37282.fb2
Pues, después de todo, acabé haciendo mi excursión al volcán Irazú aquella mañana.
Paola me explicó que el comandante Ernesto nos esperaba en la cima y que allí podríamos hablar. Muy dramático. Me sentí vagamente inquieto, porque no llevaba mi pistola; me la había dejado en el hotel el día anterior. De todos modos, no me veía yo desenfundando el revólver como en el oeste. El comandante debía estar tan protegido, que un gesto mío desencadenaría, con toda seguridad, varias ráfagas de ametralladora desde todos los puntos cardinales. Adiós, Christopher Rodríguez.
Al Irazú se asciende por una carretera pintoresca que arranca desde Cartago. Pasamos por la vieja capital colonial sin detenernos. Lo cierto es que tiene poco que ver; unas calles, casas de pueblo, tejados de cinc color ladrillo, y, en el centro, las ruinas de la antigua catedral. Son lo único que queda de la ciudad española de otrora; el resto lo destruyó un terremoto. A través de las ventanas ojivales de la derruida iglesia, se ve un patio interior, lleno de plantas y de verdura. Por las heridas de la piedra, han crecido buganvillas de todos los colores y los hules y las palmas lucen grandes hojas de un verde jugoso e intenso.
Después de dejar Cartago atrás, durante un buen rato bordea la carretera una vegetación tropical y húmeda que, poco a poco, se va transformando en un paisaje casi alpino, con vacas pastando y pinos en la lontananza. Y, repentinamente, tras una revuelta del camino, la vegetación desaparece y todo lo invade una tierra marrón oscuro, salpicada de grandes rocas de lava; no queda ni un arbusto.
Cuando alcanzamos la explanada final, no eran ni las nueve de la mañana. El sol lucía con fuerza y unas cuantas nubes muy blancas empañaban el azul del cielo. Paola detuvo el coche.
– Aquí es -dijo-. Ahora tenemos que subir un poco. ¿Qué tal el pie?
Levanté mi bastón con una sonrisa.
– Tengo un fiel aliado. ¿Vamos?
Suspiró. Nos bajamos del automóvil y nos pusimos a andar lentamente por un camino, que se distinguía del resto del paisaje sólo porque las pisadas de la gente tenían más aplastada la tierra. Miré hacia arriba. No se veía un alma y tampoco me parecía que hubiera mucho sitio para esconderse.
Después de andar un centenar de metros, finalmente, coronamos un repecho de lava. Frente a nosotros había una gran extensión llana y, al fondo, cortado abruptamente, podía distinguirse el enorme boquete del cráter. Más allá, a lo lejos, se veía el valle de San José, estrecho y verde, y, en el horizonte, una cadena de montañas azules.
Una sola figura estaba inmóvil, de espaldas a nosotros, al borde del cráter. No se le veía muy bien porque nos separaban unos doscientos metros de él, pero era evidente que iba vestido con un uniforme de campaña verde y marrón.
Siguiendo el camino, nos bajamos del repecho y empezamos a andar por la explanada.
A medida que nos acercábamos, empezó a latirme el corazón más deprisa. Aquella figura, alta y poderosa, me resultaba vagamente familiar y, de repente, supe, sin lugar a dudas, con absoluta y terrible certeza, de quién se trataba. Noté que se me hinchaban las venas del cuello. Agarré el bastón con más fuerza y, por un momento, cerré los ojos sin dejar de andar.
Hacía viento. Lo notaba silbar en mis oídos y levantar a lo lejos torbellinos de polvo. Vi que Paola me miraba con curiosidad.
Como si nos hubiera oído a pesar del viento, el hombre del cráter se volvió de golpe. Siempre le había gustado demostrar que tenía un sentido felino de la anticipación.
Pedro.
Juro que vi rojo, como si una nube de sangre me hubiera enturbiado las pupilas. Creí que iba a ahogarme y, durante unos segundos, fui incapaz de respirar. Me latían las sienes y me dolía la nuca. Sentí que jadeaba.
Me parece que di un grito salvaje, como el de una fiera herida.
Paola empalideció, comprendiendo de repente quién era su comandante Ernesto. Levanté la mano izquierda y la empujé por el hombro, apartándola de mi lado.
Se me llenó la boca de bilis.
Pedro estalló en una carcajada estentórea y levantó los dos brazos; en el derecho llevaba su machete.
– ¡Mi amigo Christopher! -exclamó, riendo -. Mi amigo Christopher, el traidor. Te he estado esperando… Sabía que me acabarías encontrando. -Se pasó la lengua por los labios -. Te he estado esperando.
