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CAPITULO II

Estornudé.

Nina Mahler murmuró:

– Gardner hace muchas veces difícil recordar que nuestra gran misión conjunta es amar y defender a los Estados Unidos, ¿verdad, amor?

Sonreí. John Lawrence levantó bruscamente la mirada, la fijó en Nina y frunció el ceño.

– ¿Pueden prestarme su atención? -dijo Gardner con tono severo.

Y lo cierto es que se hizo un silencio absoluto en la habitación. Metió tres dedos de su mano derecha en un bolsillo del chaleco y extrajo un grueso reloj de oro. Abrió la tapa y lo colocó ante sí, encima de la mesa.

– Nuestros primos de enfrente -empezó secamente-sufren del grave defecto que es usual en las grandes compañías: absoluta concentración de poder y, por consiguiente, total centralización de la información. Para controlar, necesitan centralizar la información, tener siempre los datos a mano. -Se quitó las gafas y, con el índice y el pulgar, se frotó parsimoniosamente los dos profundos cercos rojos que aquéllas le habían dejado a cada lado de la nariz. No las llevaba atornilladas -. La informática tiende a dominar al hombre, que así deja de ser amo para convertirse en esclavo. -Si no hubiera dicho estas tonterías de vez en cuando, el director no habría sido un ser humano. Nina dio un bufido de impaciencia. Gardner la miró con irritación -. No quiero decir con esto, naturalmente, que la dirección de la empresa no deba estar al tanto de cuanto ocurre en ella. -De justos es rectificar las tonterías -. Lo que sí quiero decir es que, cuando toda la información está concentrada en un solo sitio, no hay que buscar mucho para encontrarla y robarla. Intentar robarla… Con las computadoras, la información con que se alimenta la memoria central pasa, además, por tantas manos hasta quedar depositada, que las fugas parecen casi inevitables.

– Por otra parte, sin embargo -se volvió a poner las gafas -, la informática, si debe servir para algo, debe permitir la posibilidad instantánea y selecta de consulta de datos y de análisis de posibilidades. Ésa es su ventaja y su mayor inconveniente. Porque, señores, el crimen del siglo, el más lucrativo y el menos descubierto, es el robo y la manipulación ilegal de los computadores. -Sonrió triunfalmente y nos miró a todos, uno por uno -. Christopher, ¿por qué es el crimen más lucrativo?

Nina me dio una patada por debajo de la mesa, pero guardé silencio e hice un gesto negativo con la cabeza. Nunca hay que robarle la escena a un gran hombre. Gardner levantó dos dedos:

– Por dos razones: la primera, porque, con la debida manipulación, es muy posible impedir que la víctima se entere jamás de que ha sido robada. Si un ladrón es capaz de penetrar la barrera de seguridad de un computador, es igualmente capaz de imprimirle instrucciones para que olvide que ha sido robado. Menos del uno por ciento de estos robos es descubierto. La segunda razón es que, generalmente, la víctima tiene enorme interés en que no se sepa que ha sido asaltada. Ofrecer a un cliente la absoluta garantía de que su secreto o su dinero están a buen recaudo y tener que confesarle, poco después, que, sin saber cómo, le han dejado sin un céntimo, suele ser terriblemente embarazoso.

Se levantó bruscamente de la mesa y se dirigió hacia los ventanales. A lo lejos, se divisaba la Casa Blanca, con la bandera americana ondeando majestuosamente en su mástil. Entrelazó las manos a su espalda y se volvió hacia nosotros.

– Un robo informático puede hacerse de dos maneras. Desde fuera y desde dentro. Es curioso que, desde fuera, los criminales sean generalmente adolescentes. Tienen un pequeño computador personal con el que hacen sus cuentas y sus madres la compra. Como saben, un buen computador personal puede ser ligado a las líneas de teléfono y es perfectamente capaz de encargar la compra de la semana a la tienda o la pitia al restaurante de la esquina. Basta con imprimir en su memoria las instrucciones pertinentes. Cualquier adolescente puede aprender a programar su computador. Ligado al teléfono, ésa es un arma terrible. ¿Qué puede hacer un criminal adolescente? Puede decirle a su computador que llame a todos los números de teléfono de una ciudad, hasta localizar el de un banco cualquiera o el de una instalación de seguridad militar. Porque los computadores del banco o de la instalación militar también utilizan el teléfono para impartir o recibir instrucciones. Una vez que el ladrón ha sintonizado con el banco, ordena a su computador que realice una serie de pruebas para buscar las claves operativas del banco. En más o menos tiempo, las encuentra. Con ellas en la mano puede hacer lo que quiera, desde abrirse una cuenta de depósito hasta borrar la memoria del ordenador bancario, que es lo más frecuente.

Gardner volvió despacio hacia la mesa, apartó la silla y se volvió a sentar. Nina, que era una de nuestras mejores especialistas de informática, le miraba con los ojos opacos. Con los dedos de la mano izquierda tamborileaba sobre la mesa un pequeño ritmo, constantemente repetido. Saqué un cigarrillo del paquete que tenía delante de mí y lo encendí. Me sentía francamente enfermo. El director miró la hora en su reloj de bolsillo y siguió hablando:

– Pero los peores ladrones son los que operan desde dentro. Son los que, sobre todo en los bancos y en las compañías de seguros, manejan los ordenadores, los programan, los manipulan. ¿Han oído ustedes hablar de Stanley Rifkin? No, claro que no -se contestó a sí mismo, sonriendo con aire de superioridad.

