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CAPITULO XXIV

En Nueva York hacía frío. Probablemente, aquella misma mañana, había caído una buena nevada. Parecía como si los automóviles aparcados se hubieran empotrado en los enormes montones de nieve apilada al borde de las aceras. Las calzadas estaban más o menos limpias tras el paso de las máquinas y, sin embargo, las ruedas de los coches, al circular, dejaban regueros de barro dibujándose de mil maneras en el asfalto y levantaban una nube de agüilla parduzca que acababa manchando los parabrisas de los que les seguían. Mi taxista no iba muy contento y mascullaba blasfemias y amenazaba con la determinación con que lo hacen los neoyorquinos, siempre empeñados en una áspera pelea contra sí mismos.

La casa de Pat en Brooklyn Heights tenía luz en cada una de sus ventanas. Seguramente, mis sobrinos andaban corriendo de un sitio para otro y las habían encendido para evitar los sustos que solían dar los mayores a los pequeños.

Tina abrió la puerta con la brusquedad de la persona que, siempre ocupada, hace las cosas deprisa y con total ahorro de movimientos. Su mirada inquisitiva se volvió, de golpe, tierna, al reconocerme.

– ¡Chris! -exclamó. Y se abalanzó a mis brazos -. ¡Por Dios, qué miedo hemos pasado!… No sabíamos dónde estabas… tu coche saltó por los aires… Pat tuvo que ir a Washington, ¿sabes? Ay, Dios mío. ¡Pero, pasa, hombre! Que te vas a helar. -Se apartó de mí y tiró de mi brazo, arrastrándome hacia el interior de la casa. Cerró la puerta de la calle, me sonrió y, poniéndose de puntillas, me plantó un beso en la boca-. ¡Qué alegría!… ¡Pat! -gritó, volviéndose hacia el salón.

– ¿Qué pasa? -Con un periódico en la mano, Patrick se asomó desde el cuarto de estar. Bajó el periódico, se apoyó en el quicio de la puerta y se quedó callado, sonriendo.

Repentinamente, mis cuatro sobrinos entraron en tromba en el vestíbulo y se lanzaron sobre mí. Mi ahijada llevaba puesto el corpiño de baile que le había regalado unos días antes.

– ¡Eh! -exclamó, riendo, Tina-. ¿Queréis dejar en paz al tío Chris?

– ¿Te vas a quedar? ¿Te vas a quedar? -preguntaron todos a coro.

– Claro que sí. Me voy a quedar. Luego, me daré un baño bien caliente y, mientras me lo doy, os contaré mi última aventura.

– ¡Uy! -dijo Marta-. ¿Vas a estar desnudo? -Y se llevó una mano a la boca.

– Claro, pero, como me lo voy a dar con espuma, no me veréis… Hale, a trotar por ahí -dije, empujándoles suavemente.

– Ven para acá -dijo mi hermano-. Siéntate y cuenta, que nos has tenido sobre ascuas.

– No hay mucho tiempo, Pat. Estamos en una carrera contra reloj… -Me puse serio-. Encontré a Pedro, ¿sabes?

Me miró fijamente y no dijo nada. Luego, me dio una palmada en la rodilla. Tina, sentada a mi derecha, suspiró y dijo:

– ¿Quieres tomar algo?

– Dame un whisky con agua, anda…

Se levantó a servirme la bebida y, desde la cocina, gritó:

– ¡No habléis de nada hasta que yo vuelva!

Sonreí. Cuando finalmente tuve el vaso en la mano, dije:

– ¿Sabes, Pat? También averigüé quién mató a Alcom Aspiner.

– La chica, ¿eh? -Mi hermano levantó la barbilla.

– La chica -contesté, asintiendo con la cabeza-. Fue tal y como lo imaginaste. Está en Costa Rica. Cogió un avión de vuelta desde Nueva York la noche en…

– ¿Que has estado en Costa Rica? -interrumpió Tina.

– Sí, señor, allí he estado.

– ¿A buscar a la chica?

– No, mujer… Todo ha sido una casualidad, un lío de coincidencias en el que me ha metido precisamente éste -dije, señalando a Pat.

Y les conté toda la historia, tal y como yo la conocía. Apenas omití un detalle o dos. No me interrumpieron. Sólo al terminar, Tina dio un silbido y dijo:

– Caray, Chris, parece como de novelón de la tele. Menudo jaleo.

