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Se despertó sobresaltado, miró a su alrededor y se percató, aliviado, de que no era todo rojo.
Apartando con los pies la manta raída, se dejó caer en el colchón. Clavó los ojos en la pared de enfrente. Un rectángulo blanco señalaba el lugar del que había retirado una acuarela. Parpadeó, se frotó los ojos y paseó de nuevo la vista. Todos los colores eran normales.
No lograba recordar los detalles del sueño. Sólo que caminaba por un amplio edificio en el que todo, las paredes, el suelo y los objetos despedían un pesado brillo rojizo. Las diferentes tonalidades de rojo sólo se diferenciaban en matices. De ese modo parecía como si los objetos se licuasen, se transformasen unos en otros. Estuvo andando por ese edificio en el que no resonaba el menor ruido sin toparse con nada salvo el color rojo, que se imponía incluso a la forma.
Tiró los colchones por la ventana. Venciendo una considerable resistencia arrancó el primer somier de lamas del armazón de la cama. El segundo le costó menos. Transportó ambos a la calle con el carrito y los apiló en la caja, al lado de los colchones. Cogió la sierra que había conseguido en el almacén de materiales de construcción y la emprendió con el armazón de la cama. Necesitó casi una hora, pero lo consiguió. Colocó sobre el carrito las partes de la cama, rodó hacia fuera y lo cargó todo en el camión.
Inspeccionó la casa por última vez. Los armarios de cocina eran ajenos, no habían pertenecido a la casa de sus padres, se quedaron donde estaban. Igual que el fogón, la nevera, el banco. Había sacado las antiguas propiedades. Para terminar recogió la caja de fotografías y la metió en el maletero del Spider.
Se sentó en la caja de la camioneta. Alzó la vista al cielo. Experimentó un déjà-vu. Creyó que acababan de abrir las escasas ventanas momentos antes. Las figuras de piedra que sobresalían de los muros parecían observarle. Una de ellas, sobre todo, con cota de malla, blandiendo una espada y protegiéndose con un escudo que tenía un pez como animal heráldico, le miraba con sorna. Y todo eso ya lo había experimentado una vez.
Al poco todo volvió a la normalidad. Las ventanas llevaban mucho rato abiertas. Las estatuas eran estatuas. El hombre de la espada miraba con indiferencia.
Jonas se volvió como una flecha.
Se situó sobre el techo de la camioneta. Dejó resbalar los ojos por la calle. En cuatro semanas no había cambiado nada. Ni el menor detalle. El trozo de plástico sobre el sillín de la bici seguía ondeando con la brisa. La botella aún asomaba del cubo de basura. Las motocicletas continuaban en su lugar.
Se volvió de nuevo.
En la cabina del camión recogió papel, cinta adhesiva y un rotulador del que no sabía cómo había llegado allí. Pegó una nota en la puerta para que cualquiera que regresase la viese en el acto. Escribió:
Ven a casa. Jonas.
Tras una breve reflexión, pegó otra hoja con el mismo recado por dentro de la puerta.
Devolvió el camión a Hollandstrasse. Fue en bicicleta a Rüdigergasse bajo un sol de justicia, de allí con el Spider hasta Brigittenauer Lände. Le dolía la cabeza. Culpó al polvo de madera que había tenido que inhalar al partir la cama. A lo mejor también se debía al calor.
Al sacar las fotos del Spider cayó en la cuenta de que había olvidado vaciar el sótano. Se enfadó. Pensaba no volver a pisar la casa de Rüdigergasse. Ahora tenía que regresar al día siguiente.
Abrió la puerta del portal, escuchó. La cerró tras él y echó la llave. Escuchó sin moverse. Dejó vagar la vista. Estaba igual que el día anterior, cuando la había abandonado. Si abría o cerraba la puerta, folletos publicitarios se alzaban del suelo revoloteando. En el rincón yacía una pelota de tenis hecha trizas con la que jugaba el pastor alemán de una vecina. El ascensor estaba en la planta baja. En el aire flotaba un olor viciado a mampostería.
Abrió con cuidado la puerta de la vivienda y registró todas las habitaciones. Luego cerró con llave. Dejó el fusil. Tiró las fotos sobre el sofá. No pensaba que su imaginación le hubiera engañado el día anterior. Había ocurrido algo distinto a lo habitual. A pesar de que las apariencias engañan, y presagiaba que su fantasía se había desbocado.
