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Despertó con sabor a sangre en la boca. Se sentía resacoso y borracho a la vez, y su cabeza parecía flotar por encima de él.
Abrió los ojos de golpe. Deslizó la lengua sobre la hilera de dientes de la mandíbula superior. En el lugar en el que la víspera le había torturado la muela enferma se abría un enorme agujero. No sólo faltaba la muela enferma, sino también las de al lado. Al presionar la encía el sabor a sangre se tornó más intenso.
Durante un rato se limitó a yacer allí. Las imágenes desfilaban en tromba por su cabeza, demasiado impetuosas y febriles para retenerlas. Retornaron las preguntas. ¿Cuándo? ¿Cómo?
Se incorporó. Era mediodía. La almohada estaba llena de sangre. La cámara seguía en el lugar en que la había dejado antes de acostarse. No descubrió el menor cambio en la habitación. Se palpó la mejilla. Estaba hinchada.
Al ponerse los pantalones estuvo a punto de desplomarse. Se preguntó qué le pasaba. Se sentía exhausto.
Descubrió en el borde de la bañera gotas de sangre mal limpiadas. El cubo de la basura no contenía nada que no hubiera estado allí el día anterior. Tampoco en la cocina captó nada desacostumbrado. Como sentía un cierto mareo, se sentó. Intentó concentrarse para reflexionar sobre lo que le sucedía. No había duda, estaba borracho como una cuba.
Cargó el fusil y salió a la calle. El Mercedes estaba aparcado detrás del Toyota, y éste detrás del camión. El cuentakilómetros de todos ellos marcaba la misma cifra que la tarde anterior.
Cuando quiso rebobinar la cinta comprobó que había desaparecido. Registró todo. No la encontró.
Encontró en el botiquín una caja de diclofenaco. Según el prospecto tenía efectos antiinflamatorios y analgésicos. Se recomendaba un máximo de tres comprimidos al día. Sacó dos de la caja y se los tragó con agua del grifo. Acto seguido se tomó dos Alka Seltzer. Hacía años que no experimentaba una resaca semejante. Cambió la funda de la almohada y volvió a acostarse.
Dos horas después la herida comenzó a dolerle. Se tomó otros dos diclofenacos. Después calentó una conserva. Estuvo a punto de arrojar el plato al patio trasero varias veces, pero se obligó a comérselo todo.
Tras el último bocado, se cubrió el rostro con las manos. Eructó. Sudaba y respiraba pesadamente mientras se esforzaba por contener el vómito. Permaneció así unos minutos. Luego se sintió mejor.
Sacó una de las tarjetas del bolsillo.
Fuera, leyó.
Condujo por las calles con las gafas de anteojeras muy apretadas alrededor de la cabeza. Mientras obedecía las indicaciones de la voz del ordenador, se esforzaba por distraer sus pensamientos para no fijarse en ningún detalle de su ruta.
De repente se preguntó si estaba despierto. No tenía la seguridad de que lo que estaba pensando y sintiendo en ese momento fuese real. ¿Estaba verdaderamente allí? Ese volante, ese acelerador, esa palanca de cambios, ¿formaban parte de la realidad? ¿La claridad que percibía a través de la rendija de las gafas era el mundo real?
Resonó un ruido rasposo. El coche traqueteó por encima del bordillo. Jonas frenó y prosiguió más despacio.
Estaba a punto de arrancarse las gafas de la cabeza, pero se contuvo.
– En el próximo cruce, a la derecha.
Sonó una señal. Giró a la derecha y aceleró. Había leído en cierta ocasión que en un primer momento los ojos lo veían todo invertido 180 grados y transmitían al cerebro la imagen del mundo invertida, por así decirlo. Pero el cerebro, sabedor de que las personas no paseaban cabeza abajo ni las montañas se ensanchaban de abajo arriba, daba la vuelta a la imagen. En cierto modo los ojos engañaban, y el intelecto corregía el error. Fuese cierto o no ese hecho, en cualquier caso planteaba una cuestión muy seria: ¿Cómo podía tener la certeza de que lo que veían sus ojos estaba allí?
En realidad él era un pedazo de carne que iba tanteando el camino por el mundo. Lo que sabía de éste se lo debía sobre todo a sus ojos, que le permitían orientarse, decidir, evitar colisiones. Pero nada ni nadie podía garantizarle que dijeran la verdad. El daltonismo era sólo un ejemplo inofensivo de posibles mentiras. El mundo podía tener ese aspecto u otro diferente. Para Jonas sólo tenía una existencia posible: la que le transmitían sus ojos. Su yo era un ente ciego dentro de una jaula. Su yo era todo lo que se encontraba dentro de su piel. Los ojos iban incluidos… y también no.
La voz del ordenador anunció que había llegado al destino indicado. Se quitó las gafas.
