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CAPITULO PRIMERO

El día en que murió Marta yo no estaba delante. Marta era mi mujer, la persona más increíblemente bella, sensible e inteligente que he conocido y que, probablemente, conoceré en mi vida. Creo que lo que más me afectó al principio fue no haber podido ser testigo, no haber estado físicamente allí para sentir masoquistamente mi impotencia. Me pareció que alguien me había quitado el derecho a contemplar personalmente el acontecimiento que rompió en dos mi vida. Todavía hoy, me levanto por la mañana cada día y me acuerdo de ella y de quien ni siquiera me dio la oportunidad de atesorar los últimos momentos de su existencia, de mirarle la cara tan terriblemente expresiva, la sonrisa tan repentina, y de saber que era la última vez que lo hacía.

Algún día me pasará por delante, pensaba yo a cada momento.

Me levanté, como siempre, con el súbito recuerdo de Marta, como un rito, y me asomé a la ventana. El día era gris y frío. Es irónico que ahora no recuerde aquella mañana como particularmente ominosa. Nada hacía presagiar que se iniciaba la cadena de coincidencias que terminaría en el desastre en que acabó la operación cordón sanitario. Nina Mahler, Dios la bendiga, tenía la imaginación calenturienta y se le ocurrían unos nombres inevitablemente grotescos. Cordón sanitario, naturalmente, fue rebautizado como tampax por Dennis tres minutos después de que yo le hablara de mi nuevo encargo.

– No es que vayas a proteger la santidad de la información, vida; le vas a poner un tampón.

El hecho es que ahora sé que, probablemente, debería haberme quedado en la cama. Nada, siquiera, permitía sospechar la concatenación de acontecimientos que se iniciaba al asomarme por la ventana, un acto tan sencillo y automático tendría algo que ver con la operación misma. Y es que, abriendo los cristales de par en par ("un día, la manía de la higiene te ya a llevar a la tumba, vida"), me acatarré instantáneamente. Esas cosas no pasan más que en Washington. Si no me hubiera acatarrado, no me habría dado una sauna, en la sauna no habría leído el periódico, y no habría acabado en Nueva Cork ese fin de Semana. Soy un fatalista. También soy un simple mortal: una premonición hubiera evitado la tragedia. Pero las cosas siempre ocurren demasiado deprisa y se reacciona un segundo o dos después, y no antes, del hecho que las desencadena.

Ni siquiera me dolía el pie más que de costumbre. Cerré la ventana deprisa y ya sentía detrás del paladar el irritante carraspeo que me suele anunciar un catarro monstruoso. Eran las siete y media de la mañana. Las jornadas de doce horas que empiezan a las nueve deberían ser suprimidas. Y más para mí, que ni siquiera las necesito.

De abajo llegaba el sonido de la radio desgranando las noticias, todas ellas, supuse, malas. Me puse la bata y bajé la escalera. Por las mañanas, descansado y fresco, siempre cojeo menos y casi ni se me nota.

Olía a café. Dennis hace el café a la italiana, con cafetera exprés. En casa se toma café y no el aguachirle que beben mis compatriotas. Entré en la cocina. Sobre la mesa había un gran vaso lleno de zumo de naranja recién exprimido. Vivir con un homosexual tiene sus inconvenientes, pero también muchísimas ventajas.

– Dennis, no creo estar preparado para contemplar un pijama malva en una mañana de invierno.

– Chris, vida, mientras yo te prepare el desayuno por las mañanas, te vas a tener que aguantar el mal gusto.

Dennis me miró por encima de las gafas, resopló, me guiñó un ojo y metió un trozo de pan en la tostadora. Es un hombre menudo, rubio, con aire delicado y pulcro. Por las mañanas aparece con el pelo revuelto y un mechón en punta que le destapa la calva. Supongo que, cuando se levanta, está tan dormido que nunca se acuerda de peinarse. Es lo único que se me ocurre para explicar el mechón revuelto, si se tiene en cuenta lo vanidoso y meticuloso que es.