– Desde luego -dijo Pat-. Y ahora te faltan dos cosas por hacer, ¿eh?

– ¿Dos? -pregunté.

– Humm. Primero, tienes que localizar al traidor de Washington.

Asentí.

– ¿Y segundo?

– Y segundo, tienes que impedir que el Club siga haciendo el bestia, oye, que estos tíos acaban con nosotros.

– ¡Hombre, Pat! Eres la primera persona sensata con que me encuentro en los últimos tiempos.

Puso cara de sorpresa.

– Tú, igual que yo, eres partidario de castigar al Club. Todos los demás, incluidos Tom Perkins…

– ¿El senador? -preguntó Tina.

– El senador… Johnny Mazzini y Larry Staines opinan que es una locura y que no se puede hacer.

– ¿Por qué?

– Porque son demasiado fuertes y porque dicen que no serviría de nada. Larry dice que se reirían de mí…

– ¡Sí, seguro! Con unos artículos tuyos en el New York Times se iban a reír seguro.

– Un momento -dijo Tina-. Eso que dice Larry no me parece una tontería. Esta gentuza parece muy fuerte, ¿cómo os diría?, dan miedo, ¿no?… Son capaces de… de cualquier cosa. Oye, que os matarían… Y además, seguro que tienen recursos para reírse de vosotros.

Pat y yo nos miramos en silencio. Levanté la cabeza y saqué el paquete de cigarrillos de mi bolsillo. Encendí uno y, con él en los labios, dije:

– ¿Sabéis lo que dice del Club Tom Perkins?

– ¿Qué?

– Que no se les puede derrotar porque ellos son los Estados Unidos. -Eché el humo por la nariz.

– Por lo menos, podrías hacerles la pascua, ¿no?

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, borrando la memoria del computador de Aspiner.

– Eres un sabio, Pat. Lo mismo dice Larry. Pero, ¿cómo entramos en la cámara acorazada?

– Lo tengo pensado, Chris. No es muy legal y cuesta subir veintiún pisos a pie, pero se puede hacer.

– ¿Ah?

– Sí hombre, no me mires así. Se puede hacer. Tú déjame a mí. Sólo tenemos que esperar a la señal.

– ¿La señal? ¿Qué señal?

– La Abuela.

Levanté una ceja y me quedé callado. Tina se frotó las manos.

– ¿Queréis cenar?

– Estoy hambriento -dije-. Mira, mientras preparas la cena, me voy a dar un baño.

Estaba escrito que no cenaríamos esa noche ni que yo me iba a dar un baño. Sonó el teléfono. Pat alargó el brazo y descolgó el auricular. Escuchó durante un momento sin hablar, mirándome fijamente, y, finalmente, colgó.

– Vamos -dijo.

– ¿La Abuela opera por transmisión de pensamiento o qué?

– No, la Abuela me llama cada vez que entra Nick Lattimer en el dúplex de Aspiner… Le dije que esperaríamos a que volvieras tú.

– Pues vamonos.

– ¿Llevas la pistola?

– En mi bolsa de viaje está.

Tardamos quince minutos en llegar al rascacielos de la calle 51. Aparcamos el coche de Pat en la esquina de la Primera Avenida y nos acercamos andando hasta donde estaba una camioneta azul, detenida en frente de la puerta de entrada del edificio. La camioneta no tenía más ventanillas que las del asiento del conductor; el resto estaba herméticamente cerrado a las miradas de curiosos. Pat dio tres golpes en la portezuela trasera e, inmediatamente, ésta se abrió.

En el interior, a la luz difusa de una bombilla azul, podía distinguirse una repisa metálica que ocupaba todo un costado de la camioneta. Sobre ella había un considerable número de aparatos electrónicos, monitores e, incluso, un pequeño receptor de televisión.

La Abuela estaba sentado sobre un taburete y tenía puestos unos auriculares. Se apartó un poco el que cubría su oreja derecha para poder oírnos.

– Abuela -dije, inclinando un poco la cabeza.

– ¡Pero hombre, si está el fotógrafo! ¿Dónde te metes? Te hemos estado esperando. -Se volvió hacia Pat-. ¿Podemos empezar el espectáculo?

– Vamos, Abuela.

Se quitó los auriculares, recogió su maletín del suelo y dijo:

– Vamos.

Pat me tocó en el brazo.