Mientras se frotaba el pelo con champú, evitaba cerrar los ojos hasta que le escocían por la espuma. Sostuvo la ducha por encima de la cara. Se limpió el rabillo del ojo con movimientos atolondrados. Su corazón latió más deprisa.
Desde hacía algún tiempo cuando cerraba los ojos al ducharse tenía que luchar con un intruso. También esta vez apareció el animal en su imaginación. Un ser velludo que caminaba erguido, de más de dos metros de altura, un híbrido de lobo y oso, del que sabía que debajo del pelaje ocultaba algo diferente, mucho peor. Cada vez que cerraba los ojos le aterrorizaba ese ser que se acercaba contoneándose y le amenazaba. Se movía mucho más deprisa que cualquier persona o animal conocido. Se acercaba al galope, sacudía la cabina de la ducha, ansioso por abalanzarse sobre él. Pero nunca llegaba a eso, porque en ese momento abría los ojos.
Miró a su alrededor. Oyó un crujido en el rincón y salió de la ducha profiriendo un alarido. Con espuma en la piel y champú en el pelo, se plantó desnudo en el pasillo, clavando la vista en el cuarto de baño.
– ¡Eh! ¡Seguro que no! ¡Ja, ja, ja!
Se secó con una toalla del armario del dormitorio. Pero ¿qué hacer con el pelo lleno de jabón? Caminaba de un lado a otro, indeciso, entre el fregadero de la cocina y el mueble zapatero del pasillo, sin traspasar el umbral del cuarto de baño.
Su comportamiento era disparatado. Un crujido. Nada más. La bestia lobuna sólo existía en su imaginación. Podía aclararse en la ducha con los ojos cerrados. Nadie le amenazaba.
La puerta estaba cerrada con llave.
Las ventanas, también.
Nadie se escondía dentro del armario, ni acechaba debajo de la cama.
Nadie estaba pegado al techo.
Se situó bajo la ducha y abrió el grifo, colocando la cabeza bajo el chorro. Cerró los ojos.
– ¡Ey! ¡Jajajaja! ¡Vamos, anda! ¡Por favor! ¡Pero qué cosas! ¡Aleluya!
Oscurecía cuando, enfundado en un albornoz, se sentó en el suelo del cuarto de estar, con la espalda apoyada en el sofá. Olía a ducha. Se sentía fresco.
Colocó las fotografías delante de él, sobre la alfombra.
Ingo Lüscher.
En lo más profundo de su conciencia se había preguntado todo el rato cuál era el nombre completo del chico sobre el que había girado el anillo. También se preguntaba cómo se llamaría el niño desconocido. Ahora al menos había recordado el apellido de uno. Ellos se burlaban de él porque se llamaba igual que un esquiador suizo, lo que a Ingo como patriota deportivo le irritaba, como es lógico. Jonas no había vuelto a verlo desde la época de Primaria. A Leonhard, por el contrario, no lo perdió de vista hasta que en el Instituto les asignaron clases distintas.
Sus pensamientos recuperaron sus experiencias en el sótano con el péndulo. Por principio consideraba ese tipo de cosas una patraña. Sin embargo, tenía que admitir que los resultados eran notables. ¿Influía él inconscientemente en el péndulo? Su madre estaba muerta, su padre también había desaparecido y él lo sabía. Así que no cabía descartar que su subconsciente moviese la cadena.
Abrió el cierre, enhebró el anillo y sostuvo el brazo por encima de la primera foto que encontró: era una foto suya, arrastrando tras de sí por la hierba una raqueta de tenis demasiado grande.
El anillo permanecía inmóvil.
Comenzó a oscilar.
A girar en círculo.
Jonas soltó una maldición y se frotó el brazo. Repitió la prueba. Con idéntico resultado.
Encontró una foto de su madre. El anillo también giró por encima de ella. En cambio tras una prolongada fase de calma comenzó a oscilar por encima de la foto de su padre. Sobre Leonhard giraba en círculo, por encima de Ingo se movía suavemente de un lado a otro, sobre el niño sin nombre se quedaba quieto. Cuando Jonas sostuvo otra vez el anillo sobre una foto suya, el anillo permaneció inmóvil encima de la cartulina de las esquinas dobladas.
