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– Markoff, ¿eh? -dijo Nina Mahler, sin levantar la vista del print-out-. ¿Qué diablos pintará éste en esta historia? ¿Humm?
– Eso mismo pensé yo, Nina -dije-. Si Markoff está metido, hay lío seguro. ¿El bueno de Vladimir hablando en secreto con un senador de los Estados Unidos? Mala cosa. Me parece que vamos a tener que mirar esto con lupa. Y eso que me dice el director de que él fue el primer sorprendido por la presencia del camarada en la vida de Perkins, no se lo cree ni él…
– No, claro que no. Bien -añadió con firmeza-, le dijiste a Masters que este papel tiene dos errores, ¿no?
Seguía sin mirarme. Es un truco típico de ella: aparentar que sus descubrimientos imposibles son fáciles y están al alcance de cualquiera, para después levantar la vista con perfecta inocencia y sorprenderse de que su interlocutor no haya caído en la cuenta de algo tan sencillo. Por una vez, le desinflé el globo.
– Naturalmente, Nina. -No le gustó nada-. Y habiendo establecido una certeza razonable sobre el hecho en sí de que alguien ha tenido acceso a la clave del computador, no estaría de más averiguar cómo lo ha hecho, de qué le ha servido…
– …Y quién es el caco. Sí, amor -dijo pensativamente-, quién diablos es el caco…
– Hombre… es también lógico pensar que los malos de la película son los de siempre: el bueno de Markoff, que representa los intereses malignos del gran oso de Moscú, y sus muchachos.
– Imposible, amor. Markoff no tiene medio de acceder a la clave. Le caería encima tal cantidad de agentes antes de abandonar la escena del crimen, que habría que despegarle de la acera con quitamanchas. No… eso no puede ser. No, no. Aquí nos estamos enfrentando con un topo que es un absoluto genio y con un montaje considerablemente más sofisticado que el de nuestro Vladimir. Hombre, no descarto una acción KGB, pero a unos niveles que van a exigir de nosotros escarbar hasta profundidades insospechadas.
– ¿Qué se te ocurre?
– Chris, amor, me podrán decir lo que quieran, pero un computador lo programan seres humanos y, por mucha vigilancia que haya para impedir que hagan perrerías, la fuga tiene que salir de un solo sitio y ha sido realizada por un único individuo. Le encontraremos, no te quepa la menor duda. -Me miró y arrugó el entrecejo -. ¿Qué estás pensando?
– Bueno, que si los rusos querían nuestra información y la tienen, no veo por qué no han borrado la memoria de nuestro computador, una vez que nos robaron. Eso sí que nos habría hecho daño.
– Humm, no. Hay dos objetivos: el robo, que es útil de por sí, y el sigilo. Si no nos enteramos de que nos están robando, seguirán haciéndolo en el futuro y nosotros, como inocentes doncellas. Sólo el ojo avizor de Henry Masters ha sido capaz de detectar el hecho.
– Ya…
– Mientras tanto, los rusos no saben que hemos descubierto su trampa y, de perdidos al río: se les puede dar información falsa y así minimizar el desastre.
– Otra pega, Nina. Seguro que me la sabes rebatir. ¡Aj! Me canso, ¿sabes?
Nina sonrió.
– Esta mañana, para acceder a la información del ordenador, Masters tuvo que hacer tres cosas: usar una llave, poner su nombre en la pantalla y escribir la clave. ¿OK? Bueno, pues su nombre queda registrado. Por consiguiente, nadie que quiera utilizar el ordenador puede hacerlo sin firmar y sin que quede registrada la firma. ¿Cómo es que no ha quedado registrada la firma del ladrón? Vamos, digo yo que no ha quedado registrada porque, en caso contrario, estaría ya entre rejas.
– No tengo ni la menor idea. No sé cómo lo ha hecho, amor.
– Frunció el ceño-. Creía que estos ordenadores son inviolables, pero, evidentemente, hay un modo de hacerlo. No sé…
– Sacudió la cabeza-. No lo sé. Desde luego, nuestro ladrón es un experto en informática y ha encontrado un modo de permanecer en el anonimato… Lo que, por supuesto, tenía era la clave y el lenguaje que se había utilizado para programar al ordenador…
– ¿Lenguaje?