– Lo mato -murmuró Nina Mahler.

– Los bancos, las grandes compañías que tienen y funcionan con ordenadores, han establecido, naturalmente, salvaguardas, métodos defensivos contra robos. Es muy sencillo de hacer: en el programa, a lo largo de sus distintas fases, se van poniendo contraseñas, que impiden pasar de una fase a otra si no son correctamente utilizadas. De este modo, es fácil, por ejemplo, depositar dinero. Pero sólo un cajero que disponga de la contraseña podrá retirarlo. Pues bien… Stanley Rifkin era un ingeniero, empleado en la Security Pacific Bank de Los Ángeles. Sabía que había tres series de contraseñas para acceder al dispositivo de transferencias del banco. Conocía dos y, tras muchas horas de cálculo y prueba, consiguió encontrar, hace muchos años, la tercera. En 1978, dio al ordenador del banco la orden de que transfiriera 10.500.000 dólares a una cuenta numerada, abierta en Suiza a su nombre. Aún se está riendo. Éste es el método más sencillo de robo. Más sencillo y menos peligroso que el de la lanzadera térmica y el rififí, ¿verdad? -Lanzó una breve carcajada, algo así como el graznido de un pato. Muy desagradable. Además, habían sido 10.332.000 y no 10.500.000-. Un programador medianamente hábil puede dejar abierta la puerta para meter en el programa una instrucción determinada que, una vez cumplido su objetivo de robo, se autoborre: el robo se ha consumado sin dejar rastro alguno. Por ejemplo, un ingeniero francés, resentido con su compañía porque le había puesto en la calle, hizo que el ordenador de la empresa borrase la totalidad de las informaciones almacenadas en su memoria al cabo de dos años. Verdadero terrorismo informático, ¿eh? Imagínense ustedes lo que podría ocurrir si un enemigo consiguiera acceder a un computador gubernamental sin que el Gobierno se enterara. Podría alterar datos, cambiar instrucciones, borrar memorias…, en una palabra, crear una confusión tal que podría desestabilizar al propio país. -Gardner levantó la vista y guardó silencio por un momento. Después, dijo lentamente-: Nos preguntamos, señores, si algún enemigo de la CÍA ha conseguido penetrar la información que está depositada en su computador central.

Nina dio un largo silbido. -Caray.

John Lawrence hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– No se les escapa a ustedes la gravedad de lo que estoy diciendo.

– A lo mejor digo una tontería -dije, mirando a Nina-, pero un computador como el de la CÍA debe estar más protegido que la fórmula de la Coca-Cola. -Me saqué un pañuelo del bolsillo y me soné ruidosamente.

Gardner esperó a que hubiera terminado de sonarme, mirándome con impaciencia.

– Está muy protegido, sí. Las barreras de seguridad son enormes. Pero, por muchas medidas que se tomen, siempre queda el elemento humano. Aunque nunca una sola persona tiene todos los datos de seguridad, no cabe descartar la existencia de uno o más topos… espías al servicio de otras potencias…

– Pero, ¿sabemos que haya ocurrido? -preguntó Nina.

– Eso es lo malo -dijo John Lawrence, mirando a Gardner-. Que no estamos seguros…

– Nuestros primos de enfrente, ¿eh?, nuestros primos de enfrente piensan que es posible. Christopher, quiero que investigue ese asunto…

– ¡Pero si no sé nada de informática!

– No va a investigar cómo se ha hecho, si es que se ha hecho, Rodríguez. Lo que nos interesa es quién y para qué. Y qué -añadió -. El cómo es puramente académico y ya se ocuparán los técnicos de inventar nuevas salvaguardas.

– El cómo no es académico, director… Vamos, creo yo.

– Me da igual lo que usted crea, Rodríguez.

Y, como por arte de magia, ya estábamos nuevamente intercambiándonos lindezas. Nina me volvió a dar una patada por debajo de la mesa. Guardé silencio.

– Esta noche va usted a cenar a casa de Meryl Hathaway. El director de la CÍA me encarga que le diga que allí tendremos ocasión de hablar de este asunto con él.

Sin añadir palabra, Gardner recogió su reloj y sus papeles, se levantó de la mesa y salió de la habitación.

Hubo un momento de silencio. Luego, dije:

– Con este hombre siempre tengo la impresión de que me hace vigilar hasta en la cama. No puedo ir a cenar en paz a ningún sitio.

– Humm -dijo Nina -. Le encanta dar la impresión de que está al tanto de todo. Es lo más pomposo que he visto en mi vida. Y, además, no tiene ni idea de informática.

John Lawrence la miró, enarcando las cejas. Nina sonrió.

Me levanté. Hice una mueca de dolor. Cuando estoy sentado durante mucho tiempo, al levantarme se me ha dormido invariablemente el pie y luego me duele. Es un latigazo repentino.

Nina me miró con cierta preocupación maternal y se llevó el pulgar derecho a la boca.

Me di la vuelta y me apoyé en la mesa.

