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El día en que conocí a Marta celebrábamos mi primer Pulitzer y el hecho de que había terminado de pagar todas mis deudas. Mi cuenta corriente en el banco disfrutaba de un sanísimo e inusual color negro; tenía exactamente 527 dólares en ella. Mis posesiones incluían cuatro cámaras fotográficas, un pequeño laboratorio para revelar mis propios contactos, el cuadro de Houthuesen, un par de centenares de libros, seis pantalones y cuatro camisas. Era el hombre más feliz del mundo. Y el más rico. Aquella misma mañana había mandado a mis agentes a freír espárragos; había dejado de trabajar en exclusiva para una sola agencia o con primer derecho de reserva para Time. De entonces en adelante, quien quisiera mis fotos, las iba a tener que pagar a lo que se cotizara cada disparo de mi objetivo y, además, nadie más que yo iba a decidir qué fotos mías se seleccionaban para publicación. Mi trabajo era mío y, en mi opinión, que es la que cuenta, el mejor del mundo.
¿La foto del Pulitzer? La última foto de guerra que se hizo en Vietnam: la de la niña huyendo con el napalm a la espalda. Aquel día estaba tan eufórico que había conseguido olvidar la tragedia de la niña y no pensaba más que en el futuro.
Nos habíamos ido a cenar al viejo restaurante de Lou, en la Pequeña Italia de Manhattan. Estábamos Tina, Pat y yo. En el momento de sentarnos a la mesa faltaba por llegar John Mazzini, el columnista del New York Times, compañero de mil aventuras, y una prima que había anunciado que traería consigo. Lou's es una pequeña tasca, de suelo de baldosa y mesas cubiertas de manteles a cuadros rojos y blancos; nada de fantasías de velitas o iluminación discreta: la luz le viene de enormes tubos fluorescentes que cuelgan del techo. A todo lo largo del restaurante hay una barra y, en uno de sus extremos, en grandes bandejas y cajas de madera, se exhiben mariscos, ostras, bígaros, almejas y mejillones. Detrás de la barra se yergue Lou, siempre en mangas de camisa, con su pinta de gángster mañoso y una eterna sonrisa en la que brilla un sólido diente de oro. Lou ha debido verlas de todos los colores. Su establecimiento está en una esquina, justo enfrente de la estatua de San Gennaro, y en ese preciso lugar, han muerto decenas de mafiosos en tradicionales ajustes de cuentas a lo largo de cuarenta años. Pero los spaghetti alie vongole de Lou son los mejores del mundo, y cuando en verano se decide a hacer salsa de pesto, sus fieles acudimos en masa.
En esta ocasión, Lou había abandonado su tradicional puesto de vigilancia de detrás de la barra (los viejos del lugar aseguraban que, al alcance de su mano, al lado de los vasos y las botellas, tenía una Lupara siempre cargada) y se había acercado a nuestra mesa con un gigantesco botellón de vino espumante en la mano.
– ¡Eh, signor Christopher! -dijo-, aquí se festeja hoy al más famoso de todos los periodistas. Aquí hoy se bebe por cuenta de la casa. Un viejo spumante Cinzano. -Y agitaba el botellón con entusiasmo.
John Mazzini llegó en ese momento. A su lado venía una maravillosa criatura. Pequeña, morena, tenía las facciones delicadas y perfectamente delineadas de una madonna de Andrea del Sarto. Y en su mentón acababa la pureza virginal: debajo del viejo jersey de lana se adivinaba más fuego que en un volcán, y las piernas, enfundadas en un estrecho par de jeans, daban la impresión de estar rodeadas de piel tersa y apretada. Se me debió poner cara de tonto porque Tina me miró, enarcó las cejas y sonrió con picardía, y la niña, en el instante de un segundo, hizo tres cosas que establecieron, para el resto de mi vida, la vitalidad de aquel rostro increíble: me miró con sorpresa, rompió a sonreír con la insolencia que da la certeza de haber impresionado a un hombre y se puso colorada al darse cuenta de las implicaciones del efecto que había producido en mí.
