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22

Inglaterra… La idea se le ocurrió durante el viaje, cuando ya llevaba unos minutos con la mente en blanco. Ahora tenía un plan, al menos una idea sobre el modo de llegar a Inglaterra.

Quería llegar a su casa a primera hora de la tarde y lo logró. Con un último chirrido de los neumáticos, el camión se detuvo delante del edificio contiguo. Después reinó el silencio.

Arrancó las tiras adhesivas de la puerta de la vivienda. Dentro hacía fresco. Abrió todas las ventanas para que entrase aire caliente. Caminó por el piso, abriendo armarios y cajones. Canturreó, emitió gritos tiroleses y silbó. Habló de su viaje, intercalando una y otra vez sucesos que no habían acontecido. En cambio nada dijo de su aventura en el bosque. Tampoco soltó prenda sobre los dolores de muelas que lo atormentaban cada día con mayor frecuencia.

Se calentó las dos últimas latas de judías, después agarró la escopeta de caza y sacó el Toyota del camión.

La vitrina estaba polvorienta, pero en la tienda nada había cambiado desde su última visita. Cogió una escopeta del armario, la cargó y salió con ella a la calle. Disparó al aire. Su funcionamiento era impecable. Regresó a la tienda para recoger más munición.

Cruzó el centro de la ciudad sin rumbo fijo, deteniéndose en reiteradas ocasiones. Apagaba el motor. Con la vista dirigi da hacia un edificio conocido o desconocido, se quedaba sentado, tamborileando con los dedos contra el volante, mientras hojeaba los mensajes guardados de su teléfono móvil.

Ahora mismo estoy por encima de ti.

Marcó el número de ella. Llamadas. Cinco veces. Diez. Y a la centésima, se preguntó por qué al menos no saltaba el contestador automático. Escuchar su voz seguramente habría aliviado su situación, le habría hecho adoptar sus decisiones más deprisa. Por otra parte tampoco cabía descartar que reaccionase ante la voz de ella igual que ante la música o las películas, es decir quedándose impresionado.

Su mirada cayó sobre los dos fusiles del asiento del copiloto. Se le ocurrió una idea.

Al marcharse observó por rutina en el retrovisor. Durante un segundo vio sus ojos. Los de él. Arrancó el espejo y lo tiró por la ventana.

Tampoco en Rüdigergasse encontró la menor señal de que alguien hubiera estado allí. En la puerta estaba colgada la misma nota que él había dejado. Jonas no entró en el piso. Con la escopeta preparada para hacer fuego, y el rifle de caza a la espalda, bajó al sótano. La puerta acribillada estaba abierta. Encendió la luz.

El grifo de agua goteaba.

Se dirigió hacia el fondo. Salvo unas cajas, el trastero de su padre estaba vacío. Depositó la escopeta de caza contra la pared del fondo y retrocedió dos pasos. La contempló, solitaria y apoyada en la pared sucia.

No sabía por qué lo hacía. La idea de que esa escopeta permanecería allí para siempre le gustaba. Una escopeta que hasta cuatro días antes había dormido en un armario en Kapfenberg. Que durante mucho tiempo, sin duda semanas, puede que meses, había estado en esa tienda. Ahora estaba aquí. Y quizá echaría de menos su antiguo entorno. Quizá sus vecinos la añorarían en la tienda de Kapfenberg. Entonces allí, ahora aquí. Así transcurrían las cosas.

– Adiós -dijo con voz serena al abandonar el sótano.

En un local cercano descongeló un plato de comida preparada. Mientras tanto lo recorrió despacio.

En un ejemplar del diario Kronen Zeitung colocado encima de la barra, habían pintado barbas con lápiz negro a las personas retratadas. De algunas cabezas sobresalían cuernos, algunos traseros estaban adornados con rabitos enroscados. En la sección de anuncios había varios marcados a lápiz, todos contactos profesionales. En los pasatiempos no estaban marcados los cinco errores.

Había tenido tantas veces en sus manos el periódico que captó las diferencias entre los dos dibujos a la primera. Mostraban a dos presos. El gordo, con mirada triste, en una jaula. El otro era tan delgado que acababa de deslizarse riendo entre los barrotes hacia la libertad. El error número 1 era un dedo del gordo, que faltaba en el dibujo derecho. El 2, un dibujo erróneo en el suelo. El 3, una sombra en la gorra del flaco. Una lorza de más en la papada del gordo era el error número 4; un tacón situado delante del zapato del flaco, el número 5.