– Vamos a ver si por lo menos yo me entero de algo, Nina. Un ordenador es un aparato que, debidamente instruido por el hombre, hace operaciones a mucha mayor velocidad que cualquier ser humano, tiene una memoria monstruosa metida en unas cintas y cuando le pides un dato, te lo da.

– Correcto.

– Por eso se le llama un cerebro electrónico. Nina Mahler asintió.

– Sí, señor.

– Y, además, los ordenadores de la última generación -añadí con la satisfacción de conocer el nombre que se les da-son capaces de pensar…

– No, amor. La capacidad de pensamiento y de decisión presupone capacidad de reflexión ética, instinto, emociones… sentimientos, vamos. Y eso no lo tienen los ordenadores. Los ordenadores no hacen más que reproducir a gran velocidad los datos que tienen archivados en sus memorias y no son capaces de superar las instrucciones que se les han dado. Para pensar por su cuenta, tendrían que tomar decisiones independientes a partir de las instrucciones. Y eso no puede ocurrir.

– Vaya -dije, y me rasqué la barbilla. Me senté nuevamente en uno de los sillones y saqué un cigarrillo.

– No fumes más, anda -me dijo Nina.

No hice ni caso y encendí el cigarrillo. La primera bocanada me entró en los pulmones como un volcán y me provocó un ataque de tos. Nina levantó los ojos al cielo. Estornudé ruidosamente.

– Pareces una caja de ruidos, Chris.

– Vamos a… -carraspeé.-Vamos a ver…

– Lo que quieres saber es por qué un ordenador puede darte la opción que debes seguir en un momento determinado.

– Exacto.

– Eso no es pensar, mi vida. Eso es un cálculo de probabilidades. Y tú eres quien ha introducido los datos para que el cerebro sopese las probabilidades. En otras palabras, si al cerebro le has dicho que, para tomarte un plato de sopa, puedes utilizar una cuchara, un tenedor o un cuchillo o puedes sorber, al mismo tiempo le has indicado cuáles son las ventajas y desventajas, en determinadas condiciones, de utilizar uno u otro procedimiento, dependiendo de lo caliente que está la sopa, de lo líquida que es, de la prisa que tienes o de la cantidad que, en cada momento, te quieres llevar a la boca. Si le preguntas su opinión, te dirá lo que, considerando las circunstancias, es más eficaz para el consumo óptimo de la sopa.

– ¡Qué horror!

– Así es la vida. Pero las máquinas, son máquinas. Más o menos sofisticadas, pero con limitaciones. Es nuestra única esperanza como seres humanos. Imagínate lo que sería si un montón de chatarra, que no siente ni frío ni calor, pudiera objetivamente empezar a tomar decisiones más allá de nuestra voluntad, aplicando la lógica más pura. Acabaríamos teniendo un mundo sin subnormales, sin tontos cariñosos, sin frío, sin moscas, sin locura. ¿Te imaginas? La locura sería inmediatamente eliminada. Dios nos libre…

– Estoy seguro de que la filosofía es buena consejera -dijo John Lawrence desde el otro lado de la mesa. Nina le miró como si le viera por primera vez -. Pero creo que os estáis apartando del problema.

– John, John. ¿Cómo quieres que le explique a este portorriqueño tercermundista los matices de la técnica, si no se entera primero de lo que es la vida?

– Déjate de historias, Nina, y sigue.

– Como decía el bueno de Gardner, el ordenador de nuestros primos de enfrente es más bien un monstruoso archivo. Lo tiene absolutamente todo dentro. Evidentemente, la mayor parte de los datos es secreta. Una porción importante, muy secreta. Y un porcentaje pequeño, tan reservado que, probablemente, no tienen acceso a él más que el presidente, el director de la CÍA y me imagino que Gardner.

– Un momento, un momento -dije, levantando una mano-. ¿No puede un experto robar los datos?

Nina hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Los operadores y programadores son, en primer lugar, de absoluta garantía. Ellos son los que introducen los datos. Pero, además, ninguno de ellos introduce todos los datos de un asunto; se los reparten por trozos probablemente ininteligibles. Y, por añadidura, para tener acceso al ordenador, tienen que inscribir primero su propia clave, que queda grabada para que haya constancia de quién usa el cerebro en cada momento. Y, además, tienen que conocer la contraseña de cada eslabón del programa. Y, además, nunca están solos cuando trabajan. Y, además, si quieren hacer una perrería, como poner una instrucción espúrea… qué sé yo… derivar una línea hacia otro ordenador… algo así, el monstruo avisa, echa humo, grita, da calambre. En fin, se pone como una tigresa en celo.

– Bueno, pero alguien tiene que pedirle a la máquina que imprima un papelito para que lo vea el presidente -dije con lógica aplastante.

– Hombre, el propio presidente. O el director de la CÍA. O Gardner. -Nina se quedó pensativa y, al cabo de un momento, se puso a sonreír-. Fíjate si Gardner fuera un espía ruso. Tendría su gracia. No, Chris, amor, no necesitan a nadie. Tienen su propia pantalla…

– Gardner, no -dijo John Lawrence.

– Bueno, Gardner no. Los otros dos, probablemente utilizan una clave especial que les facilita el acceso a toda la información que quieran…

– Nina, me voy a poner pesado -interrumpí-. Alguien tiene que programar la clave y meterla en el ordenador.

