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Marta, mi ahijada, tiene nueve años y es la cosa más bonita que he visto en mi vida. Es espigada y morena, tiene la piel tersa y suave y las piernas más largas que darse puedan. Los ojos, enormes, le lucen en la cara como dos carbones y la ingenua sonrisa tiene toda la feminidad de su madre y la travesura supongo que de su tío y padrino.
En cuanto abrió el paquete que contenía el body de raso y los calcetines calentadores para practicar ballet moderno, Marta se colgó de mi cuello y ya no me quiso soltar. No hay nada como el soborno para estimular el amor de los niños. Tina me miraba con aire de reprobación y Patrick con todo el profundo cariño que nos tenemos.
– Bueno, teniente -le dije con una sonrisa-, eres el héroe de Nueva York.
– ¡Bah! Tampoco es para tanto -me contestó, encogiéndose de hombros.
Patrick se parece mucho a mí físicamente; es igual de alto y tiene el mismo cuerpo musculoso y sólido, con mucha fibra estirada y nerviosa. Sus manos son grandes, afiladas y sensibles. Y ahí para nuestro parecido. Creo que la diferencia sustancial entre nosotros es que Patrick carece en absoluto de imaginación. Es más, le parece escandaloso y vagamente desequilibrado andar por la vida dando tumbos, dejándose llevar por la inspiración del momento y encender por el estusiasmo pasajero. Más o menos como Gardner, pero infinitamente más entrañable y menos pomposo. Por eso aprobaba tan solemnemente a Marta cuando vio que se había convertido en mi ancla. Por eso, él, tan duro y despiadado como profesional, lloró como un niño el día en que le dije que Marta había muerto; había en su tristeza mitad dolor y mitad preocupación por mí.
Creo que esa cualidad sólida y llena de sentido común hace de Patrick el mejor policía que conozco. Es como un perro de presa, que no suelta su mordisco hasta haberlo digerido. Y, al mismo tiempo, desconoce el miedo y, sorprendentemente, nunca calcula los riesgos personales que arrostra. Sin Patrick, hubiera sido incapaz de desentrañar toda esta historia de dementes que estoy contando y, sin embargo, mi hermano no es consciente de lo que supuso su ayuda. Para él fue un trabajo más.
Pasamos el día apaciblemente en la casita de Brooklyn Heights, rodeados por los cuatro escandalosos niños, Marta, Christopher, Leticia y Juan, que se agitaban y jugaban sin parar, entrando y saliendo de las habitaciones, deteniéndose un momento a mirar los dibujos animados de la televisión, volviendo a correr de un lado para otro y, en general, ignorando el chorro constante de órdenes que les impartía su madre. La diferencia entre las madres latinas y las anglosajonas es que las primeras gritan mucho y pretenden, sin pretenderlo, asustar e intimidar, educando a su prole más por lo que está prohibido hacer que por lo que resulta positivo y estimulante y lógico. Con todo su griterío, prefiero a la madre clueca y chillona. Me recuerda a la mía que, hasta hace bien poco, me veía y exclamaba: "A este niño le voy a dar un cachete; está usted muy flaco, niño; tómese ahorita mismo un vaso de leche."
Tina nos dio un festín de las cosas que verdaderamente me gustan: ensalada de aguacates, un poco de guacamole con tortillitas de harina de maíz, arroz a la cubana con un montón de plátanos fritos y salsa de tomate, filetes de chancho con papas dulces y, para terminar, dulce de guava hecho por ella. Me temo que bebimos más ron del conveniente. Había llegado yo con dos botellas de añejo y casi nos las liquidamos. Nos quedamos los tres medio adormilados en los sillones, charlando esporádicamente, recordando otros tiempos, riendo alguna broma. Al caer la tarde, mis cuatro sobrinos me obligaron a contarles una de mis aventuras (safaris fotográficos, los llama Tina), en las que ocurren muchas más muertes de las posibles y yo acabo salvando al jefe de la tribu, "¿y a la princesa?", y a su hija la princesa, y me quedan eternamente agradecidos y me hacen hijo adoptivo del clan. Siempre acabo perdiendo los dedos de los pies de la manera más inverosímil posible, y Juan, que es tan pequeño que no recuerda las cosas, pide insistentemente verme el pie derecho.