– ¡Chris! -exclamó Mazzini-, ¿Chris? ¿Me estás oyendo? -De repente, se calló. Me miró y, lentamente, fue volviendo la cabeza hasta que su vista se fijó en la niña. Poco a poco se dibujó una sonrisa, cada vez mayor, en su semblante, hasta que rompió a reír francamente-. ¡Pero, hombre! Caramba. Hombre, te voy a presentar a mi prima, aunque, a juzgar por la cara que pones, no sé si debería. Mira, ésta es Marta. Marta -añadió solemnemente-, éste es mi amigo Christopher Rodríguez, el mejor fotógrafo del mundo y un tipo muy poco recomendable.
Marta se acercó y, ladeando la cabeza, me ofreció su mano. La cogí y tiré de ella hacia mí. Entonces, con un impulso que nunca seré capaz de repetir en mi vida, le puse la mano izquierda debajo de la barbilla e, inclinándome, la besé en los labios. Aún hoy recuerdo la suavidad de su boca y el aroma fresco de su aliento. Me enderecé y quedé paralizado de vergüenza, mientras los que estaban en la mesa aplaudían y reían alegremente.
En un gesto que aprendí a reconocer como terriblemente suyo, Marta hinchó los carrillos, sopló hacia arriba para quitarse un mechón de pelo que le caía sobre la frente y se dejó caer sentada en una silla.
Hay veces en que, en el duermevela de la madrugada, recuerdo y medio sueño esta escena. Soy capaz de reproducirla en mi memoria como si acabara de pasar, y daría, no los dedos de mi pie, sino toda mi pierna y después la otra con tal de poder retroceder diez años y volver a encontrarme en el restaurante de Lou aquella noche del Pulitzer.
Me levanté empapado en sudor. Me dolía la cabeza y me escocía la garganta. En la cocina, Dennis me dijo: -Tienes mala cara.
– Dennis, vete a freír puñetas.
– ¿Vas a venir a recuperación hoy?
– No lo sé. Tal vez por la tarde.
Para entrar al edificio de Langley, cuartel general de la CÍA, hay que pasar por numerosos controles que requieren identificación por documentos, por huellas dactilares y, finalmente, por la prueba de la voz, cuya tonalidad es tan segura e indeleble como los surcos microscópicos de los dedos. No me parece que se fíen mucho de la gente que les visita y, si la cita es con el director, se tiene la sensación de ser un delincuente en potencia, a quien los agentes de seguridad preferirían meter en una mazmorra antes que en el ascensor que lleva al piso de los superpoderosos.
Cuando me hicieron pasar al despacho del director, éste estaba sentado detrás de su mesa, impecablemente vestido como siempre y enfrascado en la lectura de un montón de documentos. A las ocho de la mañana. Hay cosas que no entiendo en la vida. Levantó la vista, sonrió, y me dijo:
– Adelante, adelante, Christopher -y con la mano señaló un pequeño sillón que había delante de su mesa-. Siéntese. Vamos a ver si es usted capaz de superar con bien la prueba del café de esta casa. -Sonrió nuevamente y, dirigiéndose a su secretaria, dijo-: Traiga usted café, por favor. Supongo que unas galletas también. -Levantó las cejas inquisitivamente en dirección a mí.
Hice un gesto afirmativo y me encogí de hombros.
– Habrá que arriesgarse, señor.
– Habrá que arriesgarse. -Se puso serio-. Christopher, imaginará usted por qué le he llamado para que se ocupe de esta investigación. No es sólo, como dijimos la otra noche, que no pueda fiarme de mi propia gente. Es que necesito personas sin ideas preconcebidas, con capacidad independiente de movimientos y con un alto grado de conocimientos técnicos.
Levanté una mano.
– Me temo, señor, que, en mi caso, el alto grado de conocimientos técnicos es absolutamente inexistente…
– Ya lo sé. Pero tiene usted una virtud imbatible. Usted y la señorita Mahler son un equipo completo. Lo que a ella le falta en movilidad, lo suple con la técnica…
– ¡Ah! Nina Mahler y yo colaboramos en esto…
– Naturalmente. ¿No se lo dijo Gardner?
– No, señor.
