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Descolgué el teléfono y marqué el número de Pennsylvania Avenue.
– Diga.
– Soy Christopher Rodríguez.
Silencio. Luego, nuevamente:
– Diga.
– Tengo que volver. -Una tontería, para señalar que estaba en peligro y que necesitaba hablar urgentemente con John Lawrence.
– ¿Clave?
– Shipmaster. -Desde luego, nos inventamos unas cosas totalmente ridículas. -¿Scrambler?
– Está.
Hubo un ruido de conexión e, inmediatamente, al otro lado del hilo telefónico, sonó la voz de John Lawrence.
– Por Dios, Chris, ¿dónde estás?
– En Washington, John. Tengo que volver.
– ¿Necesitas cobertura ahora?
– No. Tengo que ver a Gardner. Es urgente, John.
– Está visitando a su madre.
John Lawrence era inocente. En caso contrario, no me hubiera dicho dónde estaba el bueno de Gardner. Respiré con alivio.
– Gracias, John.
David Gardner, modelo de hijos, tenía una costumbre totalmente atípica: una o dos veces al mes visitaba a su madre, en un hogar de ancianos en el que la tenía alojada. Me había opuesto muchas veces a estas excursiones: aunque eran un secreto bien guardado, me parecía ridículo que acudiera solo. Sus guardaespaldas se quedaban en el pueblo que está justo antes del gran parque del asilo y allí tomaban un café, esperando a que Gardner regresara de su visita. Solía tardar un par de horas.
Marqué el número de la embajada soviética.
– Embajada de la Unión Soviética, dígame.
– ¿Cómo dice? -pregunté, poniendo voz de sorpresa.
– Embajada de la Unión Soviética.
Reí.
– Le va a parecer mentira… Quiero decir que le pido perdón. Me he equivocado de número. Fíjese que quería llamar a la tintorería… -Imaginé los circuitos de la CÍA activándose como locos, los analizadores de voz, los micrófonos…
"Me temo que va a haber que darse prisa", pensé. La embajada me colgó el teléfono. Va quedando poca gente con buenos modales.
Volví a llamar a Pennsylvania Avenue.
– ¿John?
– Chris, ¿qué pasa?
– No puedo entrar en contacto con Gardner. -Puse voz de angustia-. Voy a Langley.
– ¿Masters?
– Masters. -Colgué.
Los lavabos del Club de Prensa de Washington están desgraciadamente tan sucios y destartalados como el resto del edificio, lo que es útil a la hora de tener entrevistas discretas: nadie los utiliza si no es absolutamente indispensable. Markoff se lavó cuidadosamente las manos. Me dio la espalda para secárselas y me miró a través del espejo del lavabo.
– Amigo mío -sonrió secamente-, el truco de la tintorería empieza a estar algo desgastado.
– Ha sido la última vez, Vladimir. -Levantó una ceja; me había comprendido bien -. Tiene usted poco tiempo. Le parecerá raro, pero, en este momento, Gardner está visitando a su madre en un asilo de ancianos en Virginia.
– ¿Sí?
– Hasta que salga del parque del asilo, estará solo.
Le di la dirección. Con total frialdad, acababa de condenar al bueno de Gardner a muerte.
– ¿Por qué me lo dice?
– En recuerdo del sur de Cartago…
– ¿Encontró usted su venganza?
Asentí.
– Es un plato bien frío, ¿verdad?
– Adiós, Vladimir.
– Adiós, mi joven amigo. -Salió apresuradamente del lavabo.
Suspiré. Bajé nuevamente a la calle y descolgué el auricular de uno de los teléfonos públicos. Marqué el número directo de Masters en Langley.
– Masters. -La misma voz seca y cortante de siempre.
– Señor, le habla Christopher Rodríguez.
– Me han dicho que está usted en Washington y que ha pedido volver.
– Sí, señor.
– Venga ahora mismo.
Me entró la vaga aprensión de estarme metiendo en la boca del lobo. Pero no había más remedio.
Masters debía haber avisado, porque me subieron a su despacho inmediatamente. Levantó la vista de sus papeles y me miró con curiosidad.
– Siéntese. Y ahora, cuénteme.
Estuve hablando sin interrupción durante una hora. Una vez, cuando le conté la rocambolesca historia de nuestro asalto de la noche anterior al dúplex de Aspiner y la sorpresa de Lattimer, sonrió. El resto del tiempo estuvo serio e inmóvil, mirándome casi sin pestañear.