– Desde luego -contestó Nina pacientemente-. Mira, no nos vamos a meter en honduras, pero bástete saber que, para programar, pueden utilizarse muchos idiomas, unos más sofisticados que otros. El Basic, el Algol-60, el Algol-68, el Cobol, el Simula, qué sé yo; hay un montón. Cuanto más sofisticado es el lenguaje, más complicado resulta de manipular. El Basic, que es el más sencillo de todos y que fue el primero inventado, allá por los años cincuenta, ya no lo utiliza nadie. La CÍA tiene el suyo propio, por ejemplo. Una vez que el ladrón tiene el idioma, puede instruir al computador y ordenarle lo que quiera: que olvide que ha hablado con él, que le mande automáticamente toda la información que almacena, que baile la samba, lo que quiera. Lo único que no puede hacer es decirle que borre la firma que ha tenido que utilizar. Tener que utilizar una firma es como dejar arañazos en la combinación de una caja fuerte: imborrable. Y, sin embargo, lo ha hecho -añadió pensativamente-. ¿Cómo diablos? Bueno… a lo mejor… -dijo lentamente -… la última generación de ordenadores empieza a incluir memorias infinitas. Es un nuevo descubrimiento que tiene incorporado la CÍA. Un ladrón hábil podría, tal vez… no sé, tal vez esconder su firma, enterrarla muy dentro de la memoria infinita, de tal modo que sólo una casualidad entre mil billones hiciera que se encontrara. No estoy segura de que sea posible; no conozco bien el sistema… Pero… me parece difícil. El ladrón tendría que cambiar el programa y, para eso, tendría que tener acceso físico al computador y manejar sus tripas. ¡Puf! Con la seguridad que hay, me parece improbable.
– Bien, está bien, Nina. Me lo creo. No sé si habrá sido como tú dices. Ya veremos. ¿Qué sabemos de momento? Un ladrón ha obtenido la clave de nuestro computador y puede hablar con él porque también conoce su idioma. Es evidente que roba, como lo demuestra el print-out de Masters, y es evidente que el método utilizado es el de desviar la información hacia otro computador. ¿En la Unión Soviética?
– No, amor. Sería demasiado arriesgado. Es mucho más fácil utilizar un computador en los Estados Unidos y mandar papeles impresos o cintas por valija diplomática desde la embajada soviética en Washington.
– Pero si el computador de la CÍA está hecho de encargo, no podrá utilizarse otro diferente.
– Incorrecto. Puede utilizarse otro diferente. Desde luego, uno muy sofisticado. Un IBM, un UNIVAC… que utilice un programa igual al nuestro.
– ¿Por qué? ¿No dice Gardner que cualquier niño con un computador casero puede ponerse en contacto con un ordenador sofisticado?
– Sí, pero no con el de la CÍA u otro de similar sofisticación. Verás, estos grandes monstruos están utilizando un nuevo sistema de memoria que se basa en impulsos electrónicos por sonido. Si tu programa no incluye las mismas claves de sonido, no tienes modo de acceder al de la CÍA.
– Ya.
– Además, para disfrutar al cien por cien de las ventajas de una memoria global, tienes que disponer de un banco de memoria tan grande como el de la CÍA, tienes que tener un acceso conjunto e ilimitado a tu memoria. ¿Has visto el ordenador de la CÍA últimamente?
– Ya. Es gigantesco.
– Por lo tanto, una máquina así no la puede tener un colegial…
– …Y supongo que es relativamente sencillo saber cuántos aparatos gigantescos y con el sistema específico de impulsos electrónicos de sonido del de la CÍA hay en los Estados Unidos…
– …¿Y Canadá?
– Y Canadá.
– Sí, supongo. Vamos a averiguarlo, ¿eh? Guardamos silencio. Al cabo de un buen rato, dije:
– Nina… -Tragué saliva. Encima de la mesa había un paquete de cigarrillos. Alargué la mano y cogí uno, me lo puse en los labios y lo encendí. Me dio un ataque de tos. Nina me miraba, esperando pacientemente a que dejara de ganar tiempo y dijera lo que tenía que decir. Saqué un pañuelo de mi bolsillo, me soné ruidosamente y, después, me sequé los ojos con él. Mientras tanto, Nina hacía dibujos en una esquina del print-out con un grueso lápiz rojo que solía utilizar para tomar notas-. Nina…
– ¿Amor?
– Nos pongamos como nos pongamos, y por mucho que diga Masters, aquí no puede haber más que un culpable de tres posibles. Me asusta pensar en la mera posibilidad… Uno de tres posibles, Nina. El presidente de los Estados Unidos, el director de la CÍA y el bueno de Gardner, que lleva años defendiendo la santidad y la pureza capitalista de este país.