– Vaya, qué hombre más desmemoriado. -Meneó la cabeza de derecha a izquierda. Se levantó y, sacando una pequeña llave del bolsillo del pantalón, se acerco a una caja fuerte que había en una esquina. Marcó la combinación, introdujo la llave y abrió la puerta. Extrajo un papel y, con él en la mano, se volvió a sentar. Era lo que se llama un print-out, una hoja impresa por computador-. Vamos a ver, Christopher. Que yo sepa, la prueba de la manipulación, si es que ha existido, está aquí. -Sacudió el print-out. -Tanto el presidente como yo tenemos un terminal como éste -señaló una pantalla colocada sobre el teclado y una impresora que había en una pequeña mesa supletoria a la derecha de su propia mesa de despacho-. Para utilizar los datos e informaciones de nuestro computador, tengo que hacer dos cosas: en primer lugar, abrir el interruptor de seguridad con una llave que tengo aquí, permanentemente colgada de mi cuello. En segundo lugar, debo escribir mi nombre y, cuando me lo pide el ordenador, mi clave personal. Sólo el presidente de los Estados Unidos, David Gardner y yo tenemos la clave personal que permite el acceso a toda la información secreta de este país. Puede usted imaginar los secretos que guardamos entre los tres.
– Pero John Lawrence dice que Gardner no dispone de pantalla.
El director sonrió.
– Sí que la tiene, sí. Pero en su casa, en una habitación blindada.
– ¿Cuántas personas pueden obtener ese print-out del computador? -pregunté, señalando con la barbilla la hoja que el director tenía aún en la mano.
– Sólo tres, como le digo. El presidente, David y yo.
– Muy bien, señor. Pues si lo que le hace sospechar que ha habido manipulación está en esa hoja solamente, y el ordenador sólo produce ese impreso cuando se lo ordena una de tres personas…
– … El culpable tiene que ser uno de nosotros tres -dijo, asintiendo con la cabeza. Sonrió-. Lo malo es que es imposible. Eso querría decir que o el presidente o yo o Gardner somos espías. Bueno… todo es posible. Alguno de nosotros podría ser un espía soviético. Pero, no… es impensable, Christopher. Impensable. La naturaleza humana es débil, pero ninguno de los tres seríamos lo que somos o habríamos prestado los servicios que hemos prestado a los Estados Unidos, con el daño sustancial, sustancial, que le hemos hecho en ocasiones a la Unión Soviética, si fuéramos comunistas. El valor de tener un topo en una posición tan elevada como la que desempeñamos cualquiera de nosotros se esfuma ante los servicios contrarios a los intereses soviéticos que hemos realizado. -Se quedó callado, pensando. Era evidentemente un argumento que se había repetido muchas veces y que le convencía. Asintió y volvió a fijar su mirada en mí-. No, es imposible.
– Nada es imposible en la vida, señor. Usted mismo lo ha dicho -dije lentamente en voz baja. Lo cierto es que me asustaba la mera posibilidad de que una cosa así pudiera ocurrir.
– Sin embargo -añadió como si no me hubiera oído-, ponemos algunas salvaguardas. Nuestro historial es conocido hasta en sus más mínimos detalles. Yo creo que la CÍA sabe más de nosotros que cualquiera de nuestras madres. Y, desde hace años, sigue paso a paso cada una de las cosas que hacemos. Yo, menos, pero el presidente y Gardner llevan muchos años al servicio del Estado. Hay más: desde que cada uno ocupamos el puesto que ocupamos, cada uno de nuestros movimientos, cada conversación, cada viaje, cada llamada de teléfono, es cuidadosamente vigilado, grabado y registrado en el ordenador. Nos sería imposible establecer la clase de relación que es necesaria para llegar al punto en que se puede confiar lo suficientemente en el enemigo como para entregarle un secreto de esta naturaleza. -Se acarició la barbilla con el papel, mirando por encima de mi hombro hacia la ventana. Hizo un gesto denegatorio con la cabeza -. ¿Dinero? Me parece difícil que alguien pudiera pagarnos el dinero que haría falta para comprar una traición. Los tres tenemos más dinero del que nos haría falta para vivir más que espléndidamente. ¿Poder? ¿Qué más poder podemos llegar a tener en la URSS? ¿Más que el que tenemos aquí? Imposible. No.
