37287.fb2
La víspera había colocado una caja de cerillas junto a la puerta de la vivienda, como había visto en las películas. Cuando examinó la puerta por la mañana, la caja seguía exactamente en el mismo sitio.
Sólo que estaba colocada justo al revés: con el águila mirando hacia arriba en lugar de la bandera.
La puerta estaba cerrada. Con una doble cerradura de seguridad, nadie podía haber entrado allí sin las dos llaves. Además la caja estaba junto a la puerta. Nadie había estado allí, nadie. Era imposible.
Pero ¿cómo explicar entonces lo de la caja?
Al prepararse el café, comprobó que la leche estaba cortada. Arrojó la taza contra la pared, haciéndola añicos; sobre el papel pintado cayeron salpicaduras pardas.
Vacilante, se llevó la botella de leche a la nariz y torció el gesto. Arrojó la botella al cubo de la basura. Llenó de café otra taza.
En la entrada estuvo a punto de derribar el ropero. Bajó como una tromba con la taza, derramando casi la mitad de su contenido. La depositó sobre la acera sucia delante de la entrada del supermercado. Dio unas patadas a la puerta automática de cristal. Al comprobar que no se movía, agarró una bicicleta y la lanzó contra el vidrio, provocando unos arañazos.
Atravesó la puerta con el Spider. Sonó un estruendo y cayó una lluvia de cristales. En el camino hacia el fondo derribó filas enteras de estanterías. Se detuvo ante una montaña de latas de conserva. Agarró la taza y se encaminó con ella al estante de la leche.
Abrió la primera botella y olfateó. No estaba seguro. La tiró. Abrió la segunda, e hizo lo mismo. La tercera botella no desprendía un olor sospechoso. Se sirvió. No tenía grumos.
Apoyado contra el estante de congelados, que despedía un suave zumbido, se tomó el café complacido, sorbo a sorbo.
Se preguntó durante cuánto tiempo todavía podría beber un café así. No mezclado con leche en polvo o de larga duración, sino con leche ordeñada de una vaca apenas unos días antes.
¿Durante cuánto tiempo dispondría de carne fresca? ¿Y de zumo de naranja recién exprimido?
Subió arriba la botella, dejando el coche donde estaba.
Tras haber bebido la tercera taza, intentó localizar a Marie. Sólo se oía la señal inglesa. Estrelló el auricular contra la horquilla del teléfono.
Corrió de nuevo abajo y examinó el buzón de correos. Vacío.
Dejó correr el agua en la bañera.
Se quitó la venda sucia del dedo. La herida tenía un aspecto aceptable. Apenas quedaría una raya roja como cicatriz. Dobló el dedo. No le dolía.
Se bañó, jugó con los dedos de sus pies que asomaban por la espuma, se afeitó y se cortó las uñas. De vez en cuando salía sigiloso del cuarto de baño creyendo haber oído un ruido y dejaba huellas húmedas sobre el parqué.
A mediodía dio una vuelta por la ciudad con el Spider lleno de raspones. No se topó con gente. En cada cruce tocaba el claxon, más bien por conciencia del deber.
Dudaba que se pudiera conseguir una palanqueta en una tienda corriente de materiales de construcción, pero eso no le impidió demoler con el Spider las puertas de entrada de cristal de algunos mercados. Tampoco se apeó para buscar la palanqueta. Era una sensación extraña viajar en coche por los pasillos donde habitualmente hombres silenciosos que se ponían gafas de cerca para leer las etiquetas empujaban con manos anchas carros de la compra.
Necesito algo más sólido, pensó cuando, tras la cuarta ronda, examinó el frontal del Spider.
Halló lo que buscaba en una tienda de herramientas de olor enrarecido y aspecto anticuado ubicada cerca del Volkstheater. No pudo evitar pensar que años antes, cuando se conocieron, Marie vivía cerca de allí. Sumido en sus recuerdos, cargó la palanqueta en el coche. Al cerrar la puerta del copiloto, oyó un rumor a su espalda. Sonó como si golpeasen un trozo de madera contra otro.
Se quedó rígido, incapaz de volverse.
Presentía que había alguien, aunque sabía que no. Y le atormentaba pensar que ambas posibilidades fueran ciertas.
Se giró. No había nadie.