– No. Eso es fácil. El programador lleva el programa hasta el momento en que es preciso introducir una clave final. Luego, se sienta a la máquina el director de la CÍA, pongamos por caso, e instruido de cómo hay que hacerlo, pone su tontería personal. Qué sé yo… algo así como: ABC 32 cuá cuá 3 mamá. A partir de ese momento, se pueden meter datos, pero como el operador no sepa decir ABC 32 cuá cuá 3 mamá, nunca será capaz de volverlos a leer.

Levanté la mano, riendo.

– Está bien, está bien, Nina. Me lo creo. Y, ahora, ¿qué?

– Bueno, ahora, vas a tener que averiguar por qué nuestros primitos sospechan que algo está mal. Y te van a tener que explicar cómo ha podido ocurrir. Por tanto, el cómo es importante -añadió con una sonrisa dirigida a John Lawrence -. Una vez más, nuestro ilustre jefe ha dicho una tontería. -Apoyando las manos en la mesa, se levantó pesadamente y el esfuerzo la hizo jadear.-Vámonos… amor. Aquí no hay nada más que hacer. John… -añadió con la respiración entrecortada, a modo de saludo.

Volvimos lentamente hacia su cubículo. Saqué el pañuelo de mi bolsillo y me soné.

– Puah. Estoy fatal. Se me va a caer la nariz. Odio Washington.

– Lo mejor que puedes hacer, bellezo, es darte una sauna, a ver si se te despejan las meninges. Si no, el hombre más varonil de los Estados Unidos no va a estar en forma para propinarle su famosa sonrisa a Meryl Hathaway.

– Me daré una sauna -contesté, ignorando deliberadamente la pequeña puntada de celos que se adivinaba en la voz de Nina. Es lo menos que se puede esperar de ella-. No sé si voy a poder aguantar a los dos directores juntos.

– ¿Quieres un consejo, amor?

– No.

– Trátalos como si fueran un par de tarántulas. Sólo desconfiando de ellos y no creyéndote sus mentiras llegaremos a desentrañar la madeja y a resolver la operación cordón sanitario.

– ¿Cordón qué?

– Sanitario, amor, sanitario -contestó, sentándose nuevamente detrás de su mesa -. Se trata de proteger la información de los Estados Unidos de infecciones exteriores, ¿no? Cordón sanitario -concluyó, haciendo una seca afirmación con la cabeza, como si prestara solemnidad definitiva a un asunto de Estado.

Dejé el bastón en una esquina de la habitación y me senté en el borde de su mesa de trabajo, apoyando una nalga sobre ella y dejando que mi pie malo descansara en el suelo. Me dolía más que de costumbre. Algo debió notárseme en la cara porque Nina me volvió a mirar con preocupación. Pero no dijo nada. Me conocía demasiado bien y sabía que hacerme observaciones de tipo maternal podía ser peligroso.

Cuando las piernas y la velocidad son un instrumento fundamental de trabajo, sienta muy mal quedarse cojo. Para dedicarse a sacar fotos en un campo de batalla o corriendo en una manifestación, es preciso poder moverse deprisa y con agilidad. Puedo garantizarlo. Por eso ya no saco fotos bélicas, y todas esas cosas románticas que se dicen sobre la resignación de hombría y sobre el sacrificio silencioso son, en mi caso, cantos celestiales. Además, mi cojera ofende a mi sentido de la estética y de la armonía. Toda mi vida, pelo largo o no, blue jeans o no, he cuidado de mi cuerpo de forma puntillosa, tan inmaculadamente como de mi cocina. Pues, para haberme propuesto cuidarlo de esa manera, el resultado ha sido bastante catastrófico. Pero no hay que hacerme mucho caso; a veces me desborda la amargura.

Tenía una larga cuenta que saldar con Pedro. El día en que perdí cuatro dedos de mi pie derecho hacía un calor espantoso. Era a finales de abril. La ligereza de la primavera del desierto se había fundido ya en la calina oprimente del interminable verano. Ya temblaba la luz blanquísima en el horizonte y, sobre las rocas, se habían agostado los matorrales. No quedaba más que polvo y sequedad. La alfombra de flores moradas con que se recubre el desierto en febrero y marzo se había vuelto marrón y estéril. Lo que, hacía apenas unos días, eran charcas de agua de lluvia remansada en las que bebían mulas y camellos, se había convertido en arañazos agrietados de color ocre. Sólo aquí y allá aparecían puntos más oscuros en donde la tierra estaba aún húmeda.

Nuestro campamento estaba establecido al pie de unas quebradas en el wadi Ramm, al sur de Jordania, cerca de Aqaba. Es, en verdad, un espectáculo sobrecogedor, vasto e infinitamente silencioso. Comprendo bien a Lawrence de Arabia, que, cuando pasó por allí durante la primera guerra mundial hostigando a los turcos, se quedó mudo e impresionado durante días. "Nuestra pequeña caravana estaba avergonzada y silenciosa -escribió-, asustada y tímida de exhibir su pequeñez en presencia de tan gigantescos macizos." Colinas, rocas, estribaciones torturadas y wadis estallan de repente, emergiendo de la arena polvorienta y casi negra. Y, hasta donde alcanza la vista, se divisan montes retorcidos, de color miel donde les ilumina el sol y marrón oscuro cuando les inunda la sombra. Son cadenas de piedra, casi sólo intuidas en la lontananza, que van a morir hacia el tajo del Rift Valley y la frontera con Israel. Es, ciertamente, el paisaje más inhóspito que he visto en mi vida. Dios sabe lo que lo odio. También es verdad que se trata del lugar mejor protegido y más aislado del mundo, y que es el paraje idóneo para montar un campamento terrorista. Además, está lo suficientemente cerca de Israel como para organizar rápidos golpes de mano y retirarse a toda velocidad, antes de que las patrullas judías puedan reaccionar.