– ¿Queréis dejar al tío Christopher en paz? Hale, es la hora del baño. ¡Todos arriba!
– ¿Te duele mucho? -me preguntó Patrick.
– Bah, ya sabes. Sobre todo con el frío, me molesta. Pero me olvido de ello la mayor parte del tiempo. Echo de menos, eso sí, la fotografía de guerra, pero no tiene remedio. -Bajé la vista y supongo que mi hermano debió verme un gesto de amargura, porque me puso una mano en la rodilla y la apretó.
– Nunca cazaste al que mató a tu mujer.
– ¿A Pedro? No, nunca… Vamos a dejarlo, ¿eh, Pat?
– Bueno, bueno, lo dejamos. Pero es que nunca quieres hablar de ello, nunca me has contado de verdad lo que pasó y me parece que no te sacarás la hiel de dentro hasta que seas capaz de enfrentarte con ello.
¿Enfrentarme con ello? Lo había hecho mil veces. En la cama del hospital y en mi casa, soñando, delirando o despierto, por la calle o en un avión. Mil veces, Pat, mil veces. Pero la hiel no me saldría de dentro hasta que encontrara a Pedro. Hasta que murió Marta, nunca creí que un hombre fuera capaz de vivir sólo estimulado por el deseo de venganza. Todos los días, cuando estaba en Washington, hacía dos horas de rehabilitación y me entrenaba para aprender a correr y a moverme con agilidad faltándome medio pie. Dennis era absolutamente implacable en estas cosas, y sabía bien que era esencial que recuperara todos mis movimientos para enfrentarme con lo que tenía que hacer. Un día volvería a estar en forma y podría regresar al campo de batalla, se supone que a hacer fotos. Pedro estaba en algún campo de batalla, en alguna revolución, despreciando a los débiles, matando cruelmente, dirigiendo purgas. Y le encontraría.
Levanté la vista. Patrick me miraba con el ceño fruncido. Tina, apagados los ruidos de la casa, estaba quieta en el umbral de la puerta, mirándonos a uno y otro sin decir nada, sabiendo que en medio de aquel salón tan acogedor flotaba el fantasma de Marta.
De repente sonó el teléfono en el vestíbulo, con la estridencia agigantada de lo inesperado. Tina se volvió hacia donde estaba el aparato, diciendo:
– Ya lo cojo yo. ¿Diga?… Sí, aquí es… Sí, sí está. Un momento, que ahora le aviso. ¡Pat! -dijo, alzando la voz -. Es para ti, de la Comisaría. -Y se quedó quieta con el auricular en la mano, esperando a que llegara Patrick.
Éste lo cogió, al tiempo que apretaba cariñosamente la mano de Tina.
– Rodríguez -dijo mi hermano secamente. Escuchó durante un largo rato en silencio y luego añadió-: OK, OK, ahora voy para allá. -Colgó el teléfono.
Estornudé ruidosamente. Pat se asomó a la puerta y me dijo:
– Estás acatarrado. Te vas a tener que cuidar, que hace mucho frío. ¿Quieres ver cómo mueren los ricos?
– Siempre quiero ver cómo mueren los ricos.
– Pues vente conmigo.
– Como volveréis a unas horas imposibles -dijo Tina-, os dejaré algo de cena en la cocina.
– Ni te molestes, amor -contestó Patrick-. Sabes que estas cosas que pasan en sábado, se complican siempre. -Le puso las manos en los hombros y le dio un rápido beso en los labios -. No me esperes, ¿eh? Hasta mañana.