Le costó un rato descubrir una armería, pero la de Lerchenfelder Gürtel colmaba todos los deseos. En las paredes colgaban escopetas de todos los tipos y tamaños. En las vitrinas se exponían revólveres y pistolas. Tenía cuchillos e incluso estrellas para lanzar, un spray lacrimógeno de esos que llevan las señoras en el bolso en el mostrador, y en los armarios, más al fondo, arcos deportivos y ballestas. Había trajes protectores, de combate, de camuflaje, máscaras antigás, aparatos de radio y otros utensilios.
Conocía bien las armas. En la mili le habían dado a elegir entre hacer el servicio militar normal o comprometerse por quince meses. En este último caso le dejarían escoger la unidad a que lo destinarían después de la instrucción básica. No dudó ni un segundo. No le gustaba hacer marchas, y todo le parecía bien con tal de librarse de la Infantería. Así que primero se convirtió en chófer, después en artificiero. Durante dos meses provocó avalanchas con dinamita en los montes del Tirol.
Recorrió la tienda. En el fondo, no soportaba las armas. Aborrecía cualquier tipo de ruido. En los últimos años había pasado la noche de fin de año con Marie, Werner y la novia de éste, Simone, en una cabaña alpina. Pero había situaciones en las que poseer un arma tenía sus ventajas. No un fusil cualquiera. La mejor escopeta del mundo, al menos desde un punto de vista psicológico, era la corredera. Cuando alguien había oído cargar esa arma, no olvidaba ese sonido jamás.
Una entrada lateral sin bolardos le permitió entrar en el Prater. Lo primero que hizo fue acercarse a un puesto de salchichas. Encendió el gas bajo la plancha y untó la chapa con aceite. Cuando alcanzó la temperatura adecuada, colocó encima una fila de salchichas.
Mientras ascendía hasta su nariz el aroma de la carne asándose, contempló la enorme noria parada que se alzaba no lejos de él. Había montado en ella con frecuencia. La primera vez durante su infancia, con su padre, que quizá se había sentido tan intimidado como su hijo por alcanzar tan inusitada altura, de forma que no estaba seguro quién había sostenido la mano de quién. Más adelante había montado en ella en repetidas ocasiones: con amigas, con colegas, casi siempre al final de una excursión de la empresa, cuando el ambiente ya estaba muy animado.
Dio la vuelta a las salchichas de la plancha, que sisearon y humearon. Tiró del aro de un bote de cerveza. Bebió con la cabeza echada hacia atrás, la mirada puesta en la noria.
El día que Austrian Airlines contrató a Marie como azafata, Jonas, tras una lucha interior, hizo un sacrificio: alquilar para ambos una barquilla durante tres horas. Los gestos demasiado románticos le eran ajenos. Abominaba la cursilería, pero sabía que alegraría mucho a Marie.
Les esperaba una mesa puesta. En la cubitera del hielo se enfriaba una botella de champán y una rosa roja de tallo largo sobresalía de un jarrón de cristal. Tomaron asiento, les sirvieron los entremeses y el camarero retrocedió con una reverencia. Tras un ligero empujón, la noria se puso en movimiento.
Una vuelta duraba veinte minutos. Arriba del todo disfrutaron de la vista de la ciudad, cuyos semáforos, farolas y faros iluminaban el crepúsculo. Se señalaron uno al otro monumentos conocidos desde siempre, pero que adquirían un nuevo atractivo gracias a la perspectiva. Jonas llenaba las copas. Cuando llegaron abajo y les pusieron los secondi piatti, las mejillas de Marie lucían ya un brillo rojizo.
Un año después, Marie, en una conversación, aludió con ironía contenida a la vena romántica de Jonas. Él le preguntó, asombrado, en dónde la veía. Ella le recordó la noche en la noria. Así se enteró Jonas de que las cenas a la luz de las velas, a gran altura sobre Viena, le interesaban tan poco a ella como a él. Marie había ensalzado el maravilloso ambiente para alegrarle, pero en realidad echaba de menos estar sentada en el taburete de un bar con una jarra de cerveza.
Mordió una salchicha. Estaba insípida. Buscó ketchup y mostaza.
Para su sorpresa, apenas tuvo dificultades para poner en marcha los aparatos de los puestos circundantes.
Con la culata del fusil rompió el cristal de la garita de la caja. Cogió algunas fichas y se sentó en un kart. Pisó el acelerador, pero el vehículo no se movió. Introdujo una ficha en la ranura. Ahora funcionaba. Salió disparado por la pista con el fusil en los muslos y la mano libre en el volante. Dio unas vueltas, pisando el pedal del acelerador y esforzándose por no rozar en las curvas el límite de la pista.