Era años después de que ocurriera el septiembre negro. Ocho o nueve después de que se armara la terrible matanza; las guerrillas palestinas volvían a moverse con libertad en Jordania. Entonces ya no nos protegíamos de los jordanos, sino de los judíos, que eran capaces de perseguirnos hasta muchos quilómetros en el interior del país.

Mohammed, sin embargo, había establecido su base de operaciones con extremo cuidado, en un lugar casi inaccesible y tan recóndito que resultaba imposible de detectar desde el aire. Nuestras tiendas, trenzadas de pelo de camello, se fundían en la naturaleza tan perfectamente que el campamento pasaba inadvertido a cien metros. El fuego sólo se encendía al atardecer, cuando el humo podía confundirse con la neblina; en las noches de mucho frío, encendíamos los braseros dentro de las tiendas y tapábamos las brasas con material aislante para que no se viera el rescoldo desde lo alto. Pasábamos semanas sin lavarnos. Alguna vez, Marta y yo conseguíamos escaparnos a Aqaba, con la excusa de que tenía que mandar mis películas a mis agentes en los Estados Unidos. Solíamos quedarnos tres o cuatro días en el hotel Coral Beach, inmersos en un lujo que nos parecía inimaginable, bañándonos interminablemente en el mar Rojo, haciendo el amor voluptuosamente bajo las palmeras y a la luz de las estrellas. Muy de vez en cuando, Mohammed, Pedro, Dennis, Marta y yo subíamos al Lawrence's Well, arriba en la montaña, a llenar nuestras grandes pieles de camello con agua del manantial. Pero eran excursiones arriesgadas, en las que siempre existía el peligro de toparse con una patrulla jordana de las que pernoctaban en el fortín de Beau Geste. Todo muy romántico. Perfectamente espantoso.

La noche anterior habíamos cruzado la frontera, hacia el norte de Elat, con la intención de volar unos depósitos de municiones que sabíamos había al otro lado de la ciudad. Mohammed conducía el Land Rover que iba delante. Yo iba inmediatamente detrás en el viejo jeep, con Pedro sentado a mi lado. Rodábamos sin luces y ya bastante despacio, porque nos estábamos acercando al wadi. En los semblantes de los compañeros, diez eran, que venían con nosotros se notaba perfectamente la tensión que precede a una acción guerrillera; las caras jóvenes, barbilampiñas, siempre adornadas de bigotes, por ralos y raquíticos que fueran, estaban tirantes, con los ojos muy abiertos, como los de los caballos asustados. Movían las manos constantemente, acariciando los cañones de sus metralletas, tocando los gatillos con dedos nerviosos. Como siempre, nos proponíamos atravesar el riachuelo por la revuelta de Ichlan, el único punto que sabíamos estaba sin vigilancia. Al otro lado del riachuelo había una colina escarpada de imposible acceso; los israelíes nunca la vigilaban, y nosotros habíamos encontrado este viejo y casi reseco wadi que la atravesaba como un túnel escondido entre matorrales y sombras. Hacía semanas que yo le decía a Mohammed que aquel lugar ya no era seguro y que algún día nos pillarían. Pero en esta ocasión no se trataba de pegar tiros suicidas, sino solamente de colocar unos explosivos; diez quilos de plástico a los que Dennis ya había puesto las espoletas. Una marcha nocturna larga y un trabajo sencillo. Los israelíes se preocupaban más del Golán y de la frontera con el Líbano que del flanco sur: en el sector de Elat no tenían más que reservistas.

Esta vez nos estaban esperando. Nos cazaron como a palomas, cuando vadeábamos el centro del wadi.

A mí me salvó que me cayera encima, con la cabeza atravesada por un balazo, uno de los muchachos más jóvenes que había en el grupo. Ibrahim se llamaba; se había unido a nosotros hacía apenas unos días y éste era su bautismo de fuego. Recuerdo bien que, en el resplandor de la noche, distinguí perfectamente el orificio que le había hecho la bala. Un agujero negro y redondo donde había estado el lagrimal. Toda la parte de atrás del cráneo se había desintegrado y sobre mi camisa escurría una masa sanguinolenta y viscosa. Mohammed tiró de mí." ¡Vamos, Chris, vamos!" Toda la espantosa escena quedará grabada para siempre en mi memoria: había cadáveres por todos sitios, unos flotando boca abajo en el agua estancada, otros enganchados a los matorrales de la orilla. Sobre la arena, quejándose suavemente con sollozos entrecortados, se desangraba un pobre chico, apenas adolescente, que la noche antes mostraba orgullosamente su primer rifle mientras miraba con adoración a Marta.