Obtenía resultados incoherentes.
Unos resultados que había esperado de semejante bufonada antes de los primeros ensayos en el sótano. Debería alegrarse. Acababa de comprender la escasa relevancia de su experiencia en Rüdigergasse. Pero se sentía más confundido todavía.
Se precipitó al dormitorio y sacó de debajo del armario la caja de zapatos en la que Marie guardaba sus fotos. Eran imágenes modernas, tomadas con una cámara réflex, las más antiguas tenían cuatro años. La mayoría lo mostraban a él. En verano con bañador y aletas de buceo; en la estación fría, con anorak, gorro y botas. Las apartó.
En otras aparecía con Marie. Estaban tomadas desde una distancia demasiado grande. Las puso aparte.
Cayó en sus manos una foto de Marie de gran formato que mostraba su rostro. No la conocía.
Se quedó sin aliento. La veía por primera vez desde que le estampó un beso en la boca la mañana del 3 de julio y corrió a trompicones hacia la puerta porque el taxi ya esperaba. Desde entonces había pensado en ella con frecuencia. Se había imaginado sus rasgos. Pero no la había visto nunca.
Ella le sonreía. Él miró sus ojos azules que lo observaban con una mezcla de burla y amor. Su expresión parecía decir: No te preocupes, todo se arreglará.
Así era ella, así la había experimentado él, y se había enamorado de ella en la fiesta de cumpleaños de un conocido. Esa mirada era ella. Una mujer que rezumaba optimismo. Desafiante, cautivadora, inteligente. Y valiente. No te. Preocupes. Todo está. Bien.
Su pelo.
Recordó cómo le había acariciado la cabeza por última vez. Se imaginó la sensación al tocarla. Al atraerla hacia él. Al apoyar la barbilla en su coronilla y aspirar su aroma. Al sentir su cuerpo.
Al escuchar su voz.
La vio ante él peinándose en el cuarto de baño, una toalla ceñida alrededor del cuerpo, e informándole de las novedades de su trabajo. Junto al fogón, preparando sus calabacines catalanes siempre demasiado condimentados. Despotricando junto al equipo de música de los CDs colocados en las fundas equivocadas. Por la noche bebiendo a sorbos su leche con miel en el sofá mientras comentaba las noticias de la televisión. Y cómo estaba tendida cuando él entraba en el dormitorio caminando a tientas dos horas después que ella. Con el libro a su lado, que se había escurrido de sus manos. El brazo cruzado sobre la cara porque la lamparita de la mesilla de noche la deslumbraba.
Jonas había vivido todo eso durante años como algo natural. Era el curso de las cosas. Marie estaba a su lado. Podía oírla, olería, sentirla. Y cuando estaba fuera, regresaba unos días después y volvía a tenderse a su lado. Era lo más natural del mundo.
Ahora había dejado de experimentar todo eso. Sólo encontraba de vez en cuando una de sus medias. O se le deslizaba entre las manos un frasquito de laca de uñas, o topaba en la cesta de la ropa con una de sus blusas oculta abajo del todo.
Fue a la cocina. Se la imaginó allí, manipulando las cazuelas mientras bebía vino blanco.
No te preocupes.
Todo va bien.
Se sentó en el suelo delante del sofá. Puso la foto frente a él. Retorció el anillo entre sus dedos. Tenía frío. Presentía que estaba a punto de vomitar.
Lanzó la cadena a un lado.
Al cabo de un momento estiró el brazo, como si el adorno se encontrase en su mano. Describió una oscilación, un balanceo. Retiró el brazo.
Abrió la ventana, respiró e inspiró profundamente.
Volvió a llevar la foto a la habitación de al lado y la arrojó a la caja de zapatos sin dignarse mirarla. Tomó la cinta de la cámara del dormitorio y la introdujo en la que estaba conectada al televisor. Rebobinó.
Miró por la ventana. Muchas de las luces que habían lucido en las primeras semanas se habían apagado. Si todo seguía su curso, en un tiempo no muy lejano estaría allí contemplando la oscuridad. Y si eso no le gustaba, podía visitar durante el día las viviendas elegidas para encender todas las luces. De ese modo lograría retrasar la noche en la que ganaría la oscuridad. Pero tarde o temprano llegaría.
