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CAPITULO III

– Nina -dije, mientras ella rearreglaba por enésima vez los papeles que había sacado de los cajones de su escritorio-. ¿Qué sabes tú que yo no sepa?

Levantó las cejas con aire de absoluta inocencia.

– ¿Yo?

– Sí, tú. ¿Por qué te da tan mala espina todo esto?

– Francamente, Chris -dijo, abriendo las manos -, no tengo ni idea. No lo sé. De este asunto, sé tanto como tú. Lo único que me pasa es que me escama ver a nuestros amados jefes tan nerviosos, tan… qué sé yo… tensos. ¡Bah! -añadió, encogiéndose de hombros-da igual. Tú piensa en tus computadores y en la alta política. -Las circunvoluciones mentales de Nina Mahler son extraordinarias: con total ligereza, había acabado averiguando todo lo que se pudiera saber sobre la operación, aparentando absoluta inocencia. La conozco demasiado bien y a mí ya no me engaña-. Vete a darte la sauna, cena con nuestros nobles proceres y mañana hablamos.

– ¿Mañana, sábado? Ni hablar, Nina. Si de algo me ha valido obtener mi independencia ha sido para no trabajar los fines de semana, órdenes de mi médico.

– ¿Qué tal está Dennis?

– Bien, bien. Trabaja mucho. Pero no los fines de semana. Los bloody marys de Dennis se han hecho justamente famosos. Nada como un tratamiento de vodka para el catarro. -Me bajé de la mesa y cogí mi bastón-. Hasta el lunes, preciosa.

– Cuidado con los lobos del bosque.

Cerré cuidadosamente la puerta. Eran las doce menos tres minutos del viernes 12 de febrero de 1982. Lo digo, porque, si cualquiera puede acordarse de un horizonte tan cercano aunque generalmente olvide los detalles minuciosos del minuto a minuto, yo, por el contrario, recuerdo aquel día hasta en sus más mínimos incidentes. Y no es que pasara nada especial; es que se iniciaba el tremendo lío en que ha acabado todo esto y mi cerebro parece haber querido grabármelo en la memoria para que yo no olvide las tonterías que es capaz de hacer un hombre hecho y derecho.

Salí del edificio de Pennsylvania Avenue y, nada más pisar la acera, tuve que arrebujarme en mi abrigo. Hacía un frío espantoso. Me ardía la garganta y tenía la nariz completamente bloqueada. A Washington, en invierno, se le pone una capa de hielo encima de las aceras y no la pierde hasta bien entrado el mes de abril. Las avenidas anchas y cubiertas de árboles se visten de un gris sucio y plomizo y a la ciudad le invade un aire provinciano. Los grandes edificios de alrededor de la Casa Blanca, que ya son feos de por sí, se vuelven lúgubres, casi amenazantes, con sus columnas negruzcas y sus ventanas sucias. Tan acogedores como el castillo del conde Drácula. Hasta Georgetown, con sus calles umbrosas bordeadas de mil casitas llenas de armonía, pierde su estilo próspero y toma un aire tristón y mortecino. Me encanta Washington, pero también es verdad que Washington podría estimular mi cariño siendo un poco más acogedor.

Tomé un taxi hasta el Club de Prensa. Por fuera, ahora, está recubierto de andamios y lonas y, por dentro, en los pasillos y vestíbulos hay cascotes por doquier y el polvo lo invade todo. La junta directiva ha decidido remozar el edificio y lo está dejando hecho una pena. Tomé el ascensor y bajé al sótano. La gran virtud del Club de Prensa está en su sótano: hay allí un excelente gimnasio, unas canchas de squash y una sauna, que es el remedio prescrito por Nina Mahler para los catarros.

– Hola, Smitty -dije.

– ¡Señor Rodríguez! Pero, ¿cómo dice que le va?