Nos arrastramos penosamente hasta los matorrales y, a gatas, llegamos a los camiones. Nos pusimos a conducir como locos hacia el campamento. Mientras yo guiaba sin decir palabra, con el estómago aún revuelto de asco y rabia, Pedro, a mi lado, me miraba en silencio y en sus rasgos latinos no había ni un atisbo de la jocosidad, algo amenazante, que era usual en él, incluso en los momentos de mayor peligro. Con estos latinoamericanos nunca se sabe si la risa de un instante va a estallar en la violencia irracional del siguiente. Yo creo que tenemos algo genéticamente desarreglado y que no nos funcionan bien las neuronas.

Tardamos algo más de dos horas en llegar al campamento, saltando por encima de las matas, utilizando la vieja pista de las caravanas de camellos. A la luz de los faros, el horizonte que nos rodeaba parecía convertirse en una gigantesca muralla de árboles y fantasmas espesos; de no haber sabido que no había nada a nuestro alrededor que no fuera la inmensa llanura desértica y que sólo al fondo, a lo lejos, se levantaban las escarpadas rocas del wadi Ramm, habría podido pensarse que viajábamos por un pasillo estrecho y ominoso.

Al llegar al campamento, nos detuvimos, frenando violentamente, y resbalando sobre la superficie polvorienta. Mientras se posaba nuevamente la arena que habían levantado nuestras ruedas, Mohammed y yo apagamos nuestros respectivos motores. Me quedé sentado frente al volante con las dos manos apoyadas en él; tenía la piel cubierta de barro y sangre. Durante un buen rato, el único ruido que se oyó en la noche estrellada fue el chasquido metálico de los motores enfriándose.

Suspiré profundamente y levanté la vista. Allí, en el umbral de la tienda, con la angustia haciéndole cruzar las manos sobre el pecho, estaba Marta, silenciosa y asustada, mirándonos. Lentamente, saqué las piernas del jeep y me incorporé. Marta se acercó corriendo y se refugió en mis brazos. No sabía yo que empezaba nuestra última noche juntos y que, apenas unas horas después, la vida me privaría para siempre de su consuelo, de la vitalidad inagotable de su piel. A lo mejor, un día me acostumbraré a su muerte. Pero lo que nunca le perdonaré a Pedro es que me impidiera atesorar el recuerdo de Marta, que no me avisara de que nunca más podría besar sus pechos y anudar su vientre, de que no podría grabar su risa y su mirada en mi memoria. Pedro dejó que el consuelo de aquella noche fuera rutina y no excepción final.

Cuando me desperté, me dolían los brazos y los tobillos. Por unos segundos no acerté a comprender la razón de esta incomodidad. Me di la vuelta trabajosamente para buscar a Marta, pero no estaba a mi lado. Era, evidentemente, muy temprano: empezaba a clarear difusamente y, en el aire limpio de la madrugada, los objetos apenas si tomaban fijeza poco a poco.

Intenté moverme y traer mis brazos hacia adelante para mirarme las muñecas. No pude. Me miré los pies. Los llevaba desnudos. Vi que los tobillos estaban atados con alambre y me di cuenta de que también me habían sujetado las manos. Levanté la mirada.

– Se acaba de despertar el espía -dijo Pedro-. Hola, espía.

No contesté.

Detrás de Pedro apareció la figura rechoncha de Dennis, con su eterna mirada de sorpresa.

– Mira, Dennis -dijo Pedro con una sonrisa-. Nuestro buen hermano se acaba de despertar y se siente incómodo.

Pedro me miraba como si faltara algo; imagino que esperaba alguna explosión por mi parte o un síntoma de miedo, qué sé yo.

– ¿Qué broma es ésta? -pregunté.

– Ninguna broma, ninguna broma. Por fin hemos cogido al traidor. -Se acercó a mí y se puso en cuclillas -. ¿Eh, traidor?

– No digas tonterías, Pedro, y suéltame.

– No, mi amigo. No te voy a soltar hasta que me cuentes por qué nos has traicionado… Hasta que me digas cómo se siente uno siendo responsable de la muerte de tanta gente. -Alargó la mano y me agarró del pelo. Tiró de mi cabeza hacia arriba. En su cara, la sonrisa se hizo más ancha y, de repente, se convirtió en una mueca de ferocidad -. No tienes miedo, ¿eh?

Me pareció ocioso explicarle el miedo que tenía y guardé silencio. Con un gesto de impaciencia, Pedro soltó mi cabellera y, con el mismo movimiento, me dio un fuerte golpe en la boca con la mano abierta. Supongo que me reventó el labio porque en seguida noté el sabor dulzón de la sangre sobre la lengua. El corazón me latía muy deprisa y me pareció que él lo iba a notar. Me di cuenta de que si averiguaba el terror que yo sentía, las cosas iban a ir mucho peor.

Ahora, la claridad dentro de la tienda era total. Dennis me miraba desde el otro lado del brasero y en sus ojos había una súplica que yo no acertaba a comprender.

Algo había ido terriblemente mal. Me parecía imposible que Pedro hubiera averiguado que, efectivamente, yo era un espía. Supuse que la noche anterior, volviendo hacia el campamento, lo había decidido. Pero, ¿cómo?

Me pasé la lengua por el labio. Miré a Dennis, que seguía inmóvil sin decir nada. Pedro se puso nuevamente de pie y dio dos pasos hacia atrás.