En la vieja montaña rusa, después de acceder a la garita de la caja, le bastó apretar un botón para que los vagones de madera rodaran hasta la pasarela de entrada. Jonas se sentó en la primera fila. El viaje transcurrió sin incidentes. Como si él fuera un pasajero más en un día normal y corriente.
Lanzó dardos contra globos, aros por encima de estatuillas, con un arco disparó una flecha a una diana. Se dedicó un ratito a las máquinas tragaperras, pero ganar dinero carecía de atractivo.
Al contemplar las filas de asientos vacíos de la Alfombra Voladora, se le ocurrió una idea. Quitándose la camisa, la ató a uno de los asientos del enorme columpio. En la garita de cobro encontró el regulador con el que se manejaba el motor. Lo conectó en AUTO. La Alfombra se puso en movimiento con un aullido. Pero sucedía algo muy diferente a lo habitual: ni una sola chica gritaba, nadie excepto Jonas miraba hacia arriba.
La camisa ondeaba en la primera fila. Cubriéndose la frente con la mano y entornando los ojos, siguió el destino de la prenda. Al cabo de tres minutos la Alfombra se detuvo y las abrazaderas de seguridad se abrieron automáticamente.
Desató la camisa. Se preguntó si podía hablarse de vista si no había nadie allí que lo contemplase con asombro. ¿Bastaba una camisa para hacer que la vista se convirtiese en tal?
Con una nueva lata de cerveza penetró en la Casa de la Aventura, diseñada pensando en las necesidades de los niños. Con el fusil a la espalda le costó abrirse paso entre sacos de arena y superar puentes de madera bamboleantes. Ascendió por escaleras que cedían con estruendo, atravesó estancias en declive, se abrió paso a tientas por corredores sin luz. Cuando no ponía en marcha el mecanismo correspondiente, todo permanecía en silencio. De vez en cuando una viga crujía bajo su peso.
Llegado al tercer piso, se situó junto a la balaustrada desde la que se divisaba la explanada delantera.
Abajo nada se movía.
Bebió.
Descendió balanceándose a tientas por una red de maromas instalada como una escalera de caracol hasta llegar abajo.
En la caseta de tiro no pudo resistir la tentación de empuñar la escopeta de aire comprimido colocada encima del mostrador. Se tomó tiempo para apuntar. Apretaba el gatillo, cargaba. Apuntaba, disparaba y volvía a cargar. Seis veces sonó un estampido y seis veces escuchó al instante siguiente el sonido seco del proyectil al horadar la diana. La revisó. El resultado no estaba mal.
Colocó otra diana. Apuntó. Dobló el dedo despacio.
Siempre había imaginado que uno podía morir de lentitud, demorando en el tiempo la realización de un acto cotidiano, hasta lo «infinito» o precisamente lo finito: porque en esa extensión y prolongación se abandonaba este mundo. Un saludo con el brazo, un paso, un giro de la cabeza, un gesto: si se ralentizaba cada vez más ese movimiento, todo terminaba en cierto modo espontáneamente.
Su dedo se curvó alrededor del gatillo. Era consciente con asombrosa claridad de que tenía que haber alcanzado hacía mucho el punto de presión, y sin embargo no era así.
Se quitó el fusil de la espalda, lo cargó y disparó: resonó un profundo y tranquilizador estampido, mientras notaba un golpe contra el hombro.
En la diana se abría un agujero del tamaño de un puño. Al lado, el sol penetraba por otros agujeros más pequeños.
Dio una vuelta por el Prater en el trenecito, cuya locomotora Diesel era fácil de accionar. El motor zumbaba. Olía a bosque. La sombra de los árboles proporcionaba mucho más frescor que los puestos del parque de atracciones. Se puso la camisa que, tras su excursión en la Alfombra Voladora, se había atado a las caderas.
En el lago Heustadlwasser se montó balanceándose en una de las barcas amarradas. Tras arrojar el cabo al embarcadero, se apartó de un empujón. Remó con energía. Cuando dejó de ver la caseta de alquiler de las embarcaciones, introdujo los remos en la barca.
Se tumbó de espaldas mientras se dejaba arrastrar por la corriente. Por encima de él, el sol fulguraba entre los árboles.
Despertó, sobresaltado, de una pesadilla.