En la cara, algo infantil e ingenua, destacan los enormes y saltones ojos azules que miran al mundo con aire de total inocencia y con permanente sorpresa. La existencia de Dennis no ha sido precisamente un camino de rosas. Pero es el hombre más valiente que conozco: me salvó la vida, y eso, para mí, considerando las condiciones en que lo hizo, es valentía suficiente.

A veces me inquietaba, pero él vivía su vida y yo la mía. Confieso que cuando, en alguna ocasión, por la noche entraba en mi habitación y se sentaba a charlar en el borde de mi cama, no podía evitar un cierto desasosiego. Luego respiraba hondo y se me pasaba. Como si no pudiera darle un sofionazo a un hombre que quisiera insinuárseme. Pero no dejaba de despertar en mí una cierta irracional inquietud.

– Te dejo que mires el periódico, anda.

El Washington Post estaba encima de la mesa de la cocina, la única habitación de mi casa que es absolutamente fría e impersonal. Como un quirófano. Manías mías. Desde pequeño en Puerto Rico, tengo la obsesión de la pulcritud en la comida. Comí tantas porquerías, tuve de niño tantas diarreas, que me juré un día, lo recuerdo bien, que, si podía, cocinaría con guantes desinfectados alimentos congelados comprados en un supermercado aséptico. Luego las cosas cambian y acaba uno descubriendo que no todo es verdura podrida en el mundo. Viviendo solo, aprendí a guisar las cuatro cosas que me gustan. Pero la cocina quedó como una patena: con baldosín blanco, muebles impolutos, todo en absoluto orden. Son manías mías.

Con el zumo de naranja en la mano izquierda, cogí el periódico y, echándole un vistazo, me fui hacia el salón.

Mi cuarto de estar es la antítesis de la cocina. En realidad, es casi el único sitio que me queda en donde me siento a gusto. Muchos muebles no tiene, pero los pocos que hay son cómodos. Casi hogareños. Los sofás tapizados de chinz verde musgo son sofás de verdad, para tumbarse. No hay un solo mueble que esté donde está por razones estéticas: las mesas son para poner libros, ceniceros, vasos; las lámparas no son fantasías de diseñador, sino instrumentos para iluminar; la biblioteca, atiborrada de libros, está precisamente para ponerle libros, y la chimenea tira y da lumbre. Lo que ocurre es que, cuando los ingleses se ponen a hacer muebles cómodos, además los hacen bonitos.

Mi única extravagancia está colgada de las paredes. Mis cuadros, comprados a precios superiores a lo que es sensato y con la autosugestión de que hacía una inversión para el futuro, supremo argumento de los que buscamos una excusa para enmascarar el gasto, lo cubren todo. Hay una pared entera con cuatro explosiones de luz y color, la geometría armoniosa de las Cuatro estaciones de Sempere. En la columna que separa el ventanal en dos, una atormentada marina de Houthuesen. Sobre la chimenea, uno de los primeros esbozos del Guernica de Picasso, comprado a un precio que aún me duele a un pequeño marchante de París que me juró haberlo adquirido a su vez por medios legítimos. Y, claro, como se había apresurado a darme una explicación que yo no le había pedido, no me la creí ni por un momento. Mi tesoro está encima de un caballete al lado de la biblioteca: un Renoir diminuto, el retrato de una mujer provinciana cogiendo flores en el campo. Sólo en la pared en la que está la puerta, está mi fotografía de Zubriggen dándose el tortazo en el descenso de Cortina; mi primer trabajo cuando tuve que dejar de hacer reportajes bélicos. Debajo cuelga, enmarcada, mi última portada guerrera en el Time: un tanque israelí estallando en el Sinaí.

Miré distraídamente los titulares del periódico.

– ¡Dennis! ¿Está el café? -grité.

Justo detrás de mí, contestó en voz muy baja:

– El maestro está servido. Alabado sea Alá. Una mañana normal.

Hubiera hecho mejor quedándome en la cama.

Cuando llegué al edificio de la Pennsylvania Avenue a las nueve menos tres minutos, ya estaba lleno de gente que se movía de un lado para otro, supongo que intentando dar, en un viernes por la mañana, la impresión de actividad extremada. Pasé los complicados trámites de seguridad, tomé el ascensor y subí al noveno piso.