– Un momento, Chris. Toma esto. Te va a hacer falta. -Y me entregó una media de seda de las que se ponen los atracadores para taparse la cara.

Levanté las cejas.

– ¿La pistola?-Asentí.

Pat empujó la puerta y saltó a la acera.

– ¿Cuánta gente está con él allá arriba?

– Los dos guardaespaldas de siempre, jefe.

– Muy bien. ¿Quién está en la portería?

– El viejo MacDougall.

Pat miró a derecha e izquierda, antes de decidirse a cruzar la calle. Unos metros más allá, una farola iluminaba un montón de nieve, detrás del que, quieta y rígida, podía distinguirse la silueta de un hombre. Los tres nos quedamos inmóviles mirándole. Apreté la mano sobre la empuñadura de mi bastón. Hay veces en que se pone uno verdaderamente histérico. El hombre se movió.

– Larry -dije-. ¿No podrías intentar hacer apariciones menos dramáticas?

Staines se acercó, andando despacio.

– Se está mejor en Costa Rica -dijo, con voz tranquila-. Este tiempo es una mierda.

– Nunca dejas de sorprenderme.

– Larry -dijo mi hermano -, éste es la Abuela.

– Qué hay. -Se cambió el palillo de lado-. ¿Ibais a ir de fiesta sin mí? Y yo, ¿cuándo me voy a poder divertir?

Cruzamos la calle. Unos metros más allá de la entrada principal del rascacielos hay un pequeño pasadizo que conduce a la parte trasera de la casa, sobre la que se abre una salida de incendios. Es una vieja puerta metálica, de las que sólo pueden abrirse desde dentro, empujando una barra que las atraviesan de derecha a izquierda. En una de sus visitas anteriores, Pat había colocado una cuña de cartón debajo de uno de los goznes, con lo que la puerta había quedado ligeramente entornada. Era evidente que aquel pasadizo no era utilizado nunca.

De su maletín, la Abuela sacó un destornillador y, haciendo palanca, abrió la puerta. Entramos los cuatro y mi hermano se llevó el dedo índice a los labios. Con la otra mano, señaló la escalera. Empezamos a subir; un piso más arriba, había una puerta de doble hoja: la salida al vestíbulo principal.

Seguimos subiendo.

Veintiún pisos son muchos pisos. Tardamos casi media hora en subirlos, parando de vez en cuando para recuperar el aliento. La Abuela jadeaba; entre todos le ayudamos a subir su maletín. Pesaba como un ataúd.

Al llegar arriba, nos detuvimos detrás de la puerta que daba al descansillo. Pat, siempre precavido, llevaba una media de seda de más. Se la entregó a Staines. Todos nos tapamos las cabezas. La cara me empezó a sudar inmediatamente.

Nos apiñamos detrás de mi hermano. Levantó su revólver y nos miró. Asintió con la cabeza y empujó suavemente la puerta. Miró por la rendija e hizo un gesto negativo. Abrió la puerta del todo y salimos al descansillo. La puerta del dúplex estaba cerrada. Pat se acercó a ella y apretó el timbre. Apartándose un poco, levantó una pierna y esperó.

A los pocos segundos, se oyó que giraba el picaporte. Sin esperar a más, Pat pegó una patada en la puerta y ésta se abrió violentamente. A medio camino, rebotó contra algo que había detrás de ella. Se oyó una exclamación de dolor. Pat se abalanzó por la abertura y sin detenerse corrió hacia el salón, con la Abuela y yo pisándole los talones. Miré hacia atrás; Staines apuntaba con su pistola al guardaespaldas que estaba caído en el suelo. Tenía sangre en la cara.

En el salón, Pat, agachado y con la pistola sujeta con las dos manos, apuntaba al segundo guardaespaldas, que había levantado los brazos y estaba quieto junto a la ventana.

La Abuela y yo seguimos, sin detenernos, hacia la biblioteca. La chimenea estaba corrida perpendicularmente al resto de la habitación. La chimenea había ocultado un pequeño pasaje de paredes metálicas. Entramos por él. Detrás del pasadizo, había una enorme sala, llena de consolas y armarios metálicos. Cada armario tenía una ventana, detrás de la cual podían verse cintas girando en tambores de colores grises y azules. En medio de la sala, una gran mesa en forma de media luna sostenía una pantalla y varios teclados. Sentado ante ella y mirándonos con cara de sorpresa estaba Nick Lattimer, el célebre banquero. Debíamos estar guapos. Lattimer se había quitado la chaqueta y estaba en mangas de camisa, una impecable camisa de seda color crema.