Por lo que a él concernía, mi hermano ya no estaba en casa. Se había puesto la máscara del sabueso y ya husmeaba la presa. Alguien había matado a alguien; un asesino andaba suelto por Nueva York, por el corral del teniente Rodríguez, de Homicidios. Eso no podía ser. Patrick ya no descansaría hasta dar con él. Siempre me he preguntado qué hace con los asesinatos que quedan sin resolver. Me imagino que los archiva en su fenomenal memoria y espera, incluso años, a encontrar una pista, cualquier cosa, un indicio que le lleve a detener al malhechor. Puedo ver la cara de sorpresa de un supuestamente pacífico ciudadano cuando es detenido por Patrick años después de haber matado a su abuela por robarle unos dólares o cobrar un seguro de vida. Nueva York es una ciudad totalmente neurótica, pero hay una cosa que funciona: la Policía. Con desorden e inmoralidad, con corrupción o sin ella, es difícil cometer impunemente un crimen en Nueva York. A lo mejor, esto que digo no es verdad, pero le debo a Patrick un par de favores y se los pago así. Sin una sola palabra, nos montamos en su coche. Encendió las luces y arrancó. Cruzamos a Manhattan por el puente de Brooklyn y tomamos por el FDR Drive hacia el norte. Abandonados el Drive en la salida de la calle 42, dejando a la derecha el enorme edificio de las Naciones Unidas y seguimos subiendo por la Primera Avenida hasta llegar a la calle 51. Allí, mi hermano torció a la derecha, en dirección al río y se detuvo ante el inmenso portalón del East River Club Building, un viejo rascacielos de veintiún pisos que contiene los veintiún dúplex más lujosos de los Estados Unidos. Di un largo silbido; decididamente, éste era un fin de semana para dar silbidos. Aparcados ante la puerta había una ambulancia, dos coches-patrulla y el automóvil del forense del distrito de Manhattan. Un poco más allá, una enorme limousine negra quedaba discretamente apartada con el motor encendido para que no se enfriara su interior.
– El dignísimo fiscal del distrito -murmuró Patrick, señalándola con la barbilla.
Un policía de uniforme daba patadas en la acera para intentar calentarse los pies. Había un pequeño grupo de curiosos mantenido a distancia por el policía.
– Buenas noches, teniente -dijo-. Piso veintiuno.
El ascensorista, un viejo asmático con pinta de irlandés, nos miró a los dos con aire desconfiado.
– ¿Piso veintiuno? -preguntó.
– Si, por favor -contestó mi hermano-. Mucho trajín esta noche, ¿eh?
– Sí, señor, sí. -El irlandés hizo girar la palanca que controlaba el movimiento del ascensor, al tiempo que empujaba con la otra mano la puerta metálica, que se cerró con el estrépito siempre reconocible de los elevadores neoyorquinos. Se puso a mirar hacia el frente, dándonos la espalda. Luego tosió una vez, volvió un poco la cabeza hacia nosotros como si pensara hablarnos. Dudó un momento y, por fin, se decidió-: Yo estaba de servicio la noche en que pasó todo esto… eh… señor. -Había cambiado la dirección de sus ojos y ahora miraba firmemente a un punto intermedio entre nuestras dos cabezas.
Yo creo que luchaba contra el sentimiento de años de discreción y que hablar le estaba costando un esfuerzo tremendo, como si fuera una traición a sus inquilinos.
– ¿Ah, sí? -dijo Patrick-. ¿Cómo se llama usted?
– Patrick MacDougall, para servirle… esto… eh… ¿capitán?
– Teniente -contestó mi hermano, sonriendo-. Patrick MacDougall, ¿eh? Pues, hombre, yo también me llamo Patrick. Patrick Rodríguez. Sólo que apuesto a que soy menos legítimo que usted, ¿verdad?
El ascensor se detuvo. Habíamos llegado al piso 21. El ascensorista abrió la puerta.
– Country Tyrone, Irlanda del Norte, teniente. ¿Y usted? -preguntó, sonriendo francamente.
– Yo soy de Puerto Rico. Un Patrick menos legítimo, ¿eh? Me gustaría que luego habláramos un poco usted y yo. ¿Qué le parece?
– A su disposición, teniente. Cuando quiera. Estoy de servicio toda la noche.
– Estupendo. Pues luego nos vemos.
– Sí, señor. -Y cerró la puerta del ascensor, que se puso a bajar inmediatamente, rechinando sobre sus rieles.
A través de la puerta se oyó el aire que subía, resoplando por el hueco.
Por la puerta abierta del apartamento al que llegábamos, la única que daba al descansillo, podían verse los destellos de los flashes de los fotógrafos de la Policía. Un policía uniformado que hacía guardia en la puerta nos dio las buenas noches y nos anunció que estaba el fiscal del distrito.
