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CAPITULO XXIII

Separándola con las dos manos apoyadas en sus hombros, miré fijamente a Paola. Había en sus ojos una especie de ternura y miedo y creo que, en ese momento, comprendió lo que habían sido mis dos años sin Marta, mi búsqueda de Pedro, el hervor de mi sangre con el ansia de venganza. No me parece que mi semblante fuera una visión agradable. Meneó la cabeza de derecha a izquierda varias veces y la mata de pelo le cayó sobre la frente. Apartó mi brazo de su hombro y, con el dorso de la mano, se empujó el pelo hacia atrás.

– ¿Quién es? -preguntó, señalando a Staines con la barbilla.

– ¿Larry? Larry es mi ángel de la guarda.

Staines chasqueó la lengua sobre el palillo y, avanzando prudentemente un pie, se asomó al cráter y miró hacia abajo. Sacudió la cabeza y, luego, se dio la vuelta y echó a andar hacia el repecho. Paola miró a su alrededor y, cuando los hubo localizado, se inclinó y recogió el fuste y el espadín, con exagerado cuidado de no tocar la sangre; encajó el uno en el otro y me entregó el bastón reconstituido.

Nos pusimos a andar en pos de Staines. A medida que avanzábamos, me iba sintiendo físicamente peor; la retirada de la adrenalina siempre tiene el mismo efecto.

Paola arrancó lentamente, tomando las primeras curvas con cuidado. Conducía sin decir nada y Staines nos seguía en su coche alquilado. Sentado en el asiento del pasajero, me encontraba francamente mal. Estaba seguro de que tenía fiebre. Alternativamente, rompía a sudar o tiritaba de frío y, entonces, el sudor se me helaba en la frente y mi cuerpo temblaba con violentos escalofríos. Me dolía el hombro derecho, supongo que por esfuerzo del primer golpe asestado a Pedro. Era curioso: no me había dado cuenta de la furia con que le había pegado.

Iba hecho una pena.

De vez en cuando, Paola torcía la cabeza y me miraba con aire preocupado. Cuando, por fin, llegamos al bungalow, me bajé del automóvil sin esperar siquiera a que estuviera completamente parado. Me dirigí al camino que baja a la playa y, al llegar a ella, sin detenerme, entré en el agua, vestido como estaba. Durante muchos segundos, estuve boca abajo, dejando que se me rizaran sobre la cabeza las pequeñas olas que rompían en la arena con un murmullo apacible. Después, me di la vuelta y estuve tiempo meciéndome en el mar.

Poco a poco, me fui tranquilizando y los latidos de mi corazón se serenaron. Me sentía mejor. Me puse de pie y volví a la arena seca. El agua me chapoteaba en los zapatos; me los quité y, con ellos en la mano, subí por el camino hacia la casa.

Staines, sentado en un sofá del salón, mordisqueando su palillo, ni me miró. Paola, en cambio, se puso de pie de un salto y vino hacia mí, con expresión angustiada.

– ¿Ve lo que le dije? -preguntó Staines con indiferencia-. No le pasa nada. Un baño en el mar y… como nuevo.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Paola.

– Bah… Bien… Ya se me ha pasado.

– Hay un traje de baño seco en la habitación donde durmió usted. Póngaselo y venga aquí a tumbarse. -Señaló uno de los largos divanes -. ¿Quiere tomar algo?

– Hombre -contesté-. ¿Sabe lo que de verdad me apetece en este preciso instante?

– ¿Qué?

– Darme una ducha y tomarme un gigantesco jaibol. Staines chasqueó la lengua.

El primer whisky me lo bebí de un trago, sin sentarme. Con el segundo en la mano, me tumbé en el diván. Miré, primero, a Paola y, después, a Staines y levanté mi copa.

– Por los amigos muertos -dije con sarcasmo.

– No seas macabro. Me encogí de hombros.

– Qué más da.

– Bueno, asunto terminado -dijo Paola, juntando las manos. En su voz había una nota de satisfacción final. Separó las manos y apoyó la derecha en el asiento, pegada a su muslo-. Como dice Markoff, es usted peligroso y rápido. -Sonreí.

– Hombre… terminado… -interrumpió Staines-…, lo que se dice terminado… No sé qué decirle. -Estaba en su posición favorita: recostado contra el respaldo de su sofá, casi tumbado sobre él-. Chris, los misiles siguen ahí, al alcance del mejor postor… Los costarricenses siguen sin saber lo que tienen debajo del culo… Estamos como al principio y, un día de éstos…

– … va a llegar un técnico libio con la intención de corregir la puntería de esos cacharros -dije. Staines me miró con sorpresa.

– Gadafi, ¿eh? Asentí solemnemente.