Nina Mahler levantó el papel sobre el que estaba dibujando con su lápiz rojo y me lo enseñó. En una esquina, en gruesos trazos encarnados y rodeados de líneas curvas convergentes, había escrito tres nombres: Fulton, Masters, Gardner. Detrás de cada nombre había una serie de signos de interrogación.
– Henry Fulton -dijo-. Presidente de los Estados Unidos, sesenta y dos años, del Partido Republicano, casado, tres hijos, ni una sola aventura extramatrimonial, sólida fortuna personal heredada de su padre, que era un conocido hombre de empresa bostoniano. Lo ha sido todo en este mundo. A los veintidós años entró por primera vez en combate en una misión de bombardeo sobre el sur de Italia. Cuando terminó la guerra mundial, mandaba una formación de bombarderos con base en el sur de Inglaterra. Pilotó aviones de combate en Corea. Llegó al grado de coronel. Herido y derribado a lo largo de la costa japonesa, fue recogido cuatro días después por un submarino. Medalla del Congreso. Abogado en el mismo despacho que Masters, se metió pronto en política. Fue elegido Senador por Massachusetts en 1954 y gobernador del Estado ocho años más tarde. Uno de los más sólidos partidarios de la guerra del Vietnam, fue, sin embargo, uno de los miembros más destacados y activos de la Comisión de Investigación del Congreso en el escándalo de Watergate. Director de la CÍA en el 77. Elegido presidente en el 80 con un programa que incluye pararle los pies a la Unión Soviética de la manera más firme posible. -Nina había recitado el historial de Fulton como si fuera una colegiala que se lo supiera de memoria. Apretó los labios y se recostó en su asiento. Suspiró y continuó-: Henry Masters, 58 años, director de la CÍA. Una historia muy simple. Salió de Harvard en 1948 e ingresó en el despacho de Fender, Kennedy, Joplin and Delaware en Boston. Allí conoció al joven Fulton y se hicieron inmediatamente amigos. Se casó con una prima de Fulton en 1954. Dos hijos. Nunca ha hecho otra cosa en la vida. Es un brillante abogado mercantilista y la firma de leguleyos se llama ahora Fender, Kennedy, Joplin, Delaware and Masters; le hicieron socio del despacho en 1963, cuando murió el viejo Joplin. Es republicano y nunca se había metido en política hasta que su amigo Henry Fulton, elegido presidente, le pidió que se hiciera cargo de la CÍA. Un hombre impecable, ejemplo de cristianos… David Gardner es harina de otro costal. Más malo que la tina, ha pasado toda su vida activa en el campo de la inteligencia, concretamente en la CÍA. Casado con una mujer horrible, le pone los cuernos cada vez que puede.
– Sonreí recordando la inefable aventura del bidé-. Es el azote de los espías. Sus métodos burdos y la crueldad de sus procedimientos no le van a granjear el Óscar a la popularidad en las próximas ceremonias que se celebren en Moscú.
– Nina, me parece que te estás dejando llevar por tus nobles sentimientos. Quieres demasiado a Gardner -dije riendo-. El bueno de Gardner es horrible pero eficaz… -Me puse serio-. ¿Cuál es tu candidato? Resopló.
– Vamos a ir por eliminación, amor. Por simples razones prácticas, Masters no puede ser. Si él fuera el espía, habría ocultado cuidadosamente su descubrimiento al leer el print-out. No nos habría contado sus sospechas y no habría lanzado la investigación. El mismo hecho de que no estuviera seguro de que se había producido el robo pero de que, por si las moscas, nos pidiera la investigación le excluye de la lista de candidatos. Gardner, nuestro probo jefe, queda eliminado por las mismas simples razones. Si Gardner es un espía soviético, yo soy arzobispo de Cantón. Que yo sepa, Markoff ha estado a punto de cazarle tres veces, después de la promesa que te hizo al acabar la operación del Midwest. En una ocasión, le hirieron de gravedad y estuvo en coma tres días. No se carga uno a un topo que se tiene a esa altura por una fruslería de diecisiete agentes muertos… No -sacudió enérgicamente la cabeza-, no, ni hablar.
Nos miramos en silencio. Nina se pasó la lengua por la encía y se removió en su asiento.
– Nina, Nina -dije severamente-, me parece que esos pensamientos no son dignos de una americana de pura sangre.
– Chris… ya me dirás lo que nos queda.
– ¿El presidente de los Estados Unidos, espía soviético? ¡Venga ya! No es concebible.