Sonó un teléfono. Lo descolgó y dijo:
– Masters. -Repentinamente, soltó el lápiz que había tenido en la mano y se enderezó en su asiento. Cerró los ojos. Sin añadir palabra, colgó el auricular.
– ¿Le pasa algo, señor?
– Nada… -Tosió-. Siga.
– Queda poco más, señor. Teníamos un traidor, un topo. Como ha visto usted, no es un topo soviético, como habíamos pensado al principio. Es nuestro agente del Club. La verdad es que no sé cómo calificarle, si de traidor o de patriota. Lo ha podido usted comprobar por mi relato; ése es el verdadero fondo del asunto. David Gardner nos traicionó por patriotismo… -Meneé la cabeza -. ¿Qué va usted a hacer con los misiles, señor?
– Ahora que, gracias a usted, ya no están en peligro, probablemente nada.
– Ya.
Guardó silencio durante unos segundos. Miró hacia la ventana y, después, fijó la vista en mí nuevamente.
– David Gardner ha muerto, Christopher.
Me pareció oportuno dar un brinco en mi silla.
– ¿Qué?
– Ha muerto. La llamada de hace un momento… -añadió, señalando el teléfono.
– ¿Cómo ha sido?
– Un disparo en la cabeza.
– Pero, ¿dónde le cazaron?
Me miró con severidad: no se caza a la gente. Cuestión de semántica.
– Ya sabe usted que visitaba regularmente a su madre… Hice un gesto de frustración, levantando bruscamente la barbilla.
– ¡Siempre dije que me parecía una locura que lo hiciera sin protección, señor!
– Pues, ya ve usted -dijo Masters. Se mordió el labio inferior.
– ¿Se sabe quién ha sido?
– Juran que tiene que haber sido Markoff.
Me levanté de un golpe.
– Voy a por él.
El director de la CÍA alzó una mano.
– Siéntese -dijo con voz cansada-. Son las reglas del juego… En el fondo, Gardner ha pagado ahora por la operación del Midwest americano, ¿no le parece? Lo que son las cosas de la justicia retributiva: los soviéticos nos han acabado haciendo un favor y, de un plumazo, nos han quitado de encima el problema de Gardner. -Asintió con la cabeza y se quedó pensativo-. Ya nos ocuparemos de Markoff. -Apretó los labios y, durante unos segundos, estuvo dudando. Finalmente, arrugó el entrecejo y dijo-: En… Christopher…
– ¿Señor?
– Eh… tengo una proposición que hacerle.
– Usted dirá.
¿Qué diablos me iba a contar ahora?
– Quiero que tome el puesto de Gardner.
Me quedé de hielo. La ironía tan increíblemente cruel, el sarcasmo absoluto de aquella proposición, me cortaron el habla. Miré a Masters con asombro, pero, por la seriedad de su semblante, vi que me había hablado con total honradez. Me estaba ofreciendo el puesto de Gardner. ¡A mí!
Poco me faltó para soltar una carcajada. Por pura histeria, ¿eh?, no porque la situación me hiciera gracia.
– Bueno… yo… esto… -balbuceé-… no sé qué decirle, señor. Yo… no sé que decirle -concluí, bajando la cabeza.
Masters tenía la mirada clavada en mi rostro. Asintió varias veces mudamente, volvió a coger el lápiz y empezó a batir con él un ligero ritmo sobre la mesa.
– Piénseselo, Christopher. No me conteste ahora. Piénselo hasta mañana. -Sonrió con angustia.
Apreté las mandíbulas. Después de unos segundos, dije: -Sí, señor. Muchas gracias. Mañana tendrá usted la contestación. -Me puse de pie, le hice una breve inclinación de cabeza, me di la vuelta y salí de su despacho.
Iba como un sonámbulo. Sabía que me tenía que detener a pensar un poco en todo esto, a reflexionar sobre una situación que me resultaba tan increíblemente ridícula, que me parecía hasta ofensiva.
Eso es lo que era la oferta de Masters: un insulto personal.
Miré hacia atrás, contemplando por unos segundos la imponente mole de Langley. Luego me di la vuelta y seguí andando.
