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Se despertó sobresaltado de una pesadilla. Transcurrieron unos confusos segundos hasta que comprendió que era por la mañana temprano y que yacía delante del teléfono. Se dejó caer en el colchón.
Había soñado que la gente volvía en masa a la ciudad. Él iba hacia ellos. Venían por el camino en fila india y formando pequeños grupos, como si fuesen personas que regresaban a casa después de un partido de fútbol.
No se atrevió a preguntarles dónde habían estado. Ellos no le prestaban atención, pero oía sus voces, sus risas, las bromas que se gastaban a gritos. No se acercó a más de diez metros. Él caminaba por el centro de la calle. Ellos pasaban de largo a derecha e izquierda. Cada vez que intentaba llamar la atención sobre su persona, le fallaba la voz.
Se sentía hecho polvo. No sólo porque había vuelto a pasar la noche delante del teléfono, sino porque tampoco había conseguido desvestirse.
Comprobó que el auricular estaba bien colgado.
Mientras buscaba pan integral en el cajón inferior de la cocina, su trasero chocó violentamente contra la nevera. El teléfono móvil que llevaba en el bolsillo del pantalón recibió un golpe. Aunque era improbable que hubiera sufrido daños, lo sacó para revisar su funcionamiento. Tenía que permanecer intacto a cualquier precio. Lo que no podía perder era la tarjeta SIM.
Había vuelto a guardarse el aparato cuando le asaltó una atroz sospecha. Revisó la lista de llamadas con dedos temblorosos. Presionó «Números marcados». La primera anotación mostraba el número de su teléfono fijo. Marcado el 16 de julio a las 16:31 horas.
Se abalanzó al teléfono. Pisoteando el colchón revolvió en un montón de papeles antes de descubrir la nota bien visible encima de la agenda de direcciones.
16:42 horas. 16 de julio.
Deambuló sin rumbo por la ciudad a pesar de que se había propuesto trabajar en la vivienda de su padre. Tomó Handelskai en dirección sur. Cuando pasó junto a Millennium Tower, alzó la vista. El sol le deslumbró. Dio un volantazo. El coche se bamboleó ligeramente. Pisó el freno a fondo. Se deslizó a velocidad más sosegada. Su corazón latía con fuerza.
Observó desde la lejanía que su pancarta aún giraba alrededor de la Torre del Danubio. Condujo hasta la entrada. No se atrevió a salir del coche. Sus ojos buscaron una señal de que su bandera hubiera atraído a alguien. Encima de él el café retumbaba al girar: un aullido rítmico que a intervalos regulares acallaba un crujido. Intuyó que no tardaría mucho en salir todo volando allí arriba.
Cruzando el Reichsbrücke, llegó a Lassallestrasse. Dos minutos después se detuvo ante la noria gigante. Con el fusil en las manos echó un rápido vistazo. Hacía calor y no corría aire. No se divisaba una sola nube.
Convencido de que no le amenazaba ninguna sorpresa del exterior, pasó junto al café para dirigirse a la oficina de la noria. La cabina de mando se encontraba detrás de una puerta discreta en la tienda donde se ofrecía a los turistas una reproducción en miniatura de la noria gigante y otras baratijas.
Examinó la caja de mandos, del tamaño de una pizarra escolar. A diferencia de la Torre del Danubio, allí no había letreros. No obstante comprendió pronto que el botón amarillo conectaba y cortaba el suministro de corriente a todo el sistema. Después de haberlo pulsado, las lámparas se iluminaron. Un anuncio eléctrico parpadeó. Apretó otro botón: la góndola inferior, que veía a través de un escaparate desde su sitio junto a los pupitres, se puso en movimiento.
Encima de una de las mesas había un rotulador. Escribió con él su número de teléfono sobre la pantalla de un ordenador. También dejó una nota en la puerta antes de guardarse el rotulador en el bolsillo de la pechera de su camisa.
Se acercó paseando hasta el siguiente puesto de salchichas, el mismo que había visitado en su última visita. Sacó de un estante una bolsa de colines. Desayunó sin apartar la vista de las barquillas.
¿Y si se montaba?