El noveno, por contraste, estaba calmo y silencioso. Apenas se oía el repicar de alguna máquina de escribir, un télex, un teléfono llamando. El pasillo estaba vacío, a excepción de los dos guardias de seguridad.

Estornudé. "Buenos días", dije, y entregué mi tarjeta de identificación al que estaba sentado detrás de una mesita. Al hacerlo, me entró por primera vez aquella mañana un sentimiento de aprensión que me agarrotó el estómago. No hice demasiado caso: el estómago se me agarrotaba cada vez que subía al noveno piso.

Pero, inmediatamente después, comprobé que no era yo el único con problemas premonitorios. Las vibraciones negativas habían asaltado simultáneamente el poderoso olfato de Nina Mahler, que siempre era la primera en husmear las malas noticias. Revoloteaba en su cubículo como un ratón enjaulado. Cuando asomé la cabeza, arreglaba y rearreglaba papeles inútiles y expedientes que seguridad le había subido muy temprano. Tenía una manera muy especial de escudriñar documentos: se los colocaba a la altura de la cara, un poco ladeados hacia la izquierda, y los sujetaba firmemente con ambas manos. Los dedos, cortos y rollizos, cargados de sortijas de cobre y hierro que le manchaban la piel de negro y orín, asomaban por las esquinas superiores del papel, y las muñecas, con tres hoyuelos repartidos caprichosamente, se blanqueaban a parches, mitad por el esfuerzo de la incómoda postura, mitad por el efecto de la mala circulación que produce la obesidad. Las uñas que asomaban por encima del papel estaban roídas y sucias.

A Nina Mahler le solía temblar la doble papada cuando concentraba intensamente su atención. Y, detrás de la cara abotargada y ansiosamente inquisitiva, brillaba un cerebro privilegiado, cuyos procesos eran tanto más rápidos cuanto más mortecina se hacía la expresión de sus ojos. Sus ojos, bellos, románticos y tristes, atestiguaban un esplendor pasado, hoy sumergido en hamburguesas, patatas, pan y salsas. Nina, en realidad, hubiera cambiado con gusto su inteligencia por un físico más agraciado y por un corazón menos sentimental. Estoy seguro de que hubiera pagado dinero por tener un poco de la belleza tonta y moralmente venal de Jean, su espléndida secretaria.

Nina Mahler se enamoraba regularmente del agente al que controlaba en ese momento. El término, con éxito o no, de cada operación se saldaba, en el caso de Nina, por mor de sentimientos no correspondidos, con una depresión negra, pronto transformada sin embargo en amor maternal. Tenía, después de tantos años, una pléyade de hijos espirituales. "Nina, Nina -le había dicho una vez-, tu vida transcurre entre el complejo de Edipo y el arco de Cupido." Una de mis frases menos afortunadas.

– ¡Chris, amor! -exclamó al verme asomar la cabeza. Se apartó el papel que tenía delante de la cara e hizo una mueca de disgusto-. Y además vienes tú. Esto confirma mis peores sospechas. Sonreí.

– ¿Por qué?

– Algo pasa, amor. Todos nuestros ilustrados jefes se pasean como almas en pena, con la cara solemne de los graves momentos. Guardan silencio, miran por encima de las gafas y mueven las manos significativamente.

– Miran por encima de las gafas, ¿eh? Eso es malo.

– ¿Cómo malo? -Dejó el documento sobre la mesa y empezó a incorporarse lenta y trabajosamente. Resopló-. Malísimo. Y además de mirar por encima de las gafas, fruncen el ceño. -Cuando Nina se ponía de pie, su estrecho cubículo se empequeñecía aún más. Su enorme mole parecía ocupar varios metros cúbicos.

Sacudí la cabeza. Nina me miró y añadió:

– Cuando Christopher Rodríguez, el portorriqueño testimonial, es llamado al sancta sanctórum del espionaje imperialista, hay lío seguro. ¿Sabes lo que es?

– Ni idea, Nina. Me llamó John anoche.