En el vestíbulo del apartamento había poca gente. Dos técnicos de la Policía estaban inclinados sobre una fantástica mesa de mármol y lapislázuli levantando huellas dactilares. Encima de la mesa, colgado de la pared entelada de seda color azul-gris, había un maravilloso espejo renacentista, cuyo marco de nácar se arabescaba en dibujos apenas sugeridos de figurines y diosas. Adosado contra la pared de enfrente había un pequeño taburete recubierto de tapicería holandesa. No había más mobiliario y todo, incluidos la mesa y el taburete, era perfectamente despreciable al lado de una colección de cinco cuadros con dibujos de Durero colgados encima del taburete. No me hubiera movido de allí en horas. Y luego se dice que se roba por hacer dinero. Pat me dio un codazo y dijo:
– Vamos, hombre.
Dios, desgraciadamente, me ha dado un sentido del olfato que para sí quisiera el catador de la casa de Mouton-Rothchild, comerciante en vinos. Nada más trasponer el umbral del salón, me asaltó el olor punzante y característico de un cadáver humano en descomposición. Lo conozco bien; años de recorrer campos de batalla, escenarios de atentados y prisiones de guerra, me han convertido en uno de los primeros conocedores en la materia. Nunca me acostumbraré a él. Me revuelve el estómago.
Pat y yo cruzamos el vestíbulo y nos acercamos a la puerta de lo que evidentemente era el salón. Apoyado contra el quicio, espléndidamente vestido de smoking, estaba el fiscal del distrito de Nueva York, Matthew Hartfield.
– Buenas noches, teniente -dijo, volviendo la cabeza. Tenía el aspecto cansado y tenso de quien se ha llevado una sorpresa desagradable sin estar preparado para ella.
– Buenas noches, señor -contestó Patrick. Yo no dije nada.
El fiscal me miró, levantó las cejas, hizo una breve inclinación de cabeza apenas perceptible y, a partir de ese momento, dejé de existir para él.
– Malcom era buen amigo mío, teniente. Esto es una verdadera tragedia para los Estados Unidos y para mí personalmente.
– Así, sin más; los dos protagonistas de este drama eran los Estados Unidos y el señor fiscal general. Vaya por Dios-. Quiero que me informe del progreso de la investigación, paso a paso. Y, teniente, quiero una detención inmediata, cuanto antes.
– Sin añadir una sola palabra, se dio la vuelta y se marchó.
– Sí, señor -murmuró Patrick. Luego, levantó la voz y exclamó-: ¡Joe!
– Teniente -contestó un hombre corpulento que estaba a un par de metros, con un bloc en la mano.
Paseé mi mirada por la escena. Era verdaderamente una enorme habitación. Al fondo había un gigantesco ventanal que daba al río. A la derecha, una gran biblioteca con una chimenea en medio. Como era de esperar, sobre la chimenea colgaba un Juan Gris que yo conocía bien porque era una de mis pinturas favoritas; la había visto hacía poco en una exposición del Metropolitan de pintura postimpresionista y, sobre un atril que había en el salón de mi casa, tenía el catálogo de la muestra, abierto precisamente por la página en que se reproducía el Gris. Me acababa de enterar de quién era el muerto. En la pared de la izquierda había una puerta de corredera y el larguísimo espacio que quedaba libre hasta el ventanal estaba casi totalmente cubierto por una clásica escena veneciana de Canaletto. El dueño del apartamento creía en la bondad de rodearse de cosas bellas. Aunque, la verdad sea dicha, el dueño del apartamento, probablemente, ya no creía en nada: estaba caído de espaldas en el suelo, con los brazos en cruz. La muerte no tiene nada de sereno. Malcom Aspiner, el empresario de las portadas de Time, el mecenas de las Artes, presidente de Aspiner Conglomerates y uno de los hombres más ricos del país, carecía en la muerte de la dignidad y firmeza que había tenido en vida; su cara se había hinchado con el principio de la descomposición, los ojos muy abiertos daban la impresión de írsele a salir de las órbitas y era evidente que, al morir, su esfínter se había relajado haciéndole defecar, lo que añadía un elemento más al horror de la escena.