– Bueno, bueno -dijo, y por primera vez noté que en la mano derecha llevaba el machete que, como para todo buen centroamericano, era su compañero permanente.

Garantizo que un machete, afilado como una hoja de afeitar, en manos de quien está evidentemente animado por las peores intenciones respecto del prisionero inmovilizado a sus pies, es un instrumento singularmente amenazador.

Pedro notó que lo miraba y, sonriendo, lo alzó a la altura de mis ojos.

– Mi machete, Chris. Me parece que hoy lo vamos a utilizar, ¿eh?

No dije nada.

– Te ha comido la lengua un pajarito, ¿eh? -Repentinamente se puso serio. En sus ojos apareció un fulgor extraño y salvaje, como el que brilla en los ojos de las alimañas o de las fieras solitarias cuando son sorprendidas en la noche por la luz de los faros. Empecé a preocuparme seriamente por mi suerte. -¿Quién eres, Christopher Rodríguez?

Silencio.

Muy despacio, Pedro se inclinó sobre mi pie derecho y apoyó el filo del machete sobre el dedo meñique. Cerré los ojos porque sabía lo que iba a pasar. Noté perfectamente cómo se reventaba la piel del dedo. Fue un dolor caliente y agudo. Tragué saliva e intenté convencerme de que el dolor no era peor que el de los mil cortes y caídas que sufre uno al cabo de una vida.

– ¿Quién eres? Le miré a los ojos.

Pedro alzó el machete unos centímetros y lo dejó caer sobre el meñique. Confieso que no me dolió más que el primer corte. Miré hacia mi pie, y a su lado estaba, como un gusano obsceno y retorcido, el pequeño dedo. Sentí que me invadía la náusea. De la herida brotaba mucha sangre. Me parecía imposible que fuera mía. Me mareé y apoyé la cabeza contra el suelo.

– Dennis -dijo Pedro.

Con cara asustada y pálida, Dennis se acercó, sacó un pañuelo del bolsillo, se puso de rodillas y me lo aplicó al pie. Noté un tremendo latigazo de dolor.

– Voy a buscar el botiquín -dijo Dennis, intentando levantarse trabajosamente. Ya entonces era regordete y poco ágil.

– No te muevas. Para lo que le va a servir… Lo que no quiero es que se me desangre antes de cantar todo lo que tiene que cantar… Dime, Chris, ahora sí que me lo vas a decir, ¿eh? ¿Quién eres?

El más valiente de los Rodríguez no habla por un quítame allá ese dedo. Con un poco de suerte, Pedro no se daría cuenta de que el más valiente de los Rodríguez estaba dispuesto a hablar en cuanto le acercaran otra vez el machete al pie. Apreté los dientes, pero no por valentía, sino para que no se me notara cuánto me temblaba la mandíbula. De todos modos, la historia que pudiera contarle era tan sencilla que no tenía mayor misterio. Creo que, en ese instante, me di cuenta de que no quería contársela por no ver que se cumplía la horrible sospecha de que no le interesaba nada y que lo único que quería era matarme despacio. Lo importante no era lo que yo sabía, sino mi traición.

– ¡Mohammed! -gritó, girando la cabeza hacia el exterior de la tienda.

Al instante apareció Mohammed. A su lado, traía a Marta, casi arrastrándola por un brazo doblado por detrás de la espalda. Me dio un vuelco el corazón. Estaba pálida, con ojos despavoridos, como los de una gacela asustada. Inclinó la cabeza hacia Dennis que, sin volverse, escondía de su vista mi maltrecho pie. Se cruzaron nuestras miradas y me pareció que, en ese instante, nos dijimos todo el caudal de cosas que nos faltaba por decir; todo lo que cabía en una vida.

– Me llamo, efectivamente, Christopher Rodríguez. -Tragué saliva -. Eso no tiene misterio. Trabajo para una organización norteamericana…

– ¿La CÍA?

– La CÍA.

Hasta esa pequeña mentira me pareció una traición a Marta. Los viejos hábitos, sin embargo, mueren mal. Cuando quise decir la verdad, me di cuenta de que se habría complicado aún más nuestra situación y me callé.

– ¿Por qué viniste aquí?

– Era fácil. Con la excusa de ser un reportero gráfico, tenía el encargo de infiltrarme en una de las guerrillas palestinas, observar su proceder, ver cuál era su cadena de mando, cómo comunicaban con sus jefes… -Miré a Marta-. Pedro, te juro que lo que te voy a decir es verdad. No tengo por qué mentir. Marta no sabe nada de todo esto. Nunca lo supo…

Pedro se encogió de hombros.

Mohammed, con su mal inglés, seguía esta conversación con dificultad. Sin embargo, debió notar que el ambiente se había relajado un tanto y soltó a Marta. Al notarse libre, vino corriendo hacia mí, se arrodilló al lado de mi cabeza, me la cogió con ambas manos y se la colocó sobre las rodillas. Miró hacia Dennis y, al ver lo que estaba tapando, se llevó una mano a la boca y empalideció aún más. Levanté la vista hacia ella e intenté sonreír. No me debió salir demasiado bien.

– Y, de paso, te dedicaste a informar de nuestros movimientos… ¿Con qué te voy a pagar a ti tanta muerte?