Arrastrando los pies de costado, Nina salió de detrás de su mesa. Sin dejar de mirarme, recogió los papeles que había esparcido y los metió en un cajón que cerró con llave. Nina siempre llevaba colgado de la cintura un llavero con una gran chapa en que rezaba: "aquí están las puñeteras llaves". Era absurdo porque nunca se le olvidaba nada ni se le perdía cosa alguna.

– Anda, vamos -dijo.

Se humedeció el pulgar de la mano derecha y se frotó una mancha de orín en el meñique izquierdo.

Salimos al pasillo. Cerró cuidadosamente la puerta y nos pusimos a andar lentamente hacia la derecha, hacia la sala de reuniones que estaba al fondo, detrás de una puerta doble. Llegamos a ella y Nina la abrió. Como siempre, me sorprendió la inmensidad de la habitación. Los dos gigantescos ventanales haciendo esquina, en un rincón el enorme ficus, y la gran mesa en el centro. Hay una moqueta color tabaco que se carga de estática. Siempre me llevo unos calambres tremendos. Todos hemos aprendido a dar un golpe con los nudillos en la pared antes de tocar nada.

Cerré la puerta mientras Nina se dirigía hacia uno de los sillones giratorios que había alrededor de la mesa. Se sentó pesadamente.

Estornudé.

– ¿Qué te pasa, amor? ¿Te has acatarrado?

– Me he acatarrado.

John Lawrence, el jefe de sección, entró en ese momento en la sala. Y en vez de sonreír, como siempre, frotándose las manos con aire amable y exclamando "¡hola, hola, hola a todos!", nos miró por encima de las gafas, se sentó a la mesa con aire preocupado y no pronunció palabra. Miré a Nina; se encogió de hombros.

– John, amor, qué callado te veo. Serás portador de malas noticias… y además, te traes a la alegría de la huerta -dijo, señalándome con el pulgar-. John, John, algo te traes entre manos.

– Tenemos, en efecto, un pequeño problema que tal vez valga la pena desentrañar. Yo diría que es una cuestión potencialmente embarazosa. -Extendió las manos, impecablemente pulcras y cuidadas -. Pero no debes tener cuidado, Nina; no es cosa que deba alterar tu ritmo vital…

– Vamos, que no me meta en lo que nadie me manda, ¿eh?

– Precisamente.

Nina sonrió y, como por arte de magia, extrajo unos papeles de dentro de su chaqueta de lana, se los llevó a la cara y se puso a escudriñarlos intensamente. Nunca he entendido cómo hace estos trucos. Evidentemente, los utiliza para desconcertar.

Hubo un largo silencio. Saqué un paquete de cigarrillos, escogí uno, me lo puse en la boca y lo encendí. El primero del día. No estaba mal este último esfuerzo mío por reducir mi consumo de tabaco.

– Estás acatarrado -dijo Nina sin levantar la vista -. No te conviene nada.

Y chasqueó la lengua, encantada de haber dicho su maldad de cada día.

Se abrió la puerta y entró David Gardner, un hombre corpulento, de actitudes positivas y gesto preciso. Era el director del centro.

– Sé de buena fuente, amor, que duerme con la pajarita puesta y que lleva las gafas atornilladas a la nariz -me dijo Nina una vez-. Por eso le cuesta más trabajo que a nadie mirar por encima de ellas en los momentos de tensión histórica.

Gardner no era santo de su devoción.

– Buenos días, señores; John, Christopher -dijo. Ignoraba sistemáticamente a las mujeres que hubiera en cualquier lugar de trabajo. Por lo que a él se refería, Nina Mahler era una máquina de producir datos y de discurrir. Inmediatamente, ésta se apartó los papeles de la cara y se puso a hablar, mientras Gardner se sentaba a la cabecera de la mesa, enarcando las cejas y enfrascándose en la lectura de unos documentos que traía consigo.

– John -dijo Nina -, a mí estas reuniones me fastidian mucho: nunca se sabe en qué acaban. Qué quieres que te diga. No me gusta.