Apartó el periódico. Después de comer buscó la pizarra del menú. Estaba, algo escondida, detrás de la cafetera exprés. Al intentar borrar el texto con un trapo, se quedó perplejo. En la pizarra no había comidas ni bebidas anotadas, sino una cara dibujada. Desde luego, el dibujante no era un artista, y la cara de la pizarra se parecía a la de mucha gente. No obstante, ahí estaba con el mentón vigoroso y el pelo muy corto. Y la nariz. Sin duda muchas personas tenían una nariz parecida, y la barbilla, y el peinado. Pero el rostro de la pizarra tenía todos los rasgos de Jonas. Era él.

En su confusión estuvo a punto de chocar con un bolardo. Alzó la vista. Había ido a parar a un callejón sin salida del distrito 1. Dio marcha atrás. La siguiente calle transversal era Graben. Se dirigió hacia la derecha. Poco después frenó ante la catedral de San Esteban.

La puerta estaba cerrada. Tuvo que empujarla con fuerza para abrirla.

– ¿Hay alguien aquí?

El eco de su voz sonó extraño. Gritó más fuerte. Deteniéndose detrás del vestíbulo, aguardó en silencio dos, tres, cinco minutos.

El silencio pesaba sobre los bancos. El olor a incienso era más débil que la última vez. Algunas lámparas parecían haber fallado, la luz era más tenue.

Cuando reanudó la marcha, saludó a izquierda y derecha con una inclinación de cabeza.

Contempló las figuras de santos que sobresalían de la pared. Parecían haberse vuelto más herméticas aún. Las esculturas y los cuadros, en lugar de centrar sus ojos en él, clavaban en la nada su mirada vacía.

Examinó el pedestal de san José porque le había molestado un reflejo luminoso. Se agachó. Había una pequeña calcomanía pegada a la piedra. A una altura que permitía deducir que la había dejado un niño a escondidas. Mostraba un viejo avión. Debajo se leía: FX Messerschmitt.

Se sentó en un banco. No sabía por qué había venido. Dirigió una mirada cansina a su alrededor.

Los bancos eran viejos y crujían. ¿Cuántos años tendrían? ¿Cien? ¿Trescientos? ¿Cincuenta solamente? ¿Se habían arrodillado allí viudas de combatientes, revolucionarios, el «querido Augustin» de la canción?

– ¿Hay alguien aquí? -gritó.

– ¿A-quííí? -respondió el eco.

Comenzó a deambular de un lado a otro. En la capilla de santa Bárbara visitó la zona de meditación que, según decía un cartel, estaba reservada a los que rezaban. Dio media vuelta. Pasó junto al letrero que anunciaba una visita guiada por las catacumbas. Siguió andando y llegó al ascensor por el que los visitantes accedían hasta la campana Pummerin. Apretó el botón de llamada. No sucedió nada. Tiró de la puerta. En la cabina se encendió la luz.

Entró titubeando. La puerta se cerró. El interior de la cabina, acolchado, recordaba a una celda de seguridad. De la pared colgaba un letrero: Please put your rucksack down.

La frase le hizo pensar en Inglaterra, en lo que le esperaba en cuanto hubiese descansado un poco. Presionó el botón de subida. Su estómago dio un salto.

Contuvo la respiración sin darse cuenta. Subía, subía, subía. Habría debido llegar hacía mucho. Buscó el botón de parada. No existía.

En cuanto la cabina se detuvo Jonas se apresuró a salir. El sol le deslumbraba, por lo que se puso las gafas. Comenzó la ronda por un camino estrecho. A los lados las rejas colocadas para dificultar las maquinaciones de los suicidas estropeaban la vista. Unas escaleras llevaban hasta la campana denominada Pummerin. Estaba oculta detrás de otra reja. Vio la campana, pero el panorama no le impresionó.

Descansó en una especie de mirador. Se estiró, se frotó la cara, bostezó. El viento le refrescaba. Tiró piedras contra el antepecho. Sólo se concentró de manera consciente en el panorama cuando algo le llamó la atención mientras miraba alrededor, sumido en sus pensamientos.

Tras introducir una moneda en la ranura, dirigió el anteojo, instalado para los turistas, hacia el noreste. La torre del Danubio. Ya no se movía. La bandera de tela pendía, fláccida. Debía de haber sucedido durante su ausencia. Quizá se había producido un cortocircuito.

En el fondo daba igual. La palabra que había soñado y escrito en los manteles era una pista falsa. Por lo menos no había vuelto a encontrarse con UMIROM.

Colocando las manos junto a la boca, gritó:

– ¡Umirom!

Se echó a reír.

Contempló el panorama un rato más. Vio la noria gigante, girando lentamente. La torre del Danubio. La Millennium Tower. Vio la UNO City, las chimeneas de las fábricas, la incineradora de basuras de Spittelau, las centrales térmicas, iglesias y museos. Nunca había visitado la mayoría de esos lugares. Era una capital pequeña, pero aun así tan grande que era imposible conocerla entera.