Aspiner Conglomerates era, en el momento de la muerte de su presidente y principal accionista, la tercera compañía en el ranking de Fortune, lo que equivale a decir la tercera compañía del mundo. Se me olvidan las cosas que produce o en cuya producción interviene Aspiner Conglomerates. Donde se mire, está: componentes electrónicos para la industria de armamento y para la NASA, plásticos, minería, petróleo, alimentación, plátanos, sí, plátanos, software para la cibernética, calzado. Todo. A lo largo de su vida, Aspiner supo diversificar sus inversiones para evitar, de ese modo, problemas con la legislación norteamericana de monopolios. Era un verdadero genio de las finanzas y de la industria. Y, además, fue un hombre de gusto refinado: la Fundación Aspiner tiene en Denver una de las pinacotecas más importantes de los Estados Unidos. Un pilar de la comunidad. Padre de familia respetado, vivía con su mujer y sus cuatro hijos en una magnífica mansión en el condado de Westchester y mantenía este pequeño apartamento en Nueva York, por si tenía que quedarse a dormir allí o para alojar a sus numerosos invitados. Fruslerías.
Ahora, unos cuantos técnicos fotografiaban su cadáver, otros tomaban medidas o colocaban un cerco de cinta adhesiva negra sobre la inmaculada moqueta, alrededor de su cuerpo. El forense, el viejo e irrespetuoso doctor Scott, le examinaba de rodillas.
– Malcom Aspiner, cincuenta y ocho años -dijo Joe-, probablemente asesinado…
– Asesinado, Joe, asesinado -interrumpió Scott con voz segura, y se incorporó-. Buenas noches, Pat. ¡Hombre, si está Chris aquí! ¿Qué, vas a fotografiar a este fiambre, Chris? A Aspiner lo mataron.
– ¿Cuándo?
– Yo diría que hace unos cinco días. Tengo que ver lo que nos cuenta la autopsia, pero a lo sumo cinco días, Pat.
– Pero, vamos a ver, ¿cómo es posible que se tarde cinco días en descubrir la muerte de un personaje de este calibre?
– Humm. Parece que se marchaba a Europa a hacer una breve gira y que, en esos casos, no se le contactaba si él no llamaba antes. Si había algo urgente, le dejaban un mensaje en su oficina de París.
– ¿Y?
– Hubo algo urgente. Nada, una tontería de un par de millones de dólares y, al sexto día de no tener noticias suyas, uno de sus gerentes se puso a buscarle en serio. Bueno, no se había embarcado en avión alguno, no había utilizado el suyo propio, y vinieron a ver.
Patrick me pidió un cigarrillo. Se lo di, me puse otro en los labios y le di fuego.
– ¿Cómo le mataron, doc?
– Con una aguja, con un estilete… algo así, aquí detrás -y se señaló la nuca -. Le cortaron el tallo encefálico y el que lo hizo desde luego sabía lo que hacía. Aspiner no debió ni enterarse.
– ¿Alguna hipótesis?
– Bueno… -el doctor se rascó la nuca, se sacó un puro del bolsillo, se lo puso en la boca y empezó a mascarlo-. Estoy dejando de fumar, Chris. Deberíais seguir mi ejemplo. No hay señales de lucha… lo cierto es que no se puede saber… ya lo veremos en la autopsia. Bueno, chicos, os lo podéis llevar.
Los camilleros tenían preparada una gran bolsa de plástico verde. Entre dos, agarraron el cadáver, lo introdujeron en la bolsa y cerraron la cremallera. Lo colocaron sobre una camilla y se marcharon con él.
Sobre la moqueta quedó una sola pequeña mancha marrón; una gota de sangre coagulada.
– Joe -dijo mi hermano-, ¿la viuda?
– Se lo iba a contar el fiscal del distrito, teniente.
Miré hacia la luz del techo, que había sido encendida para mejorar la iluminación.
– Pat -dije -, ¿no notas algo raro?
– No. ¿Qué?
– No tengo ni idea… Me ha parecido que hay una vibración en este cuarto, como si temblaran las bombillas… No sé, es algo raro.