– ¿No es concebible? ¿No sería el golpe más colosal que se haya dado nunca?
– Desde luego… pero no puede ser. No puede ser, Nina. -Alargué la mano y descolgué el teléfono que había encima de la mesa. Muy despacio, marqué un número y esperé.
– Masters -me respondió secamente la voz.
– ¿Señor? Soy Christopher Rodríguez.
– Dígame.
– ¿Podríamos visitarle Nina Mahler y yo?
– ¿Cuándo y para qué?
– Ahora mismo. Creo que necesitamos utilizar su computador, pero, para lo que queremos, tenemos que tener su clave.
– ¿Qué pasa?
– Queremos ver con detenimiento el historial de cada uno de ustedes.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.
– ¿El del presidente, el de Gardner y el mío?
– Sí señor.
Largo silencio.
– Creo que será mejor que vengan para acá.
– Sí, señor. Muchas gracias, señor.
Masters colgó sin añadir palabra. Me quedé con el auricular en la mano, mirándolo detenidamente, como si me pudiera dar la solución de este espantoso embrollo.
– ¿Qué necesitas, amor?
– Un sólo detalle, un sólo punto oscuro. Quince días durante los cuales el ordenador no haya recogido datos. Unas vacaciones anónimas y sin vigilancia durante las cuales los comunistas hayan podido hablar con uno de los tres, lavarle el cerebro, qué sé yo…
– Chris, para lo que tú quieres, se necesitan más de quince días. No puede ser. Se requiere un endoctrinamiento, un convencimiento, conversaciones, dinero, mujeres, hombres, mil cosas…
– No tengo ni idea, Nina. Hay drogas… ¿Has oído hablar del Pentovar? Mucho más eficaz que el Pentotal. Hace hablar, fija instrucciones en el subconsciente sin que uno pueda recordarlas después. Contrariamente al Pentotal, que hace hablar pero mantiene el recuerdo de la conversación, el Pentovar hace que ese recuerdo quede en el subconsciente… Nina, necesito un espacio de tiempo no controlado por nadie.
– ¿A ti te han interrogado alguna vez en serio? -Me vio la expresión y levantó la mano-. Perdona, pero no me refiero a algo tan burdo como que te recorten el tamaño del pie. Quiero decir con métodos científicos profundos.
– No.
– Yo he visto los resultados. No se remueve y revuelve en el alma de un ser humano sin que haya consecuencias o sin que queden rastros. Los he visto, amor. Ya no son normales. Les falta algo, su mirada es turbia… ¿Es turbia la mirada de Fulton?
– Humm, no más que la de cualquier político.
– Mucho me tienes que convencer.
– ¿Vamos? -Vamos.
Media hora después estábamos sentados frente a Masters en su despacho. Le acabábamos de repetir muy despacio lo que queríamos de él. El director nos miró en silencio durante un largo rato. Se hubiera podido oír el vuelo de una mosca. Me daba la impresión de que no había mucho calor en los ojos de nuestro interlocutor, aunque su enfado, también es cierto, me parecía bastante razonable: por más que aquella misma mañana, Masters hubiera rechazado como ridícula la posibilidad de una infidelidad suya, del presidente o del bueno de Gardner, yo volvía cargado de sospechas. Y confieso que no se acusa todos los días impunemente de traición a tres de los personajes más poderosos del planeta. Que se lo dejen a C. Rodríguez; cualquier gestión diplomática que me sea encomendada es despachada por mí con la misma delicadeza con la que un elefante pisa armoniosamente unas florecillas del valle.
Finalmente, el director se rascó la barbilla, hizo repetidos gestos afirmativos con la cabeza y preguntó secamente:
– ¿Qué es lo que ustedes se proponen?
– Bueno, señor -contesté-, aunque usted mismo… -carraspeé-… me demostró esta mañana que era imposible, para seguir adelante con el espíritu libre de sospecha, nos tenemos que convencer de que no hay una manzana podrida en este montón… como si dijéramos -añadí en voz baja; no fue mi mejor frase del día.
– Estará usted conmigo en que el montón es bastante reducido.
Nina me dio una patada por debajo de la mesa.
– Sí, señor. Le pido perdón -me apresuré a añadir-. Pero, con el debido respeto -a veces me pregunto por qué hago estas cosas-, tengo que insistir en que, para seguir adelante con esto, es absolutamente fundamental que descartemos a los sospechosos que son más evidentes y, al tiempo, más improbables. El presidente, el señor Gardner y usted.
– ¿Y cómo se proponen hacerlo?