Di unos pasos más y me detuve frente a él, a unos metros, al borde del cráter. Miré hacia abajo y, muy al fondo, podían verse unas grietas de lava incandescente, de las que estallaban burbujas parduzcas y humeantes. Hasta nuestros oídos subía un ruido, como un rugido, tenebroso y bronco.
– Te espera el infierno allá abajo, traidor -gritó.
No dije nada.
Respiré hondo y noté que me invadía un frío de hielo. Dejé de temblar y se me apaciguó la respiración. Había llegado mi hora.
– Sigues sin hablar, ¿eh? -Enarboló el machete y amagó dos grandes cortes en el aire-. Da igual. Vamos a terminar lo que empezamos en el wadi, ¿eh?
Dio dos pasos hacia mí y se detuvo, riendo. Muy despacio, levantó el brazo en ángulo recto. La punta del machete estaba apenas a un metro de mi estómago.
Me quedé totalmente inmóvil. Oí la voz de Dennis gritándome que doblara las piernas, que ése no era modo de esquivar, que lanzara el cuerpo hacia adelante, más, más, más, ¡más!
Miré a Pedro a los ojos y esperé a que se le entrecerraran, anticipando la decisión de echarse sobre mí.
Iba a ser cuestión de una décima de segundo.
¡Ahora!
Hice dos cosas simultáneamente: separé mi pierna izquierda y, doblando la rodilla hacia el suelo, incliné todo el cuerpo sobre ella. En el último instante, Pedro intentó corregir la dirección de su machete y el filo me rozó el brazo. Pero ya tenía comprometido el movimiento y perdió el equilibrio. Dio un ligero traspiés, al tiempo que yo apretaba un pequeño botón que había justo debajo de la empuñadura de mi bastón. Todo el fuste saltó, impulsado por un resorte y debajo apareció una finísima hoja de acero, tan fina como la de un florete. Sólo que más rígida. Tenía el brazo doblado y, a unos centímetros de mi pierna derecha, estaba el hombro derecho de Pedro. Estiré el brazo y le di un golpe en la clavícula con el filo de mi arma.
Soltó una exclamación sorprendida. No pude haberle hecho mucho daño porque no había espacio suficiente para imprimir fuerza al golpe, pero le hice perder la estabilidad y tuvo que apoyar una rodilla en tierra.
Con el mismo movimiento de regreso del brazo, le atravesé el hombro. Pedro dio un grito de dolor y cayó de espaldas. Su machete estaba en el suelo, unos metros más allá. La camisa se le llenó de sangre.
Suspiré y sentí que se me agarrotaba el estómago, pero estaba exultante. Me puse a reír y, en el espacio de un segundo, le atravesé el muslo. Dio un rugido de dolor. Intentó levantarse, pero apreté el pomo del bastón contra el suelo y lo removí. Se retorció de dolor y, echando la cabeza hacia atrás, aulló como una bestia agonizante.
– ¿Qué dices ahora? -pregunté riendo-. ¿Qué dices ahora? jAhora vas a pagar! -Saqué la hoja de su muslo y se le desbocó un chorro de sangre-. ¡No te mueras aún! -Levanté el brazo y, cuando me disponía a clavarle el bastón en el pecho, sonó un disparo.
El cuello de Pedro se abrió como un florón y dejó de moverse.
Me volví de un salto, con el bastón en ristre, dispuesto a atacar a quien me estaba robando mi venganza.
Staines, con las piernas separadas, aún sujetaba su pistola con las dos manos. Varió la dirección del arma y me apuntó. Bajé el bastón.
Unos metros más allá, Paola estaba quieta, con los ojos muy abiertos y las dos manos tapándole la boca.
Staines bajó la pistola y se acercó hasta donde estaba Pedro, caído al borde del cráter. Le miró y, luego, metió la punta de su zapato entre el cuerpo y el suelo. Con un esfuerzo, empujó y le hizo rodar sobre sí mismo, hasta que, muy lentamente, empezó a deslizarse por la ladera del cráter. Sin un ruido, Pedro desapareció en el vacío. En la arena quedó un gran charco de sangre.
– Ya has tenido tu venganza -dijo Staines -. No eres una bestia. No te pongas a su altura. -Me miró y chasqueó la lengua.
Solté el bastón y me acerqué a Paola. No sé por qué lo hice, pero me abracé a ella. Empecé a temblar y la garganta se me rompió en un sollozo.
Como si fuera un niño pequeño, Paola se puso a acariciarme suavemente la nuca.
Me hubiera gustado preguntarle a Pedro cómo había sabido en el wadi Ramm que yo le había traicionado.
Nadie nos molestó. Nadie nos disparó ráfagas de ametralladora desde los cuatro puntos cardinales. Pedro había sido tan fatuo que había acudido solo a la cita.