Un suburbio. O un distrito de las afueras. Delante de las verjas de los jardines, coches caros aparcados. Las viviendas unifamiliares disponían de antenas parabólicas, los balcones estaban adornados con plantas. En el siguiente cruce Jonas vio una rama rota tirada en la calzada.
La calle le resultó conocida. Leyó la dirección. Algo le pasó súbitamente por un rincón de su mente, pero no logró retenerlo. Cuando descendió del coche, regresó el recuerdo. La villa ante la que se encontraba distaba cien metros de la que había registrado semanas antes. A la que le habían conducido sus propias instrucciones telefónicas y en la que había sido incapaz de entrar en una determinada habitación.
Leyó el nombre, Dr. August Lom, en la puerta del jardín. Llamó al timbre y apretó el picaporte. La puerta se abrió rechinando.
Durante un segundo vio a un animal peludo que en ese momento bailaba en el jardín al otro lado de la casa. Lanzaba de un lado a otro su larga lengua hasta el punto de que chasqueaba contra sus orejas, esperando a que él se atreviera a entrar.
Delante de la puerta de la casa, de la que colgaba una corona hecha con ramas de abeto, se quitó el fusil del hombro. Escuchó el silencio. Cargó el arma. Se concentró.
Algo le dijo que ahora estaba vacía.
Sacudió la puerta. Cerrada. Rompió una ventana y saltó la alarma. Sólo la percibió durante una fracción de segundo, pues luego pasó a un segundo plano. Cuando puso los pies encima de la moqueta del vestíbulo, no oía ni olía nada más. Caminaba.
Una habitación. Muebles, televisión, cuadros.
Otra habitación. Muebles, plantas. Algo desconocido, irritante. Desorden.
Habitación siguiente. Ducha, bañera, tendedero.
Con la mirada fija y movimientos enérgicos exploró la casa, apagó la alarma, caminó pesadamente por encima de la moqueta, tocó objetos, bajó al sótano y subió al desván. De vez en cuando la parte sensata de su conciencia le enviaba un aviso que le obligaba a retirar la mano o a retroceder.
Cuando se situó frente a la casa y se reencontró poco a poco consigo mismo, estaba convencido de que nada podía ayudarle a continuar en esa casa. No quería saber más.
Al subir al coche, se dio cuenta de que olía a sudor: el olor penetrante que emanaba cuando estaba muy tenso. Se enfadó. No tenía motivos para asustarse. Lo había demostrado en Kanzelstein, aquella noche.
De repente se le ocurrió la idea de ponerse las gafas con anteojeras y entrar de nuevo en la casa. Sin fusil.
– De ninguna manera -exclamó antes de virar con el automóvil.
Contemplaba la catedral desde la terraza del Sky Bar. Su taza de café estaba intacta a su lado, sobre la mesa. Se tomó dos diclofenacos sin ser demasiado consciente de lo que hacía. Algo le molestaba. Apenas unos minutos más tarde comprendió que se le habían quedado en la garganta. Eso le sucedía continuamente y le irritaba cada vez más. Los deglutió con un trago de agua.
Deambuló por la terraza rodeándose el cuerpo con los brazos. Escupió por encima de la barandilla comprobando cómo los salivazos chocaban contra el alero de debajo.
Bien. Estaba preparado. Tenía que irse. A ser posible, ese mismo día. No lo conseguiría, pero tal vez al día siguiente concluyese todos los preparativos.
Visto con desapasionamiento, al menos un tercio del mundo era inalcanzable para él. Podía viajar a Berlín, a París, a Praga, a Moscú o visitar la muralla china; tenía abierto el camino hacia los campos petrolíferos de Arabia Saudí, podía visitar el campamento base del Everest, siempre que aguantase una marcha a pie de dos semanas y se acostumbrase a la altura. Adonde no llegaría era a América. Ni a Australia, ni a la Antártida.
Recordó su sueño de juventud con un sentimiento de envidia. Se había jurado a sí mismo que una vez en la vida estaría en medio del hielo tocando el letrero en el que se leía Geographic South Pole. Llegase como llegase, ya fuera en una expedición clásica que se emprendía en contadas ocasiones y que seguramente no lo admitiría, o en un avión militar ruso alquilado, ansiaba tocar ese cartel. Mientras, cerraba los ojos y pensaba en su hogar. En Marie haciendo recados en ese preciso momento, en su padre contemplando en el parque a los jugadores de ajedrez, en Martina rechazando un proyecto en la oficina. En su piso con el despertador haciendo tictac. Sin ser visto, porque allí no había nadie. Al despertador le importaba un pimiento que Jonas estuviese en el Polo Sur o al lado, en la cocina. El despertador había desaparecido. Estaba solo.
Tocar ese cartel, en medio de la nada blanca, que no distaba de la civilización un paseo o un breve viaje en coche, sino quince horas de vuelo. Ése había sido su sueño. Llegar lo más lejos posible al sur. Arrolladora nostalgia.