Detecté un punto menos de hielo en la pregunta.
– Es largo y pesado, señor, pero no hay más remedio que pasar por ello. El computador guarda en su memoria cada uno de los movimientos que ustedes han realizado en los últimos años. -Asintió.
– Se lo confirmé esta mañana.
– Sí, señor. -Me aguanté las ganas de menear la cabeza. ¿Por qué diablos le sentaba tan mal que yo recogiera su propio argumento y me planteara seriamente la cuestión de su fidelidad o infidelidad? Caramba, en un asunto tan grave como éste, no nos podíamos permitir el lujo de un solo descuido. Me encogí de hombros mentalmente. Todos somos humanos: supongo que Masters había descartado el tema cuando lo había tratado conmigo esa misma mañana y ahora le irritaba que volviera a ser puesto sobre el tapete. Bueno, no siempre se actúa al gusto de todos-. En esas circunstancias, señor, el computador de la CÍA nos revelaría cualquier lapso de tiempo cuyo empleo por ustedes no hubiera sido justificado. Me estoy refiriendo a un lapso de tiempo sustancial, lo suficientemente sustancial como para permitir un adoctrinamiento por los soviets y una preparación de la traición. Es decir, bastante tiempo. -Me dio la sensación de que Masters respiraba lentamente con cierto alivio-. De ser así, una cosa de este tipo debió de ocurrir hace años.
– ¿Por qué? ¿Por qué no recientemente?
– ¿Ha pasado usted últimamente quince, veinte, treinta días sin que nadie supiera dónde estaba?
– No, claro que no.
– Recientemente, en cambio, se han descubierto métodos químicos que aceleran el tiempo hipotético de adoctrinamiento. En otras palabras, si los rusos le pillaran ahora, es perfectamente concebible que le lavaran el cerebro en unas cuantas horas y que volviera usted una mañana, fresco y descansado tras un sueño reparador, convertido en el peor de los traidores: el que ignora serlo.
Masters asintió lentamente.
– Humm. Esas drogas de que usted me habla son muy recientes. Un año. Año y medio…
– Efectivamente, señor -interrumpió Nina-. La primera que sepamos que han desarrollado los rusos data de aproximadamente diecisiete meses.
– Sí. -Tomó la decisión y, con tono definitivo, añadió-: Bien, quieren ustedes utilizar el ordenador. Muy bien. Apártense un poco, por favor.
Mientras Nina y yo nos levantábamos e íbamos hacia la ventana, el director empujó la mesita supletoria, que giró hacia atrás sobre sus ruedas. Con ello, nos dejaba suficiente espacio para que trabajáramos sin molestarle. Luego, repitió la operación de aquella misma mañana: introdujo la llave en su ranura y se puso a escribir en sú teclado. Al cabo de un momento, dijo:
– Ya pueden ustedes acercarse.
En la pantalla, en pequeñas letras mayúsculas de color verde luminoso, podía leerse: "Ready." Nina cogió una silla, la acercó a la mesa y se sentó. Jadeaba un poco.
– Voy a conectar el impresor para que tengamos print-outs y los podamos leer con mayor comodidad en nuestra oficina. Así le molestaremos lo menos posible, señor.
Masters asintió nuevamente.
Nina se puso a escribir en el teclado y, mientras la impresora marcaba caracteres en el papel, en la pantalla fueron apareciendo las letras "Henry Fulton". Miré a mi alrededor, buscando una silla en que sentarme. No había ninguna cerca. Entonces, cogí uno de los silloncitos en que habíamos estado sentados antes y lo acerqué a la mesa.
– Comodón -murmuró Nina.
Me dolía el pie. Al sentarme, repentinamente se me desbloqueó la nariz por primera vez en cuatro días.
Parece mentira la cantidad de datos que puede almacenar un ordenador. Durante tres interminables horas, escupió sin cesar verdaderas remesas de papel. Ni por un momento Nina o yo nos apartamos de la pantalla: se trataba de impedir que nadie (y, siendo tres en la habitación, ya se sabe quién entendíamos por nadie) pudiera alterar los datos que estaban siendo impresos. Ni nos habíamos puesto de acuerdo, pero somos un par de desconfiados. Qué le vamos a hacer.
Probablemente, hubiera sido más fácil pedirle al computador que nos señalara los períodos de tiempo no controlados de nuestros tres héroes. No lo hicimos porque no teníamos modo de explicarle al monstruo qué tipo de intuición nos haría ver la luz. No lo sabíamos ni nosotros.