– Nina, me gustaría que prestara un poco de atención a lo que nos traemos entre manos -exclamó John con impaciencia.

– ¿Y qué nos traemos entre manos, amor?

– Nina -murmuré.

– Sí, bueno. OK, OK, OK… me callo. Pero nadie me pregunta por qué todo esto me huele a chamusquina. Luego se arma la que se arma -dijo en voz baja.

Cuánta razón tenía. Gardner, totalmente abstraído, levantó los ojos con aire de no haber oído nada.

– Bueno, señores, vamos al grano -dijo, mirando imperiosamente a través de sus gafas de gruesa montura de concha-. Nuestros primos de enfrente…

No pude evitar una sonrisa. Cuando se refería a la CÍA, a Gardner le asaltaba el melodrama Bogart y les llamaba nuestros primos de enfrente.

– … tienen un problema y nos piden que les ayudemos a resolverlo. Me he tomado la libertad de convocar a Christopher porque pienso que, como siempre en estos casos, es la persona más idónea para ayudarnos.

Nadie le creía cuando decía estas cosas; todos sabemos que no pensaba que fuera la persona más idónea para nada. Le parecía demasiado anárquico e indisciplinado. Pero tenía que acudir a mí, creo, porque se lo ordenaba el propio presidente, desde que le hice un pequeño favor que agradeció bastante. Gardner no me tenía ninguna simpatía, no. No es sólo que nuestros caracteres fueran radicalmente distintos, que nuestras respectivas maneras de entender la vida difirieran profundamente. Según él, probablemente, yo era un bohemio, que era lo peor que se podía ser. Pero además, en los años en que llevaba trabajando para él, había habido muchas ocasiones en las que habíamos estado en violento desacuerdo sobre una cuestión u otra. La verdad es que, como era el jefe y las discusiones las acababa ganando él, el resentido debiera haber sido yo. Así es la vida.

Era un hombre terriblemente eficaz en su trabajo. Por consiguiente, era neurótico, egocéntrico, pomposo y carecía totalmente de sentido del humor. No le gustaba nada ser sorprendido en un renuncio. Y yo no sólo le sorprendí en un renuncio, sino que le salvé de una situación muy embarazosa. No me lo perdonó nunca.

Dirigía la más secreta de las agencias secretas de los Estados Unidos. Una institución, además, que es particularmente feroz en sus métodos de investigación y resolución de los problemas, y que ha pisado muchos callos en su larga y fructífera historia. David Gardner era, probablemente, el ciudadano mejor protegido de los Estados Unidos después del presidente. Su montaje de seguridad era discreto, eficaz, rápido y absolutamente implacable. Tengo motivos para saberlo.

Una protección así tiene graves inconvenientes para la esfera privada del ciudadano. Especialmente cuando el protegido es el propio ciudadano y su carne es débil. Algún defecto tenía que tener Gardner.

Aunque no conozco bien la historia, porque sólo intervine en ella al final del episodio, por lo que deduzco, Gardner decidió un buen día, hace algún tiempo, dar rienda suelta a la debilidad de su carne. Por métodos de seducción que desconozco, se hizo con los entusiastas servicios amorosos de una dama. Su problema fundamental debió ser la discreción con que tenía que desarrollarse su interludio sentimental. No hay más que conocer a su mujer para comprender que, con ella, las consecuencias del descubrimiento de una infidelidad matrimonial hubieran podido ser, cuando menos, violentas. Imagino que debió consultar su dilema con algún amigo íntimo y que le pidió la llave de su apartamento. Evidentemente, su amigo no podía dejarle el piso, por lo que debió ofrecerle pedírselo a un tercero, al que, supongo, convenció.

Armado con su llave y las más aviesas intenciones eróticas, Gardner citó a la dama en cuestión en el apartamento. A las dos y media de la tarde salió de su despacho y, protegido por su numeroso retén de guardaespaldas, se dirigió hacia el lugar de la cita. La dama le esperaba en la puerta de la calle. Momento agudamente embarazoso, que los guardaespaldas resolvieron examinándose atentamente los zapatos e incrementando el nivel de su vigilancia de la esquina y de la casa de enfrente.