Parpadeó en la oscuridad. Poco a poco reconoció los contornos de los muebles. Supo que estaba en casa, en la cama. Se limpió la cara húmeda con la manga. Echó hacia atrás la fina colcha de lino con la que se tapaba en verano y corrió al baño. Tenía la nariz atrancada, la garganta áspera. Bebió un vaso de agua.
Sentado en el borde de la bañera, recordó poco a poco su sueño.
Había soñado con su familia, pero se trataba de un sueño muy peculiar: todos tenían su misma edad. Había hablado con su abuela, que contaba setenta cuando él nació y había fallecido a los ochenta y ocho: en el sueño tenía treinta y cinco. No la había conocido a esa edad, pero sabía que era ella. Le asombró su rostro sin arrugas y su abundante pelo negro.
También aparecía su abuelo, igualmente a los treinta y cinco. Y su madre, y su padre, y su tío, y sus tías, todos ellos de su misma edad.
David, el hijo de su prima Stefanie, que había cumplido once años el pasado febrero, llevaba bigote y tenía unos ojos azules y fríos.
Paula, la hija de diecisiete años de un primo, con la que hacía poco se había topado por casualidad en la calle Mariahilfer, le miró por encima del hombro y preguntó: «¿Qué tal?». Su rostro era más expresivo, más adulto, un poco afligido, no había duda, tenía treinta y cinco. A su lado estaba el niño que había alumbrado el otoño anterior. Un hombre de mirada indiferente y guantes marrones.
Pero había algo más. Algo inquietante a lo que Jonas no accedía.
Todos le habían hablado en un idioma del que sólo entendía retazos. Su joven abuela muerta le había palmeado la mejilla y murmurado algo parecido a «UMIROM, UMIROM, UMIROM», al menos eso había oído él. Después se limitó a mover los labios. Su padre, con un aspecto parecido al de las fotos de la guerra, pedaleaba detrás de ella en una bicicleta estática. No había mirado a Jonas.
Pero había algo más.
Se lavó la cara con agua fría. Alzó la vista al techo, donde se agrandaba una gotera desde hacía meses. En los últimos tiempos sus dimensiones no habían variado.
Descartó volver a la cama. Encendió las luces de toda la casa y el televisor. Para entonces aceptaba la nieve como algo normal. Introdujo una cinta de vídeo, pero quitó el sonido. Era un reportaje sobre la Love Parade de Berlín de 1999. Había echado la cinta en el carrito de la compra del supermercado sin que lo vieran.
Se sonó la nariz, después extrajo del paquete una pastilla contra el dolor de garganta. Preparó té y se sentó con la taza en el sofá. Mientras bebía, seguía los movimientos de los jóvenes en los tráilers que rodaban a paso de marcha junto a la Columna de la Victoria. Gentes medio desnudas se agitaban al compás de una música inaudible.
Fue de acá para allá. Su mirada cayó sobre el ropero. De nuevo le asaltó la sensación de que algo no encajaba. Esta vez se dio cuenta de qué era: de una percha colgaba una chaqueta que no le pertenecía. La que había visto unas semanas antes en el escaparate de Gil. Le había parecido demasiado cara.
¿Cómo había llegado allí?
Se la puso. Le sentaba bien.
¿La habría comprado y lo había olvidado?
¿O era un regalo de Marie?
Examinó la puerta. Cerrada. Se frotó los ojos. Sintió calor. Cuanto más pensaba en la chaqueta, peor se sentía. Decidió guardarla por el momento en el armario. Ya hallaría espontáneamente la solución.
Abrió la ventana. El aire nocturno lo refrescó. Contempló Brigittenauer Lände. Antes, el rumor regular de los coches inundaba la noche. Ahora el silencio que se abatía sobre la calle parecía querer arrastrarlo hacia abajo.
Miró a la izquierda, hacia el centro de la ciudad, donde se veían ventanas iluminadas aquí y allá. El corazón de Viena. Allí se había desarrollado en su día la historia universal.
Pero luego había continuado su camino hacia otras ciudades, dejando como huella de su paso calles amplias, edificios nobles, monumentos. Y seres humanos a los que les había costado aprender a distinguir entre los viejos y los nuevos tiempos.
Ahora también ellos habían desaparecido.
Cuando volvió a mirar al frente, hacia el distrito 19, vio titilar una luz a unos centenares de metros de distancia. Procedía de una ventana. No se trataba de señales de morse. Pero quizá sí de una novedad.