– Señor Lattimer -dije. Mi voz sonaba como si estuviera hablando a través de un pañuelo-. Levántese, por favor. -Lo hizo-. Apártese un poco de la mesa. Gracias. -Sin dejar de apuntarle, me volví hacia la Abuela -. ¿Quieres mirar eso un poco?

La Abuela se acercó a la mesa. La gran pantalla estaba encendida y, en ella, aparecían unas líneas escritas en color verde fosforescente.

– Aquí hay lo que yo llamaría una clave -dijo, señalando con el dedo a un pequeño marco de latón atornillado a la mesa. Un tarjetón había sido introducido en él-. ¿Qué quieres que haga?

Lattimer, completamente aterrado, se había colocado detrás de la mesa. Su cara ofrecía un aspecto pálido y le temblaban las manos.

– Quisiera que apagaras el computador para que volvamos a empezar desde cero.

– ¿Para qué?

– Ahora te lo explicaré.

La Abuela pulsó rápidamente una serie de teclas. La pantalla se apagó.

– Ya está -dijo-. ¿Y ahora?

– Enciéndela.

– Ya está.

– Bueno. Esa clave que tienes ahí es la de nuestro hombre de Washington. Es la que esta gente usa, la que les facilitó quienquiera que sea, ¿no?

– Desde luego. -Lanzó una exclamación de sorpresa y se sentó en la silla.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

Levantó una mano y me hizo señas de que me callara. Durante un buen rato, estuvo manipulando el teclado y, finalmente, levantó la cabeza.

– Había oído hablar de esto -dijo con tono triunfal-, pero no sabía que ya lo hubieran fabricado. ¡Qué bárbaros!

– ¿Qué es?

– Estos tíos -sacudió la cabeza -, han inventado el ladrón perfecto. Es un lío explicártelo, pero, con esta generación de ordenadores que funcionan a base de impulsos sónicos, ASPCOMP ha fabricado una pantalla, un campo electrónico, que es como una especie de cortina: escribes sobre ella, los impulsos llegan a la memoria, el ordenador cumple tus instruciones y… no dejas ni rastro de tu paso. Por ejemplo, si tienes que firmar para que el ordenador te obedezca, firmas, el ordenador te obedece y luego tu firma no aparece por ningún sitio.

– Ahora comprendo cómo no aparecía el nombre del ladrón por ningún sitio, ¿eh?

– No sé de qué me hablas… ¿Qué quieres hacer ahora?

Me acerqué a la mesa.

– ¿Es ésa la clave? -pregunté, señalando al pequeño marco de latón.

La Abuela asintió con la cabeza.

– Bueno, pues prepárame el computador para que lo empiece a utilizar.

– ¿Con clave o sin ella?

– Sin ella. Ya la marcaré yo.

Pulsó unas teclas y, en el ángulo superior izquierdo de la pantalla, se iluminó la palabra "Ready". El ordenador estaba preparado.

– Déjame que me siente.

– ¿Qué vas a hacer?

– Voy a borrar toda la memoria. -Levanté la vista y miré al banquero. La malla de seda me apretaba la nariz y tenía ganas de rascármela-. El señor Lattimer recordará que Malcom Aspiner estaba pisando los callos de nuestra organización en Miami. Le avisamos muchas veces. -Lattimer puso cara de sorpresa; no sabía de lo que le estaba hablando-. Esta vez, vamos a borrarle la memoria. Es nuestro último aviso. La próxima vez, nos pondremos serios. -Me volví hacia la Abuela. No podía distinguirle la cara, pero seguro que me estaba mirando como si estuviera loco-. Llévate al señor Lattimer al salón y dile a los compañeros que le inmovilicen de espaldas a la biblioteca. No quiero que hable o mire a la cámara. No tengo ninguna gana de que nos deje encerrados.

Apuntándole con el revólver, la Abuela se llevó a Lattimer. A los pocos segundos, regresó.

– ¿Me quieres decir de qué carajo estabas hablando? -preguntó-. Sonabas como si fueras un mafioso.

– Un pequeño truco bastante burdo, Abuela. Así le tenemos confuso durante un tiempo. Sugiriéndole que esto es una venganza de mafiosos, a lo mejor, le tenemos dando vueltas en redondo durante un rato y no le da tiempo a avisar al traidor en Washington, antes de que yo llegue hasta él.