Intenté mover las manos.

– Nunca delaté a nuestra gente. Nunca dije dónde íbamos a estar… entre otras cosas -añadí, sonriendo penosamente-, porque me iba en ello mi propia vida. En una batalla de noche, todos los gatos son pardos. Lo que sí hacía era dar información para que fueran desactivadas bombas, protegidas poblaciones civiles… cosas así.

– ¿Cómo dabas esa información?

– De dos maneras. A un portero del Coral Beach en Aqaba y, a veces, dejando una nota en el jeep cuando lo escondíamos en el wadi en Ichlan, antes de cruzar a pie.

– ¿Cómo sabían dónde buscarlo?

– Era fácil, Pedro. Más o menos, sabíamos qué acciones íbamos a hacer en el mes y cuáles requerían que fuéramos por el wadi. Nuestra llegada era fácil de vigilar.

Me moví con incomodidad. En el pie notaba un latido sordo y constante que me dolía cada vez más.

– Igual que anoche, ¿eh? -Me miró con odio y eso era peligroso.

Intenté cambiar de tema.

– No. Lo más importante era explicar a mis amos cómo funcionaban los canales de información entre grupos.

Y esa información acababa yo de completarla hacía unos días. Me entró una terrible amargura: de no haber estado atado y con un dedo menos en el pie derecho, en ese momento habría estado en el jeep con Marta a mi lado, conduciendo a toda velocidad hacia Aqaba en el último viaje que pensaba hacer: esa misma tarde íbamos a tomar un avión hacia Ammán y otro hasta Roma. Cosas de la fatalidad. Cuántas veces lo habíamos hablado Marta y yo, arrebujados en la manta, protegiéndonos del frío. Si todo hubiera salido bien, además, en este momento Pedro habría estado muerto.

– ¿Cómo se llama tu contacto en Aqaba? Ese que es portero en el Coral Beach.

– Staines. Larry Staines.

Staines era mayorcito y sabría defenderse solo. No creo que nadie le haya pillado nunca desprevenido. Sospecha hasta de su sombra. Cuando le volví a ver, meses después, me miró el bastón, asumió mi cojera, chasqueó la lengua sobre su palillo y no dijo nada. Nunca me lo ha reprochado.

– ¿Y anoche?

Anoche no habíamos salido con vida más que Pedro, Mohammed y yo.

– No lo sé, Pedro. No sé por qué nos atacaron los israelíes… -Lo cierto era que lo suponía y Pedro iba a tardar dos segundos en imaginarlo.

– ¡Yo sí lo sé! -dijo, agitándose repentinamente-. Han decidido acabar con nosotros porque hemos dejado de ser una fuente interesante de información. -Me miró durante un largo rato. Luego se volvió hacia Mohammed y dijo-: Recoge las cuatro cosas más urgentes, móntate en el Land Rover con Chris y Dennis y vete hacia el este, pasado el Lawrence's Well. Como diez quilómetros más allá hay un pozo. ¿Lo recuerdas? -Mohammed afirmó con la cabeza -. Espérame allí. -Me miró nuevamente-. Este pajarito tiene mucho que cantar todavía. Vamos a visitar al señor Staines.

Se acercó a nosotros y, con sorprendente dulzura, extendió la mano izquierda a Marta. En la derecha aún llevaba el machete. Marta me apretó la cara con las dos manos y me besó la frente. Se levantó. En ese momento comprendí que pensaba intentar matar a Pedro. Hice un gesto desesperadamente negativo con la cabeza. Sonrió.

– No me olvides, portorriqueño -dijo Pedro y, con un rapidísimo movimiento, levantó el machete.

En la milésima de segundo, antes de que cayera, tuve el reflejo de encoger las piernas. El gesto me salvó el pie. Aunque Pedro en el último instante corrigió la dirección del corte, el machete sólo alcanzó tres dedos de mi pie derecho. Lo último que recuerdo, antes de perder el conocimiento, fue ver a Marta cayendo al suelo desmayada.

No sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento. Cuando lo recobré, Dennis me estaba haciendo una cura. Siempre ha sido muy hábil con las manos. Es, además, un excelente médico. En lo que a mí concierne, el mejor. Meses después, me explicó que me había tenido que cauterizar la herida con una brasa.

En ese momento, Mohammed entró en la tienda.

– Vámonos, mujerzuela -le dijo a Dennis.

Éste, sin pronunciar palabra, metió la mano en su botiquín y extrajo de él una enorme pistola. Se volvió hacia Mohammed y le apuntó. El disparo sonó como un cañonazo y vi a Mohammed literalmente volando hacia atrás; tenía un tremendo boquete en el pecho y, en el rostro, una expresión de sorpresa y terror. Teniendo en cuenta cómo maltrataba a Dennis, no me sorprendió que éste le matara.

Se volvió hacia mí. Por la cara le rodaban dos enormes lágrimas y, en ese instante, comprendí lo que debe ser estar enamorado y sentirse envilecido al mismo tiempo. Cuando vio que le estaba mirando, alargó la mano y, dejando la pistola en el suelo, rebuscó en su gran botiquín. Extrajo una jeringuilla y una ampolla de morfina. Rellenó la jeringuilla con el líquido y, sin más miramiento, me pinchó en el muslo.

Hacía un calor espantoso.