Nunca antes había experimentado semejante oscuridad. Una estancia sin ventanas podía ser muy oscura. Pero en cierto modo se trataba de una oscuridad segura, artificial, completamente distinta a la que reinaba en la calle. Ni una sola estrella brillaba en el cielo. Las farolas habían fallado. Al borde de la calle los coches parecían masas negras. Todo se asemejaba a una masa pesada que se esforzaba en vano por avanzar.
En el corto trayecto desde el portal del edificio hasta el Spider miró varias veces en torno. Gritó con voz profunda.
Al otro lado de Lände chapoteaba el canal del Danubio.
Intuía vagamente la ubicación del edificio que buscaba. A pesar de todo pronto dio con él y se detuvo a quince metros de distancia. Cuando se apeó, con el fusil en las manos, los faros iluminaban la entrada.
Se agachó junto a la puerta del conductor. Durante un minuto se esforzó por escuchar en medio del silencio. De vez en cuando el viento azotaba sus orejas.
Cerró el coche, dejando los faros encendidos. Contó los pisos hasta la ventana iluminada. Subió hasta el sexto en el ascensor. El pasillo estaba oscuro, de modo que tanteó en busca del interruptor de la luz.
No existía. O no lo encontró.
Anduvo a tientas por el corredor con el fusil delante del cuerpo. Se detenía una y otra vez, aguzando los oídos. Ni el menor ruido. Nada revelaba dónde debía buscar. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, percibió en el suelo, a unos metros de distancia, un resplandor. Era la puerta. Cuando, creyendo llamar, presionó un botón que había al lado, resplandeció, penetrante, la luz del pasillo. Entornó los ojos y agitó el fusil de un lado a otro.
El pasillo estaba vacío. Un pasillo corriente.
Jonas se volvió hacia la puerta: en ella no figuraba rótulo alguno con el nombre. Al igual que el edificio, contaría sus buenos treinta años. Carecía de mirilla.
Tocó el timbre.
Nada se movió.
Volvió a tocar.
Nada.
Aporreó la puerta con la culata del fusil. Sacudió el picaporte. La puerta se abrió.
– ¿Hay alguien ahí?
Entró en un salón-cocina. Sofá, sillón, mesa de cristal, alfombra, televisor, detrás la cocina americana. La decoración tenía una similitud pasmosa con la de su propio piso. También contaba con una maceta en un rincón. Los altavoces del equipo estéreo colgaban de unos ganchos junto a la ventana. En pequeños tiestos depositados sobre el radiador crecían hierbas aromáticas. Había un espejo de pared de la altura de un hombre.
Se contempló en él, sosteniendo el fusil con ambas manos. Tras él, un sofá similar al suyo, una cocina americana igual que la suya. Una lámpara de pie como la suya. Con una pantalla igual que la de su casa.
La luz oscilaba. Apretó la bombilla envolviéndose la mano en un trozo de tela. La oscilación cesó.
Un contacto flojo.
Recorrió la habitación. Tocó objetos, sillas extravagantes, sacudió los estantes. Leyó títulos de libros, volteó zapatos, se puso chaquetas del ropero. Revisó el baño y el dormitorio.
Cuanto más se fijaba, más diferencias descubría. La lámpara de pie no era amarilla, sino gris. La alfombra, marrón en lugar de roja. El sillón, desgastado; el sofá, raído, todo el mobiliario deteriorado por el uso.
Inspeccionó de nuevo las estancias una a una. No podía ahuyentar la sensación de que estaba pasando algo por alto.
Allí no había nadie. No existía el menor indicio de cuándo había estado alguien allí por última vez. Ciertos detalles hablaban de que las luces permanecían encendidas desde que había empezado la cosa. No había visto la luz parpadeante en la ventana porque hasta ese día no se había atrevido a mirar a la calle de noche.
Una vivienda normal. Había CDs diseminados, ropa tendida, vajilla en el escurreplatos, papel arrugado en el cubo de la basura. Una vivienda corriente y moliente. Allí no había ningún mensaje oculto. O él no lo comprendía.
Escribió en un bloc su nombre y su teléfono móvil. Añadió su dirección por si fallaba la cobertura del móvil.
Desde la ventana vio brillar un pequeño rectángulo a unos cientos de metros de distancia.
La luz que brillaba era la de su propia casa.
¿Estaría allí en ese momento cada cosa en su sitio? ¿La taza de té sobre la mesa baja? ¿La colcha encima de la cama? ¿Bailaban los jóvenes en silencio encima de los remolques en la televisión?
¿O no habría nada… hasta que él llegase?