– Gadafi, sí, señor.

– Vaya, ya me parecía a mí que no podía faltar éste… Bueno, pues más a mi favor.

– Ya me ocuparé del libio, no se preocupen -aseguró Paola. A juzgar por lo que había hecho con Aspiner, el técnico libio corría grave peligro. Paola hablaba con seguridad, como si fuera una directora de empresa y estuviera decidiendo, no de la vida de una persona, sino de la suerte que iba a correr un cargamento de tubos de acero. Era una fuente permanente de sorpresas, lo eran sus bruscos cambios de dureza a suavidad, de crueldad a preocupación…

– Lo que yo digo -insistió Staines -. No hay nada resuelto.

– Bueno, Larry, al menos no hay un guerrillero dispuesto a robar los misiles… -Me quedé pensativo-. A menos de que le hubiera comunicado su plan a alguno de sus lugartenientes.

– Miré a Paola inquisitivamente.

– No -contestó-, me consta que no. El comandante… -se interrumpió-. ¿Cómo se llamaba de verdad?

– Pedro Ortega.

– Pedro… Siempre le conocí como Ernesto… bueno, pues, Pedro nunca contaba sus planes a nadie. No quería delaciones.

– Carraspeó y añadió en voz baja-: Sólo a mí… este…

Por un momento no dije nada, esperando a que terminara la frase. A veces soy muy perverso.

– Bueno, pues entonces, como dice Larry, estamos como al principio de toda esta historia: nadie en Costa Rica sabe que hay misiles de cabeza atómica plantados al sur de Cartago; la CÍA tiene intención de desarmarlos a la primera ocasión que se le presente y yo… -sonreí-…, no tengo ninguna intención de dejarles que lo hagan.

Paola se enderezó con un sobresalto y Staines volvió la cabeza hacia mí, con una expresión de cortés curiosidad.

– ¿Qué quiere decir?

– Nada especial. Simplemente que no voy a dejar que se salgan con la suya.

Abrió mucho los ojos. Staines preguntó:

– ¿Quiénes?

– El Club, Larry, el Club. ¿O es que ya no te acuerdas? Oye, tenemos un traidor en Washington, una persona que se ha vendido a un misterioso Club, que está decidido a nacerle la pascua a esta pobre gente. -Señalé a Paola con el pulgar-. Esa gentuza ha causado demasiadas muertes. Nos han tenido… nos tienen, nos tienen, ¿eh?, al borde de una catástrofe. Lo intentarán de nuevo, Larry. No sé de qué os sorprendéis… Lo intentarán de nuevo. Sólo que no voy a dejar que lo hagan.

Paola se había puesto muy pálida y me miraba fijamente.

– ¿Y cómo lo vas a impedir? -preguntó Staines-, ¿Tú, el caballero de la blanca armadura, solo con tu lanza?

Hice un gesto negativo con la cabeza. -Con mi lanza, no, Larry. Con mi pluma… sólo con mi pluma.

Paola se revolvió furiosamente contra mí.

– ¡No puede usted hacer eso! -gritó.

– ¿Que no puedo? Ya verá usted si puedo -dije con irritación. No parecían entender nada; parecían querer ignorar la clase de personas con las que nos estábamos enfrentando-. Mire usted, Paola, a mí me acabará costando la vida… no me cabe la menor duda de que acabarán conmigo. Probablemente lo harán, pase lo que pase. Pero, al menos, a ellos les costará la ruina…

– ¿Y cómo vas a hacerlo?

– Vine a Costa Rica a escribir unos artículos… Pues, van a tener sus artículos. Voy a escribir una serie que recordarán para siempre.

– ¿Sobre el Club y su maldad? -preguntó Staines con socarronería.

– Sobre el Club y su maldad, sobre lo que pretenden, sobre…

– ¡No puede usted hacer eso! -repitió Paola, casi desesperadamente. Se había inclinado hacia adelante en su sofá, con el semblante tenso y los ojos despavoridos -. ¿No lo entiende? Eso sería el fin de Costa Rica. -Había una nota de súplica en su voz-. ¿No lo entiende? ¿No comprende que el escándalo provocaría la intervención de los Estados Unidos en Centroamérica?

– … Sobre sus métodos -continué obstinadamente, como si no hubiera oído. Me había ido poniendo progresivamente furioso y sentía un deseo imparable de destrucción; quería acabar con todo-. ¿Es tolerable que esa gente pueda campar por sus respetos, haciendo y deshaciendo vidas y haciendas y países? No señor. A poco que pueda, no voy a dejar títere con cabeza.