– Muy bien, señor. Acepto los argumentos que usted me da. De acuerdo. Son ustedes más inocentes que Blancanieves. ¿Y ahora qué?
– Ahora, amigo mío, tiene usted que buscar lo imposible. En esta hoja.
Sí, señor; que se lo confiaran al inimitable C. Rodríguez. Había llegado la flor de Puerto Rico. El caso estaba resuelto.
– ¿Me enseña usted la hoja?
Sin decir una palabra, me la entregó. Bueno, aparte de que el texto estaba en mayúsculas y que lo primero que vi fue el nombre de Markoff, no me pareció contener nada particularmente revelador. Así, de entrada.
– No necesito decirle que lo que está usted leyendo es absolutamente secreto y que no lo conocen más que tres personas… bueno, cuatro, en el mundo.
Levanté la vista y la fijé en su cara sin decir nada. Dio un gruñido.
– Ya -dijo-, y todo el Kremlin. -Sonrió débilmente. Bajé la mirada y leí.
1. 28. 82. 09. 33.
XXXXXXXXXX. Senador Thomas Perkins. Status financiero senador Perkins. 26000 acciones AT &T + 3000 obligaciones Consolidated Edison + Cuentas bancarias y saldos: Manufacturers Hanover Trust USD431055.36 + Chase Manhattan depósito a la vista USD 200000 + CréditSuisse tres meses SWF1233000 + Condominio Vail Coló. Snowsun APT. 6B + Casa Sunset Blvd. 1505 L. A. + Washington DC calle P 1630 + XXXXXXXXXX
1. 28. 82.: 09. 41.
XXXXXXXXXX. Senador Thomas Perkins. Los Ángeles. Contactos 1. 27. 82.: 08. 13. Teléfono Vladimir Markoff, residente KGB, identificado por voz, intercambio anodino (reproducción verbatim en expediente) + 08. 56 Teléfono Ronald Enders. presidente comité reelección demócrata, estableciendo cita para almorzar+ 09. 01 Teléfono Mharles Retting, amigo personal, cita para golf posmeridiana+ resto mañana, reunión ininterrum-
El resto del print-out había sido cuidadosamente arrancado.
– No parece que esté en la calle el senador Perkins -dije, sin levantar la vista-. Markoff, ¿eh? ¿Es por eso que le vigilan?
– No, desde luego que no. El contacto de Markoff ha sido una sorpresa. Por eso me fijé más en el print-out. A veces me pregunto por qué los soviets mantienen aquí a Markoff.
– Usted lo sabrá mejor que yo, pero se me ocurre que es mejor tener bien a la vista a un agente quemado, mientras se opera en la sombra. Al fin y al cabo, Markoff raramente sale al campo. Controla desde la embajada soviética, maneja los hilos… Supongo que asumen que da igual quién maneja los hilos con tal de que no se sepa cuál es el color del algodón.
– ¿Usted estuvo involucrado en la operación del Midwest, ¿no?
– Sí, señor.
– Humm. No salió muy bien aquello. En fin -suspiró-, qué le vamos a hacer. Bueno, ¿qué le ve usted a ese papel?
– Bueno… -apreté los labios -. Una falta de impresión…
– ¿La ha visto también? -preguntó con agitación.
– Claro. En realidad, son dos.
– ¿Dos?
– Sí, señor. ¿Pero no pueden ser error del operador?
– No, eso es imposible. -Con gesto impaciente de la mano, descartó la suposición-. Dígame lo que ve.
– Bueno… en primer lugar, no conozco a nadie que se llame Mharles… Charles, sí. Charles Retting. Todos sabemos quién es. -Retting es uno de esos millonarios californianos que son dueños de siete mil cosas y que no saben bien lo que tienen-. En segundo lugar… a lo mejor es una tontería, pero…
– Pero ¿qué? ¡Vamos, hombre!
– Si usted dice que el error es impensable…
– Sí, la máquina los corrige.
… Cada vez que en este papel hay una coma, hay un espacio en blanco antes y después… ¿no?… entonces no veo cómo al apellido Retting sigue una coma sin que haya corrido un espacio.