La idea de que yo fuera a sustituir al bueno de Gardner al frente de aquella pandilla de asesinos me parecía obscena. ¡Pero si le había matado yo! De modo que no es que yo fuera una virgen sin mancha. Y, por otra parte, ¿quién era yo, quién era cualquiera, para tirar la primera piedra contra aquella institución? ¿Quién era yo para dudar de la necesidad de su existencia? Yo había sido su instrumento, ¿no?
En este mundo, además, todo es necesario: el espionaje, las muertes, las operaciones de desestabilización. Todo se hace en nombre de la defensa del supremo bien de la patria.
Yo no discutía el concepto. Las he visto de todos los colores en mi vida y mis baremos de tolerancia tienen el diámetro del cráter del volcán Irazú.
Lo que me producía repugnancia, sin embargo, era pensar que yo podía meterme aún más en esa espiral maloliente, hundirme sin remedio y sin salida posible en ese fango.
No señor. No sería yo.
Me quedaba aún un resto de individualidad, un mínimo de libertad. Durante unas horas más, tenía libertad de movimientos. Me quedaban unas horas, apenas unas horas, para volver a ser lo que siempre había querido ser: un hombre solo.
¿Enemigos? ¿Amigos? ¿Había sido Gardner mi amigo? ¿Es Dennis, el que me salvó la vida, el que mimó mi regreso a la existencia, mi enemigo? ¿Es Markoff, el que compartió mi pan y mis canciones y mi barco, mi enemigo? ¿Y Marta? ¿Valía la vida de Marta haber conseguido una pequeña ventaja táctica en la lucha diaria entre Oriente y Occidente? Santo Dios.
Volví a casa en un coche oficial.
– No me espere -dije.
Hice un par de llamadas y subí a mi habitación. Recogí unas cuantas cosas, miré a mi alrededor y salí del cuarto. Cerré cuidadosamente la puerta y bajé las escaleras.
El Marta se mecía apaciblemente en el agua y su casco blanquísimo resplandecía en la primera sombra del atardecer. Una estrella había aparecido sobre el horizonte.
Miré a mi alrededor, buscando al marinero para que me llevara hasta el barco. No estaba.
De las sombras en que estaba inmerso el pequeño astillero que hay en el muelle, se apartó una silueta. Al principio, no supe quién era, pero después que dio unos pasos en dirección a mí la reconocí. Llevaba puestos unos jeans azules y viejos y, debajo de un anorak verde, asomaba un grueso jersey de lana. Su larga melena le caía sobre la cintura. En la mano, traía un bolsón de plástico.
– ¿Qué hace usted aquí? -pregunté.
Paola se encogió de hombros. Estaba guapísima.
– He venido a buscarle.
– ¿Cómo sabía dónde encontrarme?
– Me temo que se lo dije yo -contestó Staines desde detrás de mí.
Me volví a mirarle.
– ¿Por qué, Larry? ¿O es que ya no entendéis nada? Hizo un gesto de indiferencia.
– No te ibas a ir solo, ¿no?
Le miré largamente y luego me parece que moví la cabeza varias veces de arriba abajo.
– Sí. Sí que me voy a ir solo, sí. -Volví la cabeza hacia Paola y dije-: Lo siento. -Giré sobre mí mismo y empecé a andar hacia el borde del embarcadero.
– Quiero ir con usted -dijo Paola con voz tranquila. Me detuve. Suspiré y me volví hacia ella nuevamente.
– No.
– El Atlántico es largo, Chris -dijo Staines.
– No.
– Pero ¿es que no entiende usted nada? -exclamó Paola, con un grito repentino que me sobresaltó.
En su voz había el mismo tono de desesperación casi infantil que el que había utilizado la última vez que nos habíamos visto en la playa del bungalow.
La miré, enarcando las cejas; reconozco ahora que poner aquella expresión de fría indiferencia me costó bastante trabajo.
– Me parece que entiendo demasiado, Paola…
– No, Chris, no… No entiende usted nada -repitió con el mismo tono un poco histérico.
Vi que apretaba los puños, haciendo un esfuerzo para calmarse; respiró profundamente. Con voz más tranquila, dijo:
– Usted descarta las cosas con facilidad, ¿verdad? El gran hombre de acero… -añadió con sarcamo-. Mire, olvídese por un momento de sí mismo. ¿De acuerdo?
No dije nada.