– ¿Títeres? No va usted a dejar a nadie, por Dios. ¿No comprende lo que pasará en cuanto usted revele que hay misiles en la cordillera de Talamanca? ¿Cómo es la historia?… El Club controla los Estados Unidos, los Estados Unidos quieren destruir Centroamérica, el Club entrega misiles a las guerrillas, las guerrillas destruyen Centroamérica. Muy bonito -dijo con ironía. Había decidido intentarlo por otro lado -. ¿Y me quiere usted decir cómo va a demostrar todo eso?

– Muy fácil. Tengo el computador de Aspiner. Es toda la prueba que necesito.

– Perfecto. Usted cuenta al mundo que al sur de Cartago hay un racimo de misiles y la avalancha por el oro de California va a parecer un juego de niños. ¿No lo entiende? Todos, ¡todos!, acudirían como abejas a un panal de miel: guerrilleros, policías, nicaragüenses, la ONU, los mercaderes de armas y, sobre todo, los Estados Unidos. Los Estados Unidos tendrían que intervenir y no dejarían piedra sobre piedra. Desde luego, la suya sería una venganza sonada. Usted salvaría su honor y morirían centenares de miles de personas. Moriríamos todos, pero su ego quedaría satisfecho…

Me encogí de hombros

– Y el suyo -respondí-. Tendrían ustedes su revolución, ¿no?

– ¿Usted no me escucha cuando hablo? -preguntó con voz casi estridente -. No queremos que arrasen al país. Queremos salvarlo… queremos… queremos un país pacífico y próspero…

– ¿Eso quieren los comunistas… Moscú? ¡Venga ya! -Hice un gesto despectivo con la mano.

– ¡Sí! Y los costarricenses. -Sacudió la cabeza. Hubo un largo silencio.

– ¿Por qué lo hace? -preguntó Paola, por fin, con voz tranquila.

– Es una cuestión de moral… pura cuestión moral.

– Me encantan las cuestiones de moral en las que acaba muriendo hasta el apuntador -dijo Staines.

Paola le señaló con el dedo.

– ¿Oye usted a su amigo? Saboreará usted su triunfo sentado sobre una pila de cadáveres.

– Una cuestión de moral -repetí tercamente -. No se les puede dejar que se salgan con la suya.

Con un tono de voz casi inaudible pero melodramático, Paola dijo:

– No se saldrá usted con la suya, señor Rodríguez.

Se levantó del sofá y, muy pausadamente, fue al aparador. Dándonos la espalda, abrió un cajón. Como si fuera la cosa más natural del mundo, se dio la vuelta sujetando en su mano un enorme revólver. Últimamente, todos los revólveres que estaba viendo eran enormes. El cañón me apuntaba directamente a la cabeza. Casi me reí, pero luego me lo pensé mejor y no moví un músculo. Moverse, en estos casos, suele ser fatal. Paola sujetó el arma con las dos manos y dobló ligeramente las rodillas, poniéndose en perfecta posición de disparo.

Staines no había cambiado de postura y, cuando habló, lo hizo en tono neutral y tranquilo.

– No haga tonterías y deje la pistola, ande. Esas cosas suelen dispararse, ¿sabe?

No se había movido y, sin embargo, en sus palabras había una amenaza tan clara que el ambiente se cargó de electricidad. Paola vaciló y, en ese momento, supe que no iba a disparar. Habíamos estado bien cerca de la tragedia, sin embargo; estas situaciones de histeria tienden a irse de las manos. Respiré profundamente y la tensión se relajó de golpe, como si de pronto hubiéramos abierto una válvula de aire.

– No me dé esos sustos, Paola… -dije.

Bajó la cabeza y se mordió los labios. Miró el revólver con curiosidad, casi como si le sorprendiera verlo en sus manos. Puso el seguro y, con mucho cuidado, lo colocó encima del aparador. Juntó las manos, dio dos pasos y volvió a sentarse. Todo había ocurrido en unos segundos, pero me había parecido una eternidad. Paola, sintiéndose en ridículo, enrojeció violentamente.

Staines chasqueó la lengua. Conociéndole como le conocía, estuve seguro de que había estado apuntando a Paola todo el rato.

– Chris, hombre -prosiguió como si no hubiera pasado nada -, tus amigos del Club se van a salir con la suya de todos modos. ¿Tú sólito contra ellos? ¡Vamos, hombre! Te aplastarán como a una hormiga. Y, además, al final de todo, habrán conseguido lo que quieren. Tendrán a una Centroamérica arrasada, que es lo que deseaban para empezar. ¿Y crees tú que los Estados Unidos van a permitir que se hundan todos los poderosos? ¿Todos los que enriquecen al país? -Soltó una carcajada-. Venga, hombre. Y, además, te dejarán en ridículo.