Soy grande, pero Smitty me saca casi un palmo de estatura. Cada bíceps suyo es como un muslo mío y sus manos son el terror de los que pacientemente tenemos que aguantar sus masajes. Smitty es un negrazo gigantesco; pudo llegar a ser campeón de los pesos pesados pero se quedó corto porque su entrenador amañó un combate y le dejó en la estacada. Pobre Smitty. Todavía no comprende bien lo que pasó.

– Tiene usted la nariz como un tomate. Me parece, en verdad lo digo, que está usted acatarrado, sí, señor, y en esos casos, no hay nada como la receta de papá Smitty: una sauna y un buen masaje, sí, señor. -Y se frotaba las manos, pensando, seguro, en la paliza que me iba a dar. -Vamos allá -dije.

Me desnudé. Sobre el asiento había un ejemplar del New York Times del día y lo cogí al pasar. Lo cierto es que hago lo que sea, hasta leer el periódico en la sauna, con tal de no estar un rato solo, pensando en mis cosas. No me gusta pensar en mis cosas, porque se me amontonan recuerdos de Marta, dudas de moral, irritaciones contra la vida en general e insatisfacción con mis baremos éticos.

Entré en la sauna, me senté y me puse a hojear el Times. Los artículos de periódico me aburren porque estereotipan la noticia y la desnudan de su contenido emocional. En cambio, lo que de verdad tiene validez en la labor informativa es la foto. Sólo la fotografía refleja la tragedia de una situación, el humor de un momento, la emoción de un semblante. Por ejemplo, todo el espanto de la guerra del Vietnam quedó grabado, mejor que en un millón de palabras, en la imagen de una niña vietnamita que lloraba mientras corría por un camino y se le caía la piel a tiras por las salpicaduras del napalm; detrás de ella había un soldado norteamericano con su metralleta en la mano y lo verdaderamente importante de la foto: el horror reflejado en su cara. Una foto impresionante que dio la vuelta al mundo y que se llevó el Pulitzer de aquel año. Aún se me revuelve el estómago.

En la página 15 del New York Times, en el último hueco de la izquierda, aparecía una pequeña noticia intitulada "PR Cop Gets Medal" ("Un policía portorriqueño es condecorado"), que decía más o menos así:

"Esta mañana, el teniente de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, Patrick Rodríguez, será condecorado con la medalla de oro de Nueva York por el alcalde Lenn. Rodríguez, un hispano que llegó a la ciudad hace veinte años, entró en la Policía hace dieciséis.

"El martes pasado, el teniente entró solo en una sucursal del New York Savings Bank de la Tercera Avenida, en la que tres pistoleros tenían como rehenes a los empleados del banco y a una veintena de clientes. Es una acción que ha sido calificada de «milagrosa» por el Comisionado de Policía, Rodríguez consiguió desarmar a dos de los pistoleros y matar al tercero.

"¿Comentario del teniente Rodríguez? «Es mi ciudad y estamos aquí para defenderla.»"

Típico de Patrick. Decir una tontería así en los momentos solemnes. Más típico aún: no contárselo al único hermano que tiene en el mundo. Qué le vamos a hacer. Los Rodríguez de San Juán somos así.

Mi madre le puso Patrick para que pareciera más americano. Fue el único de toda la familia que salió con la piel algo blanca.

Con todos los músculos del cuerpo doliéndome después de los amorosos cuidados de Smitty y con una pasajera sensación de mejoría en la nariz, subí a la cafetería del Club de Prensa a comer alguna cosa. Si hay algo seguro en esta vida es que la cafetería del Club de Prensa de Washington nunca obtendrá una estrella culinaria de la Guía Michelin. Me comí media hamburguesa, dejé intactas las patatas fritas y tomé un sorbo de café. Preferí ni mirar las arandelas de cebolla frita. Jurándome, como siempre, que no volvería a comer allí, tomé un taxi y regresé a casa.