Peinó a pie el terreno del parque de atracciones Wurstelprater. Puso en marcha todo lo que pudo. No siempre logró averiguar el sistema de funcionamiento, pero sí con la frecuencia necesaria para que el parque de atracciones estuviera pronto repleto de música y barullo. Ciertamente no podía compararse con el volumen de sonido de antes. No había puesto en marcha bastantes carruseles y alfombras voladoras para eso. Además, faltaba la gente. Pero si cerraba los ojos, con un poco de buena voluntad podía entregarse a la ilusión de que todo era igual que antes. De que estaba cerca de la fuente, rodeado de desconocidos divirtiéndose. Enseguida compraría una mazorca de maíz hervida. Y por la noche, Marie regresaría de Antalya.
Volvió a trasladar el colchón al dormitorio. Cambió las sábanas. Limpió el suelo delante del teléfono. Metió en una bolsa de basura los envases vacíos de patatas fritas y las chocolatinas abiertas diseminadas por el suelo. Tiró asimismo los botes de bebida. Barrió y por último fregó los cercos sucios y pegajosos de los vasos en el parquet. Mientras lo hacía, se propuso no volver a abandonarse tanto. Debía mantener el orden, al menos entre sus cuatro paredes.
Montó la videocámara delante del lecho. La puso en marcha. El encuadre no era favorable. Aunque más tarde podría observar cada detalle de sus gestos, sólo sacaría partido de ese vídeo si superaba el reto de pasar toda la noche tumbado inmóvil.
Puso el zoom a la máxima amplitud. No era suficiente. Corrió el trípode un metro más atrás y miró de nuevo la pequeña pantalla. El encuadre le satisfizo. La cama aparecía entera en la imagen. Probó entonces el funcionamiento de la cámara y de la cinta. No quería exponerse a otra sorpresa.
Como no se sentía lo bastante tranquilo para acostarse, se sentó ante el televisor con una bolsa de palomitas. Había sustituido la cinta de la Love Parade por una comedia. Desde los primeros días de su soledad no había visto ninguna película y por tanto a otras personas hablando, actuando.
Con las primeras palabras de la protagonista le invadió tal espanto que pensó en quitar la cinta, pero se contuvo. Confió en que se le pasaría.
Empeoró. Sintió un nudo en la garganta y se le puso la carne de gallina. Le temblaban las manos y tenía las piernas demasiado flojas para levantarse.
Tras apagar con el mando a distancia, se arrastró a cuatro patas hasta la grabadora. Cambió la cinta de la película por la de la Love Parade. Rebobinó. Se subió al sofá.
Apretó la reproducción.
Apagó el sonido.
Cuando despertó, era de noche. Como en una duermevela caminó al dormitorio. Renunció a lavarse los dientes. Pero todavía conectó la cámara, apretó REC y cayó sobre la cama.
De camino hacia la estación de mercancías de Matzleinsdorf, donde se encontraba el Parque Sur de Maquinaria cruzó por delante de la iglesia de Mariahilfer Gürtel. Al pasar leyó la pancarta colocada en su fachada:
Jesucristo te ama.
Apretó más el acelerador.
El Parque Sur de Maquinaria era, junto con el Cementerio Central, la superficie más vasta de Viena cercada por muros. Jonas nunca había estado antes allí. Le costó cinco minutos encontrar la puerta. Al doblar la esquina, se asombró. Nunca había visto en el mismo lugar tantos camiones aparcados a distancias regulares, como para una foto publicitaria. Debían ser cientos.
Había muchos camiones articulados con trailers. Pero conducirlos requería cierto entrenamiento, y además había que subir el contenedor de carga al tráiler. Él quería un camión corriente. Un transporte espacioso.
Mientras caminaba despacio entre los camiones, se enfadó por no haberse dado crema. Tenía tanto miedo a quemarse con el sol que interrumpió varias veces la búsqueda para secarse la cara en el Spider refrigerado y beber agua mineral. Daba un trago, jugaba con los dedos en el volante y miraba por el retrovisor.
Por fin creyó haber encontrado su vehículo. Un DAF de unas sesenta toneladas. Por desgracia no tenía las llaves puestas. Como no le apetecía buscarlas en la oficina, optó por un modelo algo más antiguo, pero más grande, provisto también de todos los extras imaginables. Tenía radio, una pequeña televisión, aire acondicionado, luz, y en el amplio espacio destinado a la cama, una placa de cocina.