Jamás vería el Polo.
Volvió a sentarse y puso los pies encima de la barandilla. Dejó resbalar su mirada por los tejados. ¿Cuántos años tendrían esos edificios? ¿Ciento cincuenta? ¿Trescientos? ¿Cuántas personas habrían albergado en su interior? El mundo sólo cambiaba a pequeña escala, al menos el que Jonas conocía, pero esos cambios eran continuos y permanentes. Cada segundo nacía o moría alguien.
Austria. ¿Qué era Austria? Las personas que vivían en ese país. La muerte de una no entrañaría un cambio sustancial. Al menos para el país. Sólo para el propio afectado. Y para sus deudos. Austria no era distinta cuando moría alguien. Pero si se comparaba la Austria de unas semanas antes con la de hacía cien años, resultaría imposible afirmar que no existían diferencias. Nadie que hubiera vivido antaño en esos edificios vivía ya. Todos habían muerto. Todos se habían marchado uno a uno. Una diferencia abismal para ellos, pero nula para el país.
«Austria.» «Alemania.» «Estados Unidos.» «Francia.»
Las personas vivían en casas que habían heredado y caminaban por calles que otros habían asfaltado mucho tiempo antes que ellos. Después se acostaban en la cama, condenados a morir. Había que hacer sitio a otra «Austria».
Cada cual moría solo. Estadísticas, conciudadanos, comunidad, nosotros, televisión, estadio de fútbol, periódico… Todos leían lo que uno escribía en el periódico. Cuando él moría, todos leían lo que escribía su sucesor. Todos pensaban, ajá, ése es, escribe esto y aquello. Y si estaba bajo tierra decían: vaya, el que escribe esto es nuevo. Iban a casa y seguían siendo aún parte del todo. Se tumbaban en la cama y morían y de repente dejaban de formar parte del todo. Ya no eran miembros del club alpino, ni de la Academia de Ciencias, ni del sindicato de periodistas, ni del club de fútbol. Ni tampoco clientes del mejor peluquero, ni pacientes de la doctora más simpática. Habían dejado de ser conciudadanos para convertirse en muertos.
Para las personas desaparecidas eso entrañaba una diferencia. ¿O no? ¿Sólo constituía una diferencia para el que había quedado atrás?
Vació completamente la caja del camión. Barrió y fregó suelo y paredes hasta que la chapa casi recuperó su color original. Después cubrió la zona del fondo con una moqueta autoadhesiva sobre la que no resbalaría fácilmente nada de lo que colocase encima.
De una tienda de muebles de Lerchenfelder Gürtel sacó un tresillo y un sofá adicional. Lo metió todo al fondo del camión. Añadió una mesa baja de madera maciza, un armario para televisión con llave en el que encerró una televisión y un vídeo, dos lámparas de pie con amplia base y otro sillón. Tiró mantas y cojines encima del sofá. Al lado colocó un montón atado de ejemplares de Clever & Smart. Situó una nevera junto a la pared. Enchufó el cable a un generador que había cogido en el Parque Sur de Maquinaria. Se llevó además otros dos generadores.
Llenó la nevera de agua mineral, zumos de fruta, cerveza, limonada, pepinillos en vinagre y otros alimentos que sabían mejor fríos. Colocó al lado cajas llenas de latas de conserva, pan integral, bizcocho, pan de molde tostado, leche uperisada y cosas por el estilo. No olvidó los condimentos: sal, pimienta, vinagre, aceite, harina y azúcar.
Necesitaba más cajas. Una para los cubiertos y la vajilla, otra para pilas, hornillo de gas y bombonas. Varias para las cámaras, que fue a recoger a Brigittenauer Lände y desenroscó de los trípodes. Éstos los depositó en el suelo, donde encontró sitio. En las paredes libres alineó paquetes de seis botellas de agua mineral.
Revisó la estabilidad de su carga. Sujetó con cinta adhesiva de seguridad lo que corría peligro de caerse.
Ató la DS con una cadena a la barra de transporte vertical. A la horizontal, situada enfrente, sujetó una Kawasaki Ninja que se había llevado desde la sala de exposición del vendedor a la gasolinera contigua y después a la plataforma elevadora, y cuyo cuentakilómetros marcaba un recorrido de 400 metros. Finalmente subió también a la caja el Toyota con el depósito lleno. El espacio se ajustaba como si hubiera trabajado con una cinta métrica.
Después de haber metido los platos en el lavavajillas, encendió la luz y se dirigió hacia la ventana. El sol se había hundido detrás de los edificios. Las nubes brillaban con diferentes tonos rojizos. Tras lanzar una postrera mirada al camión preparado, cerró la ventana.
Presentía que con el viaje que se avecinaba comenzaba el último acto. De repente todo estaba claro. Viajaría en busca de Marie. Después regresaría con o sin ella. Seguramente sin ella.