– En Costa Rica le dije que usted alteraba mi mundo… Ahora… viéndole hacer lo que quiere hacer… no sé cómo explicárselo… -Se pasó las manos por los muslos, como si quisiera secárselas -. Usted… usted me ha forzado a cambiar mi forma de decidir, de interpretar las cosas…
Levanté las cejas con sorpresa.
– ¡Aj! -dijo con rabia-. ¿Por qué tuvo usted que venir a Costa Rica?
– Tenía que terminar un trabajo -contesté calmamente.
Por una vez Staines no dijo nada; creo que le habría matado.
– Tenía que terminar un trabajo -repitió Paola -. Sí… Pero, el suyo. No el de la CÍA… -Me apuntó con un dedo acusador-. Usted no vino a cumplir una misión de la CÍA. Vino a vengarse de Pedro…
– ¿Y?
– Pues que me costó trabajo entenderlo… pero, cuando le comprendí -hizo un gesto de irritación-, ¿no lo entiende?… Me pareció que, qué se yo… -Juntó las manos con fuerza y se le blanquearon los nudillos-. Todos mis esquemas se fueron al diablo… Usted era un hombre solo, haciendo lo único que le importaba… Vengarse, vivir, amar, morir…
Calló de repente y me miró sin pestañear, como si ya nada le importara.
No abrí la boca.
Entonces añadió muy despacio, como si quisiera deletrearlo:
– ¿No lo entiende?
– Sí que lo entiendo, sí. ¿Y qué? -Bravo, Rodríguez. Me sentía miserable y mezquino.
– Pues, que tengo que comprender… lo que usted es, lo que quiere… Usted…
– Busque la explicación en otro sitio, Paola -dije secamente-. Aquí, conmigo, no la va a encontrar… Hágame caso: busque su camino por otro lado. Yo no se lo puedo enseñar. -Levanté una mano para que no me interrumpiera-. Es más: no se lo quiero enseñar.
– ¡No es por usted, Christopher! ¡Es por mí! Usted me lo debe a mí. ¡Sí! No ponga esa cara de sorpresa. Es usted quien me ha enseñado que hay otro camino… Yo no se lo pedí…
– ¡Un momento, un momento! -exclamé con irritación-. Lo que usted haga con sus sofismas es cosa suya. Pero no me eche encima obligaciones con las que no tengo nada que ver. Yo, estimada señorita, no tuve intención de enseñarle absolutamente nada.
– …Y tiene que convencerme de que es el que yo quiero seguir -continuó, como si no me hubiera oído.
– No diga bobadas, Paola. -Suspiré como cada vez que voy a decir una tontería que no concierne a nadie-. Yo no tengo más que una deuda: Marta.
Paola me miró con sorpresa y de pronto empezó a sonreír.
– No sea usted presuntuoso -dijo con sarcasmo-. Ése, estimado señor -me lo había merecido-es su problema. No seré yo quien se interfiera en él… Ése es su problema -repitió-. Cada cual con su egoísmo.
– Vaya -concluí socarronamente.
– Se lo voy a tener que decir como suena, para ver si entiende usted el lenguaje sencillo: le estoy pidiendo ayuda, Christopher. Nada más. Sólo ayuda… No voy a hacer nada que estorbe su dolor o su rabia o lo que sea… No. -Bajó los ojos. Carraspeó y, de golpe, la expresión de su cara se dulcificó-. Por favor…
Suspiré.
– Paola. -Bajé el tono de voz-. Paola. Usted sabe que, de esta profesión nuestra, no se sale más que con los pies por delante.
Abrió mucho los ojos.
– ¿Sabe usted lo que es este viaje mío?
– Sí -contestó en un murmullo -. Una huida…
– Una huida, Paola. Sacudió la cabeza y, tímidamente, dio un paso hacia mí. Con
un hilo de voz, dijo:
– Tal vez, Christopher, tal vez… Pero para usted, sobre todo, es algo más. Es lo que más le importa: es su canto de libertad…
Bajé la cabeza. Paola alargó una mano y me la puso en el brazo:
– ¿Christopher? Levanté la mirada.
– Deje usted que también sea el mío.
Estuve en silencio durante un largo rato. Por fin, dije:
– Me encontrarán, Paola. Lo sabe, ¿verdad? Me encontrarán pronto, ¿humm? Y esta gente no perdona.
Se encogió de hombros.
– Da igual. Lo que dure.
Suspiré otra vez. -Vamos -dije.
Staines chasqueó la lengua sobre su palillo.