estados Unidos y hacerles un chantaje. Sólo si interviene Washington, disparará. Siempre se ríe y dice que algún misil dará en el blanco.

– ¿No sabe que ninguno tiene una sola oportunidad de dar en el blanco? ¿Que el sistema estratégico de la defensa antibalística, el radar y esas cosas, los destrozará antes de que lleguen a territorio norteamericano?

– Ahí está… Algo debe de estar tramando, pero ignoro lo que es. Desde luego, sé que ha enviado un mensaje a Libia y espera que le manden a un técnico en computadoras y balística, supongo que para que cambie los sistemas direccionales.

Me enderecé en mi butaca. Caramba, eso no se me había ocurrido. Me puse de pie y me serví más agua de pipa con ginebra. Levanté la jarra y miré a Paola. Hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Qué mas?

– Bueno, cuando me enteré del primer mensaje de Aspiner, no me lo pensé dos veces. Cogí un avión y me fui a Nueva York. Tenía tanta prisa, que no pude hablar con Markoff para decirle lo que pensaba hacer. -Se mordisqueó una uña y cambió de postura en el sofá-. Sólo cuando volví a San José, pude hacerlo y, al mismo tiempo, pedirle que enviara ayuda…

– …Y, paf, el famoso Christopher Rodríguez. No hay nada como sentirse utilizado.

Sonrió. Decididamente, estaba sonriendo mucho. Luego, bajó la cabeza y, por primera vez, me miró el pie desnudo y deforme. Lo encogí. Alzó los ojos e hizo un gesto mitad compasivo y mitad negativo con la cabeza.

– ¿Le duele?

– Bah.

– No sé si puede usted moverse bien por la selva…

– ¿Quiere decir que no soy la mejor ayuda que podía recibir?

Enrojeció violentamente.

– No… Por favor, no se ofenda. No quería decir eso. Markoff dice que es usted muy peligroso y muy rápido… que tiene muchos recursos. Pero… no sé… en la jungla… -Y agitó las manos.

– No se preocupe por mí… Me pregunto si el comandante Ernesto ha logrado averiguar dónde están los misiles, aunque Aspiner no tuviera tiempo de contárselo…

– Eso es lo malo. Sí le dio tiempo. -Apretó los labios-. Cuando llegué a Nueva York, ya lo había hecho. Me enteré al volver a Costa Rica… No me dio tiempo a detenerle -añadió con desesperanza.

Chasqueé la lengua.

– Vaya por Dios… O sea que el comandante está listo y lo único que espera es a que le llegue el técnico libio, ¿no?

– Sí.

– ¿Y cómo va a conquistar el emplazamiento de los misiles? Imagino que están bien protegidos.

– ¡Qué va! No olvide usted que Costa Rica no sabe nada de todo esto. Los gringos tampoco pueden tener aquí un regimiento. No… Son sólo unos cuantos. No será difícil.

– Humm. ¿Ha pensado cómo voy a llegar hasta el comandante Ernesto? Quiero decir, ¿cómo me va a llevar usted hasta él sin que me detengan antes sus hombres?

– Nada más fácil. Ya le he hecho saber que está aquí Christopher Rodríguez, un periodista del New York Times y que le quiere entrevistar. El mensaje de contestación es que esperemos aquí hasta que nos vengan a buscar. -Se puso de pie y se estiró-. Me voy a dar un baño.

Estuvimos en el bungalow algo más de veinticuatro horas, durante las cuales me dediqué a la vagancia más absoluta. Hablábamos poco, alguna vez coincidíamos en la playa, incluso en una ocasión, como dos buenos compañeros, nos desafiamos para ver quién nadaba más deprisa hasta la punta de la barra.