La ventana de la vivienda que había visitado después de una pesadilla continuaba iluminada. En cambio en algunas calles lucían las farolas que habían permanecido oscuras los primeros días, mientras que en otras calles la iluminación brillaba una noche y a la siguiente, no. Algunas calles estaban a oscuras todas las noches. Brigittenauer Lände era una de ellas.
Cerró la ventana. Cuando lanzó un vistazo a la pantalla azul, se le encogió el estómago. Había grabado el vídeo con temporizador. Seguramente escucharía ronquidos del durmiente durante tres horas. Pero a lo mejor veía otra cosa.
Prefería los ronquidos.
Bebió una copa de Oporto en la cocina. Le apetecía tomarse otra, pero apartó la botella. Vació el lavavajillas, a pesar de que no había prácticamente nada que recoger. Reunió los envases aplastados de las videocámaras y los trasladó a la vivienda contigua. Volvió a cerrar la puerta con llave.
Da igual, pensó, mientras, alargaba la mano hacia el mando a distancia.
El durmiente yacía con los ojos fijos en la cámara.
Joñas no podía ver la hora, porque el despertador se había caído. Había olvidado a qué hora lo había puesto. Creía recordar que a la una de la madrugada.
El durmiente yacía al borde de la cama. De lado y con la cabeza apoyada en la mano. Esta vez no llevaba capucha. Miraba fijamente a la cámara. A veces parpadeaba, pero eso acontecía de manera mecánica, y no apartaba la vista. Su rostro permanecía hierático. No movía brazos ni piernas, ni se daba la vuelta. Yacía allí mirando a la cámara.
Al cabo de diez minutos Jonas tuvo la sensación de que ya no soportaba ni un segundo más su mirada penetrante. Le resultaba inconcebible cómo alguien podía permanecer tanto tiempo como una estatua. Sin rascarse, sin sonarse la nariz, sin carraspear, sin mover los miembros.
Al cabo de un cuarto de hora empezó a taparse los ojos como en el cine, cuando presenciaba una escena horripilante. Sólo de vez en cuando atisbaba la pantalla entre los dedos. Siempre veía lo mismo.
El durmiente.
Mirándole fijamente.
Jonas no acertaba a interpretar la expresión de sus ojos. No veía en ellos ternura. Ni una pizca de amabilidad. Nada digno de confianza ni familiar. Pero tampoco reflejaban ira, ni odio, ni siquiera animadversión. Esa mirada traslucía superioridad, calma, frialdad… y un vacío dedicado clarísimamente a él. Un vacío de una intensidad tal que percibió en su interior un aumento de los síntomas de histeria.
Jonas bebió Oporto, mordisqueó patatas fritas y cacahuetes, resolvió un crucigrama. El durmiente le miraba. Jonas se servía otra copa, cogía una manzana, hacía gimnasia. El durmiente le miraba. Jonas corría al baño y vomitaba. Cuando volvía el durmiente le miraba de hito en hito.
La cinta terminó a las tres horas y dos minutos. La pantalla se oscureció unos instantes, después cambió al azul claro típico del canal AV.
Jonas caminaba por la vivienda. Contempló manchas en la nevera. Olió los picaportes. Iluminó con la linterna detrás de armarios, donde no le habría extrañado encontrar cartas. Golpeó la pared en la que había querido introducirse el durmiente.
Puso una nueva cinta en la cámara del dormitorio, mientras contemplaba la cama. En ese lugar había yacido el durmiente. Con mirada absorta. Hacía menos de cuarenta y ocho horas.
Jonas se acostó, adoptando la misma posición que el durmiente. Miró a la cámara. A pesar de que no estaba conectada, un escalofrío recorrió su espalda.
«Buenos días», quiso decir, pero el vértigo se apoderó de él. Tenía la sensación de que los objetos que le rodeaban se volvían más pequeños y comprimidos. Todo transcurría con una lentitud infinita. Abrió la boca para gritar. Oyó un estruendo. Tuvo la sensación de poder tocar la velocidad con la que frunció los labios. Cuando cayó de la cama y sintió el suelo debajo de él, sin escuchar el estruendo, lo invadió un sentimiento de gratitud que dejó paso enseguida al agotamiento.