– ¿Cuándo te vas a Suiza? -me preguntó Dennis, sin levantar la vista del libro que estaba leyendo. Dennis siempre leía en la cocina. No sé aún si no entraba casi nunca en el salón por no invadir mi aura privada o porque le parecía que había un desorden dantesco.

– ¿Ya estás aquí?

– Tenía poco trabajo, había terminado las rondas y decidí tomarme el fin de semana desde el viernes al mediodía. ¿Cuándo te vas a Suiza?

– Nunca, creo. ¿Qué es una Copa del Mundo de esquí para un fotógrafo deportivo?

– Te ha vuelto a cazar el bienamado Gardner, ¿eh? -Levantó la cabeza y me miró con sorna.

Apreté los labios.

– Cosas de la vida, Dennis, cosas de la vida. -Le expliqué lo que querían de mí Gardner y su gente.

Dio un silbido, igual que Nina había hecho. Ni qué decir tiene que Dennis y Nina Mahler se odiaban a muerte.

– ¿Cordón sanitario dices que se llama? Tampax, más bien. No es que vayas a proteger la santidad de la información, vida; le vas a poner un tampón higiénico. No dejes de tirar de la cadena después.

Di un gruñido. Luego, descolgué el teléfono y llamé a Nueva York.

– ¡Sí! -Un ladrido entrecortado y seco y, al fondo, gritos de niños, puertas que son abiertas y cerradas violentamente, una radio emitiendo estridentes sones latinos.

– ¡Tina! -grité para hacerme oír.

– ¿Quieren bajarme ese radio? ¡Aj, qué niños!

Tina, mi cuñada, es una portorriqueña de rasgos finos y ojos negros, de belleza cálida y voz dulce, cuando no tiene que hacerse oír por encima del jaleo usual de su casa. Cuatro niños alborotadores acaban con la paciencia de cualquiera. Creo que me enamoré de ella antes que mi hermano, viéndola bailar la salsa en un club de la calle 58. Es de esas mujeres que rodean al hombre al que quieren de tal cantidad de calor y hogar, de tal sexualidad, que hay que suspender el juicio y dejarse ir. Demasiado para mí. Además, no me hizo ningún caso: con un instinto absolutamente infalible, fue a por mi hermano. A mí siempre me ha considerado un bohemio medio loco, sin asiento ni estabilidad en la vida.

– ¿Quiénes?

– ¡Tina! Soy yo, Christopher.

– ¡Chris! Pero, ¡Dios mío!, ¿de dónde sales? ¡Qué alegría! ¿Será posible que la oveja descarriada dé señales de vida? -Y rió -. ¿Dónde estás?

Confieso que me encanta su risa.

– En Washington. Y enfadadísimo con vosotros. Me entero por casualidad de que a Patrick le han condecorado hoy y a mí no me decís nada.

– Bueno… -una nota de culpabilidad -, ya sabes cómo es Patrick. Todas estas cosas le parecen tonterías y no le ha dado mayor importancia… Aunque, la verdad, estaba guapísimo y muy orgulloso.

Tina es admirable en muchos sentidos, pero tal vez su mayor virtud sea la de la paciencia resignada. Lleva diez años casada con mi hermano y todas las noches, todas las noches, espera pacientemente la llamada de teléfono que le ha de decir que a Patrick le ha pasado algo. Todavía cuando era un simple policía de uniforme que patrullaba las calles de Manhattan, las probabilidades de que tal cosa ocurriera eran remotas. Pero desde que mi hermano está en la sección de homicidios y se pasea de paisano por los sitios más peligrosos de Nueva York, el estado de ánimo de Tina debe ser de constante angustia. Que yo sepa, sin embargo, nunca se ha quejado.

– Bueno, bueno, bueno. Pero esto hay que celebrarlo. ¿Qué hacéis mañana?

– Nada… -rió nuevamente-. Celebrarlo.