– Raro estás tú -dijo el doctor Scott-. Aquí no se nota nada. Anda, Chris, que ves fantasmas por todas partes.
– Será eso.
Hay una cosa a la que nunca consigo acostumbrarme: la frialdad e indiferencia con que la Policía trata a un muerto. Puede que tengan razón. La verdad es que un muerto es menos que nada, y que sólo cuando se tuvo relación con él en vida, se guarda un recuerdo impresionado. Pero no deja de chocarme. Patrick se frotó las manos.
– Bueno -dijo -, aquí ya no tenemos nada que hacer, mientras estén todos estos patosos dando vueltas. Ya me lo contaréis mañana. Chris, vamos a echar una parrafada con MacDougall. El ascensorista irlandés nos condujo a su cubículo de detrás de la portería. Había preparado té y nos ofreció un tazón a cada uno. Ardía y, de puro cargado, raspaba la lengua.
– Les podría dar algo más fuerte, pero ya sé que la Policía no bebe cuando está de servicio.
– Patrick, Patrick, ya se nota que no sale usted mucho de aquí. Cuando más bebe la Policía es cuando estamos de servicio… No, no. No se mueva. El té nos vendrá bien. Bueno. ¿Qué nos puede contar?
MacDougall levantó las cejas, agitó un poco las manos y se removió en su asiento. Estaba nervioso y se le notaba la poca costumbre de hablar.
– ¿Es usted soltero?
– Viudo. -Me miró con sorpresa-. ¿Por qué lo pregunta?
– No, por nada. Me preguntaba si vive usted solo. -Pat me miró con impaciencia.
– Sí, vivo solo. Tengo una hija casada y paso con ellos los domingos cuando no me toca estar aquí.
Pat carraspeó.
– ¿Qué nos puede contar?
– Eh… bueno. La última vez que vi al señor Aspiner fue el lunes pasado. Llegaron después de cenar, como a las once…
– ¿Llegaron?
– Sí… él y una señorita.
Me empezó a parecer que Malcom Aspiner no era un verdadero pilar de la comunidad. MacDougall sorbió un poco de té ruidosamente.
– ¿Una señorita?
– Sí. Nunca la había visto antes. Digo que era una señorita porque se la veía muy joven… muy alta. -Ahora hablaba con mayor seguridad.
– ¿La reconocería si la volviera a ver?
– Hombre… yo creo que sí. Era… alta… eh… morena. Bien guapa, sí, bien guapa que era. -Se rió-. Pero no creo que la volvamos a ver.
– ¿Por qué?
– Bueno, porque salió como a la hora… serían las doce o así. Me dio las buenas noches, se fue a la calle, llamó un taxi y le pidió que la llevara al aeropuerto Kennedy.
– ¿Sonaba a extranjera?
– No sé. -Pensó durante un rato-. La verdad es que no lo sé. Hablar, hablaba bien… me parece. ¿Ustedes son americanos?
– Más o menos. Somos portorriqueños.
– Bueno, pues yo la veo más o menos como ustedes.
– ¿Qué quiere decir más o menos como nosotros?
– Pues, qué sé yo… el color de la piel, así, tostado.
He oído muchas definiciones del color de mi piel, pero tostado resultaba definitivamente original.
– ¿Quiere decir que era latina?
– Eso… eso es… latina.
– Humm. -Pat se rascó la barbilla.
– Y ¿cómo sabe usted que se fue a Kennedy?
– La acompañé hasta la puerta. De noche, ya se sabe, nunca está nadie seguro en Manhattan. Y menos una señorita.
– Ya. -Pat se volvió hacia mí y dijo pensativamente-: Dios sabe cuántos vuelos salen de Kennedy durante la madrugada. Habrá que ver eso. -Suspiró-. Muy bien, Patrick, nos ha sido muy útil. A lo mejor tenemos que volver a darle la lata. -Le dio una palmada en el hombro.
MacDougall se atragantó. Le dio un ataque de tos. Cuando se calmó, dijo:
– A sus órdenes, teniente. Eh… el señor Aspiner era muy querido… muy buena persona. Ya sabe. Me gustaría que la pillaran.
No me pareció muy convencido.
– Humm.