Me levanté de golpe.

– ¿Pretendéis que me vaya de aquí con un amigo menos, con una amiga muerta y con un enemigo asesinado, y que quede todo igual?

– Al menos, habrás tenido tu venganza. ¿No era lo que querías? ¿No querías vengarte de Pedro?

– Tom Perkins me dijo que no había quién pudiera con ellos -murmuré. Les miré a los dos -. ¿No os dais cuenta de que no puedo aceptar esta clase de derrota? No voy a poder vivir sabiendo que el Club campa por sus respetos tan ricamente.

– Pues vete a otro sitio, amigo mío, a vivir como te dé la gana, sin pensar en ellos, porque esta batalla la has perdido.

– No tiene remedio -dijo Paola-, pero, por lo menos, vamos a quedarnos como estábamos.

– Hasta la siguiente vez, ¿no?

– Pues sí, señor Rodríguez. Hasta la siguiente vez. Eso es lo que habremos ganado: unos meses de tiempo, unos años de respiro. No podemos pedir más.

– Siempre puedes volver a Nueva York y borrar la memoria del computador que hay en el dúplex de Aspiner -interrumpió Larry -. Es un modo como otro de hacerles la pascua…

– … Humm… y de evitar que den la información del emplazamiento de los misiles a otro guerrillero -concluyó Paola.

– Lo harán en cuanto se enteren de que te has cargado a Pedro.

– Sí… hay que darse prisa, aunque durante días, Pedro, simplemente, habrá desaparecido. Ni saben que el señor Rodríguez está en Costa Rica.

No dije nada. Me di la vuelta y salí del salón al porche. Hacía mucho calor. Empujé la puerta de rejilla y me dirigí al camino que bajaba al mar.

Cuando llegué a la playa, me senté en la arena, agarrándome las rodillas con los brazos, y me puse a contemplar el mar que, con la anochecida, empezaba a volverse de color índigo.

Estuve así mucho tiempo, mirando a lo lejos, pensando en mi velero, añorando el golpe del viento en las velas, la sal sobre la piel, el balanceo rítmico y poderoso del casco sobre el agua. Suspiré profundamente y volví la cabeza.

A dos metros de mí, de pie e inmóvil, mirándome, estaba Paola, totalmente desnuda. Tenía una pierna levemente adelantada y los brazos le colgaban a lo largo de los costados. La armonía de aquel cuerpo, la belleza y sensualidad de sus líneas, me dejaron sin habla. Las clavículas se le dibujaban finamente bajo la piel tersa de los hombros. Los pechos, firmes y más grandes de lo que me había parecido entrever el día antes, los muslos, largos y musculosos, toda su anatomía daba una sensación de poder y elasticidad.

Me levanté.

– No le iba a matar, ¿sabe? Pero, estaba furiosa y…

Se interrumpió. Di un paso hacia adelante y, sin quererlo realmente, alargué mi brazo derecho.

No recuerdo muy bien cómo ocurrió, pero, de pronto, me encontré abrazándola y sorprendiéndome de la increíble suavidad de su piel. Aparté la cara para mirarla; tenía en su semblante una expresión de ansiedad. Frunció el ceño. Muy despacio, me incliné y la besé.

Sentí que un viejo fuego olvidado se me reavivaba en el estómago y, de manera completamente natural, apareció delante de mí la imagen de Marta. ¡Dios! ¡Era a Marta a quien añoraba, era su cintura la que quería estrechar, eran sus labios los que quería tener sobre los míos! De un golpe, se me heló la sangre y noté que todos mis músculos se tensaban.

Me separé de Paola y estuve un rato mirándola sin verla. Bajé la cabeza con una violenta sacudida.

Cuando alcé de nuevo la vista, en su cara había una mezcla de dolor y de sorpresa. Estaba sorprendida consigo misma, me parece.

– Lo siento -dijo en voz baja -. Lo siento. Usted… usted me llena de confusión, me desestabiliza mi mundo… No sé…

Lentamente, se dio la vuelta y entró en el agua.

A la mañana siguiente, Staines había desaparecido.

Regresamos a San José en silencio. Paola me llevó al hotel para que recogiera mis cosas, y en el ascensor, guiñé un ojo a Rene.

– Sí, señor -dijo.

Al llegar al aeropuerto, Paola detuvo el motor y se quedó quieta, con las dos manos apoyadas en el volante. Me incliné contra la portezuela y levanté la mirada.

– Gracias -dije. No me contestó.

Abrí la puerta del coche y salí a la acera. Recogí mi bolsa del asiento trasero.

– Siento no haber sacado fotos.

Volvió la cabeza hacia mí y me miró largamente, sin decir nada.