– Bueno, pues prepárame una olla de arroz con pollo y plátanos fritos, que llego en el puente aéreo de las diez.

– ¡Pero qué alegría! Ya verás cuando se entere Patrick. Te esperamos aquí en casa.

– ¿Cómo está mi ahijada?

– Mira, Chris, para qué nos vamos a engañar: tan mala, traviesa y loca como su padrino… y tan guapa.

Solté una carcajada, colgué el teléfono y estornudé aparatosamente.

El resto de la tarde lo pasé entrando y saliendo de mi cuarto oscuro, ordenando las cámaras y los carretes que había sacado para mi viaje a los deportes de invierno. Más tarde, hice unas cuantas llamadas de teléfono para explicar a mis agentes por qué no iba a Suiza. Lo cierto es que, como saben que me muevo mal en la nieve a causa de mi pie, a ninguno le sorprendió demasiado mi reticencia. Es una excusa estupenda.

A las ocho en punto de la noche, impecablemente vestido de smoking, una prenda que odio cordialmente, llamé al timbre de la puerta de la casa de Meryl Hathaway en el barrio de Chevvy Chase.

Creo que hay momentos muy definidos de mi vida…que responden exclusivamente a un sentimiento de reivindicción. Las cenas de Meryl Hathaway, por ejemplo. Supongo que lo hago por mi madre, en recuerdo del bohío del que he salido y para demostrarme a mí mismo lo importante que ha llegado a ser socialmente un pobre portorriqueño que ha triunfado en la vida. Me temo que ese esnobismo momentáneo es uno de los peores rasgos de mi maltrecha personalidad. Y pago caro por ello, porque me aburro como un mono.

Los salones de Meryl Hathaway, la célebre viuda del millonario bostoniano, son en Washington lo que fueron, supongo, en el París del xviii los grandes cenáculos literarios de las mujeres galantes: lugar de reunión de la alta sociedad y de los intelectuales, de artistas y políticos. Nadie que sea invitado a cenar se atreve a no aceptar, y a mí me invitan de vez en cuando porque luzca el enfant terrible de la capital de los Estados Unidos. Cualquier parecido entre un enfant terrible y yo es pura casualidad. Lo único que me pasa es que digo lo que pienso y me resisto cuando puedo a vestir como los demás. Alguna vez, además, me topo con algún personaje que es útil para mi trabajo. No el de fotógrafo, claro, sino el otro.

En esta ocasión, la cena pasó sin pena ni gloria, para mi total aburrimiento. Estaban, en efecto, Gardner y el director de la CÍA; se pasaron toda la noche hablando en tono vagamente misterioso y les hice el menor caso posible. Sólo después del café me acerqué a ellos, poco a poco, yendo de grupo en grupo.

– ¿Qué tal, Rodríguez? -me preguntó el director de la CÍA.

Tenía un aire preocupado y tenso. No me sorprende, considerando el colosal jaleo que tiene armado en Centroamérica; y si a ello se añade que su computador era un colador, me parecía extraordinaria hasta su mera presencia en una cena frívola. Henry Masters es un hombre corpulento y grave, con grandes y agresivas cejas y una mata de pelo blanco que le prestan el aire amenazante de un león suelto en un corral de ovejas. A mí me parece un tipo inteligente y perceptivo, pero hay mucha gente que le discute esas cualidades. Aseguran que sólo un tonto es capaz de meterse en el espantoso atolladero de dirigir a la CÍA por mera amistad con el presidente de los Estados Unidos. A mí, más que tontería, me da la impresión de ser lealtad este sacrificio suyo. Se le nota en la cara.

– ¿Cómo está usted, señor? -dije y, volviéndome hacia mi dilecto jefe, añadí-: Señor Gardner.

– Me dice David que le ha puesto en antecedentes de nuestro pequeño problema. -Sonrió débilmente-. Me he visto obligado a acudir a usted porque me temo que no puedo utilizar a ninguno de mis colaboradores…

– ¿Un topo, señor?