En cuanto encendió el motor, se animó. No había oído nada comparable desde hacía mucho tiempo. El vehículo tenía fuerza. También la visión desde la cabina agradó a Jonas. En el Spider le daba la impresión de que iba sentado a escasos centímetros de la calzada; en ese puesto por el contrario creía hallarse en el primer piso de un edificio con ventanas panorámicas.
La documentación estaba en la guantera. En ella encontró también cosas del anterior conductor. Sin el menor reparo lo tiró todo por la ventanilla. También arrojó dos camisetas halladas en la litera.
De un almacén de reparaciones en los talleres trajo dos rieles metálicos. Con el rotulador de la oficina de la noria gigante escribió en un cartel de la empresa que había en la pared: Querido Jonas, 21 de julio. Tu Jonas.
Condujo hasta el Spider. Volvió a bajar la plataforma de elevación. Calculó la distancia entre las ruedas y apoyó los rieles en la superficie de carga. Segundos después el Spider se encontraba dentro del camión.
Aparcó el camión delante de la casa de su padre. Bajó el Spider a la calle con ayuda de los rieles metálicos. Por sentido del deber registró la vivienda. Todo estaba igual que en su última visita. Hasta el olor. Olía a su padre.
Contempló el teléfono del pasillo.
¿Había sonado hacía unos días? ¿Cuando él había llamado imaginándose los timbrazos? ¿Había estado realmente allí ese teléfono? ¿El timbre había atravesado la vivienda?
Atisbo la calle por la ventana del dormitorio. El camión tapaba la visión de las bicicletas y del cubo de la basura por el que asomaba la botella.
Detrás de él se oía el tictac del reloj de pared.
Sintió el impulso de abandonar la ciudad. Por un rato. Averiguar definitivamente si de verdad no había gente en ninguna parte. Aunque no se topase con nadie en Berlín o en París, a lo mejor hallaba el modo de llegar a Inglaterra. Pero por otro lado no era capaz de imaginarse deteniéndose largo tiempo en un entorno desconocido. Presentía que tenía que luchar por cada metro, que debía apropiarse con esfuerzo de cada lugar al que llegaba.
Nunca había entendido cómo había gente capaz de mantener dos viviendas. ¿Cómo se soportaba a la larga vivir una semana o un mes aquí y otro allí? Una vivienda nueva le recordaría a la antigua, y al cabo de un mes la nueva sería la antigua y ya no se orientaría en la casa a la que regresase. Recorrería las habitaciones y encontraría cosas equivocadas. Un despertador equivocado, un perchero equivocado, un teléfono equivocado. La taza en que bebería el café matinal le pertenecería, claro, pero no podría evitar pensar en la que había utilizado el día anterior y en dónde se encontraba en ese momento. ¿En un aparador? ¿En un lavavajillas sin vaciar?
El espejo del cuarto de baño en el que se contemplara tras la ducha le mostraría exactamente la misma imagen que aquel en el que se había mirado el día anterior. Sin embargo tendría la impresión de que algo fallaba en esa imagen.
Podría estar tumbado en el balcón, hojeando revistas. O ver la televisión, o aspirar el polvo, o cocinar. Pensaría en el otro hogar, en el otro balcón, en el otro televisor, en la otra aspiradora, en el otro molinillo de pimienta dentro del otro armario de cocina. Por las noches podría tumbarse en el sofá a leer un libro. Al mismo tiempo recordaría los libros colocados en las estanterías de la otra casa. Las letras del interior de los libros cerrados. Las historias que atesoraban esas páginas para aquel capaz de interpretarlas.
Y antes de dormirse, ya en la cama, recordaría su lecho en el otro hogar y se preguntaría si ahora estaba durmiendo en casa o si había dormido en casa el día anterior.
Conectó la videocámara al televisor. Mientras rebobinaba la cinta, bajó las persianas para que el sol poniente no lo deslumhrase. La estancia quedó sumida en la penumbra del crepúsculo.
Apretó el start. Puso el volumen al máximo.
Se vio a sí mismo pasando junto a la cámara y cayendo en la cama. Se tumbó boca abajo, como de costumbre. No era capaz de conciliar el sueño en otra postura.
La luz tenue de la lámpara de la mesilla de noche bastaba para verlo todo. El durmiente yacía con los ojos cerrados y respiración profunda y acompasada.