– ¡Claro! Eso no puede ser. El ordenador corre automáticamente un espacio antes y después de un signo de puntuación.
– Se inclinó hacia adelante.
– Eso quiere decir que el nombre de Retting, para que la coma que le sigue no corra un espacio, ha sido introducido después de que estuviera grabado en el texto original… Por tanto, ha sido una corrección hecha por un operador distinto y en una operación diferente a la que da lugar a la inscripción original.
El director se recostó en su asiento y me miró en silencio. Luego pulsó un botón y dijo:
– ¿Qué pasa con el café?
– Bueno, señor -contestó inmediatamente la voz de su secretaria -, puso usted la luz roja… Ahora mismo se lo llevo.
Levanté las cejas.
– Son las manías de la seguridad -dijo el director con tono resignado-. Cuando me siento con un visitante, aprieto un botón que hay al lado de mi pie y, fuera de mi puerta, se enciende una luz roja. Eso quiere decir que nadie debe pasar. -Sonrió-. A veces, aprieto el botón de alarma y no puede usted ni imaginar la que se arma.
La secretaria entró con una bandeja en la que había un termo, dos tazas, una pequeña jarra de crema, un azucarero y un plato con galletas, de esas horribles que siempre están rancias. Dejó la bandeja encima de la mesa del despacho y se retiró sin decir palabra. Alargué la mano y cogí una galleta. No estaba rancia.
– No están rancias -dijo el director, sonriendo-. ¿Solo?
– Con un poco de crema y sin azúcar, gracias, señor.
Me sirvió un café y le añadió la leche. Lo probé. Estaba, efectivamente repugnante.
– Malo, ¿eh?
– No hay quien se lo tome. -Me dio la impresión de que todas estas fruslerías y pérdidas de tiempo respondían a una cierta ansiedad por parte del director: lo que le preocupaba ver confirmadas sus sospechas y pensar en las consecuencias; debía de estar sintiéndose francamente alarmado. Suspiró.
– Vamos allá, Christopher.
– Bueno, señor, lo único que cabe imaginar es que quien quiera que sea nuestro ladrón borró el nombre de quien de verdad llamó al senador Perkins y lo sustituyó por otro. Eso puede querer decir dos cosas: o que es el propio interesado o que está a sueldo del interesado. En ambos casos, el nombre del verdadero comunicante debe ser en sí mismo tan escandaloso que, con sólo leerlo, descubriríamos algo verdaderamente grave. -Plusmarca Rodríguez en errores de ciento ochenta grados -. Y mucho más considerando el medio que se utiliza; nadie se molestaría en alterar nada menos que el computador de la CÍA por un quítame allá esas pajas… Claro que -levanté la mirada y la fijé en sus ojos, en un momento de gran operatividad de la inteligencia privilegiada de C. Rodríguez-puede averiguarse quién es realmente el interesado de manera bastante sencilla…
– ¿Ah, sí? ¿Cómo?
– Llamando al club de golf y preguntando con quién jugó el senador durante la tarde del 27 de enero…
– Eso ya lo hice. Fue lo primero que se me ocurrió -y tuvo la bondad de no sonreír-. La reserva estaba hecha a nombre de Perkins y su contrincante no se presentó esa tarde. El senador jugó con unos cuantos colegas que estaban allí. El caddy recuerda bien el malhumor de Perkins, pero, lamentablemente, no recuerda quién le dio plantón. Y Retting, desde luego, no pudo ser porque se marchó de viaje esa misma tarde. A menos de que fuera él mismo el que le diera el plantón.
– Vaya. ¿Y por qué no preguntárselo al interesado?
– Naturalmente, Christopher. ¿Se imagina usted la cara del senador Perkins, del Partido Demócrata, firme defensor de las libertades individuales y del derecho al respeto de la esfera privada, si me acerco a él y le digo: "Perkins, amigo mío, estaba releyendo tu ficha en mi ordenador y no queda claro quién fue tu contrincante de ayer en el noble deporte del golf?"
– He dicho una tontería, señor.