El viaje hacia abajo fue todavía más desagradable. Ahora, la idea de que fallaran los frenos y el ascensor se precipitase setenta metros con él dentro le asustaba más que quedarse atrapado. Una vez abajo se apresuró a salir de la cabina.

Mientras descendía a las catacumbas, intentó actualizar los recuerdos de su época de colegial y de visitas anteriores a ese lugar. No eran muchos. Recordaba que había dos partes. Las viejas catacumbas del siglo XIV y las más modernas del XVIII. La zona más antigua, que albergaba la tumba del cardenal, se encontraba debajo de la iglesia, y ya fuera del recinto de ésta, la más reciente. En la Edad Media esa zona se utilizó como cementerio municipal de Viena, aunque después acabó siendo abandonado por falta de espacio.

– ¿Hola?

Llegó a una pequeña estancia con bancos. La luz era intensa. En todos los rincones colgaban lámparas. Un rastro de gotas de cera recorría el suelo de piedra. Lo siguió.

Tenía que encender la luz en cada estancia. Si no encontraba pronto el interruptor, tosía y reía. Apenas se iluminaban las lámparas del techo, se atrevía a continuar. En ocasiones se detenía, pero sólo oía su respiración agitada.

Llegó a un estrecho pasadizo con recipientes de barro colocados a los lados. Allí reinaba una temperatura considerablemente más baja que en las salas anteriores. El fenómeno le resultaba inexplicable. Las estancias no estaban separadas por puertas. Se pasaba de una a otra atravesando umbrales de piedra.

Retrocedió tres pasos hasta la estancia de la que procedía. Más caliente.

Volvió a avanzar. Más frío. Mucho más.

Algo le decía que debía dar la vuelta.

Al final del pasillo, un débil resplandor brotaba de una pieza contigua. Estaba seguro de no haber encendido la luz. Se preguntó dónde se encontraba exactamente. Tal vez cerca del altar mayor. En cualquier caso aún estaba debajo de la iglesia.

– ¡Hola!

Recordó lo que le había sucedido en el bosque. Lo deprisa que había perdido la orientación. Ciertamente aquello no era un bosque, pero no tenía ninguna gana de ir tanteando por las catacumbas de la catedral de San Esteban. Desde ese lugar aún conocía el camino de vuelta. Pero si seguía andando la situación podía cambiar rápidamente.

La luz de la estancia contigua pareció temblar.

– ¡Sal de ahí!

– Ahí -gritó el eco, que enmudeció abruptamente.

Sacó una tarjeta del bolsillo del pantalón.

Sueño, decía.

Soltó una risa sarcástica. Sacó todo el fajo del bolsillo y lo barajó a fondo. A continuación sacó otra.

Sueño, leyó.

¿Es posible que esto sea verdad?, se dijo.

Volvió a barajar. Cuando se disponía a sacar una tarjeta por tercera vez, lo comprendió de golpe. Tomó la primera tarjeta, leyó: Sueño. Cogió la segunda: Sueño. La tercera, cuarta, quinta:

Sueño.

En las treinta tarjetas ponía: Sueño.

Dejó caer las tarjetas. Retrocedió a ciegas como una exhalación por las estancias que olían a moho, subió las escaleras, se dirigió a la salida, a la calle. Se metió la mano en el bolsillo, pero le costó dar con la llave del coche. Al fin logró poner en marcha el motor. El automóvil partió con un salto.

Subió al piso superior de los grandes almacenes Steffl de la Kärntnerstrasse en el ascensor exterior. Las caídas le asustaban menos, seguramente porque era un ascensor panorámico acristalado. Veía la altura que alcanzaba sobre el suelo, claro, pero como podía contemplar lo que sucedía, el viaje resultaba más comprensible.

Detrás de la barra del Sky Bar, se preparó un cóctel. ¿Debía volver a poner música? Guardó de nuevo en su funda el CD que ya tenía en la mano por miedo a que pudiera desequilibrarle.

Se sentó en la terraza, desde donde disfrutaba de una panorámica del centro de la ciudad casi familiar. Ante él se alzaba la catedral de San Esteban. Los tejados de bronce de los aledaños brillaban al sol poniente.

Antes había estado allí muchas veces con Marie. La elegante clientela habitual le hacía soñar a ella con una época en la que sería rica y se dedicaría a no hacer nada, y además le encantaba el vino blanco que servían. A Jonas no le interesaban los jóvenes pródigos, ni había llegado a compartir el entusiasmo de Marie por el vino, porque no lo tomaba. Sentarse allí con ella a primera hora de la tarde, cuando el local estaba poco frecuentado y a ella le esperaba un viaje al día siguiente, le había infundido una confianza placentera. Escuchar tranquilamente en la terraza de madera los sonidos atenuados de la ciudad con la mirada puesta en la antigua iglesia. Acariciarse de vez en cuando mutuamente el brazo por encima de la mesa. Estar juntos en silencio… Habían sido momentos de gran intimidad.