– Bueno, parece inevitable, ¿no? Yo añadiría, sin embargo, que me parece difícil que el origen de esta filtración esté en los operadores de nuestro cerebro electrónico… o, al menos, en ellos exclusivamente. Tiene que haber una manzana podrida en las alturas. -Volvió a sonreír-. ¿Dónde está? ¿Quién es?

– ¿Cómo lo han hecho, señor?

Al oírme decir esto, Gardner dio un bufido.

– Cómo lo han hecho, desde luego. Creo que cuando usted averigüe cómo ha sido hecho, sabrá quién es el que lo ha hecho… humm. Desde luego -afirmó con la cabeza.

– Va usted a pensar que digo tonterías, señor, pero ¿estamos seguros de que ha ocurrido?

Masters me miró largamente con aire de especulación. Al cabo de un buen rato, dijo:

– Yo creo que sí. Me parece que sí. Y si existe una sola posibilidad, quiero que se investigue.

– Muy bien.

Es evidente que estas conversaciones en lugares públicos ponen nervioso a Gardner y que no se da cuenta de que son el método más seguro de garantizarse la discreción. Como Masters, creo firmemente en la virtud de las cosas simples. Pero mi pobre jefe ponía cara de estarse atragantando con el coñac; miraba a derecha e izquierda como si nos fuera a caer encima la hidra soviética.

– Venga a verme el lunes a las ocho de la mañana. Desayunaremos juntos, si es usted capaz de beberse el café que damos en mi oficina. Le enseñaré lo que creo que es la prueba de la filtración y veremos lo que se nos ocurre. ¡Ah, Meryl! Nos tenías francamente abandonados y empezábamos a pensar en quejarnos amargamente a la dirección. -Nuestra anfitriona se había acercado hasta donde estábamos. La cogió por el brazo y se alejó con ella charlando animadamente.

Gardner me miró con irritación. Me encogí de hombros y le sonreí.

Al día siguiente me fui a Nueva York a pasar el fin de semana con mis hermanos.

El shuttle que, desde Washington, vuela hasta el aeropuerto de La Guardia en Nueva York, pasa por delante de Manhattan, yendo ya muy bajo, a la altura de los rascacielos. Durante un par de minutos, el pasajero contempla el panorama que ha sido fotografiado millones de veces; la estatua de la Libertad a la derecha y el Battery, la punta de la isla de Manhattan, a la izquierda, con su racimo de rascacielos desafiando agresivamente al mundo. Cada vez que pienso en las barbaridades que se han hecho en la islita de la Aduana de Nueva York, a la sombra de la estatua de la Libertad, me pongo enfermo. Generaciones de inmigrantes europeos, pobres y asustados, han pasado por el siniestro edificio de la aduana, con la esperanza pintada en el semblante y la desolación marcada en los hombros caídos y en la ropa sucia y desvaída. Un corral donde se selecciona el ganado. ¡Cuánta humillación se ha inflingido en nombre de esta tierra de promisión! Si yo no supiera cuántas promesas contiene en efecto este país y cuántas pueden ser realizadas, creo que no viviría aquí.

Atendiendo a la señal luminosa que, una vez más, me ordenaba apagar el cigarrillo y abrocharme el cinturón (supongo que para que me reconocieran bien cuando los técnicos rebuscaran entre los restos humeantes del avión), dejé de fumar. Odio volar, qué le vamos a hacer. El comandante bajó el tren de aterrizaje y, con el golpazo de las ruedas fijándose en su posición final, se me subió -me pasa en cada vuelo-el estómago a la garganta. Como medio de transporte prefiero mi barco de vela.