– Humm. -Hizo una pausa.-¿Cómo se ha hecho? ¿Quién lo ha hecho? ¿Qué oscuros intereses se esconden detrás de todo esto? Puede usted suponer que se abren las más insospechadas posibilidades. ¿Perkins, agente soviético? ¿Markoff metido de por medio? ¿El archivo más secreto de los Estados Unidos en manos de la Unión Soviética? Dios del cielo, Christopher, vaya y averigüelo como sea.
– Muy bien, señor -contesté con una convicción que estaba lejos de sentir. No sólo no tenía ni idea de por dónde empezar; es que, además, a mí también me molesta, como le molestaría a Perkins, que no se respete mi esfera privada. No quiero ni pensar en la ficha que debe figurar a mi nombre-. Antes de marcharme, sin embargo, quisiera asegurarme de una cosa… si es que usted no lo ha hecho ya. -La prudencia se aprende deprisa-. ¿Podríamos pedirle al ordenador que nos enseñara nuevamente la página? A lo mejor, en el momento preciso de la impresión, hubo un fallo eléctrico, un terremoto, qué sé yo, y se alteraron las pulsaciones.
Sin pronunciar palabra, el director se soltó el botón del cuello de la camisa, tiró de una cadena de oro y sacó la llave del interruptor de seguridad. Tenía, más bien, aspecto de ser un pulsador electrónico. Se quitó la cadena, enchufó la llave en el costado de la pantalla y la hizo girar. Se enderezó, me miró y dijo:
– ¿Quiere usted apartarse un poco, por favor?
Me levanté y me fui al otro lado de la habitación. El director se puso a escribir en su teclado, intercambiando evidentemente con su ordenador las lindezas mundanas que son de rigor. Hola. Buenos días. ¿Qué tal el tiempo hoy? Cosas así. Y la clave más secreta del mundo. Bueno, la más secreta, ya no. Al cabo de un rato, dijo:
– ¿Le importa venir aquí?
Me acerqué y, por encima de su hombro, leí en la pantalla:
"09.01 Teléfono Mharles Retting, amigo personal, cita para golf.
– No hay duda, ¿eh, Christopher?
– No, señor, no hay duda.
El director se levantó de su sillón, rodeó su mesa de despacho y se acercó a mí. Me puso una mano en el hombro.
– Tenemos un problema, Christopher. No dude usted en acudir a mí cuando lo necesite. No tengo previsto moverme de Washington en las próximas semanas. Sólo hoy voy a ir a Nueva York, al entierro de Malcom Aspiner. ¿Se entero usted de su muerte?
– Sí, señor. Una lástima.
– Era un buen amigo mío. Una verdadera lástima. Lo siento por Mary; estaban muy unidos. Lo cierto es que era amigo de todo el mundo. Del presidente, también. Hasta de Gardner, que no tiene amigos. -Sacudió la cabeza.
Siempre que salgo del cuartel general de la CÍA me detengo un momento, miro hacia atrás y dejo que me dé un escalofrío.
Tengo que confesar que odio Langley, probablemente igual que odiaría la plaza Dzerzinski si fuera un empleado de la KGB.
Es posible que la norteamericana y la soviética no sean las peores o las más malvadas de las organizaciones de espionaje; pero, en este asunto, la antipatía no se mide por la maldad sino por el tamaño. La verdad, por otra parte, es que técnicamente yo no era un miembro de la CÍA. El organismo que dirigía Gardner ni siquiera tenía nombre y no constaba en partida presupuestaria alguna; es uno de esos servicios ejecutivos que están directamente a las órdenes del presidente de los Estados Unidos. Fue creado en los años cincuenta como perro guardián de la pureza de los demás organismos de inteligencia de los Estados Unidos. "Una organización limitada en el tiempo", se dijo en aquellos momentos, y, como toda criatura provisional, se mantiene hoy con más fuerza que nunca. El hecho de que Gardner respondiera sólo ante el presidente, le confería un poder realmente extraordinario. Gardner no controlaba la pureza de nada. Ni le importaba. Lo único que hacía era montar y dirigir operaciones especiales, las más especiales y, con toda seguridad, las más sucias. Con una sola ventaja objetiva: no era en absoluto partidista y estaba exclusivamente al servicio de los intereses globales del país.