Tomó un trago. El cóctel le había salido demasiado fuerte. Bebió de nuevo. Torciendo el gesto, se dirigió a por una botella de agua mineral.

De repente, mientras observaba el campanario de la catedral de hito en hito, deseó ser niño. Un niño al que le dieran pan con mermelada y zumo. Un niño que jugaba en la calle, regresaba a casa sucio y recibía una reprimenda por haberse roto el pantalón. Un niño al que después sus padres metían en la bañera y acostaban. Un niño que no tenía que ocuparse ni preocuparse por nada, porque carecía de responsabilidad propia o ajena. Pero ahora lo que ansiaba era pan con mermelada.

Fijó la vista en los muros ennegrecidos de la catedral. Allí enfrente, bajo la tierra, cerca del altar, había algo extraño, de eso estaba seguro. Tal vez no fuese peligroso, pero en cualquier caso se trataba de algo que no comprendía.

Y sus tarjetas estaban ahora allí abajo. Algunas quizá con el texto hacia arriba, otras tapadas. Sueño, ponía en ellas, con su letra. Casi su letra. Si ya no volvía a bajar, se quedarían allí tiradas hasta convertirse en polvo. Nadie las leería. Y sin embargo estarían allí, aconsejando dormir. A los muros. Al mal olor. Y cuando se hubiera apagado la última luz, a la oscuridad.

Al ponerse el sol estaba en casa. Tras cerrar la puerta con llave, revisó todas las ventanas. En la habitación se oía el tictac del reloj de pared, regular e intenso.

Entró en la cocina. Cuando enmudeció el rugido de la cafetera, se sirvió una taza.

En una papelería había cogido todo lo necesario. Con las tijeras cortó la cartulina en tarjetas del mismo tamaño, que escribió con un bolígrafo gordo. También esta vez procuró dejar la mente en blanco, vaciar su espíritu, poner en práctica la escritura automática. Le salió tan bien que, al emerger de una sima atemporal, se preguntó dónde estaba y qué hacía allí. Al final salió de su ensimismamiento con la sensación de que algo le molestaba. Tras unos segundos de reflexión lo comprendió. Lo que le molestaba era que ya no hubiera ninguna tarjeta vacía.

A pesar de que sentía un sordo latido en el interior de su mejilla, no pudo resistir la tentación de extender unos dulces en el lado libre de la cama. Montó la cámara e introdujo la cinta de la noche anterior. Se sentó en el lecho con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la pared. Obstinado, abrió un paquete de Chocobons.

Se disponía a poner en marcha la cinta cuando se dio cuenta de que podría mancharse la camisa de chocolate. Además, el pijama era más cómodo. Se cambió, esforzándose por ignorar el creciente dolor en su mandíbula superior.

Se vio pasar ante la cámara y desplomarse en la cama. Estuvo dando vueltas unos minutos. Los movimientos debajo de la manta se tornaron más débiles y escasos. Al cabo de un rato se oyeron unos ronquidos amortiguados.

Jonas abrió una botellita de licor en miniatura e hizo un brindis a la televisión.

El durmiente dormía.

Jonas se metió un bombón en la boca. Poco después mordió con tan poca fortuna la nuez oculta en su interior que creyó que un cuchillo le atravesaba la cabeza. Temblando y con las manos convulsas, esperó a que el dolor cediese. Cuando fue capaz de abrir los ojos de nuevo, arrojó a la basura la caja de bombones. Tras limpiarse las lágrimas con los pulpejos, se tomó un analgésico.

El durmiente se levantó. Al pasar frente a la cámara, saludó con la mano y dijo sonriendo:

– Soy yo, no el durmiente.

– ¿Y ahora qué demonios pasa? -gritó Jonas.

Rebuscó en los bolsillos de su chaqueta la primera cinta que había grabado en Kanzelstein. Entretanto se vio en la pantalla saludando de nuevo a la cámara y metiéndose en la cama.

– Maldita sea…

Si había confundido las cintas, ¿adónde había ido a parar la de la noche anterior? Estaba seguro de que la encontraría en la chaqueta.

Registró la bolsa de viaje. Abajo del todo había una cinta. Leyó el rótulo. Kanzelstein 1.

Detuvo la cinta de la cámara, la sacó.

Kanzelstein II.

Rebobinó. Se vio bajar de la cama. Al pasar por delante de la cámara, saludó y dijo sonriendo:

– Soy yo, no el durmiente.

Esos ojos.

Rebobinó.

Se vio bajar de la cama, ir hacia la cámara y saludar sonriendo.

– Soy yo, no el durmiente.

Esa sonrisa.

Esa mirada.

Rebobinó, pulsó la pausa.

Contempló los ojos fijos del durmiente.