Los amantes subieron entonces al apartamento, ante la mirada impávida del portero. La primera sorpresa se la debió llevar Gardner al comprobar que, sobre una mesa del salón, presidía firmemente los acontecimientos una fotografía, sacada por mi hermano, de Marta y de mí el día en que nos casamos. Sospecho que mi moralidad no es todo lo estricta que sería de desear y que la culpa de todo el embrollo fue mía por permitir que se utilizara mi apartamento como lugar de esparcimiento amoroso. Qué le vamos a hacer: nadie es perfecto en la vida.

Para entonces, la concupiscencia de Gardner había, evidentemente, sobrepasado los límites de lo razonable y decidió seguir adelante con su aventura. A juzgar por cómo me dejaron la cama, debió ser una sesión bastante apasionada. Con su maravillosa risa colgada de los ojos, Marta no me lo perdonó nunca.

Lo cierto es que no consideré necesario explicarle a nuestro común amigo, el intermediario de la llave, que llevábamos meses pidiendo al portero que mandara arreglar el bidé del cuarto de baño: nadie que abriera la llave del agua sabría cómo cerrarla; una lata, pero había que conocer el truco. La dama de la aventura evidentemente decidió utilizar el bidé con vigor y mucha agua. No necesito imaginar la escena, después de que la señorita en cuestión decidiera volver a la cama y abandonarse lánguidamente en los amorosos brazos de Gardner. Me pregunto si éste se había quitado las gafas. El agua siguió manando, inundó el cuarto de baño, empapó los pantalones de Gardner, abandonados en el suelo en un momento de aguda impaciencia, y empezó a correr por el dormitorio.

Aunque ya era bastante tarde, yo seguía en la oficina, terminando de recoger unos expedientes. Sonó el teléfono de mi mesa. Lo descolgué y dije:

– Rodríguez. ¿Quién habla? -Al principio no se oyó más que una sucesión de suspiros asmáticos y de ruidos entrecortados-. Si ésta es una llamada obscena, pienso colgar y avisar a la policía. Venga, ¿quién habla?

– Christopher…

Apenas un murmullo ronco y rasposo. Mi interlocutor carraspeó.

– ¿Quiénes?

– Oiga, Rodríguez…

– Si no habla usted más alto, no le puedo oír. Carraspeó.

– Oiga, Rodríguez -un poco más alto-. ¿Sabe usted quién soy?

– ¿Señor Gardner?

– Sí, claro.

Un toque de impaciencia. Genio y figura hasta la sepultura. -Señor Gardner.

– Esta historia le va a parecer mentira… pero… este… yo… ejem… me temo que estoy en su piso.

– ¿En mi piso? -Me acababa de enterar de para quién había sido hecho el préstamo de la llave. Pero no lo pude resistir-: Y, ¿qué hace usted en mi piso, señor Gardner?

– Mire usted, Christopher… -Más impaciencia-. Le necesito aquí con urgencia.

– Señor Gardner, señor Gardner, me da la impresión de que tiene usted problemas con mi bidé. -En esta frase puse toda la frustración de años de aguantarle. Hice mal. Lo pagué durante tiempo-. Ahora mismo voy.

No les hubiera visto si no hubiera reconocido a Markoff.

Paseaba por la acera de enfrente, leyendo un periódico, en el momento en que yo llegaba al portal de mi casa. Entré sin detenerme. Si Markoff rondaba por allí, el resto de su equipo de asesinos no debía andar muy lejos; son tan buenos profesionales que los guardaespaldas de Gardner ni los habían detectado aún. Con su aspecto de americano medio, Markoff no puede evitar dar a sus operaciones un cierto aire de exhibicionismo personal. Es como Hitchcock: si no aparece en escena, cree que ha dejado incompleto el plano.

La KGB le tenía jurada venganza a Gardner por una jugada que les había hecho muchos años antes y que les había costado toda su red de espionaje en el Midwest americano. En aquella ocasión, hubo más sangre de la necesaria. Gardner se excedió en su ferocidad; incumplió las reglas del juego. Desde entonces, pesaba sobre su cabeza un contrato abierto.