Ni yo mismo sé cuánta gente trabaja a las órdenes de mi querido jefe. ¿Centenares? ¿Miles? ¿Una veintena? Lo que sí sé es que el servicio invade las áreas de competencia de la CÍA, del FBI y de la Agencia de Seguridad Nacional. Nada le detiene y nadie le conoce en realidad. En teoría, David Gardner era uno de los subdirectores de la CÍA y me parece que ni siquiera Markoff sabía muy bien dónde colocarle. Yo, en cambio, sí sabía dónde colocarle: en el círculo más bajo del infierno de Dante.
¿Y qué hace un amable personaje como yo en un sitio como éste? Estoy metido en este lío por dos razones fundamentales: me engañaron al principio y, una vez dentro, no se sale uno como no sea con los pies por delante. No es concebible que me acerque una tarde a Masters y le diga, sonriendo: "Muchas gracias, querido amigo, pero me he hartado y me voy a mi casa para siempre; ya no puedo más." Me va en ello la vida y eso no es una broma. No sé cuánta cuerda me queda, pero aunque sea poca, no soy un inconsciente.
Como siempre ocurre, una organización que nació con mucho poder para un fin muy concreto acaba siendo un fin en sí mismo y, a medida que pierde su justificación, crece y crece hasta hacerse absolutamente indispensable o, lo que es peor, totalmente dispensable; y entonces sí que no la mueve ni la bomba atómica. Y entonces sí que no puede abandonarla nadie: la organización no puede tolerar una defección que pueda poner de manifiesto que no pasa nada si uno se va. Por otra parte, la organización tampoco puede permitir que uno de sus ex miembros circule por ahí como una bomba de relojería; soy el depósito viviente de los secretos más oscuros y sucios de los Estados Unidos. De una forma u otra, moriré con ellos, sin que me dé tiempo a contárselos a nadie.
Lo cierto es que, para sumarme a las huestes de Gardner, no es que me engañaran; es que me dejé engañar. Estaba tan imbuido de mi importancia, estaba tan convencido de que había llegado a ser el mejor fotógrafo del mundo, tan seguro de que mi valía trascendía la del mero fotógrafo (mis fotos tenían más "mensaje" que millones de palabras), que, como un colorito, estaba dispuesto y deseando "contribuir". Me cazaron como a un pichón. La próxima vez que alguien se me acerque y me invoque el argumento de que el fin justifica los medios, le degüello sin mediar palabra. El razonamiento es el siguiente: nuestro sistema es el mejor del mundo, en nuestro país existe la verdadera felicidad y millones, millones, de personas tienen derecho a que unos cuantos superhombres, silenciosa y modestamente generosos y sacrificados, les protejan (como si el sistema no fuera capaz de defenderse por sus propios méritos); ¿no quiere usted ser uno de esos dioses? ¿No cree usted que, siendo como es, tiene la obligación de estar entre esos pocos elegidos que van a salvar a la patria? Es un privilegio al que usted no tiene derecho a negarse. Si uno es tan tonto y fatuo como yo lo era hace ocho o nueve años, cae en la trampa sin necesidad de más presión.
Recuerdo bien el instante en que ocurrió. Estaba en Jerusalén cubriendo la precaria paz del final de la última de las guerras lanzadas por aquella pandilla de locos. Sirios, palestinos, libaneses, israelíes, todos iguales. Era una mañana clara y límpida, con el cielo muy azul contrastando con los tonos ocres de la tierra y la abigarrada confusión de los mil edificios, las tiendas, los zocos y las iglesias. Una confusión alegre, charlatana y chillona, como sólo puede haberla en el Oriente Medio, con olores mezclándose y flotando sobre los ruidos y los colores. Parece imposible que a tanta variopinta pobreza, tanta juventud y vejez, tanto tullido y tanto fuerte, ocupándose de sus cosas, yendo de un sitio para otro, comiendo pan recién salido de un horno aromático de en medio de la plaza, añadiéndole o no unas lonchas de cordero con hierbas compradas un poco más allá, mirando con indiferencia o con desconfianza o con interés, saludando expresivamente a un primo o a un rabino o a un mullah, pueda luego añadírsele un elemento como la guerra, tan ajeno a una vida comunitaria intensa. Yo estaba en medio de aquello, disparando mi objetivo sin cesar, cambiando de una cámara a otra, agotando un carrete detrás de otro y disfrutando como rara vez lo había hecho en mi vida. Creo que la mezcla de luces y colores, de sombras y tonalidades, era la sensación más rica, más pletórica que jamás había experimentado.