– No sé muy bien de qué estás hablando, Chris.

– Verás: tenemos tres sospechosos. Una de tres personas dio la clave a Aspiner. Cada una de las claves es diferente… Vamos a averiguar quién fue.

– Ya. Vas a poner la clave y, uno por uno, los tres nombres. Cuando el ordenador te diga que está preparado para funcionar, será porque ha reconocido el nombre correcto que concuerda con la clave. Y tendrás a tu traidor.

– Exactamente.

Me quité la máscara de malla y me rasqué la nariz. Miré a la pantalla. La palabra "Ready" seguía luciendo tranquilamente.

Leí la clave en el pequeño marco de latón: "Diez espacios." Pulsé diez veces la tecla espaciadora. "Cuatro veces a." Lo hice. "Punto y aparte." Le di a la tecla. "Setenta y dos." Marqué un siete y un dos. "Diez espacios. Punto y aparte."

La pantalla seguía diciendo "Ready".

Muy lentamente, escribí "Henry fulton". Por encima de mi hombro, la Abuela dio un silbido.

La máquina no echó humo, no gritó, no hizo nada.

– Dale a la tecla de enter -dijo la Abuela.

Levanté la mano y acerqué el dedo índice a la tecla. Me quedé en suspenso durante unos segundos y, por fin, bajé la mano y pulsé la tecla.

Inmediatamente, en pantalla, una mano invisible empezó a escribir de izquierda a derecha: "La información no es correcta. No tengo autorización para ejecutar."

Respiré hondo.

La pantalla se apagó.

– ¿Abuela?

Por encima de mi hombro, la Abuela apretó unos interruptores; se encendió la pantalla y escribió "Ready".

Repetí la clave y, rápidamente, escribí "Henry Masters".

"La información no es correcta. No tengo autorización para ejecutar."

Me quedé absolutamente inmóvil.

– Carajo -dije.

– Es el tercero, ¿eh? -preguntó la Abuela, encendiendo nuevamente la pantalla.

Escribí la clave y, a continuación, "David Gardner". La palabra "Ready" desapareció. Una rápida línea de puntos verdes recorrió la pantalla y, finalmente, en su centro, en letras más grandes, apareció nuevamente "Ready".

El ordenador estaba listo para darme la información que quisiera. Toda la información secreta de los Estados Unidos.

Me recliné contra el respaldo de la silla. La Abuela se quitó la careta.

– Abuela, ¿cuánto tardarías en borrar esta memoria?

Me miró y se pasó la lengua por los labios.

– Unos diez segundos.

– ¿Toda entera? -pregunté, sorprendido.

– Sí, señor. Enterita. -Y soltó un graznido. La cara se le arrugó aún más. Estaba riendo.

– Pues, venga. -Me levanté para dejarle que ocupara mi sitio.

Se sentó y se puso a teclear frenéticamente. Un pitido agudo sonó en la sala. Unos segundos después, la pantalla se apagó definitivamente.

– Hala -dijo la Abuela -, a freír puñetas. -Y dio un nuevo graznido. Se levantó de la silla.

Me metí la mano en el bolsillo, saqué la pistola y enderecé el brazo. Apunté a la pantalla. Apreté el gatillo y el disparo sonó en aquella sala hermética y metálica como si hubiera sido el trueno del fin del mundo. La pantalla saltó hecha añicos y unos cuantos cables dieron un chisporroteo alegre y totalmente irrespetuoso.

– Vámonos -dije-. Ponte la máscara.

En el salón, los dos guardaespaldas y Lattimer estaban boca abajo en el suelo. Tenían los tobillos y las muñecas firmemente atados y la boca tapada. Todo artísticamente hecho con esparadrapo. Staines es un genio. Perfectamente inutilizados durante, más o menos, una hora. Justo lo que necesitábamos para desaparecer.

– Llévame al aeropuerto Kennedy -le dije a mi hermano. En la acera del terminal, me bajé del coche y me volví hacia Pat.

– Cuídate. Cuida a los tuyos. Ya te diré dónde estoy, ¿eh, viejo?

Sonrió.

– Le alegras la vida a cualquiera -dijo.

Me metí las manos en los bolsillos y estuve mirando el coche hasta que desapareció en el tráfico de salida. A mi lado, Staines dijo:

– Es un buen tío. ¿Vamos de caza?