En el mundo esotérico del espionaje, se opera sobre la base de lo que es estrictamente necesario: nadie sabe más de lo que es indispensable; el principio del ojo por ojo, diente por diente se aplica con absoluta justicia retributiva, y las operaciones de limpieza afectan exclusivamente a quienes debe afectar y a nadie más. Sólo de vez en cuando alguien pierde los nervios y la medida de las cosas se disparata. Hay más escándalo del necesario, más muertes de lo indispensable; diplomáticos, aparentemente inocentes, son expulsados de los respectivos países, y todo el asunto acaba trascendiendo a la prensa. Suele haber en esos momentos un instante de histeria en equilibrio muy precario que el más mínimo incidente rompe, con consecuencias generalmente sangrientas. En la operación del Midwest americano, Gardner perdió por una vez los nervios. Recuerdo, como si fuera ahora, una llamada de teléfono a mi habitación de hotel.

– ¿Señor Rodríguez? ¿Podemos hablar un momento en el bar?

– ¿Cuchillos o whisky? -contesté.

– Whisky, naturalmente. Somos gente respetable.

Markoff me esperaba en un rincón apartado del bar del hotel.

A pesar de la media luz, la palidez de su rostro era perfectamente distinguible.

– Todo esto ha llegado muy lejos -dijo con evidente cansancio.

Su cara, generalmente risueña, estaba seria. En la mano derecha llevaba un pañuelo con el que, de vez en cuando, se secaba el sudor de la frente. Cogió el vaso de whisky con la izquierda; al llevarlo a los labios, le tembló imperceptiblemente. Mala señal.

– La organización desmontada era suya, no nuestra, amigo mío.

– Son las reglas del juego, señor Rodríguez… las reglas del juego -repitió con cierto énfasis -. Esta carnicería no era necesaria. Usted, que es persona sensata, me entiende bien. Lo lamento -añadió, meneando la cabeza de derecha a izquierda -. Su señor Gardner pagará por esto.

Me levanté y, con una breve inclinación de cabeza, le dije:

– Buenas noches, señor Markoff.

Markoff ni me miró. Se secó una vez más el sudor. Dejó el vaso de whisky, se rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó una manzana. Le dio un mordisco. Luego, cogió un palillo de los que habían estado pinchados en unas aceitunas que le habían servido con el whisky, se limpió los dientes con él, lo clavó en la manzana y la dejó en el cenicero. Sacudí la cabeza, me di la vuelta y me marché.

Hacía años que no le había vuelto a ver. También es cierto que hacía años que no estaba yo involucrado en una operación dentro de los Estados Unidos, por más que no sé si es correcto llamar "operación" a subirle los pantalones a Gardner y a escamotear a su amante dama.

Lo cierto es que Gardner era efectivamente uno de los hombres mejor protegidos del país, aunque alguna vez se nos escapara algún detalle. Sé bien que decir de Markoff y sus hombres que son un "detalle" resulta un tanto despreciativo, pero es que había veces en que se me llevaban los demonios: cuando Gardner salía de su casa o iba al cine con su mujer, aquello parecía la ocupación de Berlín por las fuerzas aliadas; y, en otras ocasiones, como en ésta o como cuando iba a visitar a su santa madre al asilo de ancianos en el que la tenía recluida en Virginia (residencia para la tercera edad, las llaman ahora), iba prácticamente sin protección. Cosas que hacen los hombres de acero para demostrar que son humanos. La locura, vamos.

Una vez dentro del portal, me detuve. Mi portero y Staines, con su sempiterno palillo en la boca, me miraron en silencio. Staines chasqueó la lengua. Me metí las manos en los bolsillos y me volví hacia la calle. Luego, con un suspiro, salí a la acera. Esperé hasta que Markoff me hubiera visto desde la esquina. Se volvió, bajó el periódico y se quedó quieto mirándome durante un buen rato. Por fin, levantó una mano en señal de saludo y desapareció.

Entré nuevamente en el portal. Levanté la vista hacia Staines y dije:

– Vamos a por el amante de Verona.