En la plaza, a cuarenta metros de mí, se detuvo un viejo y renqueante autobús y de él empezaron a bajar estudiantes, turistas, viejas mujeres y algún niño. Me volví hacia el autobús, con la cámara en una mano a la altura del pecho. No lo recuerdo bien, pero seguro que estaba sonriendo. Una milésima de segundo antes del estallido de la bomba, percibí el fogonazo. El sobresalto me hizo disparar el objetivo. Y queda en la foto, increíblemente nítida, el autobús abriéndose como un hongo por su centro; hay un asiento doble volando por el aire y uno de sus dos ocupantes, aún sentado en él, tiene un brazo levantado y la cabeza doblada hacia atrás; flota delante de él una cesta de mimbre. Sé lo que es porque, más tarde, encontré la cesta en una esquina de la plaza.
Hubo cuarenta muertos y ya ni recuerdo cuántas decenas de heridos. La onda expansiva me tiró hacia atrás y caí sobre un tenderete en el que un viejo desdentado vendía semillas.
Media hora después estaba revelando febrilmente la película en la redacción de uno de los periódicos locales. Había terminado el carrete recién empezado, sacando fotos aceleradas de la dantesca escena. Tenía entre las manos una de las más sensacionales exclusivas mundiales a que jamás haya tenido acceso. En aquel momento no pensaba en nadie ni en nada; la tragedia carecía de importancia al lado de la portada del New York Times y del Herald Tribune y del Time del día siguiente. "Photograph by C. Rodríguez". Ése era mi lema. Mis prioridades estaban bien claras; sólo cuando hube enviado las fotos por la telecopiadora, me puse a mirarlas en serio. Me dio un vuelco el corazón.
Como un sonámbulo volví hacia la plaza. Al llegar a su entrada, en la que se arremolinaban centenares de personas sollozando, gritando y gesticulando, pude abrirme paso hasta donde lo cortaba un joven soldado israelí. Lo que más me impresionó fue que, cuando llamé su atención y se volvió hacia mí, estaba llorando.
– No se puede pasar -me dijo-. ¿Por qué no nos dejan en paz con sus fotos?
Le dije que yo estaba en la plaza en el momento de la explosión, que había sacado fotos y que creía que interesarían a la Policía. El soldado me miró fijamente; se descolgó un walkie-talkie de la cintura y pidió instrucciones. Al poco rato apareció un teniente y me pidió que le acompañara.
En el improvisado tenderete que servía de hospital de campaña y de puesto de mando, me pusieron en manos de un coronel del ejército israelí y de un civil, pulcramente vestido. Ambos estaban pálidos y reflejaban la gravedad del momento. Septiembre Negro, la más radical de las organizaciones terroristas palestinas, acababa de hacerse responsable del atentado.
Entregué mis fotos y expliqué lo que había visto. El coronel me miraba con aire ausente y asentía de vez en cuando. El civil, por el contrario, vigilaba atentamente mi cara, como si quisiera leer pormenorizadamente cada una de mis expresiones. Cuando hube terminado mi explicación, el civil me dio las gracias, hizo una pausa y luego me dijo:
– Me llamo John Lawrence. ¿Usted es el Christopher Rodríguez que yo creo que es? ¿El Pulitzer?
Asentí con la cabeza.
– ¿No le revuelve todo esto el estómago? ¿Qué han hecho los judíos para merecer esto? Todas ellas, preguntas terribles, ¿verdad? Me gustaría que charláramos un poquito más. ¿En qué hotel se aloja usted?
– Intercontinental -contesté.
– ¿Podríamos cenar juntos?
Mucho tiempo después descubrí que, en realidad, a John Lawrence le interesaba menos mi personalidad que la capacidad de movimiento que me prestaba mi fama de fotógrafo. Así es la vida.