Jonas no era de las personas que se miran al espejo más de dos veces al día. Pero conocía su aspecto, tenía una vaga idea de la expresión que solía exhibir su rostro. Sin embargo, verse cuando todos sus rasgos estaban relajados le ponía un poco nervioso.
Sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y lo colocó encima de la mesa, para no volver a llamarse a sí mismo. Miró la pantalla. Excepcionalmente se le había ocurrido activar el bloqueo del teclado.
Al cabo de unos minutos el durmiente hurtó el rostro a la cámara y enterró la cabeza debajo de la almohada mientras se oía un crujido. Un momento después reapareció. Se puso de lado, poco después se tumbó boca arriba y se pasó la mano por los ojos.
De vez en cuando Jonas detenía la cinta y escuchaba. Caminó por la habitación bamboleando los brazos y se sirvió una copa de vino. Le costó trabajo regresar a la grabación.
Doce minutos antes de finalizar la cinta, el durmiente se giró de nuevo ofreciendo el rostro a la cámara.
Durante un momento le dio la impresión de que abría un ojo, de que el durmiente miraba a la cámara. Lo hacía con plena conciencia de que era filmado y volvía a cerrar el ojo en el acto.
Cuando contempló el pasaje por segunda vez, se sintió inseguro. Después de la cuarta se convenció de que se había equivocado. Además tampoco tenía sentido.
Al cabo de cincuenta y nueve minutos el durmiente farfulló algunas frases. Unas palabras ininteligibles, agitando los brazos. Se volvió apartándose de la cámara. La pantalla se oscureció, la cinta dejó de zumbar y Jonas se enfadó por haber utilizado una cinta de una hora.
Rebobinó. Repasó el último minuto a cámara lenta sin reparar en nada desacostumbrado. Escuchó con atención las cuatro frases. La más inteligible era la segunda. En esta creyó entender tres palabras, «káiser», «madera», «acabar». El descubrimiento no tenía demasiado interés.
Volvió a contemplar la cinta desde el principio.
Casi cincuenta minutos transcurrían sin incidentes. Después venía el pasaje que le había irritado la primera vez.
Y sucedió de nuevo.
Durante una fracción de segundo se percibía la mirada penetrante del ojo del durmiente mirando a la cámara sin un atisbo de somnolencia hasta que el ojo volvía a cerrarse.
Jonas buscó el mando a distancia encima de la mesa, pero no lo encontró porque lo llevaba en la mano. Transcurrió un rato hasta que su pulgar tembloroso acertó con el botón que detenía la casete.
No debía enloquecer. Si se empeñaba, seguro que hallaría más detalles extraños en la cinta. Igual que podía imaginar sonidos en las cintas de audio. Si se empeñaba, podía encontrar inmediatamente una docena de supuestas alusiones a esto y aquello. ¿Por qué le había saludado de un modo tan raro el conductor del autobús el 1 de julio? ¿De qué habían cuchicheado Martina y su nuevo y extraño colega durante la fiesta de la empresa? ¿Por qué el 3 de julio colgaba en todas las puertas de las viviendas del edificio, excepto la suya, la hoja de propaganda de un fabricante de pizzas? ¿Por qué no llovía casi nunca? ¿Por qué a veces, después de diez horas de sueño, le embargaba la sensación de no haber pegado ojo? ¿Por qué creía que le observaban?
En cualquier circunstancia debía atenerse a lo que había. A lo que era claramente demostrable, indiscutible.
Subió las persianas y abrió la ventana. Comprobó que la puerta de la vivienda estaba cerrada con llave. Tras haber inspeccionado todas las habitaciones, lanzó una mirada al armario empotrado.
Con el fusil a su lado, volvió a ver la grabación entera, a cámara rápida. En el pasaje que le confundía, miró por la ventana. Antes de las frases murmuradas cambió al modo de reproducción normal.
Sólo conseguía entender esas tres palabras. No creyó que el durmiente quisiera decirle algo. A pesar de todo se percató de que estaba viendo algo importante.
Preparó dos cámaras en el dormitorio. Situó una a escasos metros de la cama. Orientó la otra para que filmase la cabecera. Existía el peligro de que se diera la vuelta durante el sueño saliendo del encuadre, pero deseaba contemplar a toda costa su rostro de cerca, aunque sólo fuera durante unos minutos.
Puso cintas de tres horas de duración.