Tomamos tierra puntualmente a las diez de la mañana. Con mi saco de viaje al hombro y renqueando como siempre, me bajé del avión y me dirigí a la salida. En la puerta me detuve un momento, mirando brevemente al grupo de taxistas y mozos de equipaje que, a la espera de clientes, tomaban un café humeante comprado por veinticinco centavos en el pequeño bar del vestíbulo. Había pasado muchas horas en aquel mismo lugar hacía años, cuando, con una cámara ganada en una partida de póquer, decidí montarme por mi cuenta. "Christopher Rodríguez, fotógrafo", rezaba una pequeña chapa que llevaba colgada de la solapa de mi cazadora. La máquina era una Hasselblad, sin duda robada, y cuando aprendí a utilizarla, sacaba unas fotos estupendas. Lo único malo era que no las podía revelar en el momento y tenía que convencer a los pasajeros a los que retrataba de que me dieran su dirección y me pagaran contra reembolso. No quiero ni recordar los sustos que di a gente que volvía de fines de semana poco ortodoxos y que pretendía arrebatarme la cámara para proteger su anonimato.

Tantas horas pasé en aquel sitio que algún día tuvo que llegarme la suerte. Una mañana de agosto, estaba apoyado contra una columna cambiando el carrete de la máquina, cuando, al levantar la vista impelido por el estrépito que estaba ocurriendo al otro lado del vestíbulo, vi que se trataba de un atraco contra las oficinas de una de las líneas aéreas. Dos enmascarados, con las piernas abiertas y las manos extendidas en posición de disparo, sujetando unos enormes revólveres, encañonaban a clientes y dependientes, mientras un tercero recogía una bolsa de detrás del mostrador. Luego me enteré de que la bolsa acababa de ser depositada allí para ser trasladada a las oficinas centrales y que contenía la nómina de la agencia de Nueva York para esa semana. Uno de los encargados de la oficina hizo una tontería; pretendió abrir un cajón y sacar una pistola. El pistolero de la derecha varió fraccionalmente la posición de su arma y disparó, volándole literalmente la cabeza al pobre empleado. Todo ocurrió tan rápidamente que los tres forajidos recogieron la bolsa, salieron al aparcamiento del aeropuerto y se montaron en un coche que les esperaba, sin dar tiempo a que la policía reaccionara. Fue cuestión de segundos, pero "Christopher Rodríguez, fotógrafo" sacó una foto de la primera escena, otra de la muerte del empleado, otra de los tres atracadores cuando se volvían hacia mí para salir del vestíbulo (ésta salió algo borrosa porque pensé que me habían visto y me temblaron las piernas) y otras dos del coche arrancando con una portezuela aún abierta y el último ladrón montándose a la carrera. Mi fiel Hasselblad respondió sacando unas fotos, salvo una, de una nitidez completa; lo único que interesó a la Policía fue lo bien que se veía la matrícula del coche. Pero al New York Times le interesó tanto toda la secuencia que me la publicaron íntegra al día siguiente. "Photographs by C. Rodríguez", ponía. Desde entonces, C. Rodríguez ha sido mi marca y me ha traído buena suerte. Con la matrícula del coche, la Policía pudo detener a los ladrones y recuperar el botín intacto. La compañía aérea, Dios los bendiga, me dio diez mil dólares de recompensa. Diez mil. No quiero ni pensar en el dinero que debía haber en la bolsa.

Con los diez mil dólares, hice las tres o cuatro cosas más sensatas que he hecho en mi vida: le compré dos quilos de filetes a mi madre, seis botellas de champán a toda la familia, un equipo completo de fotografía al famoso profesional C. Rodríguez y me matriculé en la Universidad de Columbia, Facultad de Bellas Artes, rama fotografía. A Patrick le di quinientos dólares para que se comprara una moto Harley Davidson de segunda mano con la que se le caía la baba desde hacía un año.

En mi cuarto oscuro aún guardo la Hasselblad. A su lado está la Kónica Reflex T3 y el equipo de lentes que me compré con la recompensa. Ya no las uso, pero no me da el corazón para tirarlas.