Paola era buena compañía. Buena compañera de silencio, como le había dicho la noche antes. Me hubiera gustado que Marta la conociera. Se habrían divertido juntas, tomándome el pelo. De vez en cuando, Paola me miraba con una expresión traviesa y me gastaba alguna broma, alegre y desenfadada. Otras veces, yo me iba andando lentamente hasta el fondo de la playa, hasta la línea de palmeras, añorando a Marta con verdadera ansia física, doliéndome de que no estuviera conmigo disfrutando de este paraíso. La primera ocasión en que me di ese paseo, al llegar al final de la playa, oí un chasquido; no era el ruido de una rama rota o de una hoja pisada; fue un sonido ahogado, como el de una lengua moviéndose sobre un palillo de dientes. Me volví hacia el arbusto más próximo.

– ¿Estás ahí? -pregunté.

– Aquí estoy -contestó, en voz baja, Staines -. Hace un calor del carajo. ¿No tendrás una cerveza a mano?

– No. ¿Qué pasó en Washington?

– ¡Bueno! -Me hablaba desde detrás de una palmera, sin asomarse, para que nadie pudiera verle. Me había puesto de espaldas a la casa, mirando al mar -. Ni te lo puedes imaginar. No es que seas el hombre más popular del Distrito de Columbia, Chris. Vino Gardner en persona a ver lo que había pasado. No quería creerse que la bomba te estaba destinada y está seguro de que, por alguna razón, la pusiste tú…

– Es idiota…

– Hombre, no me descubres nada nuevo.

– Pobre Nina.

Estuvo un rato en silencio.

– Hice reponer los cristales de tu casa -dijo, por fin-, y me llevé los cuadros a la mía… Cuéntame. ¿Qué pasa aquí?

Le expliqué brevemente lo que había ocurrido desde mi llegada a San José. Staines es más listo que el hambre y no necesita demasiadas explicaciones. En lo que a mí concierne, tiene una virtud fundamental: por razones que ignoro, siente por mí el cariño de un hermano mayor. Siempre ha estado silenciosamente a mi lado en las ocasiones en que, solo y desamparado, necesitaba una presencia amiga. Es de esas personas que hacen que no se sienta la necesidad de mirar por encima del hombro, vigilándose la espalda. Pero, solamente está ahí cuando no hay nadie más. Es un tipo extraño, Staines. No sé nada de su vida, ni si tiene mujer e hijos o amigos. Ni si le gusta la pesa o el baseball. Nada. Un tipo raro.

– El comandante Ernesto, ¿eh? Cuidado con él. -Y desapareció.

Paola y yo pasamos una velada agradable, charlando de mil cosas, de nuestras experiencias, de lo que habíamos hecho cada uno en la vida. Le conté algunas aventuras, el porqué de mi obsesión con la fotografía, mis teorías sobre el periodismo y los espías. Qué sé yo. Dudando un poco, con mucho cuidado, me preguntó por Marta, por cómo la había conocido, por lo que habíamos hecho juntos. Y, por una vez, no me importó nada rememorar en alta voz mi añoranza. Así es Paola de sencilla y directa. Una noche apacible y absolutamente memorable. Muy tarde ya, se levantó y anunció que se iba a la cama.

– Su habitación está en el fondo del pasillo, a la izquierda. En el baño hay cosas para afeitarse. No será la mejor cuchilla que haya utilizado en su vida, pero bueno… Son de mi padre. ¿Quiere un cepillo de dientes?

– Asentí.

– Le presto uno. -Entró en su habitación y, a los pocos segundos, salió con un cepillo en la mano-. Tome… Buenas noches.

Dormí como un lirón, sin despertarme y sin soñar.

Muy temprano por la mañana, sonó un teléfono en alguna parte de la casa. Oí que Paola hablaba pero no pude distinguir lo que decía. Me levanté y me puse el traje de baño que había encontrado la tarde antes en un cajón. Salí al pasillo.

– Buenos días -dije.

– Hola -me contestó Paola, desde la cocina-. ¿Qué tal ha dormido?

Fui hasta allí.

– Como una marmota. Me voy a dar un baño.

– No tarde mucho… Prepararé café. Nos tenemos que ir en seguida. -Le brillaban los ojos de excitación. Tenía puestos un pantalón largo y una camisa.

– ¿Ah?

– Me han telefoneado. El comandante Ernesto nos espera… ¿Ya ha pensado